Primeros esfuerzos para la restauración litúrgica
En las postrimerías del siglo XVIII se extinguieron los rigores de la cruel persecución que la Iglesia de Francia había tenido que soportar por espacio de diez años. A partir de 1799 empezaron a reabrirse por todas partes oratorios públicos e incluso iglesias. Los sacerdotes empezaban a dejarse ver en público con mayor seguridad, los altares despojados volvían a ver como una sombra de las antiguas pompas. Salían a la luz y volvían a ser usados en el culto los vasos sagrados, los ornamentos y los relicarios, últimos y raros vestigios de la opulencia del culto católico, sustraídos a la codicia de los perseguidores por el valiente celo y amor de algunos católicos que se jugaron la piel por ello. Nada resultaba tan hermoso como esas primeras apariciones en público de los símbolos de la fe de nuestros padres. Tras el “reinado del Terror”, volvían a celebrarse hermosas ceremonias en las grandes ciudades. En aquellas iglesias devastadas volvía a ofrecerse el dulce Sacrificio del Cordero después de las orgías de las fiestas de la diosa Razón y los discursos de la teofilantropía. Valga el inciso para recordar que la ideología -no es otra cosa- que sostienen Enrique Castro y sus “compañeros no mártires” de la comunidad de Entrevías enlaza perfectamente, aunque con menos “elegancia ilustrada” y más “vulgaridad marxista” con aquel concepto teofilantrópico de los revolucionarios franceses.