Hace tiempo, hablé en este blog de la iglesia diseñada por Moneo en San Sebastián. Me llamó la atención que, en los comentarios, varios arquitectos se mostraran horrorizados porque me atreviera a criticar a Moneo, no siendo yo arquitecto. Como si un puente que se cae o un plato que te envenena sólo pudieran ser criticados por ingenieros de caminos o por chefs. También un artículo reciente de Cataluña Religión se refiere despectivamente a lo que dije. Al leerlo, he descubierto nuevas fotos que no conocía del exterior y el interior de la Iglesia y, como confirman lo que ya dije, voy a comentarlas. A fin de cuentas, esa iglesia ha sido construida para mí, como fiel de la Iglesia Católica, así que creo que tengo todo el derecho del mundo a criticarla.
Hay un principio que, aparentemente, olvidan los defensores de la iglesia de Moneo y que resulta esencial para diseñar una iglesia. Una Iglesia es una obra arquitectónica con algunas características únicas, entre ellas la necesidad de eclipsamiento del autor, porque el centro absoluto de una Iglesia es Dios. Esto no sucede en otros edificios, con un uso meramente humano, donde la labor artística del arquitecto puede considerarse en un plano de igualdad fundamental o incluso de superioridad con respecto al uso cotidiano del propio edificio. En cambio, el lema de los arquitectos católicos, al diseñar iglesias, debería ser la frase de San Juan Bautista: “Yo tengo que disminuir para que Él crezca”. Eso implica que lo importante es la liturgia, la fe católica, la Tradición de la Iglesia y la gloria de Dios, no la originalidad del autor.
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