InfoCatólica / Espada de doble filo / Categoría: Nueva Evangelización

21.11.18

Peripecias, gracias y cruces de las pequeñas fundaciones nacientes


Hoy entrevistamos a la Madre Benedicta de María Herrera, Superiora de la comunidad de monjas contemplativas de Schola Veritatis. Quizá los lectores recuerden la entrevista que ya hicimos a estos monjes y monjas que marcharon a lo más remoto de América, en la Patagonia chilena, para dedicarse a alabar a Dios y a interceder por todos.

Hace algo más de un año, les forzaron a abandonar su pequeño monasterio (donde yo tuve la gracia de visitarlos) y tuvieron que fundar uno nuevo en un lugar aún más apartado, en las montañas. Sus peripecias para convertir un lugar salvaje en una casa de oración donde Dios sea lo único importante recuerdan poderosamente a las historias de los primeros cartujos, benedictinos y cistercienses. Quizá en estos monasterios, como decíamos el otro día, esté la clave de la reconstrucción de la civilización cristiana. Dios mueva nuestros corazones para ayudarlos en lo posible.

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16.11.18

Pequeños monasterios

“La mayor contribución a la restauración del orden de la sociedad humana en su conjunto sería la fundación en cada ciudad, población y área rural de comunidades religiosas contemplativas, comprometidas con la vida de silencio consagrado, de modo que el silencio esté presente en nuestro trabajo y en nuestros días como el árbitro vigilante de un partido, para juzgar y medir todos nuestros ruidosos logros. La razón principal por la que el sexo se está despedazando a sí mismo en todas las violentas variantes de esterilidad intencionada es que muy pocos viven la virginidad consagrada y fecunda y la razón fundamental por la que nuestras discusiones y comités han llevado a la esterilidad del escepticismo es que aún hay menos personas que vivan el silencio fecundo y consagrado”.

John Senior, La restauración de la cultura cristiana, 1983

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10.08.18

Donde no hay odio a la herejía, no hay santidad

El colmo de la deslealtad para con Dios es la herejía. Es el pecado de los pecados, lo más odioso de las cosas que Dios contempla desde el cielo en este mundo malvado. Apenas entendemos, sin embargo, lo detestable que resulta. Es la contaminación de la verdad de Dios, la peor de las impurezas.

Aun así, no le damos importancia. Contemplamos la herejía y permanecemos tranquilos. La tocamos y no nos estremecemos. Nos mezclamos con ella y no sentimos temor. Vemos cómo afecta a cosas sagradas y no tenemos sensación de sacrilegio. Aspiramos su olor y no mostramos ninguna señal de rechazo o asco. Algunos buscamos su amistad e incluso atenuamos su culpa. No amamos lo suficiente a Dios como para airarnos por causa de su gloria. No amamos lo suficiente a los hombres como para tener con ellos la caridad de decirles la verdad que necesitan sus almas.

Habiendo perdido el tacto, el gusto, la vista y todos los sentidos celestiales, podemos habitar en medio de esta plaga odiosa, con tranquilidad imperturbable, acostumbrados a su vileza, presumiendo de lo liberales que somos, incluso con cierta diligente ostentación de simpatía y tolerancia.

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29.06.18

La meditación de las dos fronteras

Quizá sorprenda a mis lectores si digo que una de las cosas que más me gustan de este Papa es su insistencia en ir “a las fronteras”. Tiene un cierto aire de la noble virtud de la magnanimidad (de la que también ha hablado el Papa en varias ocasiones), del magis de San Ignacio, el “siempre más” que ardía en su corazón y que llevó a los jesuitas a ir literalmente al fin del mundo para anunciar a Jesucristo. También me hace pensar en el plus ultra o “más allá” de la monarquía española, que llevó el Evangelio a un nuevo continente.

Como decían los escolásticos, sin embargo, pensar es distinguir y creo que conviene preguntarse de qué frontera estamos hablando, porque en las alusiones que muchos hacen a ir a las fronteras, se pueden reconocer claramente dos sentidos. Inspirémonos de nuevo en San Ignacio y hagamos una meditación de las dos fronteras.

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20.04.18

Colegios en la arena

Hace años, mi esposa y yo tuvimos que ir a hablar a los alumnos de un colegio religioso, como parte de una iniciativa diocesana. Pasamos por varias clases, contando nuestra experiencia como familia cristiana. En general, partíamos de nuestra propia historia para hablar de la importancia de la fe para la vida familiar, la vocación a la santidad, el matrimonio cristiano o el noviazgo, entre otras muchas cosas. Una de esas otras muchas cosas era la apertura a la vida según la moral de la Iglesia. En general, los estudiantes, de edad adolescente, escuchaban con bastante atención y hacían preguntas que mostraban su interés y, en ocasiones, su sorpresa ante algo que les resultaba completamente nuevo. Solo hubo una excepción y no se trató de un alumno, sino de un profesor, que, al oír hablar de apertura a la vida, empezó a resoplar, a poner mala cara y a mascullar, por lo bajo pero asegurándose de que todos lo oyeran. El profesor en cuestión era uno de los religiosos del colegio.

No estoy diciendo que hubiera relación, pero curiosamente, a las pocas semanas, el colegio se hundió. Literalmente. El edificio se derrumbó, gracias a Dios sin víctimas, por un defecto de construcción. Siempre me ha parecido un signo perfecto de lo que es un colegio “católico” que no está basado sobre la roca firme de la fe de la Iglesia: será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina.

Como contraste, quiero mencionar otro colegio que he visitado, este en Estados Unidos, cuyos cimientos están a la vista de todos, en la misma entrada del colegio, donde hay un cartel (ver foto más arriba) que dice:

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