Es curioso que las frases más duras de la Escritura fueran pronunciadas casi siempre por nuestro Señor. Qué diferente es el verdadero Cristo de ese Jesús empalagoso, buenista y sesentero que algunos se empeñan en imaginarse.
Desde pequeño, me ha parecido que una de las más terribles de esas frases terribles de la Biblia es la que aparece en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. Cuando ambos mueren, Epulón, que está en el infierno, pide que Lázaro moje el dedo en agua y vaya al infierno a refrescar su lengua. La respuesta es que eso es imposible, porque entre los salvados y los condenados hay un abismo que no se puede franquear. Si eso ya es terrible, aún más dura es la respuesta a la siguiente petición. Cuando Epulón pide que Lázaro sea enviado a avisar a sus hermanos, para que se conviertan y eviten ir al infierno, se le responde que, si no hacen caso a Moisés y los profetas, tampoco harían caso aunque resucitara un muerto. Uno difícilmente puede evitar estremecerse al pensar que, al ir a Misa, a menudo escucha, sin prestar mucha atención, a “Moisés y a los profetas” y al propio Resucitado.
El domingo me acordé de esto, porque las lecturas parecían estar hablando a los que proclaman de forma pública que no quieren escuchar. El Evangelio habló de que quien se casa con una divorciada o un divorciado comete adulterio. Sí, adulterio. Con todas las letras. Cumpliendo sus propios mandatos, Jesús habló con claridad: que vuestro sí sea sí y vuestro no sea no. Sin excusas, sin eufemismos y sin truquitos para seguir pecando con la conciencia tranquila. Con misericordia y con verdad, sabiendo que, sin la segunda, la primera es falsa misericordia.
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