Caravana de bicicletas
Con su generosidad característica, SS. MM. los Reyes Magos trajeron este año sendas bicicletas para mis tres hijos. Esos mismos Reyes Magos, sin embargo, desoyeron mi propia petición de un robot inteligente, indestructible e infatigable que pudiera cuidar a los niños mientras usaban las bicicletas. Así pues, a quien le toca acompañarlos por las tardes es a mí, que por desgracia no soy indestructible, ni infatigable ni, aparentemente, demasiado inteligente.
Como los Reyes llevan más de dos milenios en el negocio de los regalos y son bastante sabios, se preocupan poco de los dictados de lo políticamente correcto. En consecuencia, las bicicletas no son unisex, sino que se adaptan a los gustos de sus respectivos propietarios, aunque esos gustos sean sexistas y discriminatorio-cavernícolas.
Así pues, la bici de mi hijo mediano es amarilla y negra, con aspecto de bicicleta de montaña para deportes extremos, aunque los ruedines estropean un poco el efecto. Por supuesto, en las bicicletas de las dos niñas abundan los ponis, las hadas y las cintas brillantes, pero lo más llamativo es que son de color rosa. Cuando digo rosa, no me estoy refiriendo a una simple tonalidad. Se trata más bien de una cualidad indescriptible utilizando meras palabras humanas y cercana a la roseidad absoluta: un rosa tan intenso que sólo se puede contemplar con gafas de sol si uno no quiere perder la vista para siempre. Tengo la sospecha fundada de que, para asegurar el equilibrio cósmico del universo, en alguna lejana galaxia hay planetas enteros en los que el color rosa es desconocido, como una forma de compensar el exceso de densidad rosística de las bicicletas de mis hijas.