Vivimos en una época posmoderna, que mejor habría que llamar poscristiana, caracterizada por muchas cosas, pero sobre todo por ser el tiempo de la posverdad. No se trata tanto de los errores más extendidos, que son muchos y muy graves, sino más bien de la desesperanza generalizada en cuanto a la posibilidad de alcanzar la verdad, que es algo mucho peor. Para nuestro mundo, la verdad no existe o no se puede conocer o es perpetuamente cambiante, de modo que, en la práctica, no tiene ninguna importancia y debe sustituirse por otros criterios de actuación, como el interés, las pasiones, la ideología política o las modas del momento.
No hace falta dar ejemplos de todo esto, porque son legión y sobradamente conocidos y lo que nos interesa ante todo es el efecto que esa epidemia de desesperanza del intelecto ha tenido en la Iglesia. Desgraciadamente, ya sea por la necedad humana o por planes con olor a azufre, la Iglesia ha elegido precisamente este momento para “abrir las ventanas” y acercarse ingenuamente y sin reservas al mundo. El resultado, inevitablemente, ha sido la propagación del virus dentro de la Iglesia, primero entre los clérigos y después también entre los fieles.
Tampoco nos vamos a detener en ofrecer ejemplos de ese contagio en todas las estructuras de la Iglesia y en una infinidad de religiosos, sacerdotes y obispos, que todos hemos experimentado y sufrido hasta la náusea, sino que vamos a centrarnos en una cuestión concreta que a mucha gente le cuesta más aceptar: antes o después, teníamos que tener un pontificado de la posverdad y así ha sucedido.
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