Providencia, destino y libertad en los buenos libros (III)
La Señora de la Divina Providencia, óleo de Scipione Pulzone (1544-1598).
“Hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero solo el plan de Dios se realiza”.
Proverbios 19, 21.
Una de las advocaciones de la Virgen María es la de Madre de la Divina Providencia. Se trata de una devoción medieval de origen italiano realmente hermosa ya que unifica muy vivamente su labor de madre que cuida de sus hijos y su función de colaboradora de la Providencia.
La idea del manto protector, amoroso y maternal, que ella nos ofrece en respuesta a nuestras plegarias y su relación con la Providencia divina es recogida en unos breves versos de ese magnífico poeta que fue Gerard Manley Hopkins:
Ella, rústica red, realzada túnica,
Cubre al planeta pecador
Desde que Dios dejó que dispensase
La Providencia Suya con plegarias.
La imagen de esta advocación providencial de la Virgen encuentra también eco en la novela de George Macdonald, publicada en 1872, La princesa y los trasgos (ya tratada aquí), donde resulta personificada en la abuela de la protagonista. Macdonald nos cuenta que la magna anciana vela por todos aquellos que, perdidos, deambulan por el castillo, a quienes proporciona protección frente a los peligros que en la noche acechan tras las múltiples puertas, los oscuros rincones o las umbrías esquinas de las torvas escaleras. Frente a la noche, sus terrores y laberintos y sus misteriosas criaturas, se alza el consuelo y guarda en la abuela de largos cabellos.
La princesa Irene y su abuela, la dama de cabellos blancos, ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935).
La fe infantil de la princesa Irene, que puede creer sin ver ni entender, la hace confiar en su misteriosa y querida abuela, que opera en su vida como la protectora Providencia. Esta relación entre la venerable anciana y la pequeña princesa se fundamenta en la fe incondicional de la niña. Una relación simbolizada por el hilo que une el dedo de Irene y la rueca de la abuela, muestra imaginada de la relación del hombre con Dios basada en la fe, la esperanza y la caridad.
Otro ejemplo literario de la acción providencial divina podemos encontrarlo en la serie Las Crónicas de Narnia (1950-1956), de C. S. Lewis (de la que he hablado aquí). En el libro titulado El caballo y el muchacho (1954) es posible percibir a lo largo de toda la historia esa provisión protectora. Los protagonistas muestran una suave y a veces, áspera y dolorosa (“suaviter et fortiter”,como decía Santo Tomás) disposición hacia el propósito predeterminado por el creador del mundo, el gran león, Aslan.
Shasta perseguido por Aslan y dibujados por Pauline Baynes (1922-2008).
Podemos ver esto cuando el protagonista, Shasta, está contando a la cosa (se trata de Aslan, el león, analogía de Cristo, pero hasta entonces el protagonista no sabe qué o quién es), las desgracias que ha sufrido:
“(…) Le contó que no había conocido a sus padres y que el pescador lo había criado de un modo muy severo. Y luego le contó la historia de su huida y el modo en que los persiguieron los leones y se vieron obligados a nadar para salvar la vida; y todos los peligros corridos en Tashbaan y la noche que había pasado entre las Tumbas y cómo las bestias le aullaban desde el desierto. Le habló también del calor y la sed padecidos durante el viaje por el desierto y que casi habían alcanzado su objetivo cuando otro león los persiguió e hirió a Aravis. También mencionó lo mucho que hacía que no probaba bocado.
—Yo no diría que eres desafortunado -dijo la Gran Voz.
—¿No te parece mala suerte que me haya encontrado con tantos leones? -inquirió él.
—Sólo había un león -declaró la Voz.
—Pero ¡qué dices! ¿No has oído que había al menos dos la primera noche, y…?
—Sólo había uno: pero era muy veloz.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo era el león.
Y cuando Shasta se quedó boquiabierto e incapaz de decir nada, la Voz siguió:
—Yo era el león que te obligó a unirte a Aravis. Yo era el gato que te consoló entre las casas de los muertos. Yo era el león que alejó a los chacales de ti mientras dormías. Yo era el león que dio a los caballos las renovadas fuerzas del miedo durante los dos últimos kilómetros para que pudieras llegar ante el rey Lune a tiempo. Y yo fui el león que no recuerdas y que empujó el bote en el que yacías, una criatura al borde de la muerte, de modo que llegaras a la orilla donde estaba sentado un hombre, desvelado a medianoche, para recibirte”.
En otro de los libros de la serie, La Silla de plata (1953), la presencia de la Providencia se revela cuando Jill y Eustace, desalentados por una infructuosa búsqueda, son consolados por su acompañante, Barroquejón, que les dice:
—“No se preocupen —dijo Barroquejón—. No existen las casualidades. Es Aslan quien nos guía; y él estaba allí cuando el rey gigante mandó esculpir las letras, y ya sabía todo lo que sucedería después; incluyendo esto”.
Lo mismo ocurre en todas aquellas historias que relatan la vida y las tribulaciones de ese tipo tan especial de protagonista que es el huérfano (del que ya me ocupé aquí). Un patrón común recorre las tramas de estos relatos, especialmente en las historias de Charles Dickens pero extrapolable a muchas otras, pues en todos ellos pueden vislumbrarse acciones providenciales que guían a los protagonistas a su destino final.
Dickens es profuso en la utilización de estas concatenaciones inverosímiles. Podemos verlo, por ejemplo, en Oliver Twist (1838) (ya tratada aquí), cuando el pequeño Oliver se encuentra casualmente con un viejo caballero en las calles de Londres, tropiezo que cambiará radicalmente su vida, pues ese hombre (el Sr. Brownlow) resulta ser un viejo amigo de su padre que, casualmente, tiene en su casa un retrato de la madre de Oliver, lo que le permite identificar al niño por el gran parecido que este guarda con aquella. O en David Copperfield (1850), cuando el protagonista visita la localidad Yarmouth y encuentra en sus playas el cadáver de un viejo amigo victima de un naufragio. Otras señales providenciales pueden atisbarse por ejemplo en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë, cuando la joven Jane, vagando por los páramos, es rescatada y acogida por la familia Rivers, que no conoce y de los que resulta ser prima o cuando cree escuchar la llamada de su amado entre los gemidos del viento, lo que la lleva a encontrarse con él. Finalmente, podemos encontrar otro ejemplo en Los Miserables (1862) de Víctor Hugo, donde el protagonista Valjean, mientras huye de la policía por las callejas de los barrios bajos de París, se encuentra con el hombre a quien había salvado la vida muchos años antes en una ciudad lejana.
David Copperfield en su infancia con la pequeña Emily en la playa de Yarmouth, obra de Frank Reynolds (1876-1953).
Otro factor que nos remite a ese designio providencial que nos guía amorosamente podemos encontrarlo en las actitudes de los protagonistas de estas novelas, que a pesar de su orfandad creen en un gobierno divino del mundo, según el cual, pase lo que pase, “para los que aman a Dios todo coopera para el bien” (Rom 8, 28).
En Heidi (1880), la famosa novela de Joanna Spyri (tratada aquí), podemos encontrar más ejemplos. Cuando Heidi y Clara admiran juntas el firmamento estrellado, esta última exclama:
—“Parece como si estuviéramos viajando en un carro, justo en el cielo, entre las estrellas”.
A lo que Heidi responde con una explicación que relaciona deliciosamente el centelleo de las estrellas con la Providencia divina:
—“Al estar arriba en el cielo las estrellas saben que Dios cuida de nosotros. Y eso las alegra y por eso centellean y nos guiñan los ojos. Pero no por ello debemos dejar de rezar. Así estaremos seguras de que no debemos temer por nada”.
Así pues, hagamos que nuestros hijos, leyendo estas obras, se dejen envolver por el amoroso manto de la Providencia divina y se abandonen cándidamente en ella pues, como ya sabemos, “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber? (…) Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. (Mt 6, 31-33; Mt 10, 29-31).