Sólo algo externo podía sacarnos de la abulia, apartarnos de la lenta y cada vez más cercana muerte. Una fuerza externa y no la interior. En nuestro fuero interno todo estaba quemado, vaciado; todo nos daba igual, no hacíamos planes para más allá del día siguiente.
Por ejemplo, en aquel momento lo único que yo quería era regresar al barracón, echarme en la litera, y en cambio me quedaba junto a la puerta de la tienda de provisiones. En la tienda sólo podían comprar los condenados por causas comunes, así como los asimilados a los «amigos del pueblo», los ladrones reincidentes. Allí nada teníamos que hacer, pero no había modo de apartar los ojos de las barras de pan color de chocolate; el dulce y pesado olor del pan recién hecho nos cosquilleaba en la nariz -hasta la cabeza te daba vueltas con aquel olor-. Y me quedaba allí y no sabía cuándo encontraría las fuerzas para irme al barracón, y miraba el pan. En aquel momento me llamó Shestakov.
A Shestakov lo conocía de Tierra Grande[1], de la prisión Butirka: estuve con él en la misma celda. No es que nos hiciéramos amigos, sólo éramos conocidos. En la mina, Shestakov no trabajaba en la galería. Era ingeniero geólogo y lo cogieron para trabajar en las expediciones geológicas, es decir, en la oficina. El afortunado casi no se saludaba con sus conocidos de Moscú. Esto no nos ofendía; quién sabe lo que le habían ordenado. Además, como se sabe, cada cual cuida de su pellejo.
- Toma, fuma -me dijo Shestakov y me alargó un trozo de periódico, me echó majorka[2] y encendió una cerilla, una cerilla de verdad…
Encendí el pitillo.
- Tengo que hablar contigo -dijo Shestakov.
- ¿Conmigo?
- Sí.
Nos alejamos tras los barracones y nos sentamos en el borde de una vieja galería. Al instante sentí los pies pesados, en cambio Shestakov balanceaba alegre sus nuevos zapatos de reglamento, de los que me llegaba un ligero olor a aceite de hígado de bacalao. Los pantalones se le subieron y dejaron al descubierto unos calcetines ajedrezados. Yo contemplaba las piernas de Shestakov con verdadera admiración e incluso con cierto orgullo: al menos un hombre de nuestra celda no llevaba peales[3]. La tierra temblaba bajo nosotros por unas sordas explosiones; estaban preparando el terreno para el turno de noche. A nuestros pies caían en un tamborileo pequeñas piedras, grises e imperceptibles, como pájaros.
- Vamos más lejos -dijo Shestakov.
- No tengas miedo, no te matará. no se te van a estropear los calcetines.
- No es de trapos de lo que te quiero hablar -dijo Shestakov y recorrió con su dedo índice el horizonte-. ¿Qué te parece todo esto?
- Que nos vamos a morir, seguramente -dije. Era de lo que menos quería hablar.
- No, no estoy de acuerdo con eso de morirme.
- ¿Y qué?
- Tengo una mapa -dijo con voz indolente Shestakov-. Reuniré a unos cuantos, a ti te llevaré también, y me dirigiré a las Fuentes Negras; estarán a unos quince quilómetros de aquí. Me haré con un salvoconducto. Y llegaremos hasta el mar. ¿Te vienes?
Soltó aquel discurso con la indolencia de un texto aprendido.
- ¿Y cuando lleguemos al mar, qué? ¿Seguimos a nado?
- Eso no importa. Lo importante es empezar. No puedo seguir con esta vida. «Más vale morir de pie que vivir de rodillas[4]» -pronuncio ceremonioso Shestakov-. ¿Quién dijo esto?
Es cierto. Era una frase conocida. Pero no tenía fuerzas para recordar quién y cuándo había dicho la frase. Todo lo que aprendimos de los libros lo habíamos olvidado. Y además no lo creíamos. Me recogí los pantalones y le mostré mis llagas rojas del escorbuto.
- En el bosque se te curarán -comentó Shestakov-, con bayas, con vitaminas. Te sacaré de aquí, sé el camino. Tengo un mapa…
Cerré los ojos y pensé. De aquí al mar había tres caminos, y los tres eran de quinientos quilómetros, no menos. No yo, ni siquiera Shestakov llegaría. ¿No me querrá llevar consigo para comerme? No, por supuesto. Pero ¿por qué miente? Lo sabe mejor que yo. Y de pronto tuve miedo de Shestakov, del único hombre entre nosotros que consiguió un trabajo de su especialidad. Pero ¿quién lo había colocado, y a qué precio? Porque hay que pagar por todo. Con la sangre de los demás, con la vida ajena…
- De acuerdo -dije abriendo los ojos-. Pero antes tendría que recuperarme, comer.
- Muy bien, muy bien. Seguro que te recuperas. Te traeré… conservas. Yo puedo…
Hay muchas conservas en el mundo: de carne, de pescado, de frutas, de legumbres… Pero la más maravillosa de todas es la de leche, la leche condensada. No hay que tomarla con agua hervida, claro que no. Hay que comerla a cucharadas, o untarla en el pan, o chuparla poco a poco del bote, muy lentamente, mirando como la líquida y clara masa se vuelve amarilla, como se pegan a la lata los cristales de azúcar…
- Mañana -le dije, perdiendo el aliento de la alegría-, que sean de leche…
- Muy bien, perfecto. De leche -y Shestakov se marchó.
Volví al barracón, me acosté y cerré los ojos. Me costaba pensar. Era como un proceso físico; por primera vez la materialidad de nuestra psique se me mostraba en toda su evidencia, en toda su percepción. Pensar dolía. Pero había que hacerlo.
Nos reunirá para la fuga y luego nos delatará -estaba claro como el día. Shestakov pagará con nuestra sangre, con mi sangre, su trabajo en la oficina. Y a nosotros, o nos matarán allí mismo, en las Fuentes Negras, o nos traerán aquí vivos, nos juzgarán y nos echarán quince años más. Porque no puede ser que él no sepa que escapar de aquí es imposible. Pero la leche, la leche condensada…
Me dormí, y en mi sueño famélico y deshilachado me vi ante el bote de Shestakov con leche condensada, una descomunal lata de conserva con una etiqueta de papel azul nublado. El bote enorme, azul como el cielo nocturno, estaba agujereado por mil orificios y la leche salía de ellos y se derramaba como el ancho río de la Vía Láctea. Y yo alcanzaba fácilmente aquel cielo con las manos y me comía aquella espesa, dulce y celeste leche.
No sé qué hice aquel día ni cómo trabajé. No hacía otra cosa que esperar, esperar a que el sol cayera por el oeste, a que se pusieran a relinchar los caballos; los animales adivinan mejor que los humanos el fin de la jornada de trabajo.
Sonó ronca la sirena y me dirigí al barracón donde vivía Shestakov. Me esperaba en la entrada. Los bolsillos del chaquetón destacaban abultados.
Nos sentamos a la mesa del barracón, grande y bien lavada, y Shestakov sacó del bolsillo dos botes de leche condensada.
Agujereé la lata con la punta de un hacha. Un espeso chorro blanco corrió por la tapa y cayó sobre mi mano.
- Hazle otro agujero. Para el aire -me dijo Shestakov.
- No importa -dije chupándome mis sucios y dulces dedos.
- Una cuchara -pidió Shestakov girándose hacia los hombres que nos habían rodeado.
Diez cuacharas brillantes, bien lamidas, se alargaron sobre la mesa. Todos se hallaban de pie y observaban como comía. En sus miradas no había falta de tacto ni se ocultaba la esperanza de que los invitara. A nadie se le ocurriría soñar siquiera que yo iría a compartir aquella leche. Sería algo inaudito; la atracción hacia la comida ajena era un impulso del todo desinteresado. Yo sabía que era imposible no mirar la comida que desaparecía en la boca ajena.
Me arrellané más cómodamente y me dispuse a dar cuenta de la leche, sin pan, acompañándome de vez en cuando con agua fría. Me comí los dos botes. Los espectadores se alejaron, la función había terminado. Shestakov me miraba comprensivo.
- Oye, ¿sabes? -le dije limpiando la cuchara hasta la última gota-. Lo he pensado mejor. Hacedlo sin mí.
Shestakov comprendió y se fue sin decir palabra.
Aquello fue una venganza miserable, débil como todos mis sentidos. Pero ¿Qué más podía hacer? ¿Avisar a los otros? No los conocía. Aunque debí haberlo hecho. Shestakov logró convencer a cinco. Se fugaron al cabo de una semana; a dos los mataron no lejos de las Fuentes Negras, al mes juzgaron a los tres restantes. El expediente de Shestakov se transfirió a otra parte y pronto se lo llevaron; al cabo de medio año me lo encontré en otra mina. No le endosaron una pena más por la fuga, los jefes jugaban limpio con él, porque bien podía haber ocurrido de otro modo.
Shestakov trabajaba en las prospecciones geológicas[5], iba afeitado y comido, y los calcetines ajedrezados seguían enteros. A mí no me saludaba y hacía mal: al fin y al cabo, por dos botes de leche condensada, tampoco había para tanto…”
[1956]
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[1] NdT: En el lenguaje figurado de los presos, los campos de trabajo se ven como islotes -de ahí el título de “Archipiélago Gulag” de Solzhenitsin-, y el lugar de origen, donde vivían antes de la detención, incluso la prisión central, se traduce con el término de Tierra Grande o Continente.
[2] NdT: Especie de tabaco muy áspero y basto, semejante a la picadura.
[3] JdT: Paño con el que, en ausencia de media o calcetín, se cubre el pie.
[4] JdT:«Es mejor morir de pie que vivir toda una vida arrodillado». Esta frase, aunque originalmente pronunciada por Práxedes-Gilberto Guerrero (1882-1910), periodista anarquista procedente de una rica e influyente familia de hacendados de Guanajuato, fue populariazada por su coetáneo Emiliano Zapata Salazar (1879-1919) y usada por María Dolores Ibárruri Gómez, alias La Pasionaria (1895-1989). En este caso, la voz del narrador parece referirse a esta última ya convertida (1956) en un icono del marxismo estalinista, antítesis de cualquier atisbo de libertad.
[5] JdT: Las “minas del pueblo” en Kolymá se dedicaban a la extracción de oro.
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“La leche condensada”, relato extraído de
Varlam Shalámov: “Relatos de Kolimá”, Volumen 1.
Barcelona: Minúscula, 2007, pp. 133-139.
Traducción y notas de Ricardo San Vicente.
[2.-]
“la oferta… de trabajar a medias con César Vidal es… una excusa para que los dos digan adiós…”
Eleuterio Fernández Guzmán.
[3.-]
“Y aunque yo no apostaría mucho por ello, no es imposible que ambos acepten la oferta de la cadena y pasen a dirigir un programa que, como me ha dicho alguien que ocupa un puesto de cierta importancia en nuestra Iglesia, debería dejar de llamarse La Linterna para llamarse El Reflector. Y, aunque sé que esto es una maldad por mi parte, me encantaría ver la cara que pondrán algunos sólo de que piensen que puede ocurrir tal cosa…”
Luis Fernando Pérez Bustamante.
[4.-]
Valga este relato corto de Varlam Shalámov, “La leche condensada”, como homenaje a Federico Jiménez Losantos, a César Vidal Manzanares y a todos los que luchan por sobrevivir en este gran campo de concentración en que se ha convertido lo que una vez fue dado en llamar la “educación”, la “información”, la “cultura”.
Educación que es el camino más corto para llegar a la esclavitud más perfecta. Información que está formada por silencios, inexactitudes, medias verdades y mentiras completas. Cultura de la muerte que, mientras dice celebrar la vida, cantando nos lleva al matadero.
Educación que es adoctrinamiento, información que es manipulación, y cultura que es propaganda de la muerte envuelta en celofán.