4.08.18

Los desarrollos de la doctrina y el magisterio confuso

Si hay algo que se puede decir del Papa Francisco es que nunca es aburrido. De forma permanente, tiene a toda la Iglesia en vilo, esperando la próxima sorpresa. La última, ciertamente, ha sido sonada: nada más y nada menos que un cambio de lo que dice el Catecismo sobre la pena de muerte. En la redacción anterior del Catecismo, se decía, en línea con la doctrina de dos milenios, que la “enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye […] el recurso a la pena de muerte”. Ahora, en cambio, pasará a decir que “Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»”.

Como es lógico, se pueden decir (y sin duda se dirán) muchas cosas sobre este tema (de hecho, yo ya escribí hace tiempo sobre el asunto, aquí  y aquí), así que solo me voy a fijar en un aspecto del mismo que me parece particularmente interesante. Como ya sabrán los lectores, el cambio en el Catecismo viene acompañado de una carta de Mons. Ladaria, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que afirma que el cambio realizado por “el Papa Francisco, se sitúa en continuidad con el Magisterio precedente, llevando adelante un desarrollo coherente de la doctrina católica”.

Esto me ha llevado a pensar en lo que es (y no es) un “desarrollo coherente” de la doctrina católica. Vamos a empezar recordando algo que, en otras épocas, habría sido innecesario, pero que hoy no se puede dar por supuesto: la Revelación terminó con la muerte del último Apóstol. No hay “nuevas revelaciones”. Dios dijo al mundo todo lo que tenía que decir en su Hijo encarnado y ya no puede añadir nada nuevo.

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2.08.18

¿Dónde está nuestra herencia?

En ocasiones me siento como un viajero que, después de un largo viaje, vuelve a su hogar y lo encuentra vacío y abandonado, la lumbre apagada, las polvorientas habitaciones desiertas y las ventanas tapadas por cartones. Vagando por los alrededores, reconoce, aquí y allá, a través de las ventanas de casas ajenas, los retratos de sus ancestros, los libros de su abuelo e incluso algunos de los juguetes con los que jugaba de niño. Cuando pregunta, nadie puede decirle qué ha pasado, más allá de vagas referencias a derroches, malas decisiones, deudas y una lenta pero inexorable decadencia. Al fin, cansado de preguntar, el viajero se sienta solo en las gradas de su hogar, donde tantas veces pasaba el tiempo con sus hermanos, y se echa a llorar desconsolado.

Así me sentí ayer al escuchar por primera vez la canción Sinnerman, de Nina Simone. Quizá les suene a algunos de los lectores más aficionados a la música que yo. Además de ser muy popular en los años sesenta, se incluyó en la banda sonora de series como Sherlock o The Blacklist y de películas como El secreto de Thomas Crown y Corrupción en Miami.

La canción, muy sencilla, pertenece a la tradición de los espirituales negros, y es una versión modificada de una vieja melodía, con una armonía más moderna. El texto, por su parte, está vinculado al de otras canciones aún más antiguas, cuyo origen se pierde en la historia norteamericana, como There is no hiding place down here. Como buen ejemplo de su género, Sinnerman habla del juicio final y la segunda venida de Cristo de una forma tan concreta e inmediata que es muy difícil no sentirse conmovido ante la historia de un pecador que no ha querido convertirse hasta que ya es demasiado tarde.

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4.07.18

Valle de los Caídos: la Iglesia y el agradecimiento

A veces no hace falta remontarse a cosas muy elevadas, porque fallamos lastimosamente en las humanas más sencillas. Quien no es fiel en lo poco, tampoco lo será en lo mucho.

El agradecimiento es una de esas cosas humanas y sencillas. Como virtud natural, no forma parte del triunvirato de grandes virtudes teologales —la fe, la esperanza y la caridad— que constituye el núcleo de la vida cristiana. Sin embargo, cuando el agradecimiento o las otras virtudes naturales están ausentes, no es aventurado suponer que las grandes virtudes se limitan a malvivir, si es que no se han extinguido por completo. La vida cristiana es una unidad y no se puede vivir por partes. El mismo Dios no solo es sobreabundantemente agradecido (quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más), sino también escrupulosamente agradecido, y premia hasta las más nimias cosas que uno hace por él: quien dé un vaso de agua fresca a uno de estos por ser discípulo mío no quedará sin recompensa.

He creído conveniente hablar del agradecimiento porque me parece un tema muy relevante hoy. Especialmente en relación con la polémica por los planes del gobierno de sacar los restos mortales de Francisco Franco de la basílica del Valle de los Caídos. Preocupados por el alto perfil mediático del caso, los obispos españoles han reaccionado no reaccionando o, dicho de otro modo, procurando desentenderse del asunto. En consecuencia, el portavoz de la Conferencia Episcopal, ha intentado trasladar el problema a otros, diciendo que es un tema “político” y “familiar”, pero en ningún caso de la Iglesia.

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29.06.18

La meditación de las dos fronteras

Quizá sorprenda a mis lectores si digo que una de las cosas que más me gustan de este Papa es su insistencia en ir “a las fronteras”. Tiene un cierto aire de la noble virtud de la magnanimidad (de la que también ha hablado el Papa en varias ocasiones), del magis de San Ignacio, el “siempre más” que ardía en su corazón y que llevó a los jesuitas a ir literalmente al fin del mundo para anunciar a Jesucristo. También me hace pensar en el plus ultra o “más allá” de la monarquía española, que llevó el Evangelio a un nuevo continente.

Como decían los escolásticos, sin embargo, pensar es distinguir y creo que conviene preguntarse de qué frontera estamos hablando, porque en las alusiones que muchos hacen a ir a las fronteras, se pueden reconocer claramente dos sentidos. Inspirémonos de nuevo en San Ignacio y hagamos una meditación de las dos fronteras.

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14.06.18

¿Cómo será el Anticristo?

«Al principio [el Anticristo] no odiaba a Jesús. Reconocía el mesianismo y la dignidad de Cristo, pero creía sinceramente que no era más que su gran predecesor. La acción moral de Cristo y su absoluta originalidad se escapaban a su inteligencia, oscurecida por el amor propio. “Cristo”, pensaba, “vino antes que yo. Yo vengo después, pero lo que sigue en el tiempo es anterior en el plano del ser. Yo soy el último, al final de la historia, precisamente porque soy el salvador definitivo y perfecto. Cristo fue mi heraldo. Su misión fue preparar mi aparición”.

[…] También justificaba de otra forma el hecho de anteponerse a Cristo: “Cristo”, se decía, “al enseñar y cumplir en su vida el bien moral, fue el redentor de la humanidad, pero yo debo ser el bienhechor de esa humanidad, en parte redimida y en parte no redimida. Yo daré a los hombres todo aquello que necesitan. Como moralista, Cristo dividió a los hombres mediante los conceptos del bien y del mal, pero yo los uniré por medio de beneficios tan necesarios para los buenos como para los malos. Seré el verdadero representante de Dios, que hace brillar el sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos. Cristo trajo una espada, yo traeré la paz. El amenazó a la tierra con el juicio final, pero yo seré el juez y mi juicio no será el juicio de la justicia, sino el de la misericordia”».

Vladimir Soloviev, Relato sobre el Anticristo, 1900

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