12.09.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (III)

            La Señora de la Divina Providencia, óleo de Scipione Pulzone (1544-1598).

   

 

“Hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero solo el plan de Dios se realiza”.

Proverbios 19, 21.

  

     

Una de las advocaciones de la Virgen María es la de Madre de la Divina Providencia. Se trata de una devoción medieval de origen italiano realmente hermosa ya que unifica muy vivamente su labor de madre que cuida de sus hijos y su función de colaboradora de la Providencia. 

La idea del manto protector, amoroso y maternal, que ella nos ofrece en respuesta a nuestras plegarias y su relación con la Providencia divina es recogida en unos breves versos de ese magnífico poeta que fue Gerard Manley Hopkins: 

Ella, rústica red, realzada túnica,

Cubre al planeta pecador

Desde que Dios dejó que dispensase

La Providencia Suya con plegarias.

La imagen de esta advocación providencial de la Virgen encuentra también eco en la novela de George Macdonald, publicada en 1872, La princesa y los trasgos (ya tratada aquí), donde resulta personificada en la abuela de la protagonista. Macdonald nos cuenta que la magna anciana vela por todos aquellos que, perdidos, deambulan por el castillo, a quienes proporciona protección frente a los peligros que en la noche acechan tras las múltiples puertas, los oscuros rincones o las umbrías esquinas de las torvas escaleras. Frente a la noche, sus terrores y laberintos y sus misteriosas criaturas, se alza el consuelo y guarda en la abuela de largos cabellos.

 

La princesa Irene y su abuela, la dama de cabellos blancos, ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935).

 

La fe infantil de la princesa Irene, que puede creer sin ver ni entender, la hace confiar en su misteriosa y querida abuela, que opera en su vida como la protectora Providencia. Esta relación entre la venerable anciana y la pequeña princesa se fundamenta en la fe incondicional de la niña. Una relación simbolizada por el hilo que une el dedo de Irene y la rueca de la abuela, muestra imaginada de la relación del hombre con Dios basada en la fe, la esperanza y la caridad.

Otro ejemplo literario de la acción providencial divina podemos encontrarlo en la serie Las Crónicas de Narnia (1950-1956), de C. S. Lewis (de la que he hablado aquí). En el libro titulado El caballo y el muchacho (1954) es posible percibir a lo largo de toda la historia esa provisión protectora. Los protagonistas muestran una suave y a veces, áspera y dolorosa (“suaviter et fortiter”,como decía Santo Tomás) disposición hacia el propósito predeterminado por el creador del mundo, el gran león, Aslan.

 

 

          Shasta perseguido por Aslan y dibujados por Pauline Baynes (1922-2008).

 

Podemos ver esto cuando el protagonista, Shasta, está contando a la cosa (se trata de Aslan, el león, analogía de Cristo, pero hasta entonces el protagonista no sabe qué o quién es), las desgracias que ha sufrido:

“(…) Le contó que no había conocido a sus padres y que el pescador lo había criado de un modo muy severo. Y luego le contó la historia de su huida y el modo en que los persiguieron los leones y se vieron obligados a nadar para salvar la vida; y todos los peligros corridos en Tashbaan y la noche que había pasado entre las Tumbas y cómo las bestias le aullaban desde el desierto. Le habló también del calor y la sed padecidos durante el viaje por el desierto y que casi habían alcanzado su objetivo cuando otro león los persiguió e hirió a Aravis. También mencionó lo mucho que hacía que no probaba bocado. 

—Yo no diría que eres desafortunado -dijo la Gran Voz. 

—¿No te parece mala suerte que me haya encontrado con tantos leones? -inquirió él.  

—Sólo había un león -declaró la Voz. 

—Pero ¡qué dices! ¿No has oído que había al menos dos la primera noche, y…? 

—Sólo había uno: pero era muy veloz. 

—¿Cómo lo sabes? 

—Yo era el león. 

Y cuando Shasta se quedó boquiabierto e incapaz de decir nada, la Voz siguió: 

—Yo era el león que te obligó a unirte a Aravis. Yo era el gato que te consoló entre las casas de los muertos. Yo era el león que alejó a los chacales de ti mientras dormías. Yo era el león que dio a los caballos las renovadas fuerzas del miedo durante los dos últimos kilómetros para que pudieras llegar ante el rey Lune a tiempo. Y yo fui el león que no recuerdas y que empujó el bote en el que yacías, una criatura al borde de la muerte, de modo que llegaras a la orilla donde estaba sentado un hombre, desvelado a medianoche, para recibirte”.

En otro de los libros de la serie, La Silla de plata (1953), la presencia de la Providencia se revela cuando Jill y Eustace, desalentados por una infructuosa búsqueda, son consolados por su acompañante, Barroquejón, que les dice: 

—“No se preocupen —dijo Barroquejón—. No existen las casualidades. Es Aslan quien nos guía; y él estaba allí cuando el rey gigante mandó esculpir las letras, y ya sabía todo lo que sucedería después; incluyendo esto”. 

Lo mismo ocurre en todas aquellas historias que relatan la vida y las tribulaciones de ese tipo tan especial de protagonista que es el huérfano (del que ya me ocupé aquí). Un patrón común recorre las tramas de estos relatos, especialmente en las historias de Charles Dickens pero extrapolable a muchas otras, pues en todos ellos pueden vislumbrarse acciones providenciales que guían a los protagonistas a su destino final. 

Dickens es profuso en la utilización de estas concatenaciones inverosímiles. Podemos verlo, por ejemplo, en Oliver Twist (1838) (ya tratada aquí), cuando el pequeño Oliver se encuentra casualmente con un viejo caballero en las calles de Londres, tropiezo que cambiará radicalmente su vida, pues ese hombre (el Sr. Brownlow) resulta ser un viejo amigo de su padre que, casualmente, tiene en su casa un retrato de la madre de Oliver, lo que le permite identificar al niño por el gran parecido que este guarda con aquella. O en David Copperfield (1850), cuando el protagonista visita la localidad Yarmouth y encuentra en sus playas el cadáver de un viejo amigo victima de un naufragio. Otras señales providenciales pueden atisbarse por ejemplo en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë, cuando la joven Jane, vagando por los páramos, es rescatada y acogida por la familia Rivers, que no conoce y de los que resulta ser prima o cuando cree escuchar la llamada de su amado entre los gemidos del viento, lo que la lleva a encontrarse con él. Finalmente, podemos encontrar otro ejemplo en Los Miserables (1862) de Víctor Hugo, donde el protagonista Valjean, mientras huye de la policía por las callejas de los barrios bajos de París, se encuentra con el hombre a quien había salvado la vida muchos años antes en una ciudad lejana.

 

David Copperfield en su infancia con la pequeña Emily en la playa de Yarmouth, obra de Frank Reynolds (1876-1953).

  

Otro factor que nos remite a ese designio providencial que nos guía amorosamente podemos encontrarlo en las actitudes de los protagonistas de estas novelas, que a pesar de su orfandad creen en un gobierno divino del mundo, según el cual, pase lo que pase, “para los que aman a Dios todo coopera para el bien” (Rom 8, 28). 

En Heidi (1880), la famosa novela de Joanna Spyri (tratada aquí), podemos encontrar más ejemplos. Cuando Heidi y Clara admiran juntas el firmamento estrellado, esta última exclama:

—“Parece como si estuviéramos viajando en un carro, justo en el cielo, entre las estrellas”.

 A lo que Heidi responde con una explicación que relaciona deliciosamente el centelleo de las estrellas con la Providencia divina:

—“Al estar arriba en el cielo las estrellas saben que Dios cuida de nosotros. Y eso las alegra y por eso centellean y nos guiñan los ojos. Pero no por ello debemos dejar de rezar. Así estaremos seguras de que no debemos temer por nada”.

Así pues, hagamos que nuestros hijos, leyendo estas obras, se dejen envolver por el amoroso manto de la Providencia divina y se abandonen cándidamente en ella pues, como ya sabemos, “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber? (…) Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. (Mt 6, 31-33; Mt 10, 29-31).

 

31.08.19

De nuevo, listas y más listas (de Lewis, Tolstoi, Twain y otros)

                               El cuento de hadas, óleo de James Sant (1820-1916).

    

  

“La literatura toda es contemporánea para el lector que sabe leer”. 

Nicolás Gómez Dávila

    

 

Las listas o listados, las enumeraciones, las retahílas y los inventarios, ejercen sobre nosotros una fascinación antigua. Casi como el fuego, nos hipnotizan con su fulgor, prosaico y breve. Son hechiceras y cautivadoras. Nos arroban y raptan nuestra atención abrupta e irreflexivamente. Su mera forma, longilínea y esbelta, nos seduce y, casi sin pensar, dejamos de reparar en su contenido y caemos rendidos a su presencia.

Pero no todas las listas son atendibles ni merecen serlo. De ahí su ínsito riesgo, en especial las de aquellas que indiscriminadamente pululan en la red. 

Las que hoy traigo hasta aquí creo que tienen interés y en mi opinión son recomendables (con salvedades o reparos puntuales). Lo que ocurre es que todas ellas (en especial, la de C. S. Lewis) están pensadas desde la perspectiva de otros tiempos, de aquellos en los que se consideraba a los chicos como personas perfectamente capaces y más aptas que cualesquiera otros para aprender y crecer (en todos los sentidos), personitas a quienes desafiar intelectual y estéticamente, precisamente para que ese crecimiento pudiera tener lugar. 

Y comienzo con la de C. S. Lewis. 

  

Los libros que influyeron C. S. Lewis en su infancia y juventud

En una conferencia pronunciada en 1954, Lewis (1893-1963) dijo a su audiencia: “Yo pertenezco mucho más a ese viejo orden occidental que al suyo … Leí como textos nativos lo que ustedes deberán leer como extranjeros".

Al decir esto, Lewis no tenía la intención de ser arrogante; simplemente estaba llamando la atención sobre la gran diferencia que existía entre su educación –que, como veremos, incluía una formación minuciosa en los clásicos– y la formación que sus oyentes habían recibido hasta entonces. En esa charla, se refirió a sí mismo como un espécimen de dinosaurio y alentó a su audiencia con estas palabras: “Usen sus especímenes mientras puedan. No habrá muchos más dinosaurios”. 

Y esto fue hace 65 años. Hoy, la diferencia entre la educación de Lewis y la nuestra se ha convertido casi en un abismo, e intentar recuperarla equivaldría a realizar una extenuante excavación arqueológica. 

Afortunadamente, él ha hecho esta excavación un poco más fácil para nosotros. En su obra autobiográfica, Sorprendido por la alegría (1955), nos proporciona el testimonio de algunas características importantes de su propia educación: los libros que leía en su infancia y juventud. Agárrense y dejen por un momento “suspendida su incredulidad” al modo de Coleridge. La lista:

  • Sir Nigel (1906), de Arthur Conan Doyle. 
  • Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain. 
  • La trilogía de Edith Nesbit: Cinco niños y Eso (1902), El Fénix y la alfombra (1904) La historia del amuleto (1906)En sus años más jóvenes, Lewis escribió: “me maravillaron, me abrieron los ojos a la antigüedad y al abismo del tiempo”. Como adulto, aún era capaz de decir: “Todavía puedo volver a leerlos con deleite”
  • Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift. Escribe Lewis: “Gulliver en una edición no expurgada y profusamente ilustrada era uno de mis favoritos”
  • Viejos ejemplares de la revista humorística Punch, especialmente los que contenían los dibujos de Sir John Tenniel. “Me ocupé indefinidamente de un conjunto casi completo de viejos ‘Punches’ que estaban en el estudio de mi padre”
  • Los Cuentos de Beatrix Potter (1902-1930).“Aquí por fin halle la belleza”. Sobre La historia de la ardilla Nogalina: “Me preocupó lo que solo puedo describir como la idea del otoño.”. 
  • Saga del Rey Olaf (1863), de Henry Wadsworth Longfellow. 
  • Las novelas de aventuras de  H. Rider Haggard. 
  • Las novelas de anticipación y ciencia ficción de H.G. Wells. 
  • Quo Vadis? (1895), de Henryk Sienkiewicz. 
  • Tinieblas y amanecer (1912), de George Allan England.
  • Ben Hur (1880), de Lewis Wallace.
  • El hombre que fue su propio hijo (1882), de F. Anstey. Historia en la cual un padre y un hijo intercambian mágicamente los cuerpos. Lewis la llamó “la única historia de escuela veraz que existe”
  • Sohrab and Rustum (1853), de Matthew Arnold. “Me encantó el poema a primera vista y lo he amado desde entonces”
  • Tamerlán el Grande (1587), de Christopher Marlowe. “Lo leí por primera vez mientras viajaba de Larne a Belfast en medio de una tormenta”.
  • Paracelso (1835), de Robert Browning. “Leí el ‘Paracelso’a la luz de una lámpara que se apagaba y que había que volver a encender cada vez que se ponía en marcha una batería situada en un foso debajo de donde yo estaba [en un barco], lo que creo que estuvo pasando cada cuatro minutos durante toda aquella noche”.
  • Sigfrido (1876) y el Crepúsculo de los Dioses (1876), de Richard Wagner, ilustrado por Arthur Rackham.“Me envolvió la más pura ‘pasión por lo nórdico’: una visión de espacios grandes y claros suspendidos sobre el Atlántico en el ocaso interminable del verano septentrional, de lo lejano, de la inclemencia…”. Más tarde también leyó los otros volúmenes de la serie, El oro del Rhin (1869) La Valkiria (1870).
  • Mitos Nórdicos (1908), de H. A. Guerber.
  • Mitos y leyendas de los Teutones (1912), de Donald Mackenzie.
  • Antigüedades Nórdicas (1770), de Paul Henry Mallet.
  • Obras de George Bernard Shaw.
  • Las Odas (23 a. C.), de Horacio.
  • La Eneida (19 a. C.), de Virgilio.
  • Las bacantes (405 a. C.), de Eurípides.
  • Obras de John Milton. 
  • William Butler Yeats. Lewis escribe que Yeats le apartó del resto de los poetas que estaba leyendo en su adolescencia. 
  • Obras de James Boswell. 
  • Historia de la literatura inglesa (1912), de Andrew Lang.
  • La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767), de Laurence Sterne. 
  • La Anatomía de la Melancolía (1621), de Robert Burton. 
  • Obras de Demóstenes.
  • Obras de Herodoto.
  • Obras de Cicerón.
  • Obras de Lucrecio. “Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: Si Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el que vemos".
  • Obras de Catulo. 
  • Obras de Tácito.
  • Obras de Sófocles. 
  • Obras de Esquilo.
  • Obras de Apuleyo.
  • La Ilíada y la Odisea, de Homero.
  • William Morris. Fue el gran autorbde Lewis durante sus años de adolescencia. “Casi todas las obras de Morris llegaron, volumen a volumen, a mis manos (…). Los ‘caballeros armados’ resurgían desde mi primera infancia. Después de aquello leí todo lo que pude conseguir: Jasón, El Paraíso terrenal, los romances en prosa …”
  • La muerte de Arturo (1485), de Thomas Malory.
  • La alta historia del Santo Grial (1898), de Sebastian Evans.
  • La saga de Laxdœla, anónimo.
  • Obras de Pierre de Ronsard.
  • Obras de André Marie Chénier.
  • G. K. Chesterton. “Chesterton tenía más sentido común que todos los demás modernos juntos” (…). Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía; ni puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente (…). Aunque pueda parecer extraño, me gustó por su bondad (…). Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo”.
  • Dr. Samuel Johnson. “Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que podía confiar totalmente”).
  • Beowulfanónimo.
  • Sir Gawain y el Caballero Verdeanónimo.
  • El Kalevalaanónimo.
  • Obras de Robert Herrick.
  • Obras de Sir John Mandeville. 
  • La vieja Arcadia (1593), de Philip Sidney.
  • Waverley (1814), de Sir Walter Scott.
  • Todos los libros de las hermanas Brontë y los de Jane Austen. “Supusieron un complemento fenomenal para mis lecturas más fantásticas y disfruté más de cada una por su contraste con la otra”. Descubrió en ellos el amor por lo sencillo, por lo cotidiano, “la cualidad arraigada que une todas nuestras experiencias simples: el tiempo, la comida, la familia, el vecindario”.
  • La reina de las Hadas (1590-1596), de Edmund Spenser. 
  • FantastesUn romance de hadas para hombres y mujeres (1858), de George MacDonald. Lewis describe el efecto de su primera lectura: Aquella noche mi imaginación fue, en cierto modo, bautizada; el resto de mi cuerpo, naturalmente, tardó más tiempo. No tenía ni idea de dónde me había metido al comprar ‘Fantastes’ (…). Encontré allí todo lo que ya me había entusiasmado en Malory, Spenser, Morris y Yeats. Pero en otro aspecto todo era distinto. Todavía no sabía (y tardé mucho en descubrirlo) el nombre de la nueva cualidad, la sombra brillante, que residía en los viajes de Anodos. Ahora lo sé. Era Beatitud”. También escribió que George MacDonald influyó en él más que cualquier otro escritor.  

 

 

La lista de Agatha Christie

También la famosa Agatha Christie dejó una lista sobre aquellos libros que pensaba que debían leer los niños y los jóvenes. Sin embargo, la dama del crimen lo hizo de una forma poco convencional. No crean ustedes que se limitó a dejar una lista en un escrito autobiográfico o al hilo del alguna entrevista. No, que vá. Christie utilizó lo que mejor sabía hacer: escribir un relato. Su última novela, La Puerta del Destino (1973), que protagonizan la pareja de detectives Tommy y Tuppence, comienza con esta última compartiendo sus pensamientos sobre los libros que amaba de niña y manifestando su incomprensión ante lo poco que, al parecer, leían los niños de aquellos días (la novela se sitúa a principios de los años 70).

Como tal declaración no se refiere a ningún punto de la trama ni tampoco parece ser necesaria para dibujar el carácter de Tuppence ––sobradamente conocido para sus lectores––, no resulta difícil entender que la autora está compartiendo algo personal y que en ese momento Tuppence es su voz interior. Este es su mensaje para nosotros: “Que los pequeños lean estos libros”. Así que veamos cuales son. Ahí van:

 

  • La isla del Tesoro (1883), Secuestrado (1886), Catriona (1893) La flecha negra (1888), de R. L. Stevenson. Por cierto, en el interior del último de estos libros (La flecha negra) es dónde encuentra la primera pista la pareja de detectives. Curioso, en la última novela de Christie el misterio se inicia en otro libro, un libro importante para la autora.
  • Alicia en el País de las Maravillas (1865) y Alicia a través del espejo (1871), de Lewis Carroll. 
  • El reloj de cuco (1877), La granja de los Cuatro Vientos (1878) y La Sala de Tapices (1879), de Mary Molesworth.
  • El libro de Romances Rojo (1906), El libro del Hadas Naranja (1906), El libro de Hadas Rosa (1897) y El Libro de Hadas Lila (1910), de  Andrew Lang.
  • Un día de mi vida: Experiencias cotidianas en Eton (1877), de George Nugent-Bankes.
  • Bajo la Túnica Roja (1894) y La Escarapela Roja (1895), de Stanley Weyman. 
  • El escritor L.T. Meade es mencionado, aunque ninguno de sus títulos es citado expresamente por Christie. 
  • Winnie-the-Pooh (1926), de A. A. Milne.
  • El collar de las margaritas (1856), de Charlotte Yonge.
  • Los nuevos buscadores de Tesoros y La trilogía del Psammead, que incluye Cinco chicos y Eso (1902), El Fénix y la alfombra (1904) y La historia del amuleto (1906), de Edith Nesbit.
  • El prisionero de Zenda (1894), de Anthony Hope.

  

La pequeña (e incompleta) lista de Mark Twain

El 20 de enero de 1887, Mark Twain escribió al reverendo Charles D. Crane una carta (firmada como S. L. Clemens, su verdadero nombre), en la que daba contestación a una serie de preguntas que aquel le habría formulado sobre lecturas recomendables. Si bien se conserva esta misiva, no ha podido ser encontrada la carta a la que responde. Por lo tanto, no sabemos con certeza qué preguntó el reverendo Crane a Twain.

Sin embargo, algunos estudiosos, jugando a Sherlock Holmes, han aventurado cuáles podrían haber sido las preguntas. Y este es el resultado:

La carta de Twain dice, más o menos, así:

 

“Estimado señor: 
Estoy a punto de salir de casa, por lo que no tengo mucho tiempo para pensar sus preguntas y considerar adecuadamente mis respuestas; no obstante, me lanzo al asunto de la siguiente manera. 
A la primera pregunta: 
  • Macaulay [Historia de Inglaterra, 1848, de Thomas Macaulay].
  • Plutarco [Vidas paralelas, entre el 96 y el 117 d. C.].  
  • Las memorias de Grant [Las memorias personales de Ulysses Grant, 1885. Ulysses S. Grant, comandante general del ejército de la Unión al final de la guerra de Secesión y 18.º Presidente de los Estados Unidos].  
  • Crusoe [La vida y las extrañas aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York1719].  
  • Noches de Arabia [Cuentos de las mil y una noches]. 
  • Gulliver [Los viajes de Gulliver”, 1726, de Jonathan Swift]. 
A la segunda pregunta: Lo mismo para las chicas, después de haber eliminado a Crusoe y haberlo sustituido por Tennyson [Idilios del rey1859, de Alfred Tennyson].  
No puedo responder a la tercera pregunta de esta manera tan repentina. Cuando uno va a elegir doce autores, para bien o para mal, abandonando a los padres y madres para aferrarse a ellos y sólo a ellos hasta que la muerte lo separe, hay en ello una responsabilidad tan atroz, que a su lado el matrimonio es un sacramento empapado de levedad.  En mi lista sé que debería incluir a Shakespeare; a Browning; a Carlyle (La Revolución Francesa, 1837, solamente); a Sir Thomas Malory [La muerte de Arturo1485]; las historias de Parkman (un centenar de ellas si es que hay tantas); las noches árabes [Cuentos de las mil y una noches]; el Dr. Johnson  de Boswell [La vida de Samuel Johnson1791, de James Boswell],porque me gusta ver a ese viejo gasómetro complaciente escucharse a sí mismo; el Platón de Jowett [los comentarios a La República de Platón, 1885, de Benjamín Jowett];B.B. (un libro que escribí hace algunos años, no para publicarlo, sino solo para mi lectura privada. [Es posible que Twain se refiriese aquí a su “Bible Book” acerca de Noé, el cual nunca terminó].  
Podría añadir otros tres nombres a la lista, pero quisiera mantener abierto el cupo durante unos años, para evitar equivocarme.  
Sinceramente suyo.  
S. L. Clemens” 

 

De todo lo anterior, al parecer, podría inferirse que la carta del reverendo versaba sobre cuáles eran los libros que Twain consideraba más convenientes, tanto para niños como para adultos. Y que las tres preguntas a las que responde el literato podrían haber sido las siguientes: 

1ª) ¿Qué libros deben leer los chicos? 2ª) ¿Y las chicas? … 3ª) ¿Qué deben leer los adultos? ¿Cuáles son los libros favoritos del Sr. Samuel Clemens?

 

Los libros que leyó Helen Keller de niña

Igualmente, la increíble e inspiradora Helen Keller, en su autobiografía La historia de mi vida (1903), capítulo 21, relata cómo, parte del maravilloso y cuasi milagroso trabajo que realizó con ella su maestra, Ann Sullivan, consistió en que adquiriese fluidez en la lectura y en el uso del lenguaje en general, e incluye una lista de los libros que aquella le hizo leer. La lista es la siguiente:

 

  • El pequeño Lord Fauntleroy (1885), de Frances Hodgson Burnett.
  • Los héroes griegos (1856), de Charles Kingsley. 
  • Las fábulas (1668), de Jean de La Fontaine. 
  • El libro de las maravillas (1852), de Nathaniel  Hawthorne. 
  • Historias bíblicas 
  • Cuentos de Shakespeare (1807), de los hermanos Lamb. 
  • Una historia de Inglaterra para niños (1851), de Charles Dickens. 
  • Animales salvajes que he conocido (1898), de Ernest Thompson Seton. 
  • Las mil y una noches. Anónimo. 
  • La familia Robinson suiza (1812), de Johann David Wyss.
  • El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan.
  • Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe.
  • Mujercitas (1868), de Louisa May Alcott.
  • Heidi (1880), de Johanna Spyri.
  • El libro de la selva (1894), de Rudyard Kipling. 
  • La Ilíada (segunda mitad del siglo VIII a. C.), de Homero.

 

La lista de libros que influyeron en la infancia y juventud de León Tolstoi

Por último, tenemos a León Tolstoi. Parece ser que en 1891, un editor ruso pidió a 2.000 profesores, académicos, artistas y hombres de letras, figuras públicas y otras luminarias, que relacionasen los libros que consideraban más importantes, y Tolstoi (que por aquel entonces tenía 63 años) respondió con una lista se dividió en cinco tramos de edad, acompañando los títulos con su grado de influencia ("enorme", “muy grande", o simplemente “grande").

Estas son las obras que le hicieron honda impresión en las dos primeras etapas, hasta los 14 años y luego de los 14 a los 20:

 

De la infancia hasta los 14 años:

  • La historia de José en la Biblia  - Enorme.
  • Cuentos de Las mil y una nochesAlí Baba y los 40 ladronesEl Príncipe Qam-al-Zaman  - Grande.
  • La gallinita Negra (1829)  de Antony Pogorelsky  - Muy grande.
  • Poemas épicos populares de Rusia (bylinas): Dobrynya Nikitich, Ilya Muromets, y Alyosha Popovich. - Enorme.
  • Los poemas de Alexander Pushkin, en especial, Napoleón (1821). - Grande.

 

De los 14 años a los 20:

  • El Evangelio de San Mateo, en especial el Sermón de la Montaña - Enorme.
  • El viaje sentimental por Francia e Italia (1768), de Laurence Sterne - Grande.
  • Las Confesiones (1782-1789), de Jean-Jacques Rousseau - Enorme.
  • El Emilio (1762), de Jean-Jacques Rousseau  - Enorme.
  • Julia o La Nueva Eloísa (1761), de Jean-Jacques Rousseau - Grande.
  • Eugenio Oneguin (1833), de Alexander Pushkin  - Grande.
  • Los bandidos (1781), de Friedrich von Schiller  - Grande.
  • El capote (1842), Por qué se pelearon los dos Ivanes (1834), La avenida Nevsky (1835), de Nikolái Gógol  - Grande.
  • El Viyi (1835), de Nikolái Gógol - Enorme.
  • Las almas muertas (1842), de Nikolái Gógol  - Grande.
  • Memorias de un cazador (1852), de Iván Turguénev - Grande.
  • Polinka Saks (1847), de Alexander Druzhinin  - Grande.
  • Antón el desdichado (1847), de Dmitri Grigoróvich - Muy grande.
  • David Copperfield (1849), de Charles Dickens  - Enorme.
  • Un héroe de nuestro tiempo (1839-40) y Tamara (1841), de Mijaíl Lérmontov - Grande.
  • Historia de la conquista de México (1843), de W. H. Prescott  - Grande.

 

Todas estas listas ponen de manifiesto una cosa: nuestra decadencia y nuestro deterioro cultural. Hasta los mejores hoy no lo son tanto. E impresiona en dos sentidos: en la admiración que provoca en nosotros descubrir almas tan cultivadas y en la melancolía que nos embarga cuando nos apercibirnos del deterioro sufrido, como cuando contemplamos el abandono de un jardín antaño hermoso ¿Podremos reparar el daño? Sé que depende en gran medida ––en toda medida–– de algo que está más allá de los libros y de la cultura, y el único consuelo es que esta restauración no es nuestra misión; Él se encarga. Lo nuestro es tratar de seguir, con ayuda de la gracia, su llamada, como el pequeñuelo que, fascinado, persigue sin cesar e intenta imitar, sin mucho éxito pero con perseverancia, al mayor de sus hermanos.    

23.08.19

La primera novela de detectives: La piedra lunar

             El sargento Cuff en los acantilados. Ilustración de William Sharp (1900-1961).

  

        

“No hay nada más engañoso que un hecho evidente”.

A. C. Doyle. El misterio del valle de Boscombe

  

“––¿Sabe usted cómo abrir una cerradura?

––No, en absoluto, me temo.

––A menudo me pregunto para qué vamos a la escuela, dijo Lord Wimsey”.

Dorothy L. Sayers. Veneno mortal

 

 

Soy abogado, hijo de abogado, nieto de abogado y tengo tras de mí un pasado familiar en el que la profesión jurídica se hace notar. Quizá por ello le tengo cierto cariño a la novela sobre la que voy a hablar, porque en ella veo representada, entre otras muchas cosas, una forma de proceder que me es muy familiar: la indagación que precede y acompaña al litigio; el modus operandi judicial. Me refiero a La piedra lunar (1868) del amigo y colaborador de Dickens, Wilkie Collins. Según Borges “Collins (…) pone en boca de los diversos protagonistas la sucesiva narración de la fábula. Este procedimiento, (…) permite el contraste dramático y no pocas veces satírico de los puntos de vista”. Lo mismo hace el abogado: primero con su cliente (que, por lo regular, le cuenta la mitad de la verdad) y luego con su proceder en los sucesivos interrogatorios a que debe someter a los testigos propios y ajenos. Todo en aras de, primero, acercarse a la verdad (vaya problema, ¿no? “Quid est veritas?”) y luego, articular la mejor defensa posible del cliente (pero siempre, sin dejar de lado la primera finalidad). La fórmula de Collins conduce al lector a actuar como un abogado y, en último término, como un tribunal (abogado, fiscal y juez a un tiempo), todo con vistas a averiguar la verdad de lo sucedido y desenmascarar al culpable, a fin de darle su merecido castigo y así restaurar en lo posible la dañada justicia.  

Pero la novela de Collins también es mucho más. Y así, es considerada una precursora. De la misma manera que Edgar Allan Poe escribió la primera historia de detectives y el primer misterio en un cuarto cerrado (Los crímenes de la calle Morgue, 1841) o Christianna Brand fue la pionera en el thriller médico (Verde es el peligro, 1943), suele decirse que La piedra lunar es la primera novela policíaca de larga duración en lengua inglesa. 

                                              Tres portadas de la novela.
 

No obstante, críticos conocidos como Jacques Barzun no la consideraban una verdadera novela de detección: “El punto es la revelación de un misterio físico de una manera física por medio de una evidencia plausible. ‘Hamlet’ y ‘La piedra lunar’ son grandes misterios de asesinato que me apasionan, pero no hay una detección real en ellos”.

Pero esta es una opinión que otros, a los que soy más afin, no comparten. Por ejemplo P. D. James dice ––y de paso nos pone al tanto del argumento de la novela––: “Pero si uno va a otorgar la distinción de ser la primera novela policíaca a una sola novela, mi elección -–y creo que la elección de muchas otros–- sería ‘La piedra lunar’, que T. S. Eliot describió como ‘la primera, la más larga y la mejor’ de las novelas policíacas inglesas modernas. En mi opinión, ninguna otra novela de este tipo se adentra más claramente en lo que se convertiría el género. La piedra lunar es un diamante robado de un santuario indio por el coronel John Herncastle, dejado en herencia a su sobrina Rachel Verinder y llevado a su casa de Yorkshire para serle entregado el día del decimoctavo cumpleaños por un joven abogado, Franklin Blake. Durante la noche es robado, obviamente por un miembro de la familia (…)”.

Siguiendo con los elogios, Borges señaló que es en Inglaterra donde encontramos las mejores novelas policiales que se han escrito, y para él las dos más destacadas son La dama de blanco La piedra lunar, ambas de Collins. Por su parte, Dorothy L. Sayers escribió: “Nada humano es perfecto, pero ‘La piedra lunar’ se aproxima tanto a la perfección como cualquier cosa de ese tipo podría hacerlo” y G. K. Chesterton calificó la novela como, “probablemente, el mejor cuento de detectives del mundo”. Según T. S. Eliot, “es un libro el doble de largo que los thrillers que nuestros maestros contemporáneos escriben, pero mantiene su interés y el suspense en todo momento. Y lo hace con mecanismos dickensiano; pues Collins, además de sus méritos particulares, era un Dickens aunque sin genio”. Es verdad que la obra tiene el mérito extraordinario de mantener a lo largo de sus más de 500 páginas el interés de los lectores sobre el paradero de un diamante. Pero aún más, conforme a su subtítulo (La piedra lunar: un romance), el misterio del diamante corre parejo a una trama romántica que implica a la heroína Rachel Verinder y a su enamorado Franklin Blake, lo que, no solo aumenta la complejidad narrativa, sino el propio interés de la novela. Mi hija mayor, L., que acaba de leerla, me lo ha comentado (lo que, por otro lado, es bastante lógico, porque tiene quince años).

El libro tiene todo lo que se suele exigir a una lectura de playa y vacaciones: misterio, romance, suspense y comedia, y como dice Borges: “no solo es inolvidable por su argumento también lo es por sus vívidos y humanos protagonistas. Betteredge, el respetuoso y repetidor lector de Robinson Crusoe; Ablewhite, el filántropo; Rosanna Spearman, deforme y enamorada; Miss Clack, ‘la bruja metodista’; Cuff, el primer detective de la literatura británica…”. Por lo tanto, además de ser una excelente recomendación para los aficionados a las historias de detectives, es un libro aconsejable para cualquier persona que sólo quiera leer una buena novela, y La piedra lunar, lo es, se lo aseguro a ustedes.

Para chicos de 14-15 años en adelante.

 

 

8.08.19

Apología del relato detectivesco

  

  

“Nuestro interés está en el borde peligroso de las cosas.
El ladrón honesto, el asesino tierno,
El ateo supersticioso.”

Robert Browning


“Haber descubierto un problema no es menos admirable (y es más fecundo) que haber descubierto una solución.”

Thomas de Quincey

 

Volvemos al relato policial, al misterio detectivesco, a la intriga desconcertante, a aquellos relatos que atrapan y seducen la inteligencia. Y se trata de un regreso conveniente. El entrenamiento analítico y el adiestramiento y disciplina que exigen este tipo de lecturas son, sin duda, beneficiosos. A esto se une la idea de la persecución y el castigo a los malvados, que no viene nada mal en estos tiempos relativistas. Agatha Christie, en su Autobiografía (1978), reconoce estos valores intrínsecos: “Una novela de este tipo es el relato de una persecución, una historia con moraleja y, en definitiva, una narración que se atiene a las normas de la moral tradicional, con la derrota del mal y el triunfo del bien”. Críticos como D. Gabet (1986), ven que “la lectura de una novela policíaca de enigma acapara la inteligencia del lector, y puede resultar más activa, más atenta, más inteligente, y por tanto, más pedagógica que la de otras novelas”.

Aunque esta clase de literatura suele ser valorada más bien negativamente por los críticos y sabios de academia, hay notables excepciones, como los clásicos ensayos de Andrew Lang, R. L. Stevenson, G. K. Chesterton, W. H. Auden o Raymond Chandler, y también los dedicados al tema por Jorge Luis Borges, como el titulado Los laberintos policiales y Chesterton. 

Este tipo de lecturas reúne una serie de características que la convierten en una lectura especialmente recomendable para adolescentes y jóvenes, independientemente de su carácter de entretenimiento, y que paso a enumerar:

  1. Potencia la agilidad mental del lector, que tiene que retener datos, formular hipótesis, hacer asociaciones, deducciones, inferir, verificar…
  2. Fomenta la observación a la búsqueda de indicios.
  3. Ejercita la capacidad de análisis.
  4. Desarrolla la intuición.
  5. Es una literatura interactiva en la que el lector mediante un método de ensayo-error, trata de desentrañar el misterio.
  6. Plantea un desafío intelectual entre el autor y el lector, que mantiene el interés vivo por la lectura hasta culminar el libro.
  7. En las novelas policíacas clásicas siempre hay un triunfo del bien sobre el mal. El asesino no escapa impune.

En línea con lo que acabo de señalar, algunos amantes de género señalan otro aspecto interesante. Por ejemplo, Raymond Chandler en su famoso artículo, El simple arte de matar (1944), dice: “En todo lo que se puede llamar arte hay una cualidad de redención”. Y aunque aquí el autor americano habla de la figura del detective desengañado y maltrecho ––si bien hombre de honor––, presente en su obra y en la de su maestro Dashiell Hammett (una literatura policial dura), también hace referencia a que, con sus acciones, estos protagonistas tratan de redimirse. A ello se refiere más expresamente el poeta y crítico W. H. Auden, quien, sin embargo, insiste en que la redención exige sufrimiento y una conciencia de pecado y culpa por parte del protagonista, una experiencia que se encuentra, según él, en obras de arte como Crimen y Castigo de Dostoievski, pero no en la clásica y analítica historia policíaca (The guildy vicarage, 1948). 

Dentro de la enorme variedad de novelas de este tipo creo que las más convenientes para los adolescentes son las de la denominada Edad de Oro del género (el período entre los años 1920 y 1930), por su exquisitez, su brillantez y su blancura. El reconocido e influyente profesor Jacques Barzun, que no solo fue un crítico prestigioso sino un amante de  las historias de detectives, recomienda este tipo de relatos que se limitan al puro rompecabezas. Para él, el misterio convencional que se basaba en la deducción lógica, y en el que los personajes resolvían las tramas a partir de hechos observados, tenía una integridad intelectual y literaria que se perdía si los escritores intentaban vadear los turbios charcos de la psicología anormal o investigar la base psicológica de las acciones y personalidades de sus personajes. 

Dorothy L. Sayers (una de las damas británicas de esta edad dorada), justificó en cierta medida este punto de vista de Barzun, si bien por otras razones, en su ensayo Sobre Aristóteles y la ficción policíaca, publicado en 1946, tomando al gran filósofo como autoridad. Se trata de un argumento ya mencionado en este blog: los hombres necesitan historias. Así Sayers dice, siguiendo al estagirita, que uno puede encadenar una serie de discursos del más alto nivel en cuanto a dicción y pensamiento, pero sin producir el verdadero efecto dramático. Tendrá mucho más éxito con una historia que, por inferior que sea en estos aspectos, posea una trama. Lo esencial, el corazón de este tipo de novela policíaca, es la trama, y los personajes van en segundo lugar. No obstante, los libros de Sayers son de una cierta complejidad, con numerosas alusiones e interludios reflexivos, lo que puede hacerlas pesadas para mentes todavía poco entrenadas en la lectura. 

Por ello, antes de llegar Sayers y otros, mejor que nuestros hijos comiencen con el Auguste Dupin de Allan Poe y el Sherlock Holmes de Conan Doyle (Las historias de detectives y el buen pensar) o con la Srta. Marple, Poirot y el matrimonio de sabuesos de Tommy y Tuppence Beresford, de Agatha Christie. Tampoco deberán perderse los misterios desentrañados por el chestertoniano padre Brown o incluso las historias del detective aficionado Philip Trent de A. C. Bentley (amigo de Chesterton); las del caballero ladrón Arsenio Lupin de Maurice Leblanc y las del detective Ruoletabille de Gustave Leroux, o la maravillosa Piedra lunar de Wilkie Collins, descrita por  T. S. Eliot como “la primera, la más larga y la mejor” de las modernas novelas de detectives (que merecerá una entrada para ella sola). Tengan por seguro que el abanico para elegir es muy amplio y variado.

Dado que, como decía Chesterton, “las historias de detectives son solo un juego; y en ese juego el lector no lucha realmente con el criminal, sino con el autor, dejemos que los jóvenes lectores se entrenen y se fogueen con estas historias y practiquen la lógica y la observación contra tan fenomenales rivales. Les irá bien, seguro. Mis hijas se enfrentan en este momento con S.S. Van Dine (El caso del asesinato de Benson, 1926) y con Agatha Christie (Muerte en la Vicaría, 1930), y parece irles bien a juzgar por sus caras de concentración.

27.07.19

¡Relatos de ciencia-ficción!... ¿Seguro?

                     La guerra de los mundos, obra de José Segrelles (1885-1969).

 

  

«Todo lo que una persona pueda imaginar, otras podrán hacerlo realidad.»

 

Julio Verne

 

 

«—¿Quiere decir, libros antiguos?

—Narraciones de viajes espaciales, escritas antes de los viajes espaciales.

—¿Y cómo podía haber narraciones antes de…?

—Los escritores sabían.

—Pero, ¿en qué se fundaban?

En la imaginación».

 

Phillip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? 

 

  

Sobre el asunto de la ciencia-ficción literaria pululan por ahí un par de ideas muy extendidas que me interesa matizar: la primera, que se trata de un tipo de literatura alejada, pero que muy alejada, del ámbito cristiano, y la segunda, que la ciencia-ficción es una subcategoría de la ficción fantástica y por tanto una fantasía de segundo orden.

Empezando por la primera de las dos ideas señaladas, no voy a negar la existencia de una opinión generalizada que sostiene una natural oposición entre este género literario y el cristianismo. Quizá sea por el asolador acoso a que el cientificismo imperante nos somete y que nos hace sentir cierta hostilidad hacia la verdadera ciencia (cuando no debería ser), o por alguna otra razón no científica, pero esto es así. Sin embargo, si nos detenemos a mirar con más atención veremos que esta impresión es, en cierto modo, inexacta. Y si bien no se puede negar que un sector mayoritario de la literatura de ciencia-ficción presenta, no ya el cristianismo, sino el mismo hecho religioso de manera negativa, existen excepciones y que estas son tan excepcionales como brillantes. Un pequeño pero significativo numero de grandes nombres de la ciencia-ficción fueron cristianos y algunas de sus más grandes obras reflejan estas creencias. No es cuestión de extenderse, pero vienen a mi memoria títulos como Salomas del espacio (1968) o La tercera oportunidad (1968) de R. A. Lafferty; Catholics (1972) de Brian Moore (en español El abad rebelde); El señor del mundo (1907) de Robert Hugh Benson; las sagas de Gene Wolf; La Trilogía cósmica (1938-1945) de C. S. Lewis y el Cántico a Leibowitz (1959) de Walter M. Miller Jr., obras que, sin embargo, quizá exceden de la conveniencia infantil y juvenil. 

Algunos de estos títulos ––junto con otros de autores no cristianos, de los que ya he hablado en la entrada ¿Un mundo feliz?––, pertenecen a ese subgénero de la ciencia-ficción que es la distopía, donde el autor describe un mundo futuro en el que los poderes legítimamente instituidos están configurados para hacer que todo sea perfecto, cuando en realidad no hacen otra cosa que transformar ese mundo en una terrible pesadilla. Estas novelas nos advierten sobre la consecuencia de una vida sin religión donde el hombre sea la medida de todas las cosas; y esta no es otra que la identificación de la seductora idea del progreso con el horror.

Por lo que respecta a la segunda de las objeciones (su etiquetado como una categoría de segunda clase de la ficción fantástica), ya desde sus orígenes el género fue tildado como de baja estofa, arrinconado por intelectuales y críticos de salón, pero como señaló Lewis en su ensayo sobre el tema, titulado precisamente Sobre la ciencia-ficción

«Historias como las que estoy describiendo… nos refrescan… de ahí el desasosiego que despiertan en aquellos que, por cualquier razón, desean tenernos a todos presos del conflicto inmediato. Ese es quizá el motivo de que muchos lancen con tanta presteza la acusación de “escapismo". Nunca lo entendí del todo hasta que mi amigo, el profesor Tolkien, me hizo la siguiente y sencilla pregunta: “¿Qué clase de hombres esperaría usted que se preocuparan más por la idea de escapar y serían más hostiles a ella? Él mismo me dio la respuesta obvia: los carceleros».

Porque… vamos a ver, en este mundo postmoderno que nos esclaviza e inhumaniza sin que casi nos apercibamos y en el que desde las poltronas de los poderes imperantes hasta las tribunas y minaretes de la cultura dominante se nos conmina y coarta a permanecer dentro de las cárceles de lo políticamente correcto, ¿qué persona en su sano juicio no querría escapar? y ¿quién podría preocuparse seriamente de que lográsemos hacerlo?

Para contribuir a esta sana rebeldía, o al menos para facilitarla, paso a referir algunas obras de este género de la evasión futurista más apropiadas para los niños y los jóvenes, que puedan abrirles el apetito para acercarse a alguno de los títulos que les mencioné anteriormente. 

                             Distintas ediciones de las novelas de que estamos hablando.

Y comienzo por donde siempre ha de hacerse, por el principio, y en el principio encontramos a dos gigantes de la imaginación, como son Julio Verne y H. G. Wells. Probablemente son los maestros, los precursores; es famosa la frase de Ray Bradbury de que «todos somos, de una u otra manera, hijos de Julio Verne». Al respecto de ambos autores y de sus diferencias al abordar este género, J. L. Borges señaló: 

«Las ficciones de Verne trafican en cosas probables (un buque submarino, un buque más extenso que los de 1872, el descubrimiento del Polo Sur, la fotografía parlante, la travesía de África en globo, los cráteres de un volcán apagado que dan al centro de la tierra); las de Wells en meras posibilidades (un hombre invisible, una flor que devora a un hombre, un huevo de cristal que refleja los acontecimientos de Marte), cuando no en cosas imposibles: un hombre que regresa del porvenir con una flor futura, un hombre que regresa de la otra vida con el corazón a la derecha, porque lo han invertido íntegramente, igual que en un espejo».

Se trata de una disquisición acertada que nos sitúa en las dos opciones básicas del género: lo probable (ciencia) y lo imposible (ficción). Son aquellos relatos que abordan lo probable (y que más se aproximan a la parte científica), los que sufren un mayor riesgo de acabar desfasados y avejentados, el mayor mal que puede aquejar a un relato de este tipo. Sin embargo, creo que las obras que mencionaré a continuación no sufren de este mal.

Tratándose de Wells y de Verne, no resulta fácil elegir, dado el considerable número de novelas meritorias que guardan en sus alforjas. Haré un pequeño sacrificio y las reduciré a dos por cabeza.

Comenzaré por H. G. Wells y La máquina del tiempo (1895), donde el autor nos habla de un investigador que logra construir un artefacto que le permite sumergirse en las profundidades del tiempo, pasado o futuro, y con el que realiza una fabulosa exploración llena de extrañas aventuras. También es de resaltar La guerra de los mundos (1898), que relata con gran realismo una invasión extraterrestre sobre la tierra con unos inclementes marcianos que desprecian la vida humana. Para lectores de 14 años en adelante. 

En el caso de Verne, tenemos el Viaje al centro de la Tierra (1864), que narra como un profesor alemán y su sobrino descienden a través de un volcán islandés internándose en las entrañas terrestres para encontrar un mundo nuevo con océanos inmensos, árboles petrificados, hongos gigantes y criaturas ancestrales. Como segunda opción eligiría 20.000 leguas de viaje submarino (1869), de la que les hablé en la entrada titulada Va de capitanes. Recomendado a lectores de 12 años en adelante.

Además de estos grandes precursores hay algunos continuadores que, por cierto, no lo hicieron nada mal.

 

                                                 Edición de Salvat Anagrama.

La trilogía de los Trípodes ––compuesta por Las Montañas Blancas (1967), La ciudad de oro y plomo (1968), y El estanque de fuego (1968)–– del inglés John Christopher es una obra claramente inspirada en La guerra de los mundos y en cierto modo continuadora de esta. Christopher imagina un final alternativo y más pesimista que el elegido por Wells: el triunfo de los extraterrestres sobre la raza humana y el sometimiento de esta a su tiránico dominio. Pero siempre resta la esperanza, como así cree el joven protagonista Will Parker, quien junto con otros resistentes harán frente a la dominación de los Trípodes desde sus escondites en las Montañas Blancas. Para 12 años en adelante.

Las Crónicas Marcianas (1950) de Ray Bradbury son como una continuación de los viajes lunares de Verne, solo que un poco más allá, hasta el planeta rojo. Se trata una serie de relatos que, sin guardar una continuidad argumental o episódica, narran la llegada a Marte y su colonización por parte de los humanos. Un libro poético y crítico que trata de temas como la guerra y el impulso autodestructivo del hombre, el miedo a lo desconocido y la impotencia ante la naturaleza. Borges lo sintetiza del siguiente modo: «Con sus “Crónicas Marcianas”, Bradbury anuncia con tristeza y con desengaño la futura expansión del linaje humano sobre el planeta rojo, que su profecía nos revela como un desierto de vaga arena azul, con ruinas de ciudades ajedrezadas y ocasos amarillos y antiguos barcos para andar por la arena». A partir de los 15 años. 

 

 

                                        Portadas de tres de las novelas comentadas.

Es una idea extendida entre los aficionados a este género que la ciencia-ficción se conserva mejor en pequeños frascos. Los relatos y cuentos son el recipiente adecuado para su preservación y las novelas largas sufren mucho más el deterioro del tiempo. Con Isaac Asimov pasa como con todos los demás autores. Sus relatos recogidos en el volumen titulado Yo robot de 1950 son fantásticos y pueden seguir disfrutándose a pesar de haber sido escritos hace casi 70 años. Se trata de una colección de historias que gravitan sobre las incidencias y tribulaciones que dimanan de las, por él denominadas, tres leyes de la robótica, compendio fijo e irreductible de moral aplicable a supuestos robots inteligentes y a sus relaciones con los humanos, consistentes básicamente en lo siguiente: 1) un robot no puede dañar a un ser humano o permitir que otro robot le haga daño; 2) un robot debe obedecer las instrucciones de los humanos a menos que sean instrucciones en conflicto con la ley nº 1; y 3) un robot debe protegerse a sí mismo a menos que hacerlo suponga un conflicto con las leyes nº 1 y/o nº 2. Una buena forma de que los niños se acerquen a estos relatos es a través de la selección publicada por Vicent Vives bajo el título de Robbie y otros relatos.

En la década de 1950, Isaac Asimov escribió también una serie de novelas cortas de suspense con un joven protagonista, David Lucky Starr, un space ranger novato, dirigidas especialmente al público juvenil y con una clara finalidad pedagógica al ofrecer a sus jóvenes lectores unos elementales rudimentos de física y astronomía. En España fueron editadas por Bruguera y Alamut. Para lectores de 12 o 13 años en adelante.

Por último, la obra de Madelaine L´Engle Una arruga en el tiempo (1962) tiene su prefiguración literaria en La maquina del tiempo de Wells, al retomar la noción de la cuarta dimensión usada por el autor inglés. La historia no es solo una aventura juvenil de ciencia-ficción, sino también una novela  sobre el bien y el mal. El libro combina fantasía, ciencia (las teorías de Albert Einstein y Max Planck y la mecánica cuántica) y teología, mientras los protagonistas viajan a través de la cuarta dimensión para enfrentarse a la entidad maligna que allí gobierna. Pero como L´Engle era cristiana, esto se deja notar en el relato. Y así, la historia nos recuerda algo que hoy casi hemos olvidado: no solo que el mal existe, sino que está personificado en un ser, que no es locura ni enfermedad, y que debemos combatirlo por todos los medios porque nos acosará hasta el final buscando nuestra perdición. Con ello L´Engle da actualidad a aquello que ya San Pablo en su Carta a los Efesios nos decía: «Porque para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espiíritus de la maldad en lo celestial» (Ef. 6, 12), y sobre lo que San Pedro también nos advertía en su primera carta: «Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar» (San Pedro 1, 5-8). De esto trata Una arruga en el tiempo, de esa lucha contra nuestro adversario y de que nuestra arma en esa batalla es el amor, todo ello envuelto en un clásico escenario de ciencia-ficción. De 12 años en adelante.

Como vemos, los temas abordados en todas estas historias no pueden ser más convenientes: llamadas de atención sobre cuestiones que afectan a la misma concepción del ser humano y su destino y las implicaciones que en el mismo juegan el correcto uso de la libertad y de la técnica. Porque toda buena historia de ciencia-ficción es una historia cautelar y precautoria.

Que sus hijos tengan una buena lectura.