El cristianismo superficial y feo
Quizá una de las más graves acusaciones que se podrían hacer al catolicismo en boga en nuestra época, el que se predica y vive en numerosas parroquias, es su superficialidad y su feísmo. Una superficialidad teológica, litúrgica y devocional que se manifiesta, por ejemplo, en que, cuando una persona abandona ese catolicismo superficial, no deja rastro alguno, más allá de un cierto alivio y una dosis no pequeña de hastío y rencor difusos. Un feísmo, asimismo, que repele instintivamente e impide que se produzca ese “bautismo de la imaginación” tan fecundo que está detrás de todo el arte occidental desde el siglo I.
En otras épocas, en cambio, el catolicismo tocaba lo profundo del alma y, humanamente, avivaba la imaginación de artistas, filósofos y científicos. Hasta los ateos eran, en cierto modo, católicos. Incluso después de haber abandonado el cristianismo, no podían dejar de pensar en él (o, mejor dicho, en Él), aunque fuera para combatirlo. Casi siempre, guardaban como un tesoro escondido a los ojos de los hombres, a veces también a los propios, algún pequeño resto de devoción del que no podían o no querían librarse y que quizá fuera el camino elegido por Dios para que se salvaran.