14.04.20

El juego y los buenos libros (¡hay que ser más serios con el juego!)

                              El corro de las rosas, obra de Frederick Morgan (1847-1927).

 

   

«El verdadero objetivo de toda vida humana es jugar».

 

G. K. Chesterton

 

«No dejamos de jugar porque envejecemos; envejecemos porque dejamos de jugar». 

 

George Bernard Shaw

   

  

De un tiempo a esta parte, el utilitarismo viene subvirtiendo el ideal clásico, expresado por Aristóteles, de que para el hombre, el juego y la maravilla son el principio de la sabiduría. El verso de Stevenson, «tan lleno el mundo está de cosas miles, que debemos cual reyes ser felices», puesto en labios de un niño que canta alegremente, recoge este espíritu. Es verdad, el mundo esta lleno de cosas bellas, cosas que se conmueven («hay lágrimas de las cosas» nos dice Virgilio), y cosas que nos conmueven («allí vive la más querida frescura, en lo más profundo de las cosas», como canta Manley Hopkins). Pero es preciso reparar en ellas, ser conscientes de que existen. Y el juego fue siempre un modo de adentrase, entre seguro y temeroso, en los tesoros de lo creado. 

Que el juego, el verdadero juego, es algo propiamente humano, nunca ha sido puesto en duda. ¿No era Schiller quien decía que «solo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y solo es plenamente hombre cuando juega»? Y hace no mucho, el historiador John Huizinga, en su ya clásica obra Homo ludens, vuelve a recordárnoslo cuando nos cuenta que el juego nace con el hombre, que existió antes de toda cultura y que toda cultura surge en forma de juego. Es más, es algo natural en los niños. Como nos recuerda san Agustín de su infancia en sus Confesiones«Me gustaba jugar». 

Pero esta idea clásica de juego ha sido prostituida por la modernidad. Ya no es un lance pedagógico, un ritual iniciático que sirve de salvoconducto para internarse en la realidad del mundo creado. Ha sido reconducido ––y en el proceso, deformado–– hacia las entrañas de un artefacto. Y en este trance de progreso, el hombre es aislado de su interior y guarnecido de su exterior. Se le priva de meditación y de contemplación y, a cambio, se le proporciona una ración de tensión mecánica e irreflexiva sumida en la inmovilidad. Este es el escenario lúdico del mal llamado juego virtual. 

 

                               Mañana de Navidad. Óleo de Carl Larsson (1853-1919).

Pero el juego no es esto. Los niños lo saben… o lo sabían hasta hace poco. 

Hay una parábola de Nuestro Señor (Mt. 11, 16-19), cuya enseñanza, si bien no apunta a lo que voy a decir a continuación, puede servir para ilustrarlo. Nos cuenta el Señor: hay unos niños en la plaza; tratan de jugar a un juego en el que unos imitan una fiesta de bodas y un entierro, y otros, en principio, observan con el propósito de participar como público. Pero, pronto, los actores se aperciben de que algo no va bien con sus espectadores. Parece que los niños que hacen de “público” no quieren jugar, porque no responden a ninguna incitación, ni a la música alegre de la flauta ni a los cantos fúnebres, pues ni ríen, ni danzan, ni lloran. No se mueven. No reaccionan, no responden debidamente. En una palabra: no juegan. ¿Es pasividad? ¿es indiferencia? ¿es evasión de la realidad? Hay desidia, tristeza, desinterés… hay mediocridad, y esto es así porque no hay juego. 

 

                             La gallina ciega. Óleo de Edmond Castan (1817-1892). 

Y hoy tampoco lo hay. Esto no ha pasado desapercibido a las instancias científicas. En un reciente informe sobre el juego infantil (2007), la Academia Americana de Pediatría (AAP) esbozó una serie de beneficios asociados al juego libre que, según allí se cuenta, se están perdiendo a causa de su dramático abandono. Y aunque no son ninguna novedad, pues tales provechos han sido desde siempre conocidos, no estará de más recordarlos:

  • El juego permite a los niños usar su creatividad y desarrollar su imaginación, destreza e inventiva.
  • Les anima a interactuar con el mundo que les rodea.
  • Les ayuda a conquistar sus miedos y construir su confianza.
  • Les enseña a trabajar en grupos, a que aprendan a compartir y resolver conflictos.

Sin embargo, estas conductas lúdicas se van haciendo más y más raras y de manera progresiva se van concentrando en grupos de cada vez menor edad. La infancia se reduce. Del juego libre en el parque se pasa a la discoteca light y poco después al botellón, y todo ello a una velocidad de vértigo. Según explican los expertos, a los pequeños se les da acceso a conductas libres de control sin el correlato de la responsabilidad que habría de acompañarlas, y la diferencia entre madurez biológica y social se dilata a cada paso.  

 

 

                                 El pequeño Nimrod. Óleo de James Tissot (1836-1902).

Bien, pero… ¿qué relación tiene el juego con los grandes y buenos libros? Porque, a priori, cuando se lee no se juega. Semejan ser dos actos incompatibles. Sin embargo, la vinculación existe, aunque no es evidente. La imposibilidad de practicar a un tiempo dos actividades no es razón para entender que no dependan una de la otra o de que ambas no estén interrelacionadas. Así ocurre con el juego de verdad y la lectura, que desde siempre mantienen una mutua y muy sana correspondencia. 

Acabo de calificar al juego como «verdadero», pero ¿a qué me refiero con este epíteto? Pues a la ocupación humana que consiste en construir o idear algo sin finalidad práctica alguna. Ese algo, que se modela a través de la imaginación, es un nuevo mundo, simbólico, autosuficiente y personal; un pequeño universo ideal en cuyo interior se desarrolla una actividad (una vida) que se da a sí misma sus leyes, sus premios y sus sanciones. Ese mundo tiene que ver, desde luego, con el de la vida real, con la existencia cotidiana, a la que imita y refleja, pero a la que también altera y modifica a modo de ensayo. 

Si esto es así, ¿hay realmente diferencias entre crear libremente un juego y jugar a él, y jugar a un juego dado? Las hay. Tanto como que uno es verdadero juego y el otro, en muchas ocasiones, no lo es. Hoy en día nuestros hijos juegan cada vez más sobre la base de sofisticadas estructuras lúdicas creadas a sus espaldas. Son meros ejecutores e incluso en muchos casos, no pasan de ser más que observadores de los efectos y reacciones de las que no son autores y de las que nada saben. Antes no era así. El juego bien jugado exigía mucho más de los chicos. De entrada, se veían en la tesitura de inventar ellos mismos juegos, con sus reglas, variaciones o estrategias. Con muy pocos elementos levantaban grandes juegos (a los que todavía llegamos a jugar nosotros, los que hoy somos padres, contribuyendo en ocasiones con nuestro granito de arena creativa). Estos juegos de siempre nacieron de una libertad de acción y pensamiento que tenía su motor en la necesidad. Ello permitía a los niños crear algo por sí mismos, algo que ansiaban en su propio corazón. Cuantos más juegos creaban, más variedad de personajes y objetos de utilería tenían que imaginar, y más complejo se volvía el juego. Algunos incluso requerían el desarrollo de personajes que interactuaban unos con otros utilizando objetos imaginarios y siguiendo un determinado guion. Todo esto exigía un gran esfuerzo de creatividad y, sobre todo, de imaginación. Y es aquí, en la imaginación, donde está el lugar de encuentro entre el juego y los libros.

 

 

                                Jugando a la pídola. Óleo de Raffaello Sorbi (1844-1931).

La palabra, oral o escrita, ha tenido desde siempre una relación estrecha con el juego. Esta relación se pone de manifiesto en el uso recreativo y placentero del lenguaje: el doble sentido de las palabras, las charadas, los retruécanos, las adivinanzas, los trabalenguas, o simplemente el placer de recitar de memoria retahílas, refranes o dichos, sea por presunción, sea por el placer de sentir el dominio sobre la lengua, sea por el goce de escuchar su musicalidad o su armonía. 

Pero hay una segunda razón de ser para ese juego literario, para esa actividad lúdica que constituye la lectura de los grandes y buenos libros. Su trato frecuente alimentará el ingenio, la creatividad y la facultad de percepción. Y esto dará lugar a un sano desarrollo de la imaginación. Con la transformación de esa riqueza de fantasía y asombro en nuevas ilusiones y ficciones, estas serán objeto de juegos, que a su vez, facilitarán la inmersión de los niños en la maravilla del mundo. Un mundo imaginado que será una segunda fuente de alimento espiritual y poético. Porque, como sabemos, de los dos caminos que conducen a la contemplación, uno está pavimentado con palabras y otro se extiende ante nosotros como un misterioso sendero bajo un cielo estrellado.

 

 

                     La vuelta al mundo, óleo de André Henri Dargelas (1828 - 1906).

Y así, como dice el profesor Anthony Esolen, ante la sorpresa al contemplar la inmensidad y belleza del mundo, fuente natural del temor y majestad de lo creado, los niños soñarán y «la inmensidad del cielo llevará naturalmente su mente a contemplar los infinitos, en una visión apta para asociar ese cielo sin fin con la expansión del espíritu, con alegría, libertad y santidad». No en vano, el lema del conocido Programa de Humanidades Integradas (PHI) de la Universidad de Kansas, del profesor John Senior y sus colegas Nelick y Quinn ––donde se combinaban sabiamente estos dos caminos––, rezaba, expresivamente, «Nascantur in admiratione» («que nazcan en el asombro»), como una clara declaración de los principios a los que me acabo de referir. 

De esta manera, los chicos pasarán a percibir doblemente, a través del asombro de las letras y a través de la maravilla de lo creado, dando lugar a un circulo virtuoso de juego y lectura, de lectura y juego, en el que el hilo conductor será la imaginación. 

Por eso, deleitarse con los buenos libros y contemplar con asombro la naturaleza les enriquecerá y hará que atesoren en sus corazones las provisiones necesarias para alimentar esa imaginación tan necesaria como escasa en nuestro mundo de hoy.

Y termino con la cita completa de Chesterton con la que he dado comienzo a este escrito: 

«No solo se puede decir mucho en alabanza del juego, sino que es posible decir las cosas más altas en elogio del mismo. Podría mantenerse razonablemente que el verdadero objetivo de toda la vida humana es jugar. La Tierra es un jardín de tareas; El Cielo un patio de recreo».

 

8.04.20

El mejor de los libros para leer y escuchar

                      Leyendo la Biblia. Óleo de Hermann Kaulbach (1846-1909).

  

    

«Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna: son ellas las que dan testimonio de Mí»

(Juan 5,39)

      

 

El Dr. Samuel Johnson era un creyente cristiano, pero negó la posibilidad de una literatura espiritual: «El bien y el mal eternos son demasiado pesados para las alas del ingenio. La mente se hunde bajo ellos, contenta con una creencia de tranquila y humilde adoración». Sin duda, Johnson se refería al ingenio puramente humano, dejado a su suerte y ventura, sin auxilios, ni guías, ni inspiraciones.

Pero, ¿y sí no estamos hablando de hombres?, ¿y si el literato es, en último término, la Divinidad? ¿Y si hablamos de la Biblia?

La Biblia es, nosotros los cristianos lo sabemos, la palabra de Dios, aquello que Dios ha querido mostrarnos de sí mismo, y también aquello que Dios ha querido mostramos de nosotros mismos. Como dejó dicho Soren Kierkegaard, «cuando lees la Palabra de Dios, debes estar constantemente diciéndote a ti mismo: ´me está hablando a mí, y sobre mí´». Pero no es solo esto (aunque lo es preferentemente), sino que también es, como no podía ser de otra manera viniendo de Dios, belleza, belleza en forma de palabra. Dios no solo ama lo bello y se expresa a su través, sino que Él mismo es la Belleza. Por eso, dado que Él inspiró a los escritores que compusieron el Libro («los hombres hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo», 2 Pedro 1, 21), la forma literaria de la Biblia es expresión de esa Belleza, y por ello su lectura, contemplación y disfrute (independientemente, y, además, de aquello que nos transmite), es otra vía para acercarnos a Él que no puede olvidarse.

Podemos decir, pues, que en las Sagradas Escrituras está la belleza en toda su amplitud: es el mismo amor de Dios hecho palabras. Es la belleza del exceso del amor, de la caridad que impulsa al Dios inmortal a hacerse hombre y morir por nosotros los hombres a fin de darnos la condición de hijos suyos. El bonicellus de los medievales, donde lo bello es lo bueno y a un tiempo humilde.

Es extraordinario el efecto que esta belleza, profunda, solemne, sencilla y tremenda ha producido en las almas de muchos de los hombres, incluso no creyentes, que se han aproximado a la Biblia. Un inmenso y sobrenatural poder de seducción, fascinación y encanto es irradiado desde sus páginas.

 

 

                          Evangelio de San Juan. Evangelios de Grimbald (1010-1023).

Un solo párrafo del polígrafo Holbrook Jackson podría bastar para ilustrar el poderoso influjo de las Escrituras. Dice, en su curiosa y fascinante Anatomía de la bibliomanía (1930):

«El Dr. Johnson visitaba al poeta William Collins en su pobre alojamiento en Islington y este lo recibió con un Nuevo Testamento en su mano: “Tengo solamente un libro”, dijo él, “pero es el mejor”. Cuando a Santo Tomás de Aquino se le preguntó de qué manera un hombre podría aprender, respondió: “leyendo un libro, esto es, la Biblia”; Cuando Sir Walter Scott estaba cerca de su final, le pidió a su amigo Lockhart que lo llevara a la biblioteca de Abbotsford y lo colocara cerca de la ventana para que pudiera mirar una vez más el campo; despues, pidió a su amigo que le leyera y cuando este le preguntó qué libro, dijo: “¿Necesitas preguntar? Sólo hay uno”, refiriéndose a las Sagradas Escrituras. Al mismo libro se refería el cardenal Newman cuando dijo: “Es nuestro deber vivir entre los libros, sobre todo para vivir de un libro, y muy antiguo”. Hyperius sostiene que por medio de esta obra la mente es erigida de todas las cuitas y preocupaciones mundanas, y con mucha quietud y tranquilidad, porque, como dice san Agustín, es “scientia scientiarum, omni melle dulcior, omni pane suavitud, omni vino hilarior” (es la ciencia de las ciencias, más dulce que cualquier miel, más tierna que cualquier pan, más reconfortante que cualquier vino). Porque, como bien dijo san Juan Crisóstomo, “las ramas y las hojas de los árboles se inclinan para que los ganados queden cubiertos y a salvo del caluroso día de verano, y los refrescan con su aceptable sombra; cuanto más la lectura de las Escrituras ampara y consuela a un alma angustiada de dolor y aflicción”. Ninguna canción, para Milton, “es comparable a las canciones de Sion; ninguna oración igual a la de los Profetas”. Y para Coleridge, “Homero y Virgilio son repugnantemente mansos y Milton apenas tolerable después de Isaías o la epístola de San Pablo a los hebreos”». (The anatomy of Bibliomania. Holbrook Jackson, 1930).

Pero este maravilloso efecto no solo está reservado a los grandes hombres. Como cristianos, sabemos de la preferencia de Nuestro Señor por los más pequeños. Este párrafo, perteneciente al magnífico libro del Dr. Anthony Esolen, 10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo (2010, Homo Legens), donde el autor habla de su infancia, puede también ilustrarnos:

«Uno de mis primeros recuerdos es el de un libro. No tenía aún cuatro años cuando empecé a leerlo; nadie sabe decirme cómo sucedió. Teníamos solo un puñado de libros en casa. (…) Pero había un libro que nunca podré olvidar

(…)

El libro tenía una fragancia especial, no como papel de fábrica, sino algo así como pergamino perfumado. Eso también lo hacía sagrado. (…) En la parte interior de la portada había una ilustración de un hombre con barba, con rayos como cuernos que salían o penetraban en su frente. El hombre descendía de una montaña. Llevaba grandes tablas de piedra que tenían escrito: “Yo soy el Señor tu Dios, no tendrás dioses extranjeros en lugar de mí”. Yo tenía, incluso entonces, una intuición de lo que aquello significaba: una potente, aunque difusa, certeza infantil del Ser más allá de los seres, del Dios que lo hizo todo y lo gobierna todo. (…) En el interior de la contraportada había una ilustración similar de Jesús (no recuerdo tiempo alguno en el que no reconociera una imagen de Jesús) de pie en una ladera, predicando a la gente que estaba abajo. Esta vez, el pie de la imagen comenzaba: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Todavía le doy vueltas a eso.

(…)

Así que empecé por la primera página y leí estas palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra, y la tierra estaba vacía y las tinieblas estaban sobre la superficie del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas”. (…) Pero las palabras que produjeron estupor en mi mente fueron las tres primeras: “En el principio”.

Ahí había un tiempo anterior a todo lo que yo pudiera recordar; algo más viejo que mi perro o mi casa, o incluso mi madre y mi padre. (…) Esto agitó mi mente en sus oscuras e insondables profundidades. Podía preguntarle a mi padre, “¿cómo era cuando eras un niño?” y “¿cuéntame cómo solías subirte a los vagones del tren?” y “¿cómo podías ver algo cuando estabas en las minas?”, pero nunca podría preguntarle: “¿cómo era todo en el principio?” Una pregunta así estaba infinitamente lejos de mi pequeño mundo, pero he aquí que ahora me enseñaban que lo que fue en el principio ayuda a explicar cómo es el aquí y ahora. Eso también era un misterio. Sabía que había nacido, y ahora sentía un golpecito en el hombro, como de un extraño que me susurrara al oído: “Y no solo has nacido”. 

Luego vinieron las palabras que inundaron mi mente, palabras extrañas que ningún narrador de historias que yo hubiera conocido concebiría: “Entonces Dios dijo: ‘Que se haga la luz’, y la luz se hizo”.

(…)

Después de eso dejé de leer en orden, y fui dando saltos alrededor del libro, especialmente en el Antiguo Testamento (…). Pero no piensen que mi imaginación fue despertada principalmente por la emoción de estas historias. (…) No eran simples naderías para niños. Eran historias arraigadas en el corazón de nuestro ser humano. (…) En otras palabras, no podías leer una sola línea sin ser consciente de esas primeras palabras, “En el principio”, porque todas aquellas historias trataban finalmente sobre las obras de ese Padre misterioso que lo hizo todo».

 

             Lectura de la biblia familiar. Herman Frederik Carel ten Kate (1822-1891). 

Todos estos ejemplos ponen de manifiesto la importancia de acercarse a la lectura de las Sagradas Escrituras, seamos niños o seamos hombres. Y la belleza y armonía de sus formas es, además de un bien en sí mismo, una manera de atraernos a ella y dejar que nos inspire por ella. 

La mayoría de la belleza que transita las obras de la denominada cultura occidental bebe, consciente o inconscientemente, de este manantial original. La multiplicidad de géneros literarios que podemos encontramos si nos adentramos en la lectura de la Biblia es asombrosa; por cierto, todos ellos originados o sublimados en sus páginas: salmos y crónicas, canciones y parábolas, epigramas y consejos, epístolas y apocalipsis. Pero no es solo esto. La sencillez del estilo es pareja a su profundidad. Sobre esta cuestión de la profundidad, Peter Kreeft comenta que es «como si hubiese sido escrito en el Cielo», y continúa:

«Sus palabras son como grandes columnas hundidas, una por una, en la tierra. Sus palabras son palabras verticales; juntan el Cielo con la tierra».

Esta profunda sencillez es resaltada por el famoso crítico literario Northrop Frye, quien dice al respecto: «La simplicidad de la Biblia es la simplicidad de la majestad… su simplicidad expresa la voz de la autoridad».

No es un secreto que para llegar al corazón de los hombres es muy conveniente hacer gala de un impulso dramático. Los seres humanos amamos los dramas, las historias, aquello que se nos muestra a través del relato de la vida de otros. Y Quien nos creó hace uso de ello como nadie podría hacerlo. El poeta inglés Samuel Taylor Coleridge lo expresó así: «¿Conociste algún libro que te llegara al corazón tan a menudo y tan profundamente?». «El estilo bíblico», escribe el literato Henry Seidel Canby, «es elocuente e inigualable en expresividad emocional». Cierto, combina la gravitas clásica con la urgencia moderna, y la fascinación con la trascendencia. No podía ser de otra manera tratándose de la Verdad. El ensayista inglés William Hazlitt pone de manifiesto esta maravilla: «En todas las partes de la Escritura hay originalidad, vastedad de concepción, profundidad y ternura de sentimientos y una simplicidad conmovedora».

Pero, si esto es así, ¿que ocurre hoy? ¿Alguien lee la Biblia? Y, sobre todo, ¿algún niño, algún joven, lee hoy la Biblia? Viendo estos testimonios tan elogiosos y admirativos, provenientes de creyentes y no creyentes, tendríamos que pensar que sí, que por supuesto que sí. Pero me temo que estaríamos equivocados. Ni eruditos ni sabios, ni prudentes ni necios, así como tampoco niños o jóvenes; casi nadie la lee ya.  

En lo que respecta a los católicos, reconozcámoslo, hay una especie de recelo a leer las Sagradas Escrituras, un miedo a protestantizarse (que curiosamente no existe en muchos otros ámbitos como en la liturgia, donde ese peligro es ya una realidad). Pero este temor es infundado. Hoy y siempre, la postura correcta ante el gran Libro es la misma, y nos la da Nuestro Señor Jesucristo en la cita que abre esta entrada: «Escudriñad las Escrituras».

No por nada dirá san Jerónimo: «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo». San Pablo en su segunda carta a Timoteo nos dice también: «Toda la Escritura es divinamente inspirada y eficaz para enseñar, para convencer (de culpa), para corregir y para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, bien provisto para toda obra buena».  

Hasta nuestro Cervantes, por boca de su Quijote, nos lo recalca, pues según él las Sagradas Escrituras «tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo; que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar».

 

       Monja leyendo las Sagradas Escrituras. Obra de Hermann Kaulbach (1846-1909). 

Además, los católicos tenemos una pequeña gran ventaja cuando nos aproximamos al Libro de los libros. Tenemos una guía: la Iglesia. La Iglesia es nuestra maestra y nos acompañará siempre en ese viaje lector. «La Sagrada Escritura está escrita principalmente en el corazón de la Iglesia, más que en documentos y registros», nos enseña el Catecismo, «porque la Iglesia lleva en su Tradición el memorial viviente de la Palabra de Dios» (CIC 113). Y eso es una garantía frente al naufragio y el extravío que sufren otros.

Así que quizá sea conveniente que nuestros hijos, y nosotros con ellos, frecuenten ese maravilloso, único y sobrenatural libro, donde la forma se aúna con el mensaje y donde la Belleza se hermana e identifica con la Verdad; pero siempre, siempre, acompañados del Magisterio y la Tradición de la Iglesia. 

Y finalizo con otra cita, esta vez de otro de los Padres, san Isidoro, que nos da una última instrucción fundamental:

«La doctrina, sin la ayuda de la gracia, aunque resuene en los oídos, nunca penetra en el corazón; hace ruido por fuera, pero en nada aprovecha interiormente. En cambio, cuando la gracia de Dios toca interiormente el alma y le abre la inteligencia, entonces es cuando la Palabra de Dios pasa desde los oídos a los más íntimo del corazón».

 

4.04.20

De nuevo con el buen cine (listas)

  

 

  

«Hay algo más importante que la lógica: es la imaginación»

Alfred Hitchcock


«La libertad más dulce es un corazón honesto»

John Ford

   

   

Como ustedes saben, lo de las listas es un asunto que me seduce desde siempre (como, probablemente, les sucede a muchos). Supone la confluencia de un cierto orden con un cierto gusto y, además, encierra polémica y curiosidad a pares. Por último, sirve de estímulo e introducción a no pocos mundos, y, en ocasiones, es camino de entrada a ciertos pequeños e ignotos «paraísos». 

Como ya señalé en el artículo «Acercando a los chicos al buen cine», el cine no es tema central de mi blog. Pero, también es cierto que, en muchos casos, existe una relación de causa efecto entre los grandes y buenos libros y la cinematografía y, que, en todos ellos, la escritura y una especie de libro (el llamado guion), están siempre presentes.

Así que, como complemento a aquella entrada y como resultado de algunos de sus comentarios, he pensado útil traer hasta aquí algunos listados de buenas películas (en su mayoría calificadas de cristianas o católicas), con la esperanza, también, de que alguno de ustedes contribuya, bien a criticar tales listas, bien a presentar listados alternativos, bien a aportar nuevos títulos que nos enriquezcan a todos. Así que, sin más preámbulo entro en materia:

En internet pululan los listados de todo tipo de películas. No es cuestión hacer una relación porque sería interminable, razón por la cual me limitaré a citar algunos de ellos que me parecen confiables.

Advierto que, no obstante estar calificadas todas las películas de estos listados de cristianas o católicas (en el sentido de que reflejar una visión cristiana/católica del mundo y del lugar del hombre en él), no todas son para menores. Se trata de un discernimiento particular que les reservo a ustedes.

  

Y comienzo con la lista del profesor Anthony Esolen, quien se excusa diciendo que su conocimiento de las películas extranjeras es nulo, lo cual parece claro. No obstante, la lista es en mi opinión, magnífica, y muy de todos los públicos en la mayoría de los títulos.

(Referencia: http://touchstonemag.com/merecomments/2010/06/the-top-fifty-christian-movies)

 

1. La Pasión de Cristo

2. Jesús de Nazaret

3. Ben-Hur (versión de William Wyler)

4. Los Diez Mandamientos

5. La gran prueba 

6. Qué verde era mi valle

7. El hombre que mató a Liberty Valance

8. La diligencia

9. Vive como quieras

10. ¡Qué bello es vivir!

11. Sucedió una noche

12. La ley del silencio

13. Carros de fuego

14. Centauros del desierto

15. La misión

16. Un hombre para la eternidad

17. El albergue de la sexta felicidad

18. La vida con el Padre

19. Yo confieso

20. Enviado especial

21. El hombre que sabía demasiado

22. Las Campanas de Santa María

23. Camino al cielo

24. Gracias y favores

25. Regreso a Bountiful

26. Una historia verdadera

27. Alguien voló sobre el nido del cuco

28. Matar a un ruiseñor

29. El Tercer Hombre

30. Todos eran mis hijos

31. El diario de Ana Frank

32. Profesor (Teacher, 2019)

33. El ángel y el pistolero

34. Vencedores o vencidos (El Juicio de Nuremberg)

35. Los lirios del valle

36. Retorno a Brideshead (la serie de Granada TV de 1981)

37. La historia de una monja

38. El sargento York

39. Casablanca

40. La Reina de África

41. Testigo de cargo

42. El tormento y el éxtasis

43. El Mago de Oz

44. El jorobado de Notre Dame

45. Historia de dos ciudades

46. Doce hombres sin piedad

47. Las uvas de la ira

48. El hombre de Alcatraz

49. El Rey Lear

50. Sin novedad en el frente 

 

En unos comentarios adicionales a ese artículo, el profesor Esolen incluye varias películas más: El tren de las 3:10 a Yuma, Andrei Rublev, Raices profundas (Shane), Marty, Solo ante el peligro, Grandes Esperanzas de David Lean, La historia más grande jamás contada, Barrabás, Quo Vadis, Las sandalias del pescador, Becket, Escarlata y negro, Sonrisas y lagrimas, Heidi y El cuento de Navidad (1938). 

 

A su vez, el Dr. Thomas Hibbs, filósofo tomista y conocido crítico de cine católico, nos da algunas sugerencias (en relación con los niños y jóvenes): 

«Necesitamos presentar relatos positivos sobre qué películas deberían ver los niños y por qué. Y debemos evitar una piedad de sacarina que solo quiera películas con finales ordenados, felices y sin conflicto real. Como primer intento de ver películas que muestran a niños que enfrentan dificultades reales y las superan, o al menos llegan a mostrar las posibilidades de nobleza y coraje frente a las luchas de la vida, ¿qué tal “El milagro de Ana Sullivan” (1962), “Matar un ruiseñor” y “En busca de Bobby Fischer” ? O, más recientemente y en un tono algo más ingenuo, ¿”El rey león”“Agujeros” y “Los increíbles”? Además, ¿qué hay de los clásicos apropiados para la edad que comienzan con “La bella durmiente” y “Sonrisas y lagrimas” y llegan hasta los dramas históricos como “Lawrence de Arabia”? 

Una de las omisiones más extrañas de la lista BFI (organismo respecto de cuyas recomendaciones Hibbs efectúa una dura crítica por la crudeza e inconveniencia de los films promovidos por ella) son las películas de guerra. Entre otros, ¿qué tal “El día más largo” (1962), “Un puente lejano” (1977) o “La batalla de Inglaterra” (1969)? Ciertamente espero que los adolescentes mayores, con conocimientos de cine, más allá de la edad de 14 años, vean “Apocalypse Now” o “Tres reyes”, pero debemos equilibrar esto con películas como “Braveheart” y “Salvar al soldado Ryan”». 

(Referencia: https://www.nationalreview.com/2005/12/juvenile-list-thomas-s-hibbs).

 

Por su parte, el Vaticano ha publicado una lista, cuyo detalle pueden ver en el magnífico blog, “Cine para católicos”, del chileno Alfred Capra; asiduo también en “Religión Digital”, y al que les remito y animo visitar. Por cierto, Steven D. Greydanus, en su sitio ––ya recomendado, “The Decent Films”)––, comenta también esta lista.  Como podrán ver, muchos de estos filmes, si bien de temática católica, no son aptos para menores.

La lista contiene tres categorías, “Religión,” “Valores,” y “Arte,” con 15 películas en cada una de ellas.

 

Religión

Andrei Rublev (1969) 

Babette’s Feast (1988) 

Ben-Hur (1959) 

The Flowers of St. Francis (1950) 

Francesco (1989) 

The Gospel According to St. Matthew (1966) 

La Passion de Notre Seigneur Jesus-Christ (1905) 

A Man for All Seasons (1966) 

The Mission (1986) 

Monsieur Vincent (1947) 

Nazarin (1958) 

Ordet (1954)

The Passion of Joan of Arc (1928) 

The Sacrifice (1986) 

Therese (1986) 

 

Arte

Citizen Kane (1941)

8 1/2 (1963)

Fantasia (1940)

Grand Illusion (1937)

La Strada (1956)

The Lavender Hill Mob (1951)

The Leopard (1963)

Little Women (1933)

Metropolis (1926)

Modern Times (1936)

Napoleon (1927)

Nosferatu (1922)

Stagecoach (1939)

2001: A Space Odyssey (1968)

The Wizard of Oz (1939)

 

Valores

Au Revoir les Enfants (1988)

The Bicycle Thief (1949)

The Burmese Harp (1956)

Chariots of Fire (1981)

Decalogue (1988)

Dersu Uzala (1978)

Gandhi (1982)

Intolerance (1916)

It’s a Wonderful Life (1946)

On the Waterfront (1954)

Open City (1945)

Schindler’s List (1993)

The Seventh Seal (1956)

The Tree of Wooden Clogs (1978)

Wild Strawberries (1958)

 

Las guías elaboradas por la Dra. Onalee McGraw, en su sitio (ya comentado en la anterior entrada sobre cine: EGI), centradas en el Hollywood clásico (y no todas de inspiración cristiana), nos dan también algunas referencias. Transcribo un resumen del contenido de algunas de ellas:

 

Libertad y justicia para todos: 

Ver y analizar estas famosas películas de la Edad de Oro de Hollywood inspira nuestra imaginación para trascender la política de identidad del grupo y las opiniones de “nosotros contra ellos” que amenazan el futuro de nuestra sociedad libre. Las siete películas en esta guía de estudio modelan las virtudes cívicas que los ciudadanos comunes deben practicar para sanar la división y la facción en la plaza pública. Desde Caballero sin espada (1939) de Frank Capra, hasta Horizontes de grandeza (1958) de William Wyler, se exploran las virtudes cívicas que sostienen a un pueblo autónomo. Las virtudes cívicas de la amistad, el coraje moral, la generosidad de espíritu, el honor y el patriotismo cobran vida en estas siete famosas películas clásicas.

 

1.    Caballero sin espada (1939)

2.    Cayo Largo (1948)

3.    Un rayo de luz (1950)

4.    La ley del silencio (1954)

5.    Conspiración de silencio (1955)

6.    12 hombres sin piedad (1957)

7.    Horizontes de grandeza (1958)

 

Hombres y mujeres enamorados:

Desde Solo los ángeles tienen alas (1939) de Howard Hawks hasta Vacaciones en Roma (1953) de William Wyler, se exploran los rasgos de carácter y las virtudes necesarias para las relaciones románticas saludables, y dramatizan la amistad, el amor, el cortejo, el matrimonio y la familia respirando juntos en una trama entrelazada.

 

1.    Solo los ángeles tienen alas (1939)

2.    Qué bello es vivir (1946)

3.    Vacaciones en Roma (1953)

4.    Rebeca (1940)

5.    El bazar de las sorpresas (1940)

6.    Perdición (1944)

7.    Breve encuentro (1945)

 

El alma femenina:

Desde la interpretación de Ginger Rogers de Espejismo de amor (1940) hasta la actuación de Grace Kelly como Georgie Elgin en La angustia de vivir (1954), estas películas retratan a mujeres con una fuerte identidad personal y una profunda integridad. Se exploran los rasgos femeninos únicos y las fortalezas de estas mujeres, como la resistencia, la compasión, el amor auténtico y el coraje. Estos rasgos y otros cobran vida en estas siete películas clásicas.

 

1.    Espejismo de amor (1940) 

2.    Recuerda (1945) 

3.    Nido de víboras (1948)

4.    Carta a tres esposas (1949)

5.    Vacaciones en Roma (1953)

6.    La angustia de vivir (1954)

7.    Siempre tú y yo (1954)

 

Películas clásicas de 1940 y el asunto de vivir:

Las siete películas clásicas de esta guía de estudio nos muestran cómo puede ser la vida cuando está menos fragmentada y apurada. Según la evaluación de muchos críticos y fanáticos, esta década fue la mejor en la historia de Hollywood. Desde La sombra de una duda de Alfred Hitchcock (1943) hasta Cayo Largo de John Huston (1948), tenemos el privilegio de vislumbrar la altura del cine de 1940. Esta fue la década de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Las películas que salieron de Hollywood en este período a menudo profundizaron en los misterios del alma humana, la naturaleza humana y la importancia de la comunidad.

 

1.    La sombra de una duda (1943)

2.    Luz de gas (1940)

3.    Qué bello es vivir (1946)

4.    Perdición (1944)

5.    Los mejores años de nuestra vida (1946)

6.    Yo creo en ti (1948)

7.    Cayo Largo (1948)

 

Hombres del Oeste; héroes del oeste clásicos:

El héroe de la gran Western rara vez es un caballero brillante sin defectos. De acuerdo con las tradiciones centenarias del realismo clásico en la literatura y el drama, este tipo de héroe es un hombre que tiene grandes fortalezas, así como serias debilidades y limitaciones.

Desde Solo ante el peligro de Fred Zinnemann (1952) hasta El hombre que mató a Liberty Valance (1962) de John Ford, los principales hombres de la Edad de Oro de Hollywood modelan virtudes masculinas eternas como la amistad, la prudencia, el coraje moral, la generosidad de espíritu, el honor y el amor a la justicia. 

 

1.    Solo ante el peligro (1952)

2.    Raíces profundas (1953)

3.    Conspiración de silencio (1955)

4.    El tren de las 3:10 a Yuma (1957)

5.    Horizontes de grandeza (1958)

6.    Los siete magníficos (1960)

7.    El hombre que mató a Liberty Valance (1962)

  

Por último, en ese mismo blog (“Cine para católicos”), Alfred Capra nos traduce un artículo publicado en Crisis Magazine por el conocido crítico católico Williams Park, dónde este nos da noticia de las, para él, 50 mejores películas católicas. Les remito allí (referencia del artículo original: “The Fifty Best Catholic Movies of All Time”, Crisis 15, no. 10 (March 1997): 82-91).

Anímense a opinar y sugerir.

 

P. D.

Ya que hemos hablado de cine también podríamos hacerlo de música. Esta forzada cuarentena podría ser un momento propicio para que nuestros hijos profundizen un poco en ese maravilloso arte. Así que me permito recomendar dos direcciones dónde se alojan dos programas de música clásica amenos y educativos por igual.

En primer lugar, los famosos conciertos para jóvenes que el compositor y director de orquesta Leonard Bernstein dirigió durante una docena de años en el Carnegie Hall de Nueva York, desde finales de los años 50 del pasado siglo. Fueron transmitidos por la televisión norteamericana en horario estelar y lo convirtieron en una de las figuras culturales más populares y queridas de Estados Unidos. Pueden encontrase en la siguiente dirección, subtitulados en castellano (Conciertos para jóvenes de Leonard Bernstein).

En segundo lugar, tenemos el muy popular en su día programa de divulgación de música clásica dirigido a los más jóvenes de Fernando Argenta, El Conciertazo, de Radio Televisión Española. Un enfoque ameno, agradable y didáctico, con juegos y concursos al son de piezas de grandes figuras como Mozart, Offenbach o Vivaldi, premiado en el año 2001 por la ‘’Academia de las Ciencias y Artes de la Televisión de España'’ como mejor programa infantil. Sus programas son de acceso libre y se encuentran alojados en la página web de RTVE (El Conciertazo).

 

1.04.20

En busca de la masculinidad con Homero, Austen, Tolkien y otros

                 El caballero en la encrucijada. Óleo de Viktor M. Vasnetsov (1848-1926).

  

    

«Estando ya cerca los días de su muerte, dio David a su hijo Salomón estas órdenes: Yo me voy por el camino de todos los mortales; muéstrate fuerte y sé hombre».

Reyes III, 2,2.


«Velad, estad firmes en la fe, esforzaos y portaos varonilmente».

1 Co., 16, 13.

  

  

En el tema de hoy no voy a descender a profundidades metafísicas, ni siquiera culturales o sociales. Me propongo constatar brevemente algo que todos ustedes viven cada día ¿Qué pasa con los hombres? La respuesta es de sobra conocida: se les persigue, se les acosa y parece que hay una intención “social” de exterminarlos ––incluso por parte de muchos de esos hombres––. Y ante eso nuestros jóvenes crecen desorientados. Unos y otros, chicos y chicas, se muestran desconcertados ante ese impulso social suicida. Si a los chicos no se les deja ser masculinos ¿qué pueden ser entonces? 

Pero comencemos por el principio. Todo tiene su origen en una mentira. Es el procedimiento habitual del Malo. Así, desde las instancias de opinión y los distintos “ministerios de la verdad”, se denuncia la existencia secular e inmemorial de una peculiar y dañina mística de la masculinidad que englobaría dentro sí intolerables manifestaciones de violencia, racismo y xenofobia, que promovería una una cierta actitud de arrogancia y superioridad, y que ha venido perviviendo como el ideal de lo que debería ser todo hombre que se precie.

Sin embargo, no hace falta ser un erudito, haber leído y releído La Rama Dorada (1890) de James G. Frazer, o tener una licenciatura en antropología, para saber que nada de esto es la masculinidad. Sin duda un hombre debe ser masculino, este es su telos, su destino, su propósito vital. No puede ni debe ser otra cosa. Pero esa masculinidad, esa virilidad que caracteriza la condición de hombre, la vieja vir de los romanos, no es nada de lo que trata de imputársele falsamente: no es bravuconería, abuso, violencia, conquista y dominio. Estas no son sino desviaciones, faltas y perversiones de aquello que debe ser un hombre, de lo que de verdad significa la masculinidad. Y sobre lo que ella es y dónde podemos encontrarla en este nuestro mundo, para ofrecérsela a nuestros desconcertados hijos, va esta entrada (y quizá otras).

Vivimos en un mundo que solo ofrece a los jóvenes dos modelos de hombre: aquel que representa lo que falsamente atribuyen los corifeos sociales a la virtud masculina y que, como acabo de referir, no es más que su perversión, y aquel que, por reacción, borra en él todo vestigio de masculinidad. Unos por exceso y otros por defecto, abandona ambos el concepto de ser hombre, de ser viriles y masculinos. 

Así, tenemos a un hombre que solo busca el poder y el dominio (a través del dinero o de una carrera política o laboral que le dé potestas, o por medio del abuso de su superior fuerza física y de la violencia, o haciendo mal uso de su inteligencia y encanto) y que por el camino de su existencia va dando muestras de miseria moral y falta de grandeza, pues usa esa fuerza y ese poder para someter a otros en su propio beneficio. El hombre se vuelve bestia, pierde su condición social y solo mira hacia sí mismo. Ello da lugar a varias figuras características de nuestro tiempo (y no solo de nuestro tiempo), como el narciso, que cultiva únicamente su cuerpo de forma obsesiva (olvidándose del viejo proverbio clásico: mens sana in corpore sano), con la única intención de ser admirado o de hacer uso de esa belleza fugaz como medio de conquista y de poder, o el jefe sicópata, «líder» de hombres que en los ámbitos empresariales o corporativos o de otra índole, hace uso de los prójimos para sus fines (o los de la corporación), asfixiándolos, explotándolos y denigrándolos, en pos de su particular progreso pecuniario y de su personal escalada de poder. 

En el otro extremo, encontramos al grupo (cada vez más numeroso), de aquellos que renuncian a la fuerza y a la grandeza para evitar hacer abuso de ella, sin darse cuenta que solo castran su propio destino y con ello hurtan de esa fuerza y grandeza a aquellos que las necesitarían. El hombre se vuelve así débil, femenino. Algunas de las figuras que encontramos aquí son más novedosas, pero no por ellos menos llamativas: tenemos al activista feminista, al progre de salón, al oportunista de toda la vida y al clásico pusilánime y tibio. Todos ellos, débiles y dispuestos a lo que sea (como los otros), pero en este acaso, para comulgar con ruedas de molino y prosperar a través de la renuncia a su propia naturaleza en el nuevo mundo postmoderno que parece avecinarse. 

Todo esto es lo que se anuncia con altavoces, lo que se proclama en las calles, lo que las radios, televisiones e internets vociferan a cada paso. Esto es con lo que tiene que crecer nuestros hijos. 

Pero el verdadero hombre no ha de ser así. No ha de ser ni bestia ni mujer. Solo ha de ser hombre, viril y masculino.

Y esto no es algo banal. No es un mero juego de palabras.

Un hombre es siempre un hombre y una mujer, siempre una mujer. La lógica, la biología y miles de años de experiencia humana nos lo dicen a gritos.

Y entonces, ¿cómo se llega a ser hombre? ¿a dónde de deben mirar los jóvenes? ¿quizá podríamos encontrar alguna ayuda en los libros? ¿en los grandes y buenos libros? Podemos intentarlo.

Para ello, voy a presentar una serie, forzosamente incompleta, de ejemplos literarios de masculinidad en los que deberían verse reflejados nuestros jóvenes y en algunos casos, sus supuestos némesis, perfectamente encajables en el espíritu de nuestro tiempo.  

Pero advierto que esto no es un manual de instrucciones sobre como lograr un exitoso retorno a la verdadera masculinidad o sobre como salvar a la masculinidad de su evidente declive. No. Pero al menos es volver a colocar ante los jóvenes modelos de aquello que deberían esforzarse en imitar.

Así que miremos esos libros. Curiosamente, muchos de los autores de estas obras son mujeres. A eso se refiere la frase de Jane Austen, recogida en su obra Persuasión (1817), de que «las damas son las mejores jueces». Empecemos pues escuchándolas a ellas.

 

 

                   El galante pretendiente. Obra de Edmund Blair Leighton (1853-1922).

Y comienzo precisamente con la misma Austen. Propongo simplemente leer sus novelas para aprender a ser un hombre (por cierto, los libros perspicaces de Austen también enganchan a los hombres, pero únicamente a aquellos que se dignan a leerla. En mi familia ha sido así. Alguno de mis tíos, de indiscutible reciedumbre, ha llevado ese entusiasmo hasta completar decenas de lecturas de Orgullo y prejuicio). Mr. Darcy, el protagonista masculino de la novela de Jane Austen, Orgullo y prejuicio (1813) es un ejemplo estimable. Y el malvado de la historia, Wickham un contraejemplo memorable, con sus esfuerzos en hacer carrera estafando a la gente a través de lo que ahora llamamos construcción de una imagen pública: un bluff, peligroso y amoral. Frente a él, Fitzwilliam Darcy es un personaje con carácter, y si enamora a Elizabeth Bennett no es ni por sus 10.000 libras al año y su fabuloso Pemberley, ni por el atractivo y encanto superficial e interesado que encontramos en Wickham. No, el indiscutible éxito de Mr. Darcy a lo largo de los 200 años transcurridos desde que la señora Austen nos lo regaló, reside en su carácter de hombre cabal, de una pieza, en su virilidad firme: el tipo en el que podemos confiar cuando las cosas se desmoronan, el hombre amable y confiable (la Sra. Reynolds lo describe como «el joven de temperamento más dulce y corazón más generoso del mundo»), el protector que se devela por aquellos a quien ama, que siempre está ahí, a nuestro lado, y que Elizabeth descubre cuando cae el velo de sus prejuicios.  

Otro ejemplo austeniano de lo que es la verdadera hombría y virilidad es el sr. George Knightley, el protagonista de Emma (1816). En Knightley (atención al nombre elegido por Austen, sin duda nada azaroso), destaca una de las cualidades más exigentes y menos ponderadas hoy: el culto a la verdad y con ello a la caridad que le va asociada y a la justicia que la escolta. Mr. Knightley nunca se preocupa por complacer. Es tan honesto y veraz moralmente como físicamente firme y recto. Tradicionalmente la manifestación de la verdad, a pesar de su dureza y su exigencia, ha sido siempre un emblema de la caballerosidad que aparecía contrapuesto a la cortesía mal entendida, que únicamente buscaba ocultar aquella para agradar y no ofender. Mr. George Knightley trata de complacer a Emma, pero no a expensas de la verdad: siempre la reprende cuando siente que debe hacerlo, indicándole dónde falla, aunque esto pueda ser desagradable y corra el riesgo de perderla. Pero el amor sincero que siente por Emma, le impulsa a ello. Se muestra muy severo, tanto en los precipitados y negativos juicios de Emma sobre la Sra. Bates, como en los positivos sobre el sr. Frank Churchill. Y es en este último personaje dónde encontramos el contrapunto del sr. Knightley: Churchill, según el mismo Knightley advierte a Emma, «será el sujeto más insoportable que hay bajo la capa del cielo (…) pretendiendo ser el primero de todos, el gran hombre, el que tiene más experiencia del mundo, que sabe adivinar el carácter de cada cual y aprovecha el tema de conversación que interesa a cada uno para exhibir su propia superioridad… Que prodiga adulaciones a diestra y siniestra para que todos los que le rodean parezcan necios comparados con él…»

Según Emma, Knightley no es un caballero galante ni cortés. Quizá, pero es un hombre muy humano que pone la honestidad y la confianza, por muy duro que ello pueda ser, por delante esa la galantería y esa cortesía. Austen, señala el Dr. Johnson, «recobra algunos ideales antiguos al crearlo», desde luego que sí, recobra la franqueza, la autenticidad y la confianza como cualidades viriles.

 

                                       Dos ediciones del libro de Harper Lee.

Otro, personaje interesante es Atticus Finch, el padre abogado de Matar a un ruiseñor (1960), novela escrita por Harper Lee (hoy perseguida y proscrita por la elites políticamente correctas) y llevada la cine en la magnifica película de 1962, del mismo título, dirigida por Robert Mulligan y protagonizada por Gregory Peck. Atticus Finch es la personificación de un hombre de carácter y lleno de coraje, preocupado por el bienestar de los demás y resuelto a hacer lo correcto a pesar de las dificultades que ello pueda conllevar. Finch es un hombre de una pieza para quien su propia conveniencia no adquiere relevancia alguna ante lo que considera su deber, que, en este caso, enlaza con una de las cualidades sobresalientes de los caballeros andantes: la reparación de la justicia. Y en ese lance da muestras de una enorme fortaleza. Pero no se trata de fuerza física y brutal, sino más bien de fortaleza interior y de la firme voluntad de mantener una posición conforme a las propias convicciones y a la conciencia personal. Todo lo cual le lleva a ser un héroe. Atticus no sólo muestra lo que significa ser un hombre (también ser padre, por cierto), sino también lo que conlleva ser un héroe virtuoso. Es el héroe que lucha contra los dragones de la injusticia y del espíritu de su tiempo. 

Todos los personajes literarios comentados, representan de una u otra manera, aspectos parciales de una noción de caballero más antigua, romano/medieval, en la que destacaba el cultivo de las cualidades que eventualmente civilizaron a la sociedad: la virilidad, la valentía, la lealtad, la cortesía, la veracidad, la pureza, el honor y un fuerte sentido de protección hacia los débiles y oprimidos. En una palabra, la virtud.

 

 

La despedida de Héctor a Andrómaca y Astianacte. Karl Friedrich Deckler (1838-1918).

Y en este regreso al origen, quiero detenerme primero en Héctor, uno de los héroes de la Ilíada de Homero. Se trata de un poderoso príncipe de Troya. Un gran guerrero. Pero también es un hombre sabio, un hombre cariñoso, un hombre de familia. Es prudente y misericordioso (él es el único que trata de comprender a Helena). Desde siempre los cristianos hemos recibido a Héctor con más amor que a cualquier otro personaje homérico. Desde siempre lo hemos preferido a Aquiles. Héctor es colocado en el Limbo por Dante. También fue elevado a la categoría de uno de los nueve dignatarios de la fama del mundo cristiano medieval, formando parte así del Panteón de la caballería. Y ello no debería sorprendernos.

Héctor es una figura masculina, pero no al modo de Aquiles, bajo cuya espada muere. Héctor es más humano, es, frente al divino Aquiles, totalmente humano. Y por ello más rico y complejo. Según la filosofa Rachel Bespaloff, en su clásico ensayo sobre la Ilíada (De L’Iliade, 1932), Héctor es «libre, valiente y gentil. Héctor es el que nos muestra cómo ser verdaderamente humanos (…) es el guardián de las alegrías perecederas cuyo celo por la gloria lo exalta, pero no lo ciega». La filosofa continúa destacando el contraste entre la masculinidad de Héctor y la de Aquiles: «El amor de Héctor por su ciudad y su familia está marcado por un noble olvido de sí mismo y el deseo de preservar y proteger. El amor de Aquiles, por el contrario, es un amor propio totalmente narcisista».

El amor, el dolor, el sufrimiento y el miedo que la entrega a los demás supone, nos son mostradas en el príncipe troyano. Hay tres escenas de Héctor que representan lo que quiero expresar: su compasión y comprensión hacia Helena, la confesión de su miedo a su esposa Andrómaca, que no obstaculiza el cumplimiento de su deber de luchar por los suyos, y la despedida de su hijo pequeño, cuando el príncipe guerrero se desprende de su armadura y su casco para confortar las lagrimas del pequeño y decir una oración a Júpiter.

Pero su final es quizá su mayor lección. Como señala Bespaloff, «Homero quería que fuera un hombre completo y no le ahorró el temblor del terror ni la vergüenza de la cobardía». Su huida en el combate con Aquiles es de hecho la huida de todos los hombres ante la muerte, y su recomposición, una enseñanza de cómo habremos de enfrentarnos a ella.

«Y así los troyanos enterraron a Héctor, domador de caballos.»

En las obras medievales también podemos encontrar numerosos ejemplos de verdadera masculinidad. El ideal del caballero andante es plasmado con vigor y belleza en muchos romances, poemas o novelas. El ciclo artúrico es un buen lugar para encontrar lo que buscamos (del mismo ya hablamos aquí: El Rey Arturo y sus caballeros). Y, en concreto, Sir Gawain y el caballero verde, es una buena elección. Dicen que esta historia, en realidad poema, es probablemente el mejor texto artúrico inglés. De autor desconocido y situado en el siglo XIV, la historia comienza en la mañana víspera del año Nuevo, cuando un misterioso caballero de verde llega a la corte del rey Arturo y emite un extraño desafío. Solo sir Gawain responde al reto, pero ¿sabe realmente nuestro caballero a que se expone con tan valiente gesto? … 

El protagonista, Sir Gawain, es uno de los caballeros de la corte de Arturo, de hecho, es su sobrino, un guerrero cortés, noble y valiente, paradigma de perfecciones. Es también un servidor de Nuestra Señora, representada en el interior de su escudo por un pentáculo que simboliza los Cinco Gozos de María y las Cinco Llagas de Cristo. Su piedad, su castidad y su virtud como caballero (la misma que sería puesta a prueba en la historia) era legendaria:

«Y toda su fe tenía puesta en las cinco llagas que Cristo había recibido en la Cruz, como el credo nos enseña. Y cada vez que tomaba parte en alguna batalla, tenía puesto el pensamiento en esto más que en ninguna otra cosa, y todo su valor dependía de los Cinco Gozos puros que la Santa Reina del Cielo recibiera de su hijo. Por ello, el cortés caballero llevaba la imagen de la reina pintada en la cara interior del escudo, a fin de que, viéndola, no desfalleciese su corazón.  

Las cinco quintas virtudes que este famoso hombre practicaba eran la liberalidad y la bondad, luego la castidad y cortesía, que nunca se corrompieron en él; y como virtud más destacada, la piedad. Estas cinco perfecciones estaban más hondamente arraigadas en él que en hombre alguno (…) Ahora Gawain estaba preparado: cogió su lanza al fin, y se despidió de todos, convencido de que era para siempre».

Junto a la belleza, la obra nos ofrece una historia ejemplarizante e instructiva, en la que el idealismo de la caballería se entrelaza y deja poseer por la moral cristiana, que la trasciende y donde una de las cualidades caballerescas que se manifiesta es la de la castidad, la de la pureza. Podemos decir que la tentación de Gawain no es heroica, en el sentido que hasta entonces tenía el término, sino moral. El mejor ejemplo es Beowulf, cuyo heroísmo se manifiesta al enfrentarse a una muerte segura, mientras que Sir Gawain, demuestra su masculinidad al evitar el adulterio, por cierto, en contraste con otro famoso caballero artúrico, compañero de la Tabla redonda, Sir Lancelot.

Tolkien señala: «El más noble de los caballeros de la más alta orden de Caballería rechaza el adulterio, ubica el odio por el pecado como último recurso por encima de los demás motivos, y escapa de una tentación que lo ataca bajo el disfraz de la cortesía, por la gracia obtenida de la oración». ¿Qué más podemos pedir como ejemplo para nuestros hijos?  

 

                                      La vigilia. Obra de John Pettie (1839-1893).

Y para terminar podemos hacerlo con el mencionado J. R. R. Tolkien y su Señor de los anillos. Su universo literario de la Tierra Media es un muestrario de personajes con virtudes viriles y caballerescas, pero si me dan a elegir entre sus protagonistas humanos tomaría partido por Faramir. De hecho, el propio Tolkien admitió en una carta de 1956: «En la medida en que cualquier personaje es ‘como yo’, ese es Faramir».

«De repente Faramir se agitó, y abrió los ojos, y miró a Aragorn que se inclinaba sobre él; y una luz de conocimiento y amor se encendió en sus ojos, y habló en voz baja. Mi señor, tú me llamaste. Voy presto. ¿Qué ordena el rey?»

La humildad y el afán de servicio. Esta es la faceta de la masculinidad que nos muestra Faramir, el hijo pequeño, aquel que no tenía el favor de su padre Denethor, aquel que venció a la tentación del Anillo, el que finalmente se postra para servir a su Rey. Porque Faramir es verdaderamente humano. Se ve tentado por el poder, pero sólo para poner fin a la guerra que azota su pueblo. Esta tentación, sin embargo, es vencida de manera virtuosa. Dice respecto al anillo: «Ni siquiera si lo encontrara en el camino lo tomaría». Y en el resto de ese camino no cesa de luchar denodadamente, arriesgando numerosas veces su vida. Finalmente, Faramir reconoce a su Rey y se entrega a su servicio; ya no es un hombre juzgado por su padre o por la dolorosa competencia con su hermano, sino por su propio valor y por la virtuosa moralidad de sus actos.   

Jorge N. Ferro, en su estupendo y esclarecedor, Leyendo a Tolkien (Vórtice, Buenos Aires, 2012), nos dice de Faramir: «no sólo es buen guerrero, sino «sabio»: un atributo propio del orden superior, del cual lo recibe. Lo cual le posibilita rechazar, al igual que los sabios (Elrond, Gandalf, Galadriel, el propio Aragorn y, a su particular manera, Bombadil), la tentación de apoderarse del anillo». Y continúa diciendo: «En tiempos decadentes, la figura del guerrero se priva de esa apertura a lo sacro y a la sabiduría. Se transforma en un «profesional» de la guerra. Boromir parece deslizarse por esta peligrosa ladera; no así Faramir, en quien se mantiene la subordinación de lo bélico a una dimensión más alta». ¿No les recuerda a Héctor? 

Y acabo. Hay una palabra que he venido repitiendo en este escrito: «virtud». Es una palabra antigua, una palabra que tiene el poder de curar el alma si logramos rescatarla del olvido e instalarla de nuevo entre nosotros y nuestros hijos, para que así intenten llegar a ser viriles, valientes, leales, corteses, francos, puros, honorables, protectores y justos ¿Quién puede no querer que su hijo sea un hombre así? ¿Quien puede negar que desearía que sus hijos se preocupasen por su cuerpo sin dejarse atrapar por la vanidad, supiesen luchar sin enojarse, hacerse oír sin gritar, poseer un vigor disciplinado, ser valientes sin temeridad, osados sin cobardía y hacer gala de un coraje prudente? Podemos empezar de esta forma. Ellos nos lo agradecerán.

No obstante, es necesario recordar siempre nuestra pequeñez y fragilidad, propia incluso de los más grandes hombres, y que todo gran hombre, en su humildad, hace suya: Nada somos sin Dios. Como dice el salmo:

Porque hiciste del Señor tu refugio,

Y del Altísimo tu defensa,

No te alcanzará el mal

Ni plaga alguna rondará tu tienda.

Pues Él te ha encomendado a sus ángeles,

Para que te guarden en todos tus caminos.

Ellos te llevarán en sus palmas,

No sea que lastimes tu pie contra una piedra.

Caminarás sobre áspides y víboras;

   Pisarás leones y dragones.

28.03.20

La piedad, una virtud olvidada

                      La tumba del padre. Obra de Georg Osterwald (1803-1884).

 

 

«No hubo otro Rey más justo por su piedad ni más grande por sus hazañas guerreras, que Eneas».

Virgilio. Eneida (I, 544).

 

«¿Qué mejor muerte puede haber
que enfrentar una suerte adversa
por las cenizas de sus padres
y los templos de sus dioses?»

Thomas Macaulay. Horacio

 
«La piedad, ésta es la sabiduría, y huir del mal, ésta es la inteligencia».

Job, 28,28.

 

 

«Para los antiguos la palabra “pietas” significaba en primer término el amor filial, el sentimiento de los hijos para con sus padres; de donde impío en latín significaba lo que el criollo llama desmadrado, que luego por extensión se aplicaba a Dios, de modo que en castellano la impiedad conservó solamente ese segundo sentido de animadversión contra Dios; con lo cual la sabiduría de los pueblos aludía quizá a un lazo misterioso que existe entre el amor a los padres y la reverencia a Dios.

De hecho, el 5º Mandamiento del Decálogo ––4º para nosotros––, “Honrar padre y madre”, está colocado en la primera tabla de la Ley, que contiene las obligaciones del hombre para con Dios; porque los padres son representantes vivientes de Dios». 

Quien habla así es el padre Leonardo Castellani en su obra, El Evangelio según Jesucristo (1957). Y sea o no este el origen de la palabra, lo cierto es que se trata de algo importante que hoy es olvidado por muchos y mal entendido por casi todos los demás.

Los antiguos la tenían por una de sus virtudes más valiosas. 

En uno de sus diálogos, Eutifrón (399 a. de C.), Platón discute por boca de Sócrates el concepto de piedad y de piadoso. 

Platón nos dice que Piedad viene de la palabra griega «hosion». Esta palabra también puede traducirse como la santidad religiosa o corrección religiosa y es discutida por Sócrates y Eutifrón en dos sentidos: En un sentido estricto, como conocer y hacer lo que es correcto en los rituales religiosos dando agrado a los dioses, y un sentido amplio, como una parte de lo justo mediante la que nos inclinamos a reconocer nuestra dependencia de una realidad más grande que nosotros mismos, de lo que también hablará más adelante santo Tomás de Aquino.

Eutifrón comienza apoyando el primer sentido, el concepto más estrecho de piedad. Pero Sócrates, fiel a su punto de vista general, defiende su sentido más amplio. Él está menos interesado en el ritual correcto que en vivir moralmente. No obstante, el diálogo queda inconcluso.

          La salida de Eneas de Troya. Ilustración de Bartolomeo Pinelli (1781-1835).

Ya en la Roma clásica, su gran poeta, Virgilio, escribió su obra magna, La Eneida, (19, a. de C.) sobre la base de esa virtud. Eneas, el protagonista, es el héroe que representa la pietas, el amor debido a los antepasados y a los dioses, frente a la ira y fortaleza de Aquiles y la astucia e inteligencia de Odiseo. Este amor de piedad se originaba en un aspecto particular de la virtud de la justicia como el deber doméstico de respeto a los padres y continuaba ascendiendo hacia los dioses del hogar/domus, la patria y las grandes deidades del Panteón. Así y todo, Virgilio dio un nuevo alcance al concepto al incorporarle la misericordia hacia sus compañeros de sufrimiento en esta vida, universalizando su alcance. 

Así que, desde siempre ––al menos hasta tiempos muy recientes––, esa condición fue basal para la vida de los hombres; la relación paterno-filial, pilar y fundamento de la familia, y su reflejo trascendente, fundamento de toda religión, estuvo en el centro de la vida del hombre de toda condición, raza, religión o pensamiento. Por tanto, la piedad constituyó el alimento y argamasa de todas nuestras relaciones, desde el origen de los tiempos. 

Pero el concepto no alcanza su pleno sentido sino con el cristianismo. De esta forma, el cristianismo aportó algo más, algo trascendente, que nos explicita y aclara aquello que el Creador gravó a hierro y fuego en nuestro corazón.

Así que, quizá sea conveniente adentrarse y profundizar un poco en busca de ese su verdadero significado.

Y para ello, nada mejor que acercarnos a las explicaciones claras y precisas de santo Tomás de Aquino.

¿Cuál sería para un cristiano la condición radical del ser humano? Sin duda ser hijo, esa es nuestra condición revelada y es la condición que el propio Dios asumió como hombre y que humanizó en su relación de amor trinitario.

Así que, lo que el cristianismo aporta, lo que hace crecer de forma gigantesca la anciana virtud pagana es su inversión y su carácter recíproco, propio del amor, de la caridad en la que se integra. La piedad pierde su aspecto timorato y servil, y como parte del amor, desciende del Cielo, para luego, de vuelta, elevarse con gratitud y amor, al tiempo que se extiende en este mundo con reciprocidad de lo más alto a lo más bajo, y viceversa. Y ello, aunque su origen esté siempre en lo alto, puesto que, en todo caso, toda paternidad proviene de Dios y toda filiación conduce a Dios. 

De esta forma, santo Tomás nos dice en su Suma Teológica (1265-1274) que, en origen, la piedad es «cierto testimonio de la caridad con que uno ama a sus padres y a su patria», pero «la religión y la piedad son partes de la justicia, y difieren entre sí en que la religión es culto de Dios; mas como Dios no solo es creador sino también es padre, debémosle, por consiguiente, además del culto como a creador, amor y culto como a padre. Y por eso algunas veces tómase la piedad por el culto a Dios». De este modo, «La piedad dice cierta inclinación por afecto a su principio; y principio de la generación es el padre y la patria. Por eso es necesario que el hombre para con ellos sea benévolo. Y Padre de todos es Dios».

Por tanto, santo Tomás establece entre estos tres ámbitos (familia, patria, Dios) una jerarquía y prevalencia en cuya cima está la Divinidad. El profesor Alejandro Llano en su obra La vida lograda (2002) nos lo explicita muy gráficamente:

«Cultivamos la tierra que nos nutre y la tradición que espiritualmente nos hace ser quienes somos, seres en la verdad y en el tiempo. Los padres cuidan de los hijos; el político, de la ciudadanía; y la divinidad cuida de todos. Pero este movimiento descendente encuentra una respuesta en la aceptación y el reconocimiento. El hijo maduro cuida de sus padres. El ciudadano responsable se preocupa de la suerte de la ciudad y cuida de que el estadista no utilice la cosa pública para sus intereses parciales. Y el hombre y la mujer ofrecen a Dios su culto».

Se trata de una virtud a rescatar hoy, pues en estos tiempos, como decía Ovidio en sus Metamorfosis (8 d. de C.), «Vencida yace la piedad». De hecho, la impiedad es probablemente uno de los vicios definitorios de la modernidad, instalados en la cual los hombres respondemos como nunca a la descripción del apóstol: «desobedientes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rm 1, 30-31). En palabras llanas, nos falta el reconocimiento de las deudas y el agradecimiento a lo debido. Nos falta humildad porque no hay piedad en aquel que es autosuficiente, que cree que nada y a nadie debe. El hombre, en su ser más íntimo, debe ante todo reconocer y venerar de quien, de dónde y de que manera proviene, pues sin eso, no solo no sabe quién es, sino que no es nada. Como dice Josef Pieper en su obra Las virtudes fundamentales (1976), sin «la íntima experiencia de una deuda impagable» no es posible la piedad.

Pero sobre todo nos falta amor, nos falta el sentirnos hijos de un Padre. Por eso es tan extraordinaria la mayor historia jamás contada, la de Aquel que nada debe y que todo Es, que nada pide y que todo da, que se humilló ante sus creaturas para pagar las deudas de estas, regalándoles la inmensa gratitud que eso supone, y todo por amor, amor al Padre, a los hijos y los hermanos. Nacemos con una deuda, una deuda impagable, y mientras no lo reconozcamos careceremos de piedad.

             Leyendo el devocionario al abuelo. Obra de Alfred Anker (1831-1910).

De esta forma, sin pietas no hay recompensa ni salvación, pues quien no muestra agradecimiento, no ama y quien no ama no podrá jamás habitar «en la luz inaccesible» hacia la que debemos ir (I Tim., 6,16).  

¿Y qué libros pueden hablar a nuestros hijos de esta virtud? Podemos hacer aquí una distinción de grado. No nos ha de caber duda al respecto de que la mayor muestra de la piedad se encuentra en la persona de Nuestro Señor Jesucristo y en los libros que nos hablan de Él, Los Evangelios. Nos dio el ejemplo: «Jesús les dijo: «Cuando hayáis alzado al Hijo del hombre, entonces conoceréis que soy Yo (el Cristo), y que de Mí mismo no hago nada, sino que hablo como mi Padre me enseñó. Y El que me envió, está conmigo. Él no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que le agrada» (Juan, 8, 28-29). La dedicación, la devoción y la atención primera de Jesús hacia el Padre es constante y expresa. Él nos dice que bajó del cielo «para honrar a mi Padre», «para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» y por ello él hace siempre «lo que le agrada». No hay mayor muestra de piedad que esta, una piedad que culmina en la cruz («está cumplido»).

Pero, si volvemos la vista a la inmanencia de nuestro mundo sublunar, a nuestra pequeña humanidad, La Eneida parece una obra adeucada, pues la piedad es su leitmotiv y Eneas, su héroe, la personificación de lo piadoso. Cuando todo parece perdido durante el asedio de Troya y Eneas había resuelto morir con su familia luchando contra los invasores, la diosa Afrodita lo disuade y le muestra un camino de escape. Eneas coge a su padre, Anquises, sobre sus hombros, toma los Lares y los Penates de Troya, y acompañado de su esposa, su hijo Ascanio y un pequeño grupo de seguidores, escapa del asedio. Con el tiempo, llegará al Lacio y se convertirá en el progenitor del pueblo romano, antepasado de Rómulo y Remo. Los Julianos (es decir, la familia de Julio y Augusto) remontan su linaje a Ascanio y a Eneas. Todo esto nos cuenta Virgilio en su magna obra. Dante, nos dice al respecto: 

«La piedad hace que se espere el máximo bien de una persona, hace que todas las demás bondades brillen con su luz. Por esta razón Virgilio, hablando de Eneas, en su más alta alabanza lo llama piadoso». 

De hecho, en su Divina Comedia, sitúa a los piadosos en el Paraíso, en el sexto cielo, el cielo de Júpiter, el cielo de los Justos, desde dónde las almas de los justos y piadosos le cantan:

«Per esser giusto e pio

Son io qui essaltato a quella gloria

Che non si lascia vincere»

 

(Por ser justo y pio

Estoy aquí exaltado a esa gloria

Que no puede ser vencida por el deseo)

 

Divina Comedia. Canto XIX

 

Pero, La Eneida es una obra compleja, elevada y profunda; hoy quizás inaccesible para el común de nuestros jóvenes. ¿Qué, entonces? La literatura medieval también es prolija en muestras de piedad, y además de una piedad cristianizada. Una de las cualidades de todo buen caballero es la pietas, y el poema medieval Sir Gawain y el Caballero Verde (1400), es una muestra. Un caballero cristiano debe poseer las cinco virtudes, que Tolkien, al traducir al inglés el poema, enumera como generosidad, camaradería, castidad, caballerosidad y «como virtud más destacada, la piedad»

«Por debajo de ellos el valeroso caballero cabalgaba sobre Gringolet; cruzaba solitario pantanos y lodazales, temeroso de no poder asistir, por mala fortuna, al oficio del Señor, que esa misma noche había nacido de virgen para redimirnos de nuestras aflicciones. Y suspirando, decía: 

—Te suplico, Señor, y a ti, María, la más dulce y querida de las madres, que encuentre un refugio donde pueda oír misa con el debido recogimiento, y maitines por la mañana: humildemente lo pido, y rezo el padrenuestro y el avemaría y el credo. Y se santiguó y lloró por sus pecados, exclamando, mientras espoleaba al caballo: 

—¡Qué Cristo ampare mi causa, y su Cruz me guíe!»

Y quedándonos ya con Tolkien, en su obra literaria podemos ver trazas de esta virtud de la piedad. No se trata solo de que la realización de la gigantesca empresa de su trilogía y de las obras adyacentes es sin duda fruto de su propia piedad religiosa, sino que en el interior de estos relatos podemos ver muestras de tal devoción o de su falta. Por ejemplo, en El señor de los Anillos (1954-55), tenemos el caso del Reino caído de Númenor, el reino humano más noble jamás fundado, que fracasó en su piedad, abrazó una cultura de muerte rebelándose contra el Creador, y acabó siendo tragado por las olas. O la figura de Faramir, quien no deja de mostrar reverencia hacia sus ancestros y el pasado mítico donde estos moran. Esta piedad se manifiesta cuando le vemos a él y a sus hombres observar rituales de culto y veneración, deteniéndose antes de comer para mirar hacia «Númenor que fue, y más allá de Elvenhome que es, y hacia lo que está más allá de Elvenhome y lo que siempre será». Este respeto por las cosas elevadas, por los antepasados y la divinidad, le aproxima a la figura de Eneas. Pero quien de verdad reúne similitudes con el héroe virgiliano es Aragorn, aunque esta afinidad no es solo con Eneas, sino también con Ulises, reuniéndose en él lo bueno de uno y otro. Así, Aragorn representa, como los dos personajes clásicos, el arquetipo de héroe errante, encontrándose en él la astuta inteligencia de Ulises combinada con la piedad y el alto destino de Eneas.

Las muestras de personajes piadosos no se agotan aquí. Como no podía ser de otra manera, el personaje principal de la trilogía debe hacer gala de tan valiosa virtud. Frodo ha de soportar la “carga” del Anillo y el deber de su destrucción, y lo hace por piedad. De esta manera, Tolkien nos lo muestra como un héroe piadoso desde el principio, debido a su conciencia del «deber hacia la familia [y] hacia el pueblo»

Y termino con otro héroe griego, que, aunque no era piadoso, una vez la piedad le fue invocada y penetró en su corazón:

«––Acuérdate de tu padre…

Y el corazón de Aquiles, embravecido de furores como el negro mar, se aplacó al instante y sus ojos se humedecieron».

Iliada. Canto XXIV