Papá rara vez expresaba sus sentimientos en cambio sus acciones lo decían todo.
Una sola vez durante todo el último año de su vida me hizo saber que estaba consciente de lo que hacía por él. Una sola vez bastó para que comprendiera que lo agradecía, que lo hacía estar orgulloso y confortable. Aunque su docilidad ante la adversidad me lo anticipaba.
Prolongados silencios caracterizaron a papa. Silencios que, como dije, lejos de ser destructivos, la bondad y la justicia enfatizaban sus acciones.
Su vida toda fue un gesto mínimo cargado de gran contenido; como la de quien ha recogido suficiente experiencia y colaborado con la gracia lo bastante como para haber crecido en prudencia, fortaleza, templanza e inteligencia.
Eso es, existen silencios constructivos, silencios santos, pero también silencios destructivos, silencios que en mayor o menor medida, entrañan algún grado de maldad.
Como silencio del esposo que no responde a su esposa sobre aquello que le interesa, como el del novio que no responde las llamadas, como del inquilino que no comunica a su casero el que se atrasará en el pago de su mensualidad, como el del vecino a quien se le solicita un favor y lo ignora flagrantemente.
En resumen, silencios santos como los de la María y silencios tan aborrecibles como el de quienes, por imponer a la fuerza su voluntad, durante la Pasión ignoraron deliberadamente el sufrimiento de la Madre.
Ciertamente, existen silencios ante los que nada existe que se pueda hacer de no ser romperlos con mayor violencia, cosa que la gracia impedirá aunque, a la vez, el sentido común enseñe que la violencia entraña violencia, cosa por la que responder con violencia queda descartado.
En estos casos, se impone el silencio o, en su defecto, si se trata de cuestión de primera importancia: una respuesta que entrañe caridad, justicia y verdad para que el malo entienda y tenga oportunidad de corregirse.
Sin embargo, lo más probable, será que el malo se resista respondiendo con mayor violencia al hecho irrebatible que se le presenta, es decir, quedamos claros en que, para responder al violento, será necesario tener vocación al martirio.
Es con lo que contamos en estos días en que cardenales, obispos, teólogos, estudiosos, cientos de presbíteros y multitud de laicos esperamos que se rompa el silencio. Un silencio que, por prolongado, innecesario e injusto, es violento, impropio del oficio de quien lo perpetra.
Porque eso ha sido hasta ahora, un silencio como arma que dispara reproches y medias respuestas impregnadas de impaciencia, de falta de comprensión, de entendimiento; respuestas carentes de caridad y de misericordia las que, por ser pronunciadas por alguien con autoridad, nos hace preguntarnos por qué razón desde el púlpito no se hace tal y como se predica.
Decía el padre Luigi Giussani que «En el modo que tenemos de vivir las circunstancias, decimos ante todos, quién es Cristo para nosotros», pues bien, Cristo es para nosotros la razón que le da sentido a nuestra existencia por lo que no habrá nunca nadie a quien rendirle mayor honor y gloria; razón que no solo nos imposibilita sino que más bien nos obliga a esperar nada que no sea lo mejor de parte de quien hasta el día de hoy guarda silencio.
Así lo haremos, en primer lugar, debido a que es Cristo quien siempre esperó lo mejor de Pedro, pese a sus grandes defectos.
Así nos hace Cristo: nos hace personas que esperan con infinita Esperanza. Qué le vamos a hacer! Esperaremos siempre lo mejor.
Lo mejor siempre, ya sea que lo obtengamos por la conversión de quien guarda silencio o de nuestro Padre Dios.
Esperaremos, así sea un silencio interminable; aunque –dicho sea de paso- no será en silencio sino manifestándonos a hora y deshora, conscientes de nuestra vocación al martirio, a la manera de aquellos en el horno de fuego.
Lo haremos como ha de ser: alabando y glorificando al Padre con ánimo alegre, como quien de su parte se reconoce único, irrepetible e incondicional y absolutamente amado.
Esperaremos en paz, como quien sabe que aguarda la gloriosa venida de Nuestro Redentor.