El Problema de la Soberanía
Soy católico: mi único Señor es Jesucristo y mi ley suprema es el Decálogo que se resume en la única norma importante e incuestionable: la Ley de la Caridad. Se trata de amar a Dios sobre todas las cosas, con toda tu alma, con todo tu corazón, con todo tu entendimiento, con todas tus fuerzas; y amar al prójimo por Dios: no porque sean buenos o malos, porque nos caigan bien o mal, sino porque Dios nos pide que amemos incluso a nuestros enemigos.
Mi único Rey es Cristo. Y la única soberanía que admito es la Soberanía de Dios, que es el Bien absoluto. ¿Es mejor la soberanía del hombre, que es pecador, que la de Dios, que es el Bien sin mancha de mal? ¿Saben más los hombres que Dios? ¿Son mejores los hombres que Dios? Por supuesto que no.
Yo reclamo la soberanía de Dios, la unidad católica de España y que todo gobierno busque el bien común y la prosperidad de los españoles. El Estado ha de procurar que las necesidades materiales y espirituales de las personas estén cubiertas para que las familias puedan vivir con dignidad, criar a sus hijos decentemente y llegar al fin para el todos hemos sido creados.
El derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los jefes del Estado y de gobierno deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado. El poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque está constituida para el bien común de la totalidad social. Si las autoridades degeneran en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios y a las cortes que representen al pueblo.
¡Qué maravillosa sería la Unidad Católica de España! Una España en la que la mayoría deseara vivir en santidad, en gracia de Dios, cumpliendo el mandamiento de la caridad y ayudándose de los sacramentos para permanecer unidos a Dios, Nuestro Señor. Sería una España en la que Dios sería lo primero, en el que Cristo fuera reconocido Rey y Señor; y en el que la Santísima Virgen María fuera nuestra protectora y defensora.
Cristo es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos. Él es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos.
Pero cuando desterramos a Dios y a Jesucristo de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y deriva la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, nada bueno puede suceder. Divorcio, aborto, eutanasia, degeneración, decadentismo, corrupción, prostitución, pornografía, falta de esperanza, nihilismo, soledad, sexo libre, violaciones, violencia doméstica…