Dales Señor el descanso eterno. Y brille para ellos la luz perpetua
Por consiguiente, todo lo tocante a las honras fúnebres, a la calidad de la sepultura o a la solemnidad del entierro, constituye más un consuelo de los vivos que un alivio de los difuntos. De lo dicho no se deduce que hayamos de menospreciar y abandonar los cuerpos de los difuntos, sobre todo los de los santos y los creyentes, de quienes se sirvió el Espíritu Santo como de instrumentos y receptáculos de toda clase de buenas obras. Si las vestiduras del padre y de la madre, o su anillo y recuerdos personales, son tanto más queridos para los descendientes cuanto mayor fue el cariño hacia ellos, en absoluto se debe menospreciar el cuerpo con el cual hemos tenido mucha más familiaridad e intimidad que con cualquier vestido. Es el cuerpo algo más que un simple adorno o un instrumento: forma parte de la misma naturaleza del hombre. De aquí que los entierros de los antiguos justos se cuidaran como un deber de piedad; se les celebraban funerales y se les proporcionaba sepultura. Ellos mismos en vida dieron disposiciones a sus hijos acerca del sepelio o el traslado de sus cuerpos.