Vivir en los límites de la ley
Cuando a alguien le ponen una multa por exceso de velocidad, la excusa que suele dar es que no se fijó en que había superado el límite. Pretendía ir al máximo de velocidad permitido, noventa o ciento veinte y, sin darse cuenta, aceleró a noventa y cinco o a ciento veintiséis kilómetros por hora. Justo en ese momento, por casualidad (¡ley de Murphy!), se cruzó un policía y ¡zas!, multa al canto. Es algo que, probablemente, nos ha sucedido a todos los conductores en alguna ocasión y que, por lo tanto, nos resulta muy comprensible. A fin de cuentas, sería imposible y también peligroso conducir constantemente mirando el velocímetro del coche.
Por otro lado, al dar esa excusa no estamos teniendo en cuenta una solución muy sencilla: si el límite está en ciento veinte kilómetros por hora, para no pasarnos de ese límite por un descuido basta conducir a ciento diez. De esa forma, cuando apretamos un poco más el acelerador inconscientemente o vamos cuesta abajo o hay que acelerar un poco para adelantar a alguien, nuestro coche avanzará a ciento doce o a ciento quince o a ciento dieciocho, pero será mucho más difícil que nos pongan una multa por exceso de velocidad.
Cuando uno intenta mantenerse justo en el límite, resulta muy fácil traspasarlo casi sin darse cuenta, al menos en algunas ocasiones. Todos lo sabemos, pero el problema está en que, en realidad, nos gustaría ir más rápido. Querríamos ir a ciento treinta o ciento cuarenta y, si no lo hacemos, es porque no nos atrevemos por si la ley nos penaliza. Por eso nos quedamos en el máximo posible que nos permite evitar la multa. Es exactamente lo mismo que nos pasa a los cristianos.