Cuando los hombres de Dios son malignos
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros ni permitís entrar a los que querrían entrar.
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto. Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello.
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que os parecéis a sepulcros encalados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicia! Así también vosotros por fuera parecéis justos a los hombres, más por dentro estáis llenos de iniquidad”.
No cabe duda que las palabras que dirige Nuestro Señor a los profesionales de la religión de su tiempo son duras. Por el tono y la severidad se ve que Jesús, tan paciente y misericordioso con todos, pero especialmente con los pecadores, no los tragaba. Por supuesto, no hemos de entender que el Divino Maestro condenara en bloque a escribas y fariseos; después de todo, también entre ellos tuvo discípulos, admiradores y seguidores. Pero hay que admitir que pretender el monopolio de la santidad –como aquellos grupos religiosos hacían– inclinaba poderosamente a caer en la tentación del orgullo, pecado especialmente desagradable, ya que por él entró el mal en el mundo.