«Al principio [el Anticristo] no odiaba a Jesús. Reconocía el mesianismo y la dignidad de Cristo, pero creía sinceramente que no era más que su gran predecesor. La acción moral de Cristo y su absoluta originalidad se escapaban a su inteligencia, oscurecida por el amor propio. “Cristo”, pensaba, “vino antes que yo. Yo vengo después, pero lo que sigue en el tiempo es anterior en el plano del ser. Yo soy el último, al final de la historia, precisamente porque soy el salvador definitivo y perfecto. Cristo fue mi heraldo. Su misión fue preparar mi aparición”.
[…] También justificaba de otra forma el hecho de anteponerse a Cristo: “Cristo”, se decía, “al enseñar y cumplir en su vida el bien moral, fue el redentor de la humanidad, pero yo debo ser el bienhechor de esa humanidad, en parte redimida y en parte no redimida. Yo daré a los hombres todo aquello que necesitan. Como moralista, Cristo dividió a los hombres mediante los conceptos del bien y del mal, pero yo los uniré por medio de beneficios tan necesarios para los buenos como para los malos. Seré el verdadero representante de Dios, que hace brillar el sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos. Cristo trajo una espada, yo traeré la paz. El amenazó a la tierra con el juicio final, pero yo seré el juez y mi juicio no será el juicio de la justicia, sino el de la misericordia”».
Vladimir Soloviev, Relato sobre el Anticristo, 1900
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