El Monasterio de La Santa Espina (IV) y la Peste Liberal
La revolucionaria diosa razón pisa el crucifijo: el Liberalismo queda así perfectamente retratado.
El Monasterio de Santa María de La Santa Espina fue fundado por la infanta Sancha Raimúndez, hermana del rey Alfonso VII de León, en 1147. Está situado en el lugar de un antiguo monasterio benedictino dedicado a San Pedro. De acuerdo con la tradición, al frente de los primeros monjes que habitaron el monasterio estuvo Nivardo de Claraval, hermano de Bernardo de Claraval.
La construcción del edificio fue muy lenta y se extendió entre el siglo XIII y el siglo XVI, aunque el claustro fue reconstruido en el siglo XVII. En 1731 sufrió un incendio que destruyó la biblioteca y gran parte del edificio.
El monasterio fue cerrado durante el Trienio Liberal (1820-1823) debido a la supresión de las órdenes monásticas por la Ley sobre monasterios y conventos de 25 de octubre de 1820.
Ley sobre monasterios y conventos de 25 de octubre de 1820. Gazeta del Gobierno núm. 123, de 29 de octubre de 1820, página 544.
Fue suprimido definitivamente por los decretos de exclaustración de 1835. La iglesia continuó abierta al culto durante varios años.
Real Decreto de 25 de julio de 1835 suprimiendo los monasterios y conventos de religiosos que no tengan 12 individuos profesos, de los cuales las dos terceras partes a lo menos sean de coro. Gaceta de Madrid núm. 211, de 29 de julio de 1835, páginas 841 a 842.
Real Decreto de 11 de octubre de 1835 suprimiendo los monacales. Gaceta de Madrid núm. 292, de 14 de octubre de 1835, página 1157.
¿Queda claro por qué el Liberalismo es pecado? ¿Queda suficientemente claro que el Liberalismo es una ideología enemiga de Dios y de su Santa Iglesia?
Los primeros que comenzaron la persecución de la Iglesia fueron los liberales en el siglo XIX. Robaron los bienes de la Iglesia, exclaustraron a lo religiosos de los monasterios, dejándolos en la calle y en mucho casos, en la indigencia. Había que apartar al pueblo de Dios a toda costa. Había que quitar a Cristo del centro de los corazones de los españoles y del centro de la sociedad española. Había que arrancar las raíces cristianas de España fuera como fuera. Y a ello contribuyeron decisivamente las sociedades secretas, como la masonería.
El día 17 de julio de 1834 en la capital de España durante la regencia de María Cristina y durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840) fueron asaltados varios conventos del centro de Madrid y asesinados más de ochenta religiosos entre jesuitas, franciscanos, dominicos y mercedarios, a causa del rumor que se extendió por la ciudad de que la epidemia de cólera que la asolaba desde fines de junio y que se había recrudecido el día 15 de julio se había producido porque «el agua de las fuentes públicas había sido envenenada por los frailes». El régimen liberal permitió pasivamente la matanza y dejó hacer a las turbas de asesinos que iban de convento en convento cantando coplas blasfemas:
“Muera Carlos
Viva Isabel
Muera Cristo
Viva Luzbel”
Señala Javier Paredes en su artículo titulado Persecución Religiosa, que «1834 fue el principio de la persecución religiosa en España, un continuado esfuerzo al que más tarde se unirían los socialistas y los comunistas para eliminar a la Iglesia en España, en un empeño que dura hasta el día de hoy, jalonado por fechas sangrientas: 1909, 1931, 1934, 1936». Pero nunca podrán destruirla ni desde fuera ni desde dentro porque el poder del infierno nunca derrotará a la Iglesia.
Los liberales no admiten la soberanía social de Cristo. No admiten que Cristo sea Rey y que el hombre sea causa segunda, sievo de Dios y deba aceptar como tal que está supeditado a Su Santa Voluntad. Los liberales se creen causas primeras y fines últimos de sí mismos. El hombre, dicen, se crea a sí mísmo y en un fin en sí mismo. Y es autónomo incluso respecto a Dios. Es el viejo pecado de nuestros primeros padres: el «non serviam» de Lucifer; el «no moriréis y seréis como Dios» de la Serpiente. El hombre soberbio, endiosado: el hombre centro de todo y medida de todas las cosas: «todo es bueno en tanto en cuanto me hace feliz o me permite disfrutar y gozar de los placeres terrenales.» Eso es el antropocentrismo que llega a ser antropolatría: el hombre se adora a sí mismo y desprecia a Dios.
León XIII denunciaba los principios del Liberalismo en su Encíclica Libertas Praestantissimum:
El naturalismo o racionalismo en la filosofía coincide con el liberalismo en la moral y en la política, pues los seguidores del liberalismo aplican a la moral y a la práctica de la vida los mismos principios que establecen los defensores del naturalismo. Ahora bien: el principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no tiene sobre si superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera. Y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber.
Y el mismo Papa León XIII, en la Encíclica Humanum Genus, lo deja meridianamente claro:
El humano linaje, después que, por envidia del demonio, se hubo, para su mayor desgracia, separado de Dios, creador y dador de los bienes celestiales, quedó dividido en dos bandos diversos y adversos: uno de ellos combate asiduamente por la verdad y la virtud, y el otro por todo cuanto es contrario a la virtud y a la verdad.
El uno es el reino de Dios en la tierra, es decir, la verdadera Iglesia de Jesucristo, a la cual quien quisiere estar adherido de corazón y según conviene para la salvación, necesita servir a Dios y a su unigénito Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad; el otro es el reino de Satanás, bajo cuyo imperio y potestad se encuentran todos los que, siguiendo los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros primeros padres, rehusan obedecer a la ley divina y eterna, y obran sin cesar o como si Dios no existiera o positivamente contra Dios. Agudamente conoció y describió Agustín estos dos reinos a modo de dos ciudades contrarias en sus leyes y deseos, compendiando con sutil brevedad la causa eficiente de una y otra en estas palabras: Dos amores edificaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios edificó la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial.
¡Cómo no se iban a levantar en armas los católicos de bien durante las Guerras Carlistas contra los enemigos de Dios! Porque esas guerras carlistas no significaron el enfrentamiento entre liberales y absolutistas, como se empeñan en decir los libros de texto de nuestros escolares, sino entre liberales y católicos; entre quienes quieren matar a Dios y acabar con su Iglesia y quienes adoramos a Dios y lo amamos sobre todas las cosas. Y esa guerra continúa hoy en día. No hay abrazos de Vergara entre los enemigos de Cristo y quienes lo amamos sobre todas las cosas. Somos dos bandos irreconciliables. Entre Satanás y Cristo no hay término medio.
Dice el arzobisp Viganò en una carta al Profesor Marcello Pera:
«El verdadero católico debe ser consciente de que la verdadera paz sólo puede alcanzarse allí donde reina Cristo, y donde la autoridad temporal y la espiritual están ambas sometidas a Cristo, porque así lo quiere Dios y lo manda la naturaleza de las cosas. Negarse a reconocer el señorío de Cristo es contrario a la verdad y a la justicia, además de estar esencialmente inspirado por Satanás. Por eso, el liberalismo es intrínsecamente un error teológico, incluso antes de ser político, y los Pontífices hicieron bien en denunciar estas desviaciones, mientras que hoy “se sitúan a la cola del rebaño no para observar y evitar sus desviaciones, sino para seguirlo allá donde vaya".
Afirmar que la paz de Cristo se puede lograr donde Él está desterrado de la sociedad es un engaño en el que se ha creído durante demasiado tiempo. Los intelectuales católicos, y especialmente los que se consideran “conservadores", tienen hoy la tarea de reconocer este fraude y restaurar la primacía de la verdad, y no del cálculo político o del compromiso moral. Pidamos al Espíritu Santo, consolator optimus, en esta Octava de Pentecostés, que ilumine el intelecto e inflame el corazón de los fieles con sus Dones, para que las Virtudes cardinales y teologales sean la primera guarnición del Buen Gobierno y premisa para un verdadero renacimiento espiritualidad de occidente.»
Estas palabras no evocan el comienzo de la Encíclia Quas Primas de Pío XI:
En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.
Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.
Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.
De la peste del Liberalismo viene la Ideología de Género que alcanza el climax del libertinaje, de la licencia ilimitada para ser lo que cada uno desee. El necio podría, según su propia voluntad, impugnar las leyes naturales de la biología y decidir el sexo y la orientación sexual de su preferencia. La ideología de Género y el ecologismo político son derivadas del liberalismo y de su hijo bastardo, que no es sino el comunismo. El hombre se cree capaz de cambiar el clima y de alterar los límites del mar. El hombre se cree dios, todopoderoso, omnipotente y soberano absoluto de sí mismo. Y para ello, tiene que matar a Dios y abolir sus Mandamientos. El mundo liberal es absolutamente luciferino y enemigo de Dios y de su Iglesia. El Liberalismo es pecado.
Y nosotros hemos de emplearnos a fondo en el combate contra esos enemigos de Dios, como hicieron los carlistas españoles o los cristeros mexicanos. Y la Santa Espina nos recuerda las ofensas que Dios recibe por culpa de nuestros pecados: el desprecio del mundo, las burlas de los pecadores que hasta se enorgullecen de serlo en su depravación.
Pero la Santa Espina nos recuerda también que, a pesar de la incuria de los impíos, que han tratado una y otra vez de destruir ese venerable relicario que es el Monasterio de La Santa Espina en los Montes Torozos, no lo han conseguido y ahí sigue en pie 875 años después de su fundación por doña Sancha Raimúndez el 20 de enero de 1147. Ahí sigue para gloria de Dios, edificado sobre la roca que es Cristo como un faro de fe, de esperanza y de caridad. Es un verdadero milagro. Y ni los liberales ni los comunistas han coseguido evitar que el pueblo católico siga venerando la santa reliquia y adorando a Dios.
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