Como ya sabrán algunos lectores, el martes pasado nació mi hija Inés. Para señalar tan fausto acontecimiento, he traducido los versos que compuso San Ambrosio, en el siglo IV, en honor del martirio de Santa Inés. Aunque mi rápida traducción no les haga justicia, son unos versos preciosos y harán estremecerse a cualquiera que tenga sangre en las venas.
Conviene recordar que, para la Iglesia, el día del verdadero nacimiento de los mártires, su dies natalis, era el día en que sufrían el martirio y, así, eran engendrados a la Vida que no tiene fin. Generalmente, la fiesta de un santo se celebra en el aniversario de ese día en que se abrieron para él las puertas del cielo.
Inés, una adolescente, casi una niña, estaba consagrada a Cristo como virgen cuando llegó la terrible persecución de Diocleciano. Quisieron obligarla a sacrificar a los ídolos y, después, a que renunciara a su virginidad, forzándola a vivir con prostitutas. Ella, sin embargo, a pesar de sus pocos años, se mantuvo firme en la fe, como una auténtica virgen cristiana y fue ejecutada en lo que hoy es la Piazza Navona.
Es enternecedor ver cómo San Ambrosio, obispo de Milán y Doctor de la Iglesia, canta humildemente con estos versos la fortaleza en la fe de una chiquilla romana que, con su martirio, mostró que su debilidad podía más que la fuerza de los hombres. Espero tener algún día tiempo para escribir una traducción en verso, que ayude a vislumbrar la belleza del original.
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Es el día del nacimiento de Santa Inés,
que, consagrada con su piadosa sangre,
devolvió al cielo el espíritu
que había recibido en préstamo.
Ella, que aún no tenía edad para el matrimonio,
tuvo edad suficiente para el martirio,
mientras vacilaba la fe de los varones
y se rendían los fatigados ancianos.
Por el miedo, sus padres, aterrados,
quisieron mantenerla oculta,
pero la fe incontenible
rompió las puertas que la encerraban.
Por la alegría de su rostro
parecía que fuera a su boda,
llevando nuevas riquezas a su Esposo,
pues era su dote su propia sangre.
Pensaron que sacrificaría con antorchas
en el altar de la abominable deidad,
pero respondió: “Las vírgenes de Cristo
no tocan con sus manos esas antorchas”.
“Este fuego apaga la fe;
estas llamas se llevan la luz.
Heridme aquí y el torrente de mi sangre
apagará los fuegos”.
La golpearon, pero no perdió su dignidad,
se cubría con su vestido,
conservando así su modestia,
para que no la observaran.
Aun en la muerte mantenía el pudor,
cubriendo el rostro con las manos,
y, así, modestamente,
cayó a tierra de rodillas.