Una cuaresma maravillosa
Hace mucho tiempo, un sacerdote muy sabio me dijo que una de las cosas que más facilitan la vida cristiana es aprovechar las ayudas que la Iglesia da en la liturgia. Es decir, por ejemplo, para tener una buena Cuaresma, nada ayuda más que fijarse en la liturgia de estos días, en las lecturas de conversión que prepara la Iglesia, en los signos cuaresmales (el sacramental de la ceniza, vestiduras moradas, ausencia de flores, cantos más sobrios, se deja el aleluya y el gloria para la Pascua…) o en las oraciones litúrgicas, que destilan la sabiduría sobrenatural de la Iglesia.
Hoy me he acordado de ello al leer la lectura breve que la Iglesia pone para el rezo de Laudes del primer día de Cuaresma. La he leído, me he quedado asombrado y he tenido que dar gracias a Dios:




Una pregunta, por curiosidad, a los lectores que hayan ido hoy a Misa: ¿Se ha hecho la bendición de las candelas en la parroquia a la que hayan ido? Lo pregunto porque es una bonita tradición pero me da la impresión de que se está perdiendo, a pesar de formar parte de los ritos litúrgicos previstos por la Iglesia para hoy. De hecho, muchos niños y jóvenes ya no asocian la idea de la Virgen de la Candelaria con el nombre oficial de la fiesta de hoy: La Presentación del Señor (es decir, la presentación de Jesús en el Templo, contada en Lc 2). Es una fiesta antiquísima, que se celebraba ya en los primeros siglos de la Iglesia. En el Misal anterior al Concilio Vaticano II, la fiesta se denominaba la Purificación de nuestra Señora y estaba muy centrada en la Virgen María (de ahí la advocación de Virgen de la Candelaria, relacionada además con una aparición en Tenerife en el siglo XIV), pero actualmente se resalta más en la liturgia la figura de Cristo, presentado en el Templo por ser el cumplimiento y la plenitud de la Antigua Ley (aunque esto no excluya, por supuesto, el papel de la Virgen en la celebración). Se celebra el día 2 de febrero por ser cuarenta días después del nacimiento de Cristo, el plazo que marcaba la ley de Moisés para la purificación de las mujeres que habían dado a luz (Lv 12,1-8), ocasión que la Sagrada Familia aprovechó para cumplir otro precepto: la presentación de los primogénitos en el Templo.



