Este último fin de semana, algo más largo de lo habitual, aprovechamos mi mujer y yo, junto con nuestros hijos, para dar una vuelta por tierras galaicas. Visitamos por primera vez Mondoñedo, una preciosa ciudad en miniatura, agrupada en torno a su catedral y rodeada de montañas, bosques y espesura. Vista de lejos, se diría casi una ciudad francesa de los Pirineos transplantada por encantamiento al noroeste de España.
Ya más de cerca, salta a la vista el inequívoco carácter español y gallego de la ciudad, desde el escudo imperial de Carlos V, tallado en piedra en la fuente construida por un obispo del lugar, a los hórreos que se encuentran por toda la zona. En las cercanías del Seminario de Santa Catalina, nos cruzamos con varios curas vestidos de sotana y un cierto aire intemporal, que podrían haber salido de una postal de hace cien o doscientos años, a la vez que caminaban con una energía juvenil y decidida.
La Catedral de la ciudad es una de esas basílicas rodeadas por edificios muy cercanos casi por todos sus lados y que se descubren de pronto, levantándose majestuosas al final de una estrecha calle. En mi caso, recorrer angostas callejuelas para contemplar así, de golpe, una catedral magnífica me produjo una alegría que, mutatis mutandis, debe ser similar a la emoción de los conversos cuando descubren la Iglesia después de un largo recorrido vital, como algo sorprendente que sale a su encuentro, llena de la belleza de Dios, de la compañía de los Santos y de la apacible amistad de siglos pasados.
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