Quo vadis ecumenismo?
El ecumenismo es una de esas buenas ideas cristianas que, como diría Chesterton, en ocasiones se vuelven locas y arrollan todo lo que encuentran a su paso. Conviene comenzar diciendo que, en sí, se trata de algo bueno, santo y necesario. A fin de cuentas, no es algo nuevo, ni una simple moda actual. La Iglesia siempre ha querido la unidad de todos los cristianos, siguiendo el ejemplo de Cristo, que oró por esa unidad durante la Última Cena: Padre, que todos sean uno, como Tú y Yo somos uno (Jn 17,21).
Desde el origen de la Iglesia, los cismas y herejías siempre se han considerado como una herida para la unidad, que debe cerrarse por medio de la oración, que hace que los esfuerzos humanos fructifiquen. Una muestra de esos intentos por lograr la unidad con los no católicos es la celebración del Concilio de Ferrara-Florencia del siglo XV, en el que se consiguió (siquiera brevemente) la unidad con ortodoxos y monofisitas (tras otro intento aún más breve en el II Concilio de Lion en el siglo XIII). Asimismo, es evidente que los católicos están obligados a amar a todos los hombres, también a los que no pertenecen a la Iglesia. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la caridad nos llama “a tratar con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe” (Dignitatis Humanae 14).