Epigramas para un mundo que se muere
Pocas cosas hay más evidentes que el hecho de que nuestro mundo se está muriendo. Y con “mundo”, con perdón de la Laudato Si, no me refiero al planeta Tierra, sino a nuestra civilización occidental y cristiana. Cada noticia que escuchamos lo confirma y no hay estadística que no clave un clavo más en el ataúd. Si quedara alguna duda, bastaría que un político cualquiera abriese la boca para corroborarlo y no haría falta más que toparse con una horrible iglesia moderna y preguntarse si en realidad se trata de una fábrica de piensos para que no pudieran quedar dudas: la decadencia de la civilización occidental se está acelerando y, salvo milagro, el final no puede estar muy lejos.
Hay pocas cosas más evidentes, como decía, pero millones y millones siguen sin enterarse, confiando irracionalmente en que mañana será igual que hoy y nunca cambiará nada más que el modelo de su iPhone. Los políticos gastan y gastan como si no hubiera mañana, quizá porque sospechan que no lo habrá. Una y otra vez oímos hablar a los obispos de primaveras eclesiales, las maravillas del diálogo o la importancia de la ecología, mientras sus iglesias están casi tan vacías como sus seminarios y sus fieles se parecen a un pagano como una castaña a otra castaña. Es como si estuvieran aletargados.