Se acabaron los triunfalismos que desde hace cuarenta años hemos tenido que tragar en España, pero especialmente en Cataluña, de aquellos que cantaban las loas de las reformas postconciliares en materia de Sagrada Liturgia. Entonces, los pocos que vimos claro de lo que realmente se trató teníamos que asistir impotentes al desgarrador espectáculo del vandalismo y la iconoclastia que se desataron por doquier, derribando y convirtiendo en ruinas lo que había costado tantos siglos edificar, a costa de los sacrificios y de la generosidad de muchas generaciones. Ni las bandas de Genserico ni los oficiales de León Isáurico hicieron tanto daño en su tiempo como el que se perpetró en nombre del Concilio Vaticano II (supuestamente) y por voluntad del Papa (según se pretendía) en las décadas de revolución y contestación que cerraron el siglo XX. Hoy, a la luz de los frutos de su deletérea acción, los paladines de la reforma litúrgica más valdría que se callaran. Aún hablan, sí; pero no pueden hacerlo muy alto porque el mentís de la realidad les cerraría la boca de cuajo. Si no, ahí están los hechos, con su desnuda, descarnada e inmisericorde contundencia: iglesias semivacías, que sólo la fe a toda prueba de las personas mayores y el compromiso de ciertos seglares practicantes pertenecientes a grupos fervorosos no dejan completamente desiertas; depauperación, descuido y hasta mal gusto allí donde antaño había esplendor y pulcritud; desaparición de aquellos ejercicios piadosos que en tiempos alimentaban la espiritualidad de los fieles (meses de María, del Sagrado Corazón y del Rosario, novenas, nueve primeros viernes, cinco primeros sábados, horas santas, guardias de honor, misiones populares y un largo etcétera), despachados como “cosas de beatas” que estorbaban el sentido litúrgico y distraían del “compromiso comunitario” y cuya ausencia ha descargado de trabajo al clero ciertamente, pero para poder cerrar antes los templos y poder disfrutar más de la “cultura del ocio” (que nada tiene que ver con la vocación auténtica de un hombre de Dios).
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