13.08.24

Del peligro de abandonar la belleza en los libros, y del deber de no hacerlo

                    «La Bella Durmiente». Ilustración de Heinrich Lefler (1863-1919).

  

    

        

 

«Esta es una civilización fea. Es una civilización de ruido, humo, hedores y multitudes, de gente que se contenta con vivir entre el palpitar de sus máquinas, el humo y los olores de sus fábricas, las multitudes y las incomodidades de las ciudades de las que presume con orgullo».

Ralph Borsodi. Esta fea civilización (1928)

 

 

  

Nicolás Gómez Dávila escribió una vez que «el moderno destruye más cuando construye que cuando destruye». Y como en muchos de sus escolios, la verdad acompaña aquí al sabio colombiano. Una verdad aplicable a todo tipo de acción humana, pero que hoy voy a ceñir a una determinada forma de creación artística: la ilustración de los libros infantiles, ya que estos se encuentran dominados en nuestros días por un feísmo rampante. De ello ya les he hablado en varias ocasiones, alguna muy recientemente.

Quizá no lo hayan pensado, pero no resulta inocuo plegarse pasivamente ante ese feísmo, tal y como venimos haciendo desde hace algún tiempo padres y educadores (lo mismo que en otras muchas cosas, ciertamente). Como ya he dicho, no es la primera vez que llamo su atención (de una forma reiterada y cansina, lo sé) sobre ese feísmo ramplón y vacuo, mezcla de satánica oscuridad e inocente impostura, que representa la mayor parte de la ilustración gráfica de los libros infantiles de hoy. Y si insisto en ello es porque lo considero importante.

Así que, no se dejen engañar; no caigan en sus redes de seducción y engaño. Lo que quieren hacernos creer editoriales, ilustradores, críticos, académicos y «creadores de opinión», es que se trata únicamente de un inofensivo intento de aproximarse a los niños y a su simplicidad y, por tanto, a la preclara visión que los acompaña desde la cuna. Pero, no es así. En realidad, lo que esa inocentona y grimosa imitación del verdadero arte pretende es algo siniestro: tras su estúpida y naif superficie se esconde la aviesa intención de socavar aquello a lo que dice servir.

Y es que, ciertas formas de creación artística (o, mejor, pseudo artística) son peores que la misma destrucción. El nihilismo disolvente que acompaña a todo lo que huele a modernidad se vuelve activo, disfrazándose de creación en el caso del arte. Y la ilustración no es una excepción a ello.

 Ilustración en la belleza, la Alicia de Arthur Rackham y la Caperucita de Walter Crane.

Y digo que es peor que la destrucción misma, porque, además de devastar como aquella, trata de engañarnos. No nos permite detectar que, lo que verdaderamente persigue (incluso si muchos de sus ejecutores no se aperciben de ello, y devienen en “tontos útiles” de la destrucción), es borrar de la faz de la tierra todo vestigio de cultura cristiana, y acabar así con la primacía de la verdad, la belleza y la bondad.

Porque la destrucción, por traumática que sea, solo deja vacío tras ella; y un vacío puede rellenarse, incluso con los vestigios y ruinas de lo que se intentó destruir. Pero, cuando de lo que se trata es de acabar con algo a través de su sustitución por otra cosa, la reconstrucción es mucho más difícil. Es dudoso incluso que muchos se aperciban que ese algo ha sido aniquilado. Esa “creación” sustitutoria es presentada, más bien, como «una forma novedosa de ver las cosas», y «una fresca innovación que refleja el progreso del mundo», lo que la hace casi irresistible para muchos, incluso cuando se trata de fealdad.

Y es que, aun cuando suene extraño, la creación de fealdad que este tipo de ilustración supone, contamina activamente el mundo. Contamina el arte mismo, lo envenena y lo vicia, e infecta y pervierte las almas de los niños que la contemplan. No tiene otra finalidad que confundir y enturbiar: el bien con el mal, la belleza con la fealdad. Pues, no lo olviden, la ilustración contribuye a formar (o, en este caso, deformar) la concepción que de la realidad del mundo se lleve consigo el niño tras la lectura, y lo hace incluso con más facilidad que las historias y las palabras a las que dice servir e iluminar; tal es el poder de la imagen.

Lo cierto es que basta con pasearse por cualquier librería o biblioteca, en su sección infantil, para contemplar, con dolor, ese reino de la fealdad. Libros con colores planos y discordantes que se combinan con contornos distorsionados de figuras de seres humanos y animales, que lo único que parecen querer transmitir es desprecio y rechazo por los personajes y las historias. Es como si lo que se pretendiese (y creo que en muchos casos es así) es ahogar en los niños su natural sentido del asombro ante el mundo, tratando de presentarles cosas, personas y animales, para nada fascinantes, asombrosas o maravillosas, sino más bien sombrías y deformes. Y esto es, por supuesto, impulsado desde las más altas instancias y poderes. Vean un ejemplo: en el año 2014 se editó la versión de Caperucita roja que, en 1924, escribió la literata chilena Gabriela Mistral. La edición, ilustrada por Paloma Valdivia, recibió el premio al “Libro más Bello” de la Unesco de ese mismo año. A continuación les acompaño un ejemplo de este trabajo. Compárenlo con la anterior ilustración de Crane sobre Caperucita, y juzguen ustedes mismos.

    La fealdad: la Caperucita de Paloma Valdivia y la Alicia de Benjamín Lacombe.

Por ello les ruego que no permitan esta mutilación espiritual. Está en nuestras manos el impedirlo. Y es nuestro deber de padres y educadores el hacerlo. Pero no se engañen, como dice Borsodi en la frase que encabeza el artículo, el nuestro es un mundo feo, y por ello, el cumplimiento de este deber –como casi todo aquello que desde aquí promuevo–, será dificultoso, y constituirá un acto de rebelión que requerirá valor, decisión y arrojo. Así que, haciendo uso del grito de guerra del shakespeano Enrique V en la batalla de Azincourt, les digo:

«¡Una vez más, a la brecha, queridos amigos!».

  

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7.08.24

«Los habitantes de la medianoche» y «La caja de las delicias»: la inventiva de un poeta al servicio de los niños

                 Ilustración de “Los habitantes de medianoche". Autor desconocido. 

    

 

«Luego, un día maravilloso, cuando tenía poco más de cinco años. . . Entré en esa vida mayor; y esa vida entró en mí con un deleite que nunca podré olvidar. Descubrí que podía soñar seres imaginarios completos en cada detalle, con una perfección increíble, con un brillo que no es de este mundo».

John Masefield. So Long to Learn

 

 

Como ya traté en la última entrada, muchos padres albergan un temor, en mi opinión –y como ya les expliqué– infundado, al respecto de los efectos que la ficción de fantasía podría llegar a provocar en sus hijos, razón por la cual evitan poner en sus manos este tipo de libros, incluidos, muy especialmente, los cuentos de hadas.

Para ellos especialmente (y sin que deje de ser para todos) traigo hoy aquí un par de libros de un mismo autor. Me refiero a Los personajes de la medianoche (1927) y La caja de las delicias (1935), escritos por John Masefield (1878-1967). Masefield fue un poeta laureado, pero que, no obstante, gozaba también de talento para la prosa; su compatriota Muriel Spark lo describió como un «narrador nato», y uno de sus biógrafos, Margery Fisher, señala que la maestría narradora de este autor «hace que cada uno de sus lectores sienta que se le está leyendo la historia a él, y solo a él».

Las dos novelas pertenecen a ese subgénero, tan británico, de los huérfanos a cargo de un tutor y educados por una institutriz, que consagró espléndidamente el gran Dickens, pero, al mismo tiempo, son libros pertenecientes al género fantástico; de hecho, han sido calificados como «dos fantasías inigualables para los niños, nacidas de los mismos sueños e imaginaciones de la infancia». Pero…, un momento, ¿no acabo de decir que estas novelas ayudarían a esos padres escépticos y recelosos de las historias fantásticas? ¿Cómo puede ser esto así tratándose de dos relatos fantásticos? No se preocupen, pues, tal y como paso a mostrarles, dicha contradicción es tan solo aparente.

Lo que ocurre es que las dos historias compaginan la realidad y la fantasía de un modo que –espero– complacerá esos desconfiados padres a los que me he referido. Ambos planos se entremezclan en los relatos –como de hecho sucede en la mente de los niños–, pero cualquier lector –y especialmente los más pequeños–, se da cuenta de ello, distinguiendo fácilmente la una de la otra, pues Masefield traza una línea que las delimita claramente, remitiendo la fantasía al sueño y la realidad a la vigilia.

 

 

En la primera de las novelas, Los habitantes de la medianoche, el protagonista, el huérfano Kay Harker, vive en una mansión llamada Seekings en Gloucestershire, bajo la atenta mirada de un estúpido tutor y una rígida institutriz.

Además de Kay y su institutriz, la señorita Sylvia Daisy Pouncer, viven en la casa, Jane, la cocinera, Ellen, la doncella, y Nibbins, un gato negro. Nibbins es uno de los miembros de la familia de los pobladores de la medianoche, junto con Bitem el Zorro, Blinky el Búho, la Rata, la Nutria y muchos otros personajes con los que Kay traba amistad, como osos, perros, conejos, gatos y caballos. Todos ellos reúnen una característica peculiar: se trata de juguetes que cobran vida.

Al poco de iniciar la lectura nos veremos embarcados junto con Kay en la búsqueda del tesoro familiar perdido de los Harker, una peligrosa misión para cuya culminación contará con la inestimable ayuda de todos sus amigos de la medianoche.

Por momentos, Kay está convencido de que está soñando, pero otras veces parece haber indicios de que sus imaginarios vagabundeos nocturnos en busca del tesoro podrían ser reales. Lo que ocurre es que Kay, simplemente, vive sus fantasías de niño, y lo hace combinándolas con su vida cotidiana de cada día, entrelazándose de esta manera ambos mundos, el real y el imaginario, en el relato. De acuerdo con esta relación, y tratándose de una mente infantil, la institutriz que lo oprime durante el día se convierte para el niño en una bruja durante la noche, y quien ejerce el honesto oficio de guardabosques se torna tras la puesta de sol en el malvado mago Abner Brown.

Naturalmente, cuando Kay visita en sus ensoñaciones a los habitantes de la medianoche, de repente se encuentra en su país extraño y lejano, donde la magia está por todas partes, y donde él puede hablar con toda naturalidad con los animales y los juguetes, mientras se desarrolla antes sus ojos una gran contienda entre los poderes del bien y del mal. En ese mundo imaginario, Kay no tiene dificultad en cambiar de tamaño ni en descubrir que la casa está llena de pasadizos secretos.

El libro, como era de esperar, termina bien, con el protagonista logrando recuperar el tesoro de su familia frente a las malintencionadas maquinaciones de torvas brujas y demás habitantes malvados de la medianoche. Madelaine L´Angle lo expresa así:

«Los buenos habitantes de la medianoche vienen en ayuda de Kay mientras intenta encontrar el tesoro y restaurar tanto el honor de su bisabuelo como el del apellido Harker. Si el deseo de honrar el nombre es menos familiar hoy de lo que era antes de que dos guerras mundiales destrozaran la civilización occidental, no es un mal propósito traerlo de vuelta. Necesitamos recuperar el sentido del honor, y agradezco a Masefield que haya señalado su importancia».

Un libro poético que, a decir de L´Angle, exige mucho a los lectores, pero que, sin embargo, merece la pena leer, y donde un niño con imaginación encontrará muchas delicias, tantas como las que le esperarán en el siguiente libro a comentar.

La segunda de las novelas se titula La caja de las delicias (o cuando los lobos huyen), y fue escrita ocho años después de Los habitantes de la medianoche, y si bien en ella Masefield no continua la historia de la primera, al menos retoma la atmósfera y a muchos de sus personajes.

La historia empieza en el momento en que el joven Kay Harker sube al tren para volver a casa por Navidad. Al llegar a su estación de destino, el chico es abordado por un viejo mendigo que le transmite un misterioso mensaje: «Los lobos están huyendo». A partir de ahí, el peligro y el misterio comienzan a rodear a Kay, ya que una banda de criminales encabezada por el ya conocido y maléfico mago, Abner Brown, y su esposa, la bruja Sylvia Daisy Pouncer (los malvados en Los habitantes de la medianoche) comienzan a acecharle. ¿Qué quiere Abner Brown? La respuesta está en una misteriosa caja mágica que el anciano mendigo ha confiado a Kay, que permite viajar libremente, no solo por el espacio, sino también a través del tiempo. La banda de malhechores no se detendrá ante nada para llevar a cabo su plan, pero Kay recibirá de nuevo la ayuda de sus amigos de la medianoche a fin de frustrar tal complot y salvar la Navidad.

C. S. Lewis comentó sobre esta novela lo siguiente:

«Es una obra única y será releída a menudo… Las bellezas, todas las “delicias” que siguen emergiendo de la caja, son exquisitas y muy diferentes a todo lo que visto haya visto».

Los dos libros que aquí les presento discurren como un río de continuos acontecimientos por los que hay que dejarse envolver y llevar. Ambos responden a la perfección al siguiente párrafo escrito por el propio Masefield:

«Prefiero que las historias estén impregnadas de belleza y extrañeza; me gusta que se extiendan en varias direcciones, en un río de narración; y me gusta que los afluentes se unan a la corriente principal, y que se abran a exquisitas bahías y remansos, donde la mente pueda detenerse a explorar tras de haber sido atrapada por la corriente principal».

Como dice uno de sus críticos, «”Los habitantes de la medianoche“ y “La caja de las delicias” son quizás el mejor retrato de ficción que conozco sobre el poder de la imaginación infantil para crear un complejo mundo consolador a partir de los retazos del mundo real y de las infinitas riquezas de lo posible. En el mundo de Kay, el sueño y la realidad se unen: este es el logro audaz y soberbio de Masefield como narrador».

Estoy seguro de ello, pues ambos libros son absorbentes y cautivadores. La autora de literatura infantil y juvenil, Joan Aiken (hija del poeta Conrad Aiken), cuenta lo siguiente:

«Cuando tenía dieciséis años (más vale tarde que nunca) me topé con los dos preciosos libros de Masefield, “Los habitantes de la medianoche”, y “La caja de las delicias”. Me llevé este último a casa en las Navidades –cosa que se suponía que no debía hacer– ya que estaba atrapada por la historia y no podía dejar de leerlo; tanto es así que recuerdo dar vueltas y vueltas en la línea Circular, porque estaba tan inmersa en la novela que, una y otra vez, me olvidaba de salir en la estación Victoria».

Aunque, de lo que no estoy seguro es de que sean obras únicamente para niños: provistas de toda la fuerza de la imaginación y el arte del bardo Masefield, son historias que evocan, no solo al niño, sino igualmente al poeta que todos llevamos dentro, aun sin saberlo. Como escribe Margery Fisher, Masefield «tiene la inmediatez del verdadero narrador. Cualquier niño de seis a dieciséis años, cualquier persona de cualquier edad que se deleite con buenas historias bien contadas, puede oír su voz hablándole directamente».

2.08.24

Desempolvando de nuevo la fantasía

                              Ilustración de Honor Charlotte Appleton (1879-1951).
 

 

«¡Oh! ¡Dadnos una vez más el sombrero de los deseos
de Fortunatus y el abrigo invisible
de Jack el matador de gigantes, y a Robin Hood,
y a la princesa Sabra en el bosque con San Jorge!
El niño, cuyo amor está aquí, al menos, cosecha
una preciosa ganancia: se olvida de sí mismo».

William Wordsworth. El preludio.

 

 

Una de las objeciones más presentes en numerosos padres ante la propuesta de buenos libros para sus hijos, está fundamentada en defectuoso conocimiento de la relación que en los niños se da entre la realidad y la fantasía. El temor de muchos progenitores es que ciertos libros puedan confundir a los niños al respecto de lo que es real y lo que no lo es, y las implicaciones que eso –de ser cierto– podría causar en sus vidas, razón por la cual se abstienen de poner en sus manos gran parte de la ficción de fantasía, partiendo de los cuentos de hadas en adelante.

He abordado este tema antes (concretamente aquí), y a esta entrada les remito. No obstante, soy consciente de que muchos padres siguen reticentes a aceptar los argumentos allí expuestos (además de otros que no fueron abordados en dicha publicación).

Ante esta cuestión hay algunas cosas que no podemos olvidar.

La primera es que la fantasía no es algo prescindible; no podemos eliminarla de nuestras vidas a voluntad. Y mucho menos de las de nuestros hijos. Es una constante presente en todas las sociedades y culturas conocidas, lo que sugiere que es una característica intrínseca del ser humano.

La segunda es que su cultivo y ejercicio es un elemento esencial para el sano crecimiento de los niños. Hoy día disponemos de un mayor conocimiento al respecto de este asunto que es necesario tener presente. En los últimos 50 años, hemos asistido a un número creciente de estudios sobre la capacidad de los pequeños para distinguir entre la realidad y la fantasía, y los efectos de esta.

A diferencia de suposiciones previas de académicos de cierto renombre (por ejemplo, Piaget), estos estudios nos indican que los niños no confunden fantasía y realidad. Disponemos ya de una fuerte evidencia al respecto de que los niños de tan solo tres a cinco años de edad pueden hacer variados distingos entre realidad y no realidad, incluyendo distinciones confiables entre la fantasía –como creación de la imaginación humana– y el mundo real y cotidiano; de igual forma sabemos que a partir de los siete u ocho años los chicos ya casi adquieren el nivel de discriminación de un adulto.

Además, se ha constatado que el trato con la fantasía y el uso intensivo de su imaginación es parte fundamental del crecimiento cognitivo de los niños, enriquece su desarrollo espiritual, y es la herramienta más importante para orientarlos hacia la realidad y para hacerles pensar en su sentido último y trascendente.

Para muestra un botón. El poeta y autor de libros infantiles ruso, K. Chukovsky, nos refiere un suceso tremendamente ilustrativo (que él relata en su fascinante libro, De dos a cinco, 1933). En aquella época, proliferaba en los ambientes educativos soviéticos la furibunda tendencia crítica de denigrar tanto los cuentos de hadas como toda clase de fantasía. En este escenario, Chukovsky nos relata la historia de la especialista en educación infantil, E. Stanchinskaya, quien destacaba especialmente por su feroz histeria contra toda clase de literatura fantástica. Con total coherencia, la científica decidió poner en práctica tales ideas en la educación de su hijo. Todo ello quedó recogido, con estoico rigor científico, en un diario donde la susodicha, metódicamente, refirió en detalle el desarrollo de su hijo hasta los siete años. Así nos lo cuenta Chukovsky:

«Un día le ocurrió algo muy extraño a Stanchinskaya. Su propio hijo se rebeló contra sus teorías oscurantistas.

Con todas sus fuerzas ella había tratado de proteger a su hijo de los cuentos de hadas e, incluso cuando hablaba con él de animales, sólo le hablaba de aquellos que había visto con sus propios ojos.

“¡Necesitamos entrenarlo para que sea realista! ¡Menos fantasías, menos maliciosas!” Los cuentos populares “con transformaciones milagrosas, duendes, Baba Yagas, etc.", le parecían especialmente terribles.

Todo lo cual habría estado en perfecto orden, pero, lamentablemente, como madre amorosa, comenzó a llevar un diario detallado sobre el crecimiento de su pequeño hijo y, sin darse cuenta, con este diario refutó todas sus especulaciones sobre la nocividad de los cuentos de hadas Con sus propias manos, por así decirlo, destruyó sus propias ideas.

Como puede verse en su diario –y este diario está impreso–, su pequeño, como en venganza por el hecho de que le habían quitado los cuentos de hadas, comenzó a entregarse a las fantasías más violentas, desde la mañana hasta la noche. Imaginó que un elefante rojo le vino a visitar a su habitación, o que tenía un amigo imaginario: la osa Cora; “Por favor, mamá, no te sientes en la silla junto a ella, porque… ¿No la ves? Hay una osa en esta silla”. Y tan pronto como caía una bola de nieve, inmediatamente se convertía en un cervatillo, un pequeño cervatillo en medio de la taiga; y tal cual se sentaba en la alfombra, la alfombra inmediatamente se convertía en un tren de vapor. En cualquier momento, de la nada, del vacío, el niño, con el poder de su imaginación infantil, podía crear cualquier animal o cualquier cosa.

Casi todos sus días transcurrieron así. A cada minuto, el niño creaba una especie de cuento de hadas para sí mismo.

“Mamá, yo soy un pájaro y tú también eres un pájaro. ¿Sí?", etc., etc., etc.

¡Como si hubiera alguna diferencia fundamental entre el cuento de hadas que compone un niño y el que le compuso un gran personaje o un gran escritor!

Después de todo, no importa si le cuentas este cuento de hadas o no lo haces: él es su propio narrador, su propio Andersen, Grimm y Ershov, y cada juego que juega es una dramatización de un cuento de hadas, que inmediatamente crea para él mismo, animando todos los objetos a voluntad, transformando cualquier taburete en un tren, en una casa, en un avión, en un camello».

Cosas parecidas las ha vivido todo el mundo cuando niño, y algunos, después, como observadores directamente implicados, una vez devinieron padres.

                 «La puerta del país de las hadas». Margaret Tarrant (1888-1959).

Guste o no, la fantasía es una parte natural del desarrollo humano, que emerge entrelazada con el mismo lenguaje. La fantasía no distorsiona la realidad, no la enmascara, sino que enriquece nuestra apreciación de la misma. C. S. Lewis afirmaba que los niños «no terminan despreciando los bosques reales porque hayan leído sobre bosques encantados; todo lo contrario: la lectura hace que para ellos todos los bosques reales estén un poco encantados». De esta manera, la fantasía es una suerte de prolegómeno necesario, en cuanto que natural, para poder apreciar, en la medida que podamos, el sentido del mundo. El argumento de Lewis de que las historias fantásticas encantan la realidad haciéndola más amable, atractiva y accesible, se extiende más allá, porque este tipo de relatos también crean en los jóvenes lectores la impresión de que hay algo oculto tras de la superficie del acontecer cotidiano. Y, como ya les he comentado alguna vez, la sensación de ese algo más, misterioso y velado, puede estimular el asombro y la indagación, haciendo surgir en los niños las preguntas que les son más naturales: ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?…

C. S. Lewis hace una distinción muy certera y aguda. Una distinción que debemos esforzarnos en realizar. Él escribe:

«Se acusa al cuento de hadas de dar a los niños una falsa impresión del mundo en el que viven. Pero estimo que ninguna otra literatura que puedan leer los niños les da menos falsas impresiones. Creo que las que pretenden ser historias realistas para niños tienen muchas más probabilidades de engañarlos. Nunca esperé que el mundo real fuera como los cuentos de hadas. Y en cambio, sí esperaba que la escuela fuera como los cuentos escolares. Las fantasías no me engañaron: lo hicieron los cuentos escolares. Todas las historias en las que los niños tienen aventuras y éxitos que son posibles, en el sentido de que no rompen las leyes de la naturaleza, pero son casi infinitamente improbables, representan más peligro de crear falsas expectativas que los cuentos de hadas.

Esta distinción también es válida para la lectura adulta. La fantasía peligrosa es siempre superficialmente realista. La verdadera víctima del ensueño ilusorio no se atiborra de “La Odisea", “La Tempestad” o “El gusano Ouroboros": él (o ella) prefiere historias sobre millonarios, bellezas irresistibles, hoteles elegantes, playas de palmeras y escenas de alcoba: cosas que realmente podrían suceder, que deberían suceder, que habrían sucedido si el lector hubiera tenido una oportunidad. Porque, como digo, hay dos tipos de anhelo. Uno es una “askesis", un ejercicio espiritual, y el otro es una enfermedad».

Por ello, la fantasía no debe ser vista como algo negativo o perjudicial para los niños, sino todo lo contrario, siempre que sea del tipo del que habla Lewis, de ese anhelo que traemos de fábrica y que se manifiesta al poco de asomarnos al mundo. Un anhelo que, entre otras cosas, nos invita cuando niños —y no tan niños—, atravesar una puerta (la de un armario, como en Narnia, por ejemplo) y acceder a otros mundos, lo que tienen el importante y sano valor de alejar nuestra mente del limitado y sofocante yo. Porque los niños, en lugar de reducir esos mundos y personajes de fantasía a sus diminutos yos, expanden sus almas a través de ellos y al hacerlo, como escribió Wordsworth, «cosechan una preciosa ganancia: se olvidan de sí mismos».

No olvidemos que nuestros cuerpos tienen experiencias sensoriales, pero también imaginativas; y que ambas son importantes desde el punto de vista de nuestro florecimiento como seres humanos.

Aun así, todavía habremos de preocuparnos por las influencias particulares de las historias fantásticas que elegimos para que sean leídas por nuestros hijos. Porque las hay buenas y las hay malas. Un tema que hemos tratado profusamente en este blog. En las próximas entradas les traeré a ustedes más buenos libros de fantasía que podrán ayudarnos.

 

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24.07.24

¿El Señor del Mundo?

                     «El Anticristo cabalga sobre Leviatán». “Liber Floridus” (1120).

  

  

 

«¿Cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?»

(Mateo, 24, 3)

 

 

Vivimos en inmersos en un presente convulso en todos los aspectos. Y los cristianos, más que nadie, deberían mirar con inquietud y preocupación todo lo que acontece a su alrededor, pues quizá se trate de las anunciadas señales del fin del mundo.

Pero, aun siendo la Parusía (con la segunda venida de Cristo y el fin de este mundo) un dogma de fe para los cristianos, ni tan siquiera ellos (al menos muchos de ellos), escrutan con atención –tal y como recomendó Cristo mismo– las inquietantes señales del acontecer de los tiempos.

Escribió Giovanni Papini en su Historia de Cristo, algo que no es más que una descripción de una postura generalizada hoy:

«Jesús no nos anuncia el “Día” pero nos dice qué cosas serán cumplidas ante de aquel día… Son dos cosas: que el Evangelio del Reino será predicado antes a todos los pueblos y que los gentiles no pisarán más Jerusalén. Estas dos condiciones se han cumplido en nuestro tiempo, y quizás el Gran Día se viene. Si las palabras de la Segunda Profecía de Jesús [la del fin del mundo] son verdaderas, como se ha verificado que lo fueron las de la Primera [la del fin de Jerusalén] la Parusía no puede estar lejos… Pero los hombres de hoy no recuerdan la promesa de Cristo; y viven como si el mundo hubiese de durar siempre…».

Y, ante este estado de cosas, quizá no sea disparate alguno, sino algo conveniente, sacudir nuestra atención dormida, porque, está claro que no podemos vivir «como si el mundo hubiese de durar siempre». Y qué mejor para ello que un buen relato.

Por supuesto que nada hay mejor que el original, la Biblia misma, pero tampoco debemos olvidarnos de algunas otras obras, por supuesto menores y menos dignas, que igualmente tratan el tema, como es la novela de la que quiero hablarles hoy: El Señor del Mundo (1907), de Robert Hugh Benson. No se trata de la única, claro, el género, por especifico que sea, tiene bastantes muestras a disposición del lector (Juana Tabor y 666, de Hugo Wast; El Gran Inquisidor en la magna obra de Fiodor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov; El anticristo, de Vladimir Soloviev, Los papeles de Benjamín Benavides, y Su majestad Dulcinea, de Leonardo Castellani; y más recientemente, las novelas del padre Elias del canadiense Michael O’Brien).

La obra de Benson fue leída por su contemporáneo G. K. Chesterton, aunque no sabemos si esto aconteció antes o después de su conversión. Lo que si sabemos es que la obra impactó en él, y que siete años después de dicha conversión, en 1929, en un libro titulado The Thing (La cosa), tras sentenciar que «una vez abolido el dios, el gobierno se convierte en el dios», comentó también proféticamente, en un artículo titulado, La Paz y el Papado, lo siguiente:

«La voz a través de la que realmente hable una vasta civilización internacional, o una vasta religión internacional, no será en ningún caso las voces o gritos articulados distinguibles y reales de todos los millones de fieles. No es el pueblo el que sería heredero de un Papa destronado, sino un sínodo o un banco de obispos. No es una alternativa entre monarquía y democracia, sino una alternativa entre monarquía y oligarquía. Y, siendo yo mismo uno de los idealistas democráticos, no tengo la menor duda en mi elección entre las dos últimas formas de privilegio. Un monarca es un hombre; pero una oligarquía no son hombres; son unos pocos hombres formando un grupo lo suficientemente pequeño como para ser insolente y lo suficientemente grande como para ser irresponsable. Un hombre en la posición de Papa, a menos que esté literalmente loco, debe ser responsable. Pero los aristócratas siempre pueden echarse la responsabilidad unos a otros; y aun así crear una sociedad común y corporativa de la que queda fuera la propia visión del resto del mundo. Éstas son conclusiones a las que están llegando muchas personas en el mundo; y muchas que aún se asombrarían y horrorizarían mucho al descubrir adónde conducen esas conclusiones. Pero el punto aquí es que, incluso si nuestra civilización no redescubre la necesidad de un Papado, es extremadamente probable que tarde o temprano trate de suplir la necesidad de algo como un Papado; incluso si trata de hacerlo por su propia cuenta. Será una situación irónica. El mundo moderno habrá creado un nuevo Anti-Papa, incluso si, como en el romance de Monseñor Benson, el Anti-Papa tiene más bien el carácter de un Anticristo».

La opinión de Chesterton tiene sus raíces en sus creencias cristianas, y en las posturas, por él combatidas, de los socialistas fabianos de su tiempo, todos promotores de un eugenésico Nuevo Orden Mundial (como H. G. Wells, Charles Dalton Darwin o Bertrand Russell), hoy seguidas a pies juntitas por sus continuadores, los promotores y adláteres de la denominada Agenda 2030, cuyo espíritu es pues muy antiguo, y huele claramente a azufre.

No pensando en términos religiosos, sino políticos, Alexis de Tocqueville, en su obra magna, La democracia en America (1835), menta algo similar (no es descartable que el bautismo y la educación católica de Tocqueville influyese en su visión, a pesar de no estar claro que profesase esta religión). Sus palabras son inquietantemente claras, y aunque la cita es larga, no me resisto a reproducirla por su interés:

«Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los que llenan su alma.

Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás, y sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no tiene patria.

Sobre éstos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.”

(…)

Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el gobernante».

(…)

En nuestros contemporáneos actúan incesantemente dos pasiones contrarias; sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No pudiendo destruir ninguno de estos dos instintos contrarios, se esfuerzan en satisfacerlos ambos a la vez: imaginan un poder único tutelar, poderoso, pero elegido por los ciudadanos, y combinan la centralización con la soberanía del pueblo, dándoles esto algún descanso. Se conforman con tener tutor, pensando que ellos mismos lo han elegido».

Pero quizá haya esbozos, también no teológicos, más antiguos. Ya en Platón, en su República, hay signos de ello. El filósofo habla del hombre embriagado del espíritu tiránico que «ha enloquecido y está alienado, y no sólo a los hombres, sino también a los dioses intenta gobernar y supone que es capaz de ello»; un hombre que es «envidioso, desleal, injusto, carente de amigos, sacrílego, anfitrión y nutridor de toda maldad». Y nos advierte que el caldo de cultivo necesario, desde el punto de vista natural, para la aparición de tal ser, es el estado democrático, a causa de su igualitarismo, relativismo moral y licencia sexual.

Hay una perturbadora actualidad en las palabras de Platon, Tocqueville y de Chesterton, la misma que encontrarán en la fábula de monseñor Robert Hugh Benson que paso a comentarles: El señor del mundo.

Escrita a principios del siglo XX, es sin duda la obra más conocida de de su autor. Para el padre Castellani se trata de su obra maestra, «un sombrío poema (…), un libro poderoso, de inspiración miltoniana, escrito por un gran psicólogo. (…). «En ella el autor contempla la transformación del huma­nitarismo moderno en una religión positiva». Una nueva religión secular encarnada en «un misterioso plebeyo de grandeza satánica, Juliano Felsenburg, orador, lingüista, estadista, quien consigue encaramarse fulgurante­ mente sobre el trono del mundo con el título de Presidente de Europa».

La obra mezcla, la profecía, la apología, la teología y la ficción imaginativa. Como bien dice el filósofo Ralph McInenry, «la única forma satisfactoria de reflexionar sobre el fin del mundo es la teología, pero Benson no era un pensador abstracto, sino un novelista, y su relato puede conmovernos como no podría hacerlo ningún argumento abstracto», y así, «Benson puede poner el Apocalipsis ante los ojos de la imaginación de un modo que emociona y edifica».

La trama de la historia se prefigura en el título, y más si el lector es cristiano. Los ecos del libro profético de san Juan resuenan en cada una de sus páginas, aun cuando la obra deja fuera muchas cuestiones, como la de la Bestia Segunda y la de los dos testigos.

Apunta con agudeza el padre James V. Schall, que «el tema de esta novela es notablemente similar al de la encíclica “Spe Salvi” de Benedicto XVI, una de sus grandes encíclicas. Es decir, la novela trata de la futilidad de una utopía de este mundo azuzado con instrumentos de muerte (aborto, eutanasia) y de “vida” sin fin (prolongación de la vida, clonación) que están diseñados para hacerla realidad. En efecto, en una conferencia que pronunció en la Universidad Católica de Milán el 6 de febrero de 1992, Joseph Ratzinger citó “El Señor del Mundo” y el mortífero ambiente universalista e interior que describía».

Es sorprendente la aguda percepción casi profética que muestra Benson en su novela, al captar magistralmente filosofías de vida y agendas de poder que no estaban presentes, al menos de forma expresa, en su tiempo, aunque H. G. Wells ya había escrito en 1901 su obra de no ficción, Anticipaciones de las reacciones al progreso mecánico y científico sobre la vida y el pensamiento humanos, donde con fundamento en un socialismo fabiano, prefiguraba ya un omnipotente gobierno mundial.

En su breve prólogo, Benson habla de «la culminación necesaria de una subjetividad sin obstáculos», en otras palabras, del relativismo, tan presente hoy; también nos muestra una humanidad especialmente preocupada por su salud, que aborrece la incomodidad y el sufrimiento, y que es “controlada”, con instrumentos de muerte disfrazados de progreso (aborto, eutanasia). Ese es el ambiente social y cultural en el autor nos presenta, cerniéndose sobre el mundo, a un humanismo impío que ha rechazado la religión y la moral tradicionales, capitaneado, bajo una marea de emotividad, por un aparente pacificador universal al que se aclama, ingenuamente, como salvador de la humanidad.

Este último, el inicialmente oscuro senador norteamericano Julian Felsenburgh, protagoniza la novela como la encarnación del anticristo, y es enfrentado a lo largo del relato por un sacerdote, Percy Franklin, quien, funda una nueva orden religiosa, la de Cristo Crucificado, y termina siendo Papa (Juan XXIV), pero que poco puede hacer más que soportar la persecución y dar, en el trance, testimonio de su fe. En todo caso, como sabemos, aquello que finalmente acontece no está en manos de ninguno de tales protagonistas.

Ciertamente, alguien podría pensar que, tanto esta como la mayoría de las demás novelas de tema apocalíptico antes mencionadas, son anacrónicas y exageradas (sobre todo, aquellos que no sean cristianos), pero, un atento observador del acontecer de los últimos años, con movimientos supranacionales en pos de un gobierno mundial y el errático devenir de las altas jerarquías de la Iglesia católica, captará inmediatamente su evidente actualidad. En la anteriormente mencionada intervención de Benedicto XVI, en la Universidad Católica de Milán, en 1992, este citó literalmente un tremendo y profético párrafo del motu proprio Bonum Sane, escrito en 1920 por otro papa Benedicto, Benedicto XV:

«La venida de una república universal es esperada por todos los peores y más distorsionados elementos. Esta república, basada en los principios de absoluta igualdad entre hombres y una comunidad de bienes, acabaría con todas las distinciones de nacionalidad. No daría reconocimiento alguno a la autoridad de los padres sobre sus hijos, o de Dios sobre la sociedad humana. Si estas ideas llegan a ser puestas en práctica, habrá un inevitable reinado de terror».

Sin duda habrán oido esto recientemente.

Por otro lado, aun cuando la novela trate de un acontecimiento tan dramático como el fin del mundo, al contrario que la mayoría de las obras seculares que tratan el tema, el poso que deja no es en absoluto oscuro, y ello, a pesar de que la destrucción, el sufrimiento y la catástrofe sean los prolegómenos de su final. Un final, como digo, lleno de esperanza, que todo católico debe conocer, y que tendrá lugar por mucho que la gente se empeñe en olvidarlo, aunque en una forma muy distinta a la imaginada por la modernidad.

Como escribe el dominico Aidan Nichols, «Benson nos recuerda que la Iglesia tiene su propia teología de la historia situada, como su vida misma, entre los relámpagos de la Resurrección y el trueno de la Parusía. La historia no evoluciona hacia su propia perfección, sino que está en manos de su Juez crucificado, que vendrá a una hora que desconocemos».

Pero, la pregunta sigue ahí: ¿estamos o no estamos a las puertas del fin de este mundo? Se ha dicho que en esta obra monseñor Benson expone las consecuencias que las ideas socialistas y ateas traerían consigo en último término, esto es, la llegada del Anticristo. Si miramos nuestro alrededor veremos que el espíritu de los tiempos es ese, ni más ni menos. Pero si atendemos a como describe tal momento Benson —según Evelyn Waugh, con «una Iglesia Universal reducida a un Papa fugitivo atestiguando en soledad la verdad que el resto de la humanidad había abandonado»—, quizá falte algo aún…

En cualquier caso, la lectura de esta obra es impactante y muy probablemente debería suscitar, al menos en los creyentes, una trascendental pregunta: cuando lleguen los tiempos de la última persecución, si nos toca afrontarlos ¿estaremos entre los pocos fieles y leales?

Como escribe el padre Schall, «las últimas palabras de la novela son… bueno, lo tiene usted en tus manos. Siga leyendo y lo descubrirá. Tenga la seguridad, sin embargo, de que no podrían ser más dramáticas, ni más conmovedoras. De algún modo, esas palabras ya no me parecen tan aterradoras. Son, más bien, consoladoras».

«Entonces este mundo pasó, y la gloria de él».

12.07.24

De nuevo sobre la lectura en voz alta: el placer de leer juntos

                                 Ilustración de Elizabeth Orton Jones (1910-2005).

          

       

            

«Si no estás dispuesto a leer a tus hijos una hora al día, no mereces tener ninguno».

Joan Aiken

  

  
«No creo que los padres que leen cuentos a sus hijos antes de dormir deban tener constantemente en mente la forma en que están desfavoreciendo injustamente a los hijos de otras personas, pero creo que deben tener ese pensamiento de vez en cuando».

Adam Swift, filósofo político británico

 

 

Hay cosas de nuestra infancia y juventud que hoy se hallan ausentes en nuestras vidas, y lo que es más grave, también en las de nuestros hijos. Son pequeñas cosas que percibíamos intrascendentes, pero cuya presencia cotidiana, aun sin saberlo, nos tocaba profundamente. Es su aparente pequeñez la que hace que no las extrañemos, y cuando, en ocasiones, por un instante, sentimos su pérdida, tranquilizamos nuestra conciencia diciendo: «¡los tiempos cambian!, que le vamos a hacer». Pero, su olvido, como dice la poeta, «mordisquea el alma», y lo hace en silencio y pausadamente, de manera casi imperceptible, ocultando así el mal que acarrea su falta.

Les hablo de la cada vez más frecuente ausencia en nuestras vidas de la simple voz humana, vocalizada y oída en persona, cara a cara, y no, como es costumbre hoy, a través de su procesamiento electrónico.

Un grave asunto del que casi nadie habla, y que afecta a nuestros niños y jóvenes más que a nadie.

Es un hecho incontestable, que nosotros, y nuestros hijos más, nos comunicamos a través de medios electrónicos cada vez con mayor asiduidad, y como consecuencia directa de ello, el contacto personal ha entrado en un claro declive.

Es sabido de siempre, que la transmisión de información o el intento de comunicación verbal en persona, es mucho más profundo y poderoso que el escrito, al menos en cuanto a la intención no explícita y la razón última del acto en sí. Ciertamente, no, en lo que respecta al detalle y precisión de lo transmitido, pero sí en relación con una serie de intangibles que la simple palabra escrita, desvinculada del tono de voz, de los gestos corporales que acompañan a esta, y especialmente, de la mera presencia personal, no puede suplir.

Y esto es algo que hace relativamente poco tiempo la poderosa ciencia ha constatado, aunque ya lo supiéramos desde siempre. Y es que, no solo la voz humana tiene las propiedades de mejorar la transmisión de cualquier mensaje, sino que la conversación en persona, cara a cara, es la mejor de todas las formas de comunicación y en todos los sentidos.

Sin embargo, a pesar de ello, las nuevas tecnologías (aceleradas con la irrupción de la denominada «inteligencia artificial»), han colonizado nuestras mentes y, como consecuencia de esta invasión, los contornos y los contenidos básicos de la vida parecen haber sido tomados bajo control y orden, por fuerzas impersonales. La humanidad de nuestras vidas se está diluyendo; nos estamos desangrando figuradamente, y como cuando nos desangramos realmente, la suavidad, el confort y la somnolencia que acompañan al proceso nos impide darnos cuenta de nuestro suicidio: una dulce muerte espiritual nos envuelve sin apenas ser conscientes de ello.

No solo hemos dejado que nuestra comunicación se establezca preferentemente a través de artilugios electrónicos; no solo hemos abandonado a su suerte a nuestra imaginación, dejándola morir de inanición al privarla de los libros que la alimentaban y al sumirnos en los mundos virtuales que otros diseñan para nosotros. No solo eso, sino que, para colmo, entre estúpidos e inconscientes, ambicionamos delegar casi todas nuestras acciones personales –y, por tanto, humanas– en las máquinas, tan inteligentes y eficaces ellas; y, como pago por tamaño disparate, amén de la idiocia acomodaticia descrita en la novela Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, recibimos grandes cantidades de desempleo, inseguridad y soledad, coronadas con la maldición de no saber ya distinguir lo real de lo irreal.

Ante esta terrible situación, deberíamos, al menos, hacer algo por nuestros niños y jóvenes, ¿no creen?

––«¿Leer en voz alta?», sugiere cautelosamente una voz al fondo de la sala. ¿Seguro? Parece una acción intrascendente y frívola…

Pero, quizá no sea así… Cada vez con mayor insistencia neurólogos, pedagogos, pensadores y educadores resaltan los beneficios y la trascendencia que, para el pleno florecimiento de los niños y jóvenes, encierra esta aparentemente simple conducta. La frase del filósofo Swift que abre este artículo nos dice a las claras la importancia que tiene para el correcto desarrollo de los niños la lectura en voz alta (aunque dicho filósofo busque más deconstruir la familia que conservarla, pero este sería otro tema).

A su vez, numerosos escritores y poetas, y desde hace mucho tiempo, insisten en los beneficiosos efectos de este tipo de lectura. La escritora católica Rumer Godden escribió una vez que «los libros para niños… deben sonar bien; se leerán en voz alta y las palabras deben unirse en un todo rítmico como en un poema, un ritmo que coincida con el tema». Por esa misma razón, la también escritora Joan Aiken pensaba que la prueba definitiva y fundamental para juzgar la bondad y excelencia de un libro infantil, consistía en leerlo en voz alta. Por otro lado, algunos otros autores han abogado por este tipo de lectura rescatando recuerdos infantiles que dejaron profunda huella en sus vidas. Por ejemplo, Edith Nesbit recuerda lo siguiente:

«Mi hermana mayor siempre fue un refugio en los días lluviosos, cuando un cuento de hadas parecía ser lo mejor que se podía hacer. En medio de todas las fiestas, picnics y alegrías en las que se sumergían nuestros mayores, mi otra hermana encontró tiempo para leernos en voz alta y recibir las confidencias que considerábamos prudente hacer sobre nuestros planes y juegos».

Por otro lado, Evelyn Waugh nos cuenta que cuando monseñor Ronald Knox y sus hermanos eran niños, su madre les leía en voz alta a Stevenson, Kipling, Carroll o Lear, en tanto ellos jugaban por la habitación. No les imponía ni silencio ni atención. Knox, que tenía para sí ese recuerdo como algo muy especial, creía firmemente que aquellas lecturas en voz alta, a pesar de las constantes distracciones de él y sus hermanos, había sido una velada y suave forma de infundirles a todos ellos un profundo amor por la lectura. 

Por su parte, cuenta la institutriz de los Grahame, que el autor de El viento en los sauces (1908), antes de acostar a su hijo (apodado, cariñosamente, Mouse o Ratoncito), le leía muchas noches en voz alta. Estas lecturas discurrieron ininterrumpidamente entre los 4 y los 7 años del niño, durante los cuales Kenneth Grahame escribió su libro. Así se nos relata una de esas sesiones de lectura: 

«La puerta estaba entreabierta y, al oír la agradable voz del señor Grahame hablando con Mouse, ella vaciló en el umbral y se paró a escuchar. Grahame le contaba a su hijo una historia sobre un topo, una rata y un tejón; también pudo oír el tono más ligero de “Mouse” irrumpir con preguntas y comentarios, escuchándose de vez en cuando sus sonoras carcajadas».

Y es que, aun cuando no nos apercibamos de ello, acontecen cosas misteriosas cuando damos a los niños y jóvenes el tiempo y la oportunidad de hacer oír su voz, o de escuchar la propia y la de otros. Escapando del aquí y ahora, los chicos pueden hacer volar su personal imaginación lejos de las realidades virtuales que les tienen atontados y alienados, o de todos esos discursos o relatos creados con la aviesa intención de adoctrinarlos. Entonces, en lo más profundo de su ser, algo acontecerá, algo que dejará su huella, una beneficiosa y profunda huella.

Porque, estar ahí, en persona, mientras las palabras se suceden y llenan con su sonido el aire, es algo poderoso, que sacude el alma. De forma misteriosa, se va formando un vínculo afectivo, un sentido de comunidad entre los que leen y los que escuchan; un círculo de intimidad y confianza nace entre unos y otros, y se acrecienta con cada lectura; se generan conversaciones sobre temas en los que seguramente el que escucha no habría llegado a pensar si no hubiera sido por esa lectura; se presenta ante el atento oyente la imagen clara y sorprendente de escenas y paisajes desconocidos e inimaginables para él; se dibujan con precisión y presencia casi real distintos personajes, hombres, mujeres, niños y hasta animales, en una sucesión incansable que llena de bullicio y de vida su imaginación.

¿Tendrá valor para un niño o un joven convertirse de repente en Alicia y vagar por su mundo de maravillas, o en Jim Hawkins y explorar su isla del tesoro? ¿De qué manera afectará a un joven lector bajar plácidamente el río en una pequeña barca, mecido por el suave viento y a la sombra de los verdes sauces, acompañado del Ratón de agua, el Topo, el Sr. Tejón y el Sr. Sapo? ¿Cómo condicionará el futuro destino del niño o el joven el sumergirse en el país de las hadas, adentrarse en la Tierra Media, bailar en los salones de Pemberley, o deambular entre los molinos de viento de La Mancha? ¿Todo ello significará algo, o será un mero divertimento que se dispersará como arena llevada por el viento?

Como ya les he dicho, significará, y mucho. Sabemos con certeza que la lectura en voz alta afecta de forma decisiva al desarrollo presente y futuro del niño, y condiciona aquello que será y cómo y de qué manera lo será.

Pero no crean que cualquier lectura en voz alta es igualmente válida. Como en todo hay grados, conveniencias e inconveniencias.

Primero, y como ingrediente indispensable y fundamental, está la cuestión de qué libros leer, pues ya sabemos que no todos los libros son iguales ni tienen los mismos efectos. Para ello, y aparte de su propia experiencia, y la de otras personas de su confianza, escribo este blog y he escrito mi libro, De libros, padres e hijos, a fin de ayudarles en esa elección y facilitarles la misma.

Y segundo, tal y como nos recuerdan Jorge Luis Borges y Daniel Pennac, el verbo leer no soporta el imperativo, sea esta lectura en «lepido susurro», o en voz alta. Leer en voz alta ha de ser placentero y agradable, tanto para el lector, como para el oyente. De ninguna manera puede suponer una condena, aun cuando no llegue a los extremos de la que le aguarda a Tony Last, en la novela de Evelyn Waugh, Un puñado de polvo (1934), quien termina siendo obligado por el resto de sus días a leer en voz alta las obras de Charles Dickens a un loco analfabeto, en un poblacho en medio de la selva amazónica.

Si respetamos esos mínimos límites, escuchar buenas y hermosas palabras, leídas en voz alta por una voz conocida, se convertirá en una experiencia, no solo encantadora sino, además, transformadora.

Entonces, ¿por qué no lo hacemos ya? ¿Por qué hemos abandonado esta buena costumbre?

Es extraño lo que sucede con la lectura en voz alta, realmente extraño. Porque, de ordinario, los hombres deseamos compartir experiencias; nos gusta comentar lo que experimentamos; nos gusta sentir la presencia de otros hombres a nuestro lado. Si estamos solos, no es lo mismo; nos falta un algo indefinido pero esencial. Y cuando se trata del arte y los espectáculos esta convivencia es lo más habitual: así sucede con el cine, el deporte, la televisión, el teatro, los conciertos musicales, o cualquier otro espectáculo, incluso, con la simple contemplación de un atardecer. Entonces, ¿por qué no lo hacemos con la lectura?

Encontrar una explicación a esto quizá sea tan fácil como fijar nuestra atención en el mundo en que vivimos, y en darnos cuenta de cómo vivimos en él. El cambio cultural y tecnológico en el que estamos inmersos nos está cambiando; y me temo que, si hacemos un balance, no para mejor. Nos hemos adaptado a él demasiado confiadamente, siendo uno de sus efectos más perniciosos un creciente aislamiento social, sobre todo entre los más jóvenes. Al mismo tiempo, el tipo de vida que estamos adoptando absorbe todas nuestras energías, lo que nos hace huir de aquellas actividades que más exigen de nosotros. Y la lectura, especialmente en voz alta, exige mucho.

Al final, la dura realidad es que ciertamente no todos los padres leen a sus hijos con regularidad. Es más, la mayoría no lo hacen nunca, bien porque ellos mismos no leen (¿por qué entonces habrían de hacerlo con sus hijos?), bien porque no están informados de los beneficios –tanto afectivos como cognitivos– que la lectura trae consigo, bien porque tienen poco tiempo para estar con sus hijos, y, consecuentemente, menos tiempo aun para leer con ellos.

Podría resultar tedioso enumerar algunos de los numerosos beneficios y utilidades que trae consigo la lectura, y especialmente, la lectura en voz alta, pero a riesgo de ello voy a hacerlo:

- Fortalece el vínculo afectivo entre el niño y el lector adulto.
- Crea un vínculo afectivo –para toda la vida– entre el niño y la lectura.
- Estimula el desarrollo cognitivo.
- Permite adquirir nuevo vocabulario y sintaxis.
- Estimula y alimenta la imaginación.
- Amplia la capacidad de atención y la memoria.
- Enseña a empatizar con los sentimientos y problemas de los demás.
- Enseña a afrontar y domeñar los sentimientos y problemas propios.
- Amplia los horizontes del mundo conocido.
- Ayuda a desarrollar el interés por nuevos temas y aficiones.
- Permite conocer, y ayuda a comprender, el patrimonio de la propia cultura y de otras culturas.
- Facilita la adquisición de nuevos conocimientos sobre la naturaleza y la historia.
- Proporciona una educación moral.
- Estimula el desarrollo de una educación estética.

Así que, por el bien de nuestros chicos, pongamos freno a esto. Rescatemos del olvido la sanísima costumbre de la lectura en voz alta, y traigámosla de vuelta a nuestros hogares y a nuestras aulas.

Se trata de un acto sencillo y modesto, que está al alcance de cualquiera. Solo hace falta, por un lado, tomar un libro y leerlo en voz alta, y por otro, escuchar con atención y dejar volar la imaginación. Pero, contrastado con esta sencillez, sus efectos son, como les he señalado, fascinantes y mágicos.

Y, por supuesto, no se trata solo de la estructura neuronal y del cableado del cerebro, del desarrollo de esa parte material y mecánica de nuestro ser, y de todas las cosas útiles antes enumeradas –que también, por supuesto–, sino, además y sobre todo, de aquellas cosas intangibles, inasibles y enigmáticas que acontecen en nosotros cuando leemos y escuchamos, y que nos acompañarán, silenciosa y misteriosamente, a lo largo de toda nuestra vida: nos ayudará –y con nosotros, a nuestros hijos– a tomar conciencia del arte y la belleza, así como de la vida misma y su sentido, sirviendo en ocasiones de «martillo» que nos sacuda cuando sea preciso, rasgando ese «algodón de la vida cotidiana» que nos proporciona confort, para darnos aquello que necesitemos cuando lo necesitemos, por incómodo que sea; y además –esto es especialmente importante–, este tipo de lectura nos ayudará a preparar a nuestros pequeños para que algún día estén en la mejor disposición de alcanzar aquello para lo que han sido creados, su natural florecimiento como hombres, como defensores y amantes de la verdad, la belleza y la bondad.

Y es que, los beneficios de la lectura en voz alta comienzan pronto, pero pueden prolongarse durante toda la vida. Ya lo creo que sí. Pueden estar seguros de ello.

    

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