El páramo del arzobispo-obispo-copríncipe
Era humanamente comprensible la inmensa satisfacción que se reflejaba en el semblante de Monseñor Vives tras ser nombrado arzobispo “ad personam” de Urgel. Se acababa de apuntar un gran tanto. Un nombramiento que había recalado en su antecesor, Monseñor Martí Alanís, el mismo día en que se le había designado coadjutor, como premio de consolación a sus treinta años como prelado de la diócesis pirenaica; recaía en su persona tras solo nueve años de obispo residencial y con quince años de antelación a la edad de renuncia. Además, la distinción se había logrado con una inusual rapidez, fruto de la habilidad de Monseñor Ladaria, que es hoy en día el puente más eficaz entre el tándem Sistach-Vives y la Santa Sede.
Sin embargo, me sorprendió enormemente el tenor de las declaraciones del nuevo arzobispo. Solo subrayaba que se trataba de un reconocimiento a la singularidad de la diócesis, cuyo territorio se divide entre dos estados (España y Andorra) y cuyo obispo comparte la jefatura de estado andorrana, bajo el medieval título de co-príncipe. Es más, Monseñor Vives llegó a declarar textualmente que “Roma había sido sensible a una anomalía eclesiástica”.