Iglesia y autocensura
Todo había acabado bien, la lucha había concluido. Se había vencido a sí mismo. Amaba al Hermano Mayor. (George Orwell, 1984)
En 1984, Orwell presenta el proceso perfecto de anulación de la libertad en un estado totalitario. Durante toda la novela se detallan los distintos mecanismos externos para imponer un pensamiento único basando en la mentira. Pero sólo al final se revela la perfección de la opresión, que consiste en que el propio sujeto sea el que consienta la supresión de su voluntad.
La mentalidad actual reacciona con hostilidad hacia la idea de la censura, como si toda clase de censura fuera injusta. La experiencia y el sentido común demuestran que no es así. La censura es la consecuencia de que la libertad, incluso la de expresión, es inexistente si se niegan la verdad y el bien. Sin embargo, la censura puede deformarse de forma que, en lugar de servir al bien y a la verdad posibilitando así la libertad, sirva a otros intereses injustos. Muchas veces ha sucedido así.
Hoy vemos que, por luchar contra una censura externa —injusta en no pocas ocasiones, aunque de eficacia muy limitada y fácilmente evitable en la mayoría de los casos— se ha extendido el fenómeno de la autocensura que, en mi opinión, es mucho peor.
A diferencia de la censura, que puede ser utilizada para defender el bien y la verdad, la autocensura nunca es de naturaleza justa. No se debe confundir la autocensura con la prudencia, pues ésta es simplemente eso, prudencia, mientras que aquella es la autolimitación de la libertad por miedo a las consecuencias. Es decir, se produce autocensura cuando la persona sabe que lo que piensa o dice es justo y verdadero, pero prefiere no decirlo para evitar sufrir las consecuencias, normalmente de naturaleza violenta, impuestas por los grupos de presión ideológicos. No es autocensura, pienso yo, que un autor adapte su obra a las exigencias de la censura externa, o al menos se trataría de una especie distinta de autocensura.
Entendidas de esta forma, ambas censuras se excluyen mutuamente. O, dicho de otra forma, para que no haya autocensura, debe existir la censura.
Entiendo que esto choca con la mentalidad actual, pero la verdad de esta afirmación se puede observar en el proceder de los grupos totalitarios. En efecto, éstos, nada más llegar al poder, comienzan creando herramientas de censura injusta. Pero no es su forma de acción más eficaz. Cuando despliegan todo su poder es cuando consiguen introducir en la cultura colectiva las ideas censoras, de tal forma que sea la sociedad la que, de forma desregulada y no discutible, aplique una forma de coerción violenta al disidente. El último paso es que la persona decide renunciar «voluntariamente» a su libertad para no experimentar la furia de la sociedad adoctrinada por el poder.
Que los grupos totalitarios insistan, al mismo tiempo, en la supresión de la censura externa no es sólo una forma de «tolerancia liberadora», sino una cuestión de estrategia.
La autocensura en la Iglesia
Éste proceso de supresión de la censura objetiva buscando la aparición de la autocensura puede verse, creo yo, en la misma historia de la Iglesia reciente.
Hasta los años sesenta del pasado siglo, la censura en la Iglesia estaba regulada de forma oficial. Había diferentes estructuras objetivas y reguladas para ejercerla: Santo Oficio, Congregación de Índice, Nihil Obstat, etc. Estas instituciones realizaban una labor eficaz de defensa del bien y la verdad, posibilitando así la libertad. Sus decisiones eran públicas y apelables. Los autores podían defenderse y tenían oportunidad de corregirse. Se concedían permisos para acceder a las obras censuradas a las personas capacitadas para ello.
Sin embargo, fruto de la mentalidad pseudoliberal (me resisto a llamar «liberal» al que separa la libertad de la verdad), estas instituciones fueron objeto de un ataque despiadado que llevó a su desaparición. Hoy no hay ninguna forma de censura objetiva en la Iglesia, a no ser las indicaciones anecdóticas de la Congregación de la Doctrina de la Fe sobre alguna obra, a veces décadas después de su difusión.
Lo que ha surgido en la Iglesia, en consecuencia, es la autocensura. Se ha adoctrinado a las masas laicales y clericales para reaccionar con violencia hacia ciertas manifestaciones. Esta violencia es irracional e inapelable: ante ella no cabe defensa alguna. Piensen por ejemplo en las reacciones que suscita la defensa del latín en la liturgia, de la penitencia en la vida espiritual, de la predicación de la conversión, de la existencia del infierno, del uso del traje eclesiástico, etc.
Los obispos, consciente o inconscientemente, promueven la existencia de esta autocensura, de la que son víctimas muchas veces, haciéndose cada vez más difícil encontrar quien se vea capaz de arrostrar el odio que proviene desde la misma Iglesia debido a la proclamación de la Verdad. Cada vez son más los eclesiásticos que confiesan en privado que no se atreven a decir según qué cosas, y el miedo no viene, precisamente, de la actuación de las fuerzas políticas o los medios de comunicación, sino de los mismos fieles o superiores eclesiales. Muchos estarían dispuestos a sufrir el martirio de la sangre, como en otros tiempos, pero, ¿quién puede soportar el odio y el desprecio continuo de sus propios hermanos?
En esta situación se comprende que haya quién, aparentemente, tire la toalla: los que preferimos dedicarnos tranquilamente al estudio, los que piden años sabáticos, los que eligen una forma de ministerio escondida al mundo… En estas condiciones se ve con más claridad que las únicas fuerzas con las que contamos son las de la oración y la penitencia que la gracia produce en nosotros. Elegimos someter nuestra voluntad a Dios a través de la Iglesia por medio de la obediencia, a permitir que nos la anulen por la fuerza.
El día en que este proceso se convierta en natural, en que no haya quien se atreva, por miedo a las consecuencias intraeclesiales, a recordar a sus fieles que los actos homosexuales son pecado, que realizar ceremonias paganas es idolatría o que la vida humana debe ser protegida desde la concepción hasta la muerte natural, por ejemplo; cuando consigan que rechacemos automáticamente las mismas verdades que todavía siguen siendo afirmadas en el papel, pero nunca desde el púlpito o en la práctica; cuando no haya quien rechace la idea de que la obediencia suponga destruir la inteligencia, aceptando así juicios contrarios a la certeza de la fe, como que los adúlteros impenitentes puedan comulgar; entonces todo habrá terminado y sólo quedará esperar un Juicio durísimo.
7 comentarios
saludos
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FJD: Comprendo que mi afirmación es contraintuitiva y supondría mucha extensión explicarla adecuadamente. Mi idea es que un organismo de censura externo, incluso injusto, evita la autocensura, porque, por su propio funcionamiento, superar la censura externa deslegitima al que pretenda atacar la libertad de expresión.
Pongamos una censura de orden totalitario. Si uno puede superar esa censura con una expresión justa, haciendo uso de su habilidad o de alguna otra estrategia, que alguien siguiera atacando lo que ya ha superado la censura, supondría un ataque a la misma institución censora, algo no muy recomendable. Por esa limitación, los enemigos de la libertad entienden perfectamente que la censura externa debe dar paso a la autocensura, y después desaparecer.
Ejemplo es el caso reciente del bus de HO. Una vez que ha pasado los controles objetivos, incluso en esta sociedad totalitaria, la autocensura ya no tiene tanta fuerza. Si sólo con la presión hubieran conseguido que HO se autocensurase, la opresión hubiera sido perfecta.
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FJD: Creo sinceramente que muchos obispos son víctimas de este proceso. Pero otros lo provocan intencionadamente.
La presión funciona de manera opuesta porque, teóricamente, uno puede decir lo que quiera, incluso puede que algún tribunal le dé la razón, pero el ambiente se lo quita.
En el caso de HazteOír el que haya una sentencia que permita circular al autobús no evita el linchamiento mediático y luchar contra eso es más ingrato que luchar contra un gobierno censurador.
La falsa libertad, cuando se ha creado un clima adverso, es una técnica de control magnífica porque convierte a los que transgreden lo políticamente correcto en unos luchadores del mismo tipo que los que tenían que vérselas con un totalitarismo, pero les priva del prestigio que aquellos tenían. Mientras unos eran luchadores por la libertad éstos son luchadores por la tiranía, no importa lo que paguen por ello.
Saludos cordiales
Con la de curas que hay por ahí que ofician con estilo "propio", y vaya ! para ellos no hay años sabáticos.
Creo que lo dijo el primus inter pares: "hay que obedecer a Dios antes que a los hombres". Alguno de sus sucesores no recuerda esas palabras cuando señala, sabáticamente, sólo al que es fiel al evangelio, porque el Padre Custodio ha dicho lo mismo que hubieran dicho el 100% de los curas hace menos de 40 años. ¿ Y no habíamos quedado en que la doctrina es inmutable ?
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