4.01.21

De libros, unicornios y niños

  Detalle de «La caza del unicornio», serie de tapices flamencos, entre 1495 y 1505.

  

 «¿Vamos a negar la existencia del unicornio porque lo más del tiempo sea animal invisible, oculto como un sueño? Por ese camino llegaríamos a negar la existencia del alma humana. ¡Invisibilidad no quiere decir irrealidad!»

Álvaro Cunqueiro

 

«Alicia no pudo impedir que los labios se le curvaran en una sonrisa mientras rompía a hablar, diciendo:

—¿Sabe una cosa?, yo también creí siempre que los unicornios eran unos monstruos fabulosos. ¡Nunca había visto uno de verdad!

—Bueno, pues ahora que los dos nos hemos visto el uno al otro —repuso el unicornio—, si tú crees en mí, yo creeré en ti, ¿trato hecho?»

Lewis Carroll

 

  

Entre mis sobrinos se encuentra una niñita de unos cuatro años, muy despierta, pizpireta y con el encanto propio de los modos y el lenguaje de su tierna edad (no es una excepción. Tengo la suerte ––y sus padres más–– de que todos mis sobrinos son estupendos). Ella me recuerda y no me recuerda a mis hijas con esa edad. Cada niño es un mundo, un pequeño universo abierto e inocente, inmaculado y dispuesto a creer en lo que hay que creer. Pues bien, a esa niñita le entusiasman los unicornios, y esa afición suya ha despertado mi curiosidad y me ha hecho interesarme por el tratamiento dado a estos seres míticos en la literatura infantil y juvenil.

Probablemente, los unicornios son, junto con los dragones, las más conocidas criaturas que pueblan las fantasias infantiles, aunque, sin duda, su origen se encuentre mucho más allá, perdiéndose entre la niebla, en el principio de los tiempos.

Durante la mayor parte de ese largo período, hasta bien entrada la Edad Media, predominó la creencia de que se trataba de animales reales, de carne y hueso. Para encontrar la primera referencia escrita conocida hay que remontarse al año 400 a. C., cuando el historiador griego Ctesias describió un animal parecido a un unicornio en sus escritos sobre la India. Incluso Aristóteles en su obra, Historia de los animales, dio por buena la existencia del «asno indio» de un solo cuerno descrito por Ctesias. Más tarde Plinio el Viejo (Naturalis historia) y Claudio Eliano (De Natura Animalium) vuelven a hablarnos de él, lo mismo que san Isidoro en sus Etimologías.

Pero es en la Edad Media cuando el unicornio adquiere un relieve nuevo, y de una criatura feroz, veloz e imposible de capturar, con un cuerno mágico capaz de curar numerosas dolencias, pasa a adquirir una nueva dimensión, como símbolo de pureza, protección y caballerosidad. Hasta llegó a rodeársele de connotaciones religiosas, atribuyéndosele, incluso, el ser una alegoría de Cristo; y así,  dice el monje y poeta anglo-normando de principios del siglo XII, Philippe de Thaün, refiriéndose al unicornio, en su obra Bestiairie (1121):

«La bestia de esta índole representa a Jesucristo (…) Esta bestia, en verdad, representa a Dios; la doncella representa, sabedlo, a Santa María; igualmente, por su pecho ha de entenderse la Santa Iglesia, y el beso debe representar la paz».

Durante esta época, las imágenes y descripciones de unicornios se incluían comúnmente en los bestiarios medievales como el de Philippe de Thaün, y el unicornio se convirtió en un motivo popular en el arte medieval. Hoy en día todavía se le puede encontrar en todas partes, y los libros para niños son uno de sus lugares favoritos, aunque, ciertamente desprovisto de su carácter místico.

 

La dama y el unicornio. Obra de Armand Point ().
 

                       «La dama y el unicornio». Obra de Armand Point (1860-1932).

A diferencia del dragón, el unicornio no es repulsivo u horripilante, sino bello y seductor. Ha sido rastreado (no con mucho éxito) entre varias especies de animales (el narval, el rinoceronte, el ciervo, o el extinto elasmoterio). Se le ha vinculado a los cielos estrellados, asimilando su único cuerno a la proyectada umbra cónica de la luna en el eclipse solar. Se ha recogido y guardado su recuerdo en leyendas, sagas y poemas. Entre sus atributos más significativos se encuentran, en primer lugar, su asta, que frecuentemente se representa en espiral, luego, la vertiginosa rapidez de sus acciones, sus hábitos solitarios, los colores atribuidos a su cuerpo, y finalmente su sumisión y obediencia a las doncellas. Al decir del poeta Rainer María Rilke en sus Sonetos a Orfeo, el unicornio es un animal que,

«No existió, ciertamente.
Pero, porque lo amaban, puro, se hizo»
(…)
«Se aproximó a una doncella,
Y existió en su espejo de plata como en ella».

En cuanto a su carácter, se le atribuye un comportamiento ambivalente y cambiante: en ocasiones es un ser gentil y dócil, pero también puede ser el más feroz de los adversarios. En suma, una criatura fascinante.

 

 

El primer recuerdo literario sobre unicornios que me viene a la memoria es un breve álbum infantil que leí hace años a mis hijas, bellamente ilustrado por Neil Redd y titulado Unicorn dreams (publicado en 1997, y, que yo sepa, no traducido al español). Muestra la historia de un niño clarividente que ve lo que todos los demás no pueden apreciar ––un unicornio que se le aparece en todas partes––, y que una tarde convence a sus compañeros de clase de que los sueños pueden hacerse realidad, conduciéndolos de la mano de su unicornio al país de la fantasía. Se trata solo de uno de muchos posibles ejemplos que podría presentar, pero lo he elegido ––no obstante la imposibilidad de encontrarlo en castellano––, por la delicadeza de la historia y la belleza de sus ilustraciones. Lo cierto es que aunque hoy día pueden encontrarse infinidad de álbumes infantiles con la figura del unicornio entre sus páginas, se trata más de un abuso que de una bendición, ya que la mayoría de las historias son sumamente banales y las ilustraciones que las acompañan no poseen ni un mínimo de belleza (lo que no es de extrañar, pues ese es uno de los grandes defectos de la ilustración contemporánea).

Sin embargo, para chicos algo mayores y amantes de la lectura (de 10 años en adelante), la cosa mejora un poco, y así, se pueden encontrar algunos ejemplos notables.

 

 

Podríamos comenzar por la magnífica novela El pequeño caballo blanco (1946) de Elizabeth Goudge (Medalla Carnegie en el año de su publicación), en la que un unicornio ayuda a la huérfana protagonista, María Merryweather, en su lucha contra los terribles hombres negros del bosque Tenebroso. Desde que la primera Princesa de la Luna huyera del valle de Silverdew con su misterioso caballo blanco ––un unicornio––, sus habitantes viven sometidos a la tiranía de esos hombres malvados. La persuasión de su escenario ––la señorial Moonacre Manor en el centro del idílico valle de Silverdew a mediados del siglo XIX––, su elenco de personajes, entre los que destacan la joven María, ––huérfana, pelirroja y luchadora–– junto con sus aliados animales y su amigo Robin, y el siempre inquietante recuerdo de la Princesa de la Luna y su pequeño caballo blanco, hace singular y recomendable este libro, del que mis hijas guardan grata memoria.

En la más famosa de las novelas de fantasía de Alan Garner, Elidor (1965, no traducida al español), Findhorn, un unicornio, es rescatado por niños protagonistas, quienes, de manera inexplicable, son llevados al fantástico país de Elidor precisamente para ese propósito. No solo es que Findhorn sea una criatura poderosa ––su muerte puede tener repercusiones en todo el universo–– sino que, como la leyenda estipula, también es obediente a una virgen, como es el caso de la joven protagonista Helen. Los chicos descubren que el canto del unicornio podría evitar la catástrofe, pero no saben como lograr que la bestia lo entone. Finalmente, Findhorn, malherido y con su cabeza reposando en el regazo de Helen, canta una melodía salvadora.

 

 

En La última batalla (1956), el libro que da término a las Crónicas de Narnia de C.S. Lewis, aparece un unicornio, de nombre Jewel, cuya prominencia en la historia es evidente, ya que es él quien expresa el sentimiento que ha de embargar a los bienaventurados cuando entren en el Reino de los Cielos. Como es sabido, en este último volumen, Lewis muestra, alegóricamente, la visión de la escatología cristiana del mundo: la conciencia de que la vida de cada persona termina con las cuatro últimas cosas: muerte, juicio y, como resultado de este, Cielo o Infierno. Jewel el unicornio lo recuerda diciendo: «todos los mundos llegan a su fin; excepto el propio país de Aslan», y, luego, cuando él mismo llega a este lugar (el Cielo) exclama lo que todos los salvados exclamarán: «¡Por fin estoy en casa! ¡Éste es mi auténtico país! Pertenezco a este lugar. Ésta es la tierra que he buscado durante toda mi vida, aunque no lo he sabido hasta hoy».

Por último, en Un planeta a la deriva (1980), de Madelaine L’Engle (la tercera parte de El Quinteto del Tiempo, iniciado por el famoso y premiado libro, Una arruga en el tiempo), Gaudior, un unicornio, es enviado para ayudar a uno de los protagonistas, Charles Wallace, a «entrar» físicamente en cuatro personajes del pasado. Al mirar a través de sus ojos, comenzará a comprender las experiencias por ellos vividas y a aprender de las mismas (en lo que constituye un velado elogio a la tradición), lo que le ayudará a tratar de evitar el estallido de una guerra nuclear mundial. Pero, cada segundo cuenta y la amenaza es inminente. ¿Podrá Charles, con la ayuda del unicornio y de su hermana Meg, impedir el desastre?

Podría seguir enumerando ejemplos; no tienen más que acercarse a cualquier librería y rebuscar por entre sus estantes y mostradores. Verán que los unicornios se han apoderado de ellos. Y si bien los encontraremos en su versión más benéfica ––aunque trivial y secular––, a la misma difícilmente le sería aplicable el versículo del salmo 92 con el que termino:

«Et exaltabitur sicut unicornis cornu meum»
(Salmos, 92, 11).

21.12.20

La Natividad: Realismo, ilustración y símbolo

Misa del gallo
  «Nochebuena. Misa de gallo». Obra de Stepan Fedorovich Kolesnikov (1879-1955).

  

   

«En nuestro mundo también un establo tuvo una vez algo dentro que era más grande que el mundo entero»
C. S. Lewis

 

«Nunca pierdas la oportunidad de ver algo hermoso, porque la belleza es la escritura de Dios».

Ralph Waldo Emerson

 

«El arte, como la moral, consiste en trazar la línea en algún lugar».

G. K. Chesterton

  

   


La representación artística y el realismo han estado siempre unidos en la mente del hombre, desde las pinturas rupestres de Altamira hasta los frescos de Miguel Ángel en la Sixtina. Solo recientemente se ha producido una disociación entre ellos, y no es casualidad que esto haya sucedido en los tiempos de relativismo en los que nos encontramos inmersos.

Pero la Iglesia siempre se había mantenido firme en esta idea, apoyada en el carácter sacramental de la realidad creada, con su disposición para transmitir el mensaje divino como expresión de la voluntad de Dios. Sin embargo, a lo largo del último medio siglo numerosas manifestaciones de esta ruptura trágica se han sucedido: la liturgia, los templos, la imaginería, las estatuas y las obras pictóricas; nada ha quedado al margen, dispersándose de este modo la fealdad por todas partes.

Sin embargo, Roma siempre había sido un refugio en donde refrescar y reponer este gusto artístico lastimado, un lugar de sosiego en el que esta tradición encontraba abrigo y protección. Con lástima, hemos podido contemplar estos días como, desde el centro mismo de la cristiandad, se mancillaba esta razón, más divina que humana, con la exposición al mundo de un belén con el que ningún católico podría sentirse identificado, en el que ningún católico podría ver expresado el carácter sagrado y sacramental que le da su sentido y razón, y a través del cual ningún hombre, y menos un niño, podría percibir la grandiosidad y profundo significado de lo que debería representar.

El genio artístico ––al que va asociada la habilidad y la técnica, fusión del talento con el trabajo––, es para los cristianos, como cualquier otro don, un regalo de Dios, algo que no pertenece al hombre y que, por lo tanto, el hombre está obligado a usar con gratitud. De esta manera, ser artista conlleva responsabilidades sagradas, ya que la misión de su arte no es celebrar la expresión egoísta de sus propios sentimientos por medios toscos y burdos, sino propagar la bondad y la belleza haciendo frente a la fealdad del mal. Incluso si el artista trata con los sufrimientos y las dificultades, sus obras deben transmitir esperanza.

Toda la tradición artística cristiana sigue esta estela y está imbuida del concepto de realismo sacramental, por el que se hace referencia, tanto a la relación entre el arte y la realidad creada como parte de la revelación divina, cuanto a los sacramentos con los que Nuestro Señor nos obsequió, como signos visibles que nos transmiten su gracia invisible.

Este realismo sacramental descansa en la doble idea del signo manifiesto y tangible y de su relación directa con una realidad misteriosa y sobrenatural. Santo Tomás en su Suma Teológica nos dice algo que podemos sospechar apenas prestemos atención: que los seres humanos, como criaturas sensoriales, tenemos una propensión natural a los signos y símbolos sensibles como medio para ilustrar las realidades, particularmente las espirituales, abstractas e intangibles, que de otra manera permanecerían más allá de nuestro entendimiento. Estos símbolos funcionan a través de alguna relación reconocida entre el significante y el significado. Pero esta relación no es arbitraria ni contingente; no puede ser construida o reconstruida por el hombre.

Como dijo el poeta Samuel Taylor Coleridge, el mejor símbolo «siempre participa de la realidad que hace inteligible». El agua simboliza la limpieza porque limpia. La rosa simboliza la belleza porque es hermosa. Y es por ello que el artista, en esa búsqueda por expresar la verdad, no debe trastocar el delicado equilibrio de estos significados. Su creación artística debe tener las correspondencias correctas. Debe apuntar a la realidad ultima de las cosas. Debe responder realmente a la Verdad.

Dios, con su Creación ––entre la que está la propia realidad humana, hecha a imagen y semejanza––, nos dio un modelo y una pauta a seguir. Y así, cada cosa creada ha de ser vista como un símbolo de su propia esencia interior, convirtiéndose de esta manera el mundo en un radiante libro de símbolos para ser leído con ojos sensibles a Su luz reveladora.

Dijo san Buenaventura:

«A lo largo de toda la creación, la sabiduría de Dios brilla desde Él y en Él, como en un espejo que contiene la belleza de todas las formas y luces».

Y si ahí está la belleza, el artista debe tratar de acercarse a ella, para imitarla sin presunción ni orgullo, al modo de un simple aprendiz, creando, como dice Tolkien, «según la ley en la que fuimos creados». De esta manera, un artista ha de tratar de mostrar esa verdad, honrándola con su arte y con su estilo.

El problema de hoy es que hemos roto esta relación sagrada entre el símbolo y su significado, apartándolo de lo real, y en último término de lo sagrado, y hemos dejado de crear «según la ley en la que fuimos creados». Dios mismo nos dio un código, reflejado en su propia Creación (de la que somos parte), y nosotros nos hemos apartado de él, intentando sustituir Su obra por la nuestra, contraviniendo el sentido de armonía y de belleza escrito en nuestros corazones y en la misma naturaleza, y puesto de manifiesto en una milenaria tradición artística. Por ello, este apartamiento de la belleza de lo real puede ser calificado de demoníaco.

El arte moderno, con su deformidad, su deconstrucción, su huida de la belleza, ha apartado a un rincón oscuro la misión sagrada del arte. Y así, el camino emprendido por la modernidad artística invierte el proceso de la Creación, y el camino «de la oscuridad a la luz» se convierte en el «de la luz a la oscuridad». Este momento de duda, confusión y, a caso, perdición, me recuerda al Satanás de John Milton, malinterpretando la relación de la imagen con la realidad en El Paraíso perdido (1667), y a su vez me hace pensar en los ángeles en relación al momento en el que unos permanecieron contemplando la luz cegadora de su Creador, y otros, ensimismados, se precipitaron en el abismo de la noche.

Este proceso de degeneración y corrupcción de la imagen que lleva a la perdición, fue descrito por el filósofo postmodernista francés, Jean Baudrillard (El malvado demonio de las imágenes, 1984). Según él sostenía, habríamos abandonado hace ya tiempo el original estado «sacramental» en el que la imagen se corresponde con la realidad. El Romanticismo y, sobre todo, el Simbolismo, habrían supuesto la entrada en una segunda etapa, llamada por él «maliciosa», en la que la imagen enmascara y pervierte una realidad básica, distorsionando el original. Más tarde, con la aparición del arte moderno, nos habríamos adentrado en una tercera etapa, denominada «hechicera», en la que la imagen pretendería ser lo real, enmascarando la ausencia de una realidad básica original. Finalmente, Braudrillard habla de un estado de «simulación» ––que se correspondería con la actual situación de realidad virtual y total relativismo––, en el que ya la imagen no tiene relación con ninguna realidad en absoluto, y donde las imágenes son «asesinas de lo real». No en vano, el poeta simbolista Arthur Rimbaud, en una línea profética, había escrito: «Ahora es el tiempo de los Asesinos».

También John Senior, en uno de sus artículos, titulado, ¿Cuál es realmente la pregunta? Notas sobre la Des-Realización de la Cultura, nos relata este camino de perdición estética y ontológica. Así, escribe que la moderna filosofía fenomenológica, «afirma que una imagen es una realidad, es decir que la imaginación podría construir una vida real propia». Pero, como él dice, «por supuesto que no puede. Cualquier sensación divorciada de su objeto se marchita». Y termina concluyendo:

«Según la filosofía perenne invocada al principio, el universo comienza con el Ser. Ahora debo añadir además, que según esta tradición también, el Ser es bueno. `Ens et bonum convertuntur´. Ser y bueno son términos convertibles. Por lo tanto, el mal es el no ser. El mal es, como dije, la privación del bien. De ello se deduce que en la medida en que uno está cortado según el patrón del ser, está cortado de acuerdo al bien. Existe lo que podríamos llamar una ley de la gravedad de la artificialidad. El universo de la alucinación no puede ser bueno. Es inevitablemente el infierno que el artífice construye. Por eso en el Panteón de los ídolos, lo horrible predomina inevitablemente».

La raíz de este mal proviene de un absoluto apartamiento de la realidad de lo material, y en la creación de un mundo simulado, de una vida focalizada en la vacuidad de lo irreal, fruto de una voluntad orgullosa que pretende ser omnipotente (y aquí la fuerza demoniaca se instala en el centro de la existencia). Es el deseo de ser dioses que nos ciega y que arrastrará a muchos a la perdición. Senior continúa diciendo que «hay algo destructivo ––destructivo para el ser humano–– en apartarnos de la tierra de donde venimos y de las estrellas, los ángeles y Dios mismo hacia donde vamos».

Por ello, para tratar de restañar está herida con algo de belleza, para ayudar a volvernos hacia lo real, hacia lo que es bello, bueno y verdadero, brindo a ustedes una serie de imágenes realistas que, creo pueden servir para ilustrar, aunque siempre insuficientemente, el incomparable acontecimiento de la Natividad del Señor.

Alguno de los ilustradores de libros infantiles y juveniles de los que les he venido hablando en este blog, se prodigaron o hicieron incursiones específicas en la imaginería religiosa cristiana. Y, como es lógico, la Navidad y el nacimiento de Nuestro Señor ocupó parte de esa actividad artística. Así que, aprovechando este tiempo de Adviento, paso a relacionar algunos de estos trabajos. ¿Que se trata de un arte de segunda –tal y como es calificada comúnmente la ilustración–? Puede ser, pero, aunque modesto, es arte al fin y al cabo, y, espero y deseo que posea belleza suficiente como para hacernos recordar el verdadero sentido de la Navidad.

 

                                                                           

Margaret W. Tarrant (1888-1959).

 

Cicely Mary Barker (1895-1973).

 

Jessie Willcox Smith (1863-1935).

 

N. C. Wyeth (1882-1945).



Harold Copping (1863-1932).


 
Maximilian Liebenwein (1869-1926).


 
J. C. Leyendecker (1874-1951).


Vicente Roso Mengual (1920-1996).

 

Hergé (1907-1983).


 
Maud y Miska Petersham (1890-1971 y 1888-1960).
 
 
 
Juan Ferrandiz (1917-1997).
 

 
Edmund Dulac (1882-1953).
 

Marcel Huet (1911-1976).


 
Emilio Freixas (1899-1976).
 


Lola Anglada (1896-1984)
 

 
Heinrich Lefter (1863-1919)
 

 


11.12.20

Un paisaje con dragones: La batalla por la mente de tu hijo

             
                              «Una pesada carga», óleo de Arthur Hacker (1858-1919).

 
  


«Todo lo que hacemos lo hacemos por los niños.
Y son los niños los que hacen que todo se haga.
Todo lo que hacemos
Como si nos guiaran de la mano.
Por lo tanto, todo lo que hacemos,
Todo lo que todos hacen
Se hace por el bien de la pequeña esperanza».

Charles Péguy

 

 

Michael O’Brien es un escritor, pintor, ensayista y orador católico canadiense. Autor prolífico de 23 libros publicados en 14 idiomas, el Sr. O’Brien es sobre todo conocido en nuestro país por su serie de novelas apocalípticas protagonizadas por el Padre Elías. Hasta ahora, solo se había traducido al castellano parte de su obra de ficción literaria, razón por la cual los lectores hispánicos no habíamos tenido la oportunidad de asomarnos a su obra ensayística. Para solventar esta carencia, la editorial Vita Brevis ha editado el libro del que quiero hablarles hoy: Paisaje con dragones: la batalla por la mente de tu hijo (1998), en una edición pulcra, manejable y atractiva, con una traducción excelente y una portada, ilustrada de forma encantadora y naif.

Probablemente, lo mas importante de este libro se concentre en sus primeros capítulos. En ellos el autor se explaya sobre varios conceptos básicos, en gran medida hoy olvidados. Conceptos sin cuyo conocimiento resulta difícil calibrar el verdadero alcance y trascendencia del tema tratado: el efecto que puede tener la moderna cultura pagana en la que estamos inmersos en la mente y el alma de nuestros hijos. Cierto que quizá sean (por razón de su necesaria abstracción) los capítulos más áridos de un libro en general entretenido e interesante, pero constituyen una parte fundamental que no puede pasarse por alto, por mucho que este fuera de toda duda el atractivo de la materia concreta y práctica que nos espera más allá (el comentario y análisis del moderno cine de Disney y de las obras de Tolkien, C. S. Lewis y George MacDonald).

Estos primeros y fundamentales capítulos nos hablan de la importancia de la fantasía en el desarrollo moral del niño y de la obligación de los padres de estar atentos a ello, con una atención entre perspicaz y prudente.

 

Es una idea muy antigua la que entiende la realidad de lo existente como constituida por varias capas o niveles. Más allá del nivel de la experiencia diaria estaría la realidad primera de las cosas. Es también parte de esa philosophia perennis, que la expresión en términos mundanos y materiales de esa realidad primera solo puede llevarse a cabo a través de símbolos. Los antiguos y los medievales estaban acostumbrados a pensar en términos simbólicos, creyendo en la existencia de un mundo invisible que podía expresarse en imágenes visibles. Hoy tenemos eso olvidado, pero su olvido no lo hace inexistente. Aunque no seamos conscientes de ello, sigue habiendo un mundo invisible que convive con nosotros aunque no podamos ya verlo o expresarlo, un mundo que, como nos recuerda el cardenal Newman, guarda «el poder y la virtud oculta en las cosas que se ven y que por la voluntad de Dios se manifiestan».

Y en esta labor de redescubrir ese valor sacramental del mundo, esa verdad íntima de las cosas, los artistas están para ayudarnos. Su trabajo es un intento de sacar a la luz la gloria que está enterrada y cautiva en la creación. Una gloria que no vemos, pero que ellos, a través del símbolo, pueden ayudarnos a vislumbrar.

«¿Qué es reconocer? Encontrar una sola raíz debajo de todas las ramas», escribió el poeta galés Waldo Williams. «El mundo está cargado con la grandeza de Dios» y «vive en lo hondo de las cosas la frescura más amada», versó el poeta jesuita Manley Hopkins. Esa frescura primera de la Creación inspira la creatividad artística; allí vive la más querida lozanía y brillantez, en el fondo de las cosas. Allí, en el cauce del «rio límpido de agua de vida, resplandeciente como cristal, que sale del trono de Dios y del Cordero» de que nos habla san Juan. Allí, en la «luz fluyente» (…) «que corría cual río, entre dos ribas,/pintadas de admirable primavera», que vislumbró Dante. Esa es la consistencia interna de la realidad.

Pero esta acción artística, profética y visionaria, también puede perdernos, también puede arrastrarnos hacia abajo, al mal y la perdición.

En Paisaje con dragones se nos llama la atención sobre ello. Michael O´Brian ve en mucha de la producción audiovisual y escrita para los niños de hoy un grave peligro, y nos advierte sobre la confusión que nace del forzado apartamiento de ciertos símbolos de su significado original. El ejemplo de los dragones es prototípico. El dragón en la mayoría de las culturas, pero especialmente en la cristiana ––que es la que nos interesa aquí––, tiene un significado simbólico asociado al mal. Sin embargo hoy se presenta con frecuencia, sobre todo en la esfera infantil, como una criatura benevolente e inocente. Esta desviación de su significado primero puede causar confusión y puede llevar a la irreflexiva consideración de que todo aquello que está detrás de la imagen de un dragón es también bueno.

Sin duda esta es una advertencia importante, porque ya sabemos quien es el rey de la mentira, el gran engañador. Pero, de esta manipulación lingüística y conceptual que nos asola y acosa, de ese neo-lenguaje en el que se utilizan palabras sagradas y se tergiversa su sentido, o palabras comunes que se usan en sentido contrario del propio, hay que sacar otras enseñanzas.

Porque, si bien en términos generales es cierto lo que dice O´Brian (aunque yo no estaría tan seguro en algunas de sus conclusiones más extremas), lo cierto es que hoy día no solo se trata de hacer pasar lo malo por bueno, sino también lo bueno por malo. La corrupción y manipulación del lenguaje que sufrimos excede con creces la que se padecía a finales de los años 90, cuando se escribió el libro, aunque la intención sea la misma: crear una confusión lo suficientemente fuerte como para desviar del buen camino a las futuras generaciones y a las que ya están en marcha. Destruido así, a través de la confusión, el lenguaje simbólico, se perderá sin duda una de las vías principales de acceso a la realidad de las cosas.

Esta inversión entre el bien y el mal, no es más que una parte de esa poderosa y demoníaca «conspiración para protegernos de lo real» que constituye la cultura moderna. Encontrarnos con la realidad es parte esencial de lo humano y, en ese encuentro, hay algo esencialmente bueno que forma parte de nosotros, como entes reales que somos incursos en un mundo real, y cuya privación nos aleja de aquello que estamos llamados a ser. Esta confusión que tal inversión provoca puede generar frustración, extravío o desencanto; puede herir de muerte a la esperanza, la más pequeña de las tres virtudes teologales según el poeta francés Charles Péguy. Y si dejamos que esto suceda, si permitimos que la pequeña esperanza se debilite y se apague, las otras dos, la fe y la caridad, deambularán perdidas, porque, en palabras de Péguy, «es ella la que hace andar a las otras dos, y la que las arrastra, y la que hace andar al mundo entero y la que le arrastra», (…), «ella sola, guiará a las virtudes y a los mundos». Y el Maligno lo sabe, y por ello trabaja afanoso, con el orgullo humano como materia prima, para acabar con la esperanza y así perdernos.

La lectura de este libro nos ayudará a recordar la importancia de enseñar a los chicos a atender al contexto en el que son nominadas las cosas, a quiénes son aquellos que promueven esa nominación y cuales son sus intereses o intenciones, y por supuesto, a que deben ponerlo todo en relación con lo que las cosas mismas son por razón de su verdadera naturaleza. Lo que nos lleva a una cuestión, quizá obvia, pero que resulta necesario resaltar, y es que hoy parece más necesario que nunca el dar a nuestros hijos la formación religiosa y moral necesaria y suficiente para que, cuando ellos se enfrenten a estas cosas, tengan las armas adecuadas para poder defenderse.

En el fondo, el libro de Michael O´Brian viene a retomar algo sobre lo que, ya a finales del siglo IV, advertía san Juan Crisóstomo a los padres cristianos, en su opúsculo De la vanagloria y de la educación de los hijos (393): «educadles pues en la disciplina y en la enseñanza del Señor (Efesios, 6,4), pero dándoles ejemplo e instruyéndoles en las letras sagradas desde su más tierna edad». El autor canadiense llama nuestra atención sobre ello, sobre aquello de lo que ha de partir todo lo demás que he comentado, una precaución y atención primera sin la que no es posible llevar a cabo una verdadera educación cristiana. Ese es el punto de partida. Por eso este libro de Michael O´Brian, Paisaje con dragones, es bienvenido, y agradecemos a Vita brevis que lo haya traducido y lo haya puesto nuestra disposición. Un libro instructivo y estimulante que todo padre debería consultar.

16.11.20

El olvido de la memoria (y su rescate a través de la poesía)

                «La puerta de la memoria» Obra de Dante Gabriel Rossetti (1828-1882).

   

 

«Dios nos dio la memoria para que pudiéramos tener rosas en diciembre».

James M. Barrie

 

«Tengo una espléndida memoria para el olvido, David».

R. L. Stevenson. Secuestrado

 

   

 

Al final de la novela Farenheith 451 (1953), de Ray Bradbury, Guy Montag, el protagonista, logra escapar de sus perseguidores y en su huida descubre que no está solo, que hay otros como él, personas que aman los libros y que viven ocultas, lejos de la nueva civilización. Estos exiliados tratan de conservar, para las generaciones futuras, los tesoros literarios proscritos por el régimen, y lo hacen a través de la memoria. Cuando le preguntan a Montag qué obras desea consagrarse a memorizar, menciona dos de los libros de la Biblia: el Eclesiastés y el Apocalipsis.

Comienzo con esta evocación del libro de Bradbury para resaltar que memoria, aprendizaje y literatura han estado juntas desde un comienzo y desde entonces se han entrelazado como los tallos de una enredadera trepando sobre un muro, firmemente unidos y mutuamente dependientes. Pero esta, en un principio, firme unión ha ido resquebrajándose con el tiempo, y si bien la memoria ha sobrevivido a las acometidas de la imprenta, los augurios sobre su futuro en la era de las pantallas son sombríos. Aunque las advertencias nos vienen de lejos. Ya Platón en uno de sus Diálogos (Fedro), pone en boca de Sócrates las siguientes palabras premonitorias, que se refieren al efecto que podrá causar el cambio de la oralidad por la escritura, pero que hoy son igualmente aplicables a nuestra novísima tecnología:

«Esto [la generalización de la escritura], en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán valiéndose de caracteres ajenos, no desde su propio interior y de por sí. No es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos». (Platón. Fedro).

Probablemente, desde hace ya una generación al menos, se ha impuesto en el campo de la enseñanza la idea de que la memorización es, en el mejor de los casos, innecesaria, y en el peor, francamente dañina. ¿El argumento?, que sería perjudicial para la creatividad de los niños y para la comprensión y el disfrute del aprendizaje, lo que pone de manifiesto una identificación errónea de la memorización como una mera acción mecánica carente de sentido y de significado.

¿Y cómo ha ocurrido esto?

Una de las características de nuestra modernidad es que la historia se ha acelerado, los acontecimientos se suceden a velocidad de vértigo y se devoran a si mismos sin solución de continuidad. Las cosas caen con creciente rapidez en un pasado que semeja irrecuperable.

La respuesta de la modernidad ante esta vorágine epistémica no ha sido potenciar la facultad de la memoria, sino prescindir de ella y crear archivos y registros, bases de datos y pendrives de memoria, para reemplazarla o incluso borrarla. La memoria se ha vuelto irrelevante. Hemos optado por renunciar a la facultad en la que hasta hace no mucho nos basábamos para formar nuestro conocimiento del pasado, para conformar nuestro conocimiento presente y para proyectar nuestras previsiones futuras. Al borrar la memoria y descargar este «peso de conocimiento» sobre esos artificios técnicos, perdemos un recurso precioso que no puede ser sustituido simplemente por un montón de bytes. Pero, ¿por qué habríamos de esforzarnos si estos almacenes de datos cibernéticos nos hacen el trabajo?

Sin embargo, por mucho que se la aparte a un rincón oscuro, la memoria no deja de ser vida, siempre encarnada en sociedades vivaces y vigorosas y en los individuos que las componen y, como tal, en permanente conformación entre el pasado y el presente, en constante reconstrucción… la memoria es tradición y saber, son «las opiniones y reglas de vida antiguas», cuya falta, según el pensador inglés Edmund Burke (1729-1797), nos privaría de una «brújula que nos gobierne».

Es, además, quizá nuestro último reducto de identidad e independencia, pues como dice el también británico Dr. Johnson (1709-1784):

«El futuro es flexible y dúctil, y se moldeará fácilmente por una fuerte fantasía en cualquier forma. Pero las imágenes que presenta la memoria son de una naturaleza obstinada e intratable, los objetos de recuerdo ya han existido, y dejaron su firma detrás de ellos impresa en la mente, para desafiar todos los intentos de deflagración o cambio.

Dado las satisfacciones que surgen de la memoria son menos arbitrarias, resultan más sólidas y, de hecho, son las únicas alegrías que podemos llamar nuestras. Cualquier cosa que hayamos hecho reposar una vez, como Dryden lo expresa, en el sagrado tesoro del pasado, está fuera del alcance del accidente o la violencia, y no puede perderse por nuestra propia debilidad o la malicia de otro».

Por lo tanto, hemos de concienciarnos de que olvidar la memoria –como está sucediendo– traerá consigo una amnesia cultural que conducirá al suicidio de nuestra civilización. El filósofo ruso Nikolái Berdiáyev (1874-1948) ve en este credo del olvido «una deificación totalmente ilegítima del futuro a expensas del pasado y del presente», mientras que filósofo Eric Voegelin (1901-1985) advierte que conducirá a la «muerte del espíritu», y el poeta William Butler Yeats (1865-1939) que nos llevará la «marchitez del corazón».

Pero eso no es todo. Además, la proscripción de la memoria ha perjudicado el aprendizaje de los niños. El niño nace con un deseo instintivo de memorizar que está estrechamente relacionado con la adquisición del lenguaje. Si lo ignoramos o permitimos que se desarrolle al azar, no solo perderemos una de las mayores oportunidades de construir patrones de lenguaje sofisticados, sino que empobreceremos su inteligencia. Lo queramos o no, el niño, de forma automática, memorizará aleatoriamente todo aquello que encuentre en su entorno (constituido hoy, preferentemente, por la televisión, los videojuegos e internet). En otras palabras, si no le proporcionamos rimas populares, o a Lorca o a Stevenson, por ejemplo, memorizará los eslóganes de los anuncios de juguetes y las letras de Lady Gaga.

Por esta razón, desde hace tiempo han comenzado alzarse voces discrepantes contra ese apartamiento del aprendizaje memorístico, tanto autorizadas como profanas. Y en la neurociencia y en la mejor pedagogía ya hay poca discusión al respecto de la bonanza y el valor cultural, neurológico y lingüístico del aprendizaje memorizado.

Dice santo Tomás en su Summa Theologica: «Nadie se deleita a no ser en algún bien que le es conveniente, bien sea en la realidad, bien sea en la esperanza, o por lo menos en la memoria». Para esto último, podemos y debemos entrenar la memoria y hacer que esa facultad, tan deleznada y abandonada hoy, sea rehabilitada, posibilitando el disfrute de ciertos tesoros cuando los necesitemos.

Pero hay algo más. Porque aunque la lectura y memorización de la literatura ––y en especial de la poesía–– es, como nos dice santo Tomás, su propia recompensa, hacerlo desde la primera infancia crea además una rica base lingüística que facilita no solo la futura apreciación literaria, sino que, a mayores, enriquece a la persona.

Los franceses llaman «lieux de memorie» a cosas cuyo propósito es detener el tiempo, para bloquear el trabajo del olvido, objetos que representan una voluntad de recordar, de conservar y, a un tiempo, de facilitar el nacimiento de nuevos recuerdos. Los libros son «lieux de memorie» por excelencia y más excelentes cuanto mejores sean. Allí se almacenan hechos, sentimientos, emociones, experiencias, adulaciones, valoraciones, críticas, enseñanzas, alabanzas, distracciones o estímulos, pero, no solo sirven de almacén, sino que también tienen la capacidad de generar nuevos significados y de resucitar los antiguos en un juego constante entre la memoria, la imaginación y la razón.

El profesor Andrew Pudewa nos dice que la memorización también es útil (y fundamental) en estos otros aspectos:

1º.- Facilita el correcto crecimiento neurológico de los niños: «Las neuronas establecen conexiones en función de la frecuencia, la intensidad y la duración de la estimulación. Cuando los niños memorizan –y mantienen la capacidad de recitar–, estas tres variables están involucradas de manera poderosa, fortaleciendo la red de conexiones neuronales que construyen los cimientos de la inteligencia bruta».

2º.- Refuerza su capacidad de aprendizaje, puesto que «el sentido de logro que acompaña a la memorización de la poesía construye la confianza lingüística e incluso académica y se extiende a otras áreas». De esta manera, el niño «creerá que puede aprender cualquier otra cosa». En suma, «el aprendizaje de memoria no solo fortalece la mente, sino también el corazón y el espíritu del niño».

Vista la importancia de traer de nuevo con nosotros y sobre todo con nuestros hijos a esa adusta ama de llaves (la memoria) para que se ponga a jugar con la «loca de la casa» (la imaginación), la gran pregunta es ¿cómo hacerlo? El primer paso es comenzar por un programa de ejercicio intensivo y una dieta de alimentación equilibrada para hacer crecer el músculo memorístico. Después llega el mantenimiento, para no perderlo.

Es un hecho conocido que en una etapa inicial (aproximadamente de los 3 a los 12 años), las mentes de los niños son como esponjas. Se empapan de información y absorben hechos, hechos y más hechos. En este período su imaginación vaga sin rumbo y demanda ansiosamente alimento, y estos datos, hechos, fragmentos, deben ser su dieta. Contrario al desprecio moderno que hoy enfrenta este tipo de aprendizaje, no hay nada equivocado en conocer datos y hechos y dominarlos para, depositándolos en el granero de la memoria, gestionarlos después como almacén de información. Aunque puede ser inicialmente algo un poco árido y laborioso, los niños pronto podrán retener fácilmente esa información y les encantará exhibir su dominio sobre la misma.

Tras esta primera etapa de crecimiento, la memoria debe continuar siendo alimentada, ejercitada y fortalecida en los niños mayores y los jóvenes.

Pero, ¿cual es el alimento y el tipo de ejercicio ideal para este régimen, tanto de grandes como de chicos? En suma, ¿qué deberían memorizar? La respuesta es clara: poesía.

La poesía parece hecha ex profeso para entrenar la memoria y hacerla crecer en el recuerdo y la belleza, pues en ella ambas cosas se potencian mutuamente: la música del poema ayuda a recordarlo y su letra esculpe las notas de la melodía en la memoria.

El poeta británico Isaac Watts (1674-1748) publicó en 1715 una obra titulada Canciones Divinas en lenguaje fácil para el uso de los niños. Se trató de uno de los primeros intentos por parte de un literato reconocido de escribir versos específicamente para niños. Watts creía en la importancia de la educación temprana y en el poder del verso para el aprendizaje: «lo que se aprende en el versículo es más largamente retenido en la memoria y más pronto recordado».

Abundando en esta idea, Andrew Pudewa señala:

«Los poemas, por su propia naturaleza, son más fáciles de recordar que la prosa (…). Como las canciones, las rimas y los patrones rítmicos intrínsecos a la poesía, crean una previsibilidad que ayuda y acelera la memorización. Las rimas infantiles existen por una razón».

Los más pequeños tendrán de empezar con las rimas y canciones tradicionales, para ir creciendo poco a poco en complejidad, combinando estas con autores como Stevenson, Beatrix Potter, Gloria Fuertes e incluso otros que, si bien no escribieron poesía específicamente para niños, tienen en su producción notables ejemplos de poemas infantiles (algunos de ellos podemos encontrarlos en antologías como la ya clásica Mi primer libro de poemas (1997), con poemas de Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y otros).

A los mayores (a partir de los 12 años), no será necesario que les hagamos memorizar el Eclesiastés, como Guy Montag, el protagonista de Farenheith 451, ni La Divina Comedia de Dante, al menos por ahora. Bastará con que sigamos el consejo del profesor Denis Quinn, el colega de John Senior, de que «la primera cosa que debe hacerse con un poema o canción es simplemente aprenderlo de memoria», y apliquemos este principio primero a poemas cortos para luego ir ampliando el campo a obras de mayor extensión y complejidad. Aquí se puede acudir también a diversas antologías, algunas de ellas ya citadas en este blog: Antología de la literatura infantil en lengua española (1966) de Carmen Bravo-Villasante, El silbo del aire (1965) de Arturo Medina, y 350 poemas para niños de la biblioteca Billiken. Hay que empezar por lo más bajo, pues ya sabemos que «lo más alto –como recuerda Thomas Kempis– no se sostiene sin lo más bajo».

Y leamos los poemas en voz alta. El crítico Harold Bloom (1930-2019) nos dice algo al respecto:

«He aquí un primer punto crucial sobre cómo leer poemas: en lo posible, hay que memorizarlos. (…) A las relecturas silenciosas de un poema breve que realmente nos ha tocado debería seguir el recitado en voz alta, hasta que nos descubrimos poseídos por el poema (…). Confiado al recuerdo, el poema nos posee y así podemos leerlo con más atención, que es lo que exige la gran poesía para dar sus recompensas».

Hagamos entonces que los niños memoricen poemas y los reciten en voz alta; no hay mejor ejercicio para el gusto y la memoria. Y sigamos el consejo que el malogrado pensador ruso Pável Florenski (1882-1937) daba a sus hijos en la distancia, desde su prisión siberiana:

«No dejes nunca de leer en voz alta hermosos poemas».

 

P.D. Además de las obras citadas, querría recomendarles dos libros de poesía editados por dos pequeñas editoriales católicas. Uno, un breve pero intenso libro del que ya hablé aquí, Elogio de la niñez, del poeta argentino y amigo José A. Ferrari, editado por Vórtice. El otro, 400 poemas para explicar la fe (selección de poemas religiosos para la catequesis) de Yolanda Obregón y editado por Vita Brevis, una antología de poesía religiosa diferente por la forma en que la autora la presenta, ordenada y en correspondencia con las Sagradas Escrituras, inspiración principal y origen y destino de todos los poemas.

 

9.11.20

Literatura cristiana, ¿ayuda u obstáculo?

                          «San Jerónimo» (detalle). Obra de Jan Massys (1509-1575).

 
 
 

«El ojo del poeta ve menos claramente, pero ve más allá que el ojo del científico».

Peter Kreeft


 

Hace no mucho hablé de escritores católicos, de los modernos y los contemporáneos, de su grandeza, de las dificultades de su oficio y del difícil mundo en el que se desenvuelven. Hoy quiero detenerme en la conveniencia o no de servirnos de sus obras. Y a ese respecto me asaltan una serie de preguntas aunque, ni son mías ni son nuevas.

¿Puede la lectura de estas obras ayudar espiritualmente al indeciso, al extraviado, incluso al alejado o al hostil? ¿O podría tratarse de medios de distracción o, incluso, de corrupción? ¿Deben o no deben ser leídas? ¿por quien y cómo? Y, sobre todo, ¿deben serlo en la busca de un apoyo, de una ayuda espiritual, o esto sería un error?

Todas estas preguntas arraigan en un tema más general, ampliamente tratado y discutido desde Platón: si la lectura sirve o no sirve de educadora y de acicate moral y espiritual, o, por el contrario, es un mero divertimento indiferente a la acción y a la conformación del carácter del lector.

Si bien Platón, en el último libro de La República, se manifiesta contrario a la actividad lectora, no lo hace por su inutilidad, sino por su peligrosidad, lo que habla en favor de su influencia (sea esta buena o mala). Aristóteles, por su parte, en su Poética, se muestra a favor de la lectura, al afirmar que el hombre purga así el exceso de emoción y obtiene una visión más racional de las cosas que le rodean.

Ya en el Renacimiento, en Una apología de la poesía (1583), Sir Philip Sidney, siguiendo a Aristóteles, defendió que la poesía revela universales y por ello es profundamente filosófica, para, yendo todavía más lejos que el filósofo, afirmar que es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía puede enseñar lo bueno, pero no mover nuestros corazones para actuar respecto a ese conocimiento.

Hoy día la polémica continua. Como muestra de una de las posiciones, el poeta y crítico W. H. Auden, en una famosa línea de su poema En memoria de W. B. Yeats, dice lo siguiente: «La poesía no hace que nada suceda». Auden explicitó en uno de sus ensayos a qué se refería, señalando que la poesía no se ocupa de decirle a la gente qué hacer, sino que solo la empuja a realizar una elección racional y moral, pero sin determinar su sentido. Como ejemplo de la otra, el también poeta contemporáneo Ezra Pound, señala: «propiamente, deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».

Pero, ¿qué hay de nuestros escritores católicos, más allá de la discutida cripto-confesionalidad de sir Philip Sidney? Para responder a esta pregunta, quizá deberíamos acudir a la opinión de quién, seguramente, es el primer y, por ahora, único santo novelista (a expensas de lo que ocurra con Chesterton): el cardenal Newman.

Apenas una década antes de escribir su primera novela, Perder y ganar (1848), un Newman todavía anglicano había advertido a sus feligreses en el sermón titulado El peligro de los logros, contra los riesgos de leer o escribir novelas: «hacemos daño a nuestro sistema moral interno, al igual que podríamos estropear un reloj u otro mecanismo jugando con las ruedas del mismo. Debilitamos sus resortes y estos dejan de actuar eficazmente» (…) «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción. Cuando leemos novelas no tenemos nada que hacer; leemos, somos afectados, somos enternecidos o somos provocados; pero eso es todo. Nos enfriamos de nuevo y nada resulta de ello». Estos recelos, basados en la posible influencia corruptora, o como mínimo, paralizadora, de la lectura de novelas, son casi tan antiguos como la propia novela como género, o incluso la propia lectura, pues ya hemos visto que de tal rechazo puede seguirse rastro hasta Platón. Así pues, que la lectura de novelas podía conducir a una disipación del sentimiento moral a expensas de la acción moral era una posición conocida en aquel tiempo. A pesar de este inicial recelo, sabemos por sus cartas, que Newman comenzó a disfrutar de la lectura de novelas —por ejemplo, elogió a Walter Scott— y, sobre todo, que finalmente superó sus escrúpulos morales a las mismas, o, la menos, consideró sus efectos beneficiosos superiores a los perniciosos.

En la serie de conferencias recogidas bajo el título Idea de la Universidad (1852), el cardenal escribe en términos elogiosos lo siguiente:

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia y la sabiduría perpetuada, si por los grandes autores los muchos son llevados a la unidad, el carácter nacional se fija, un pueblo habla, el pasado y el futuro, el Oriente y el Occidente se comunican entre sí, si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Aquí, Newman hace una defensa del arte literario, y no solo artística (en referencia a una posible via pulchritudinis), sino de igual manera instrumental, aunque esta utilidad instrumental lo sea para algo tan inmaterial como es el beneficio del corazón y el alma. Se trataba de una defensa intelectual de la bondad de la novela que, a un tiempo, se volvería práctica.

Y es que, cuatro años antes, en 1848, Newman había escrito su primera novela (Perder y ganar, parcialmente autobiográfica) y ocho años después escribiría la segunda (Calixta, 1856). Ambas obras tienen la misma temática ––la experiencia de una conversión––, aunque en diversos escenarios y épocas: el Oxford de su tiempo, la primera, y el Imperio romano de mediados del siglo III bajo las persecuciones del emperador Decio, la segunda.

¿Qué fue lo que llevó a Newman a cambiar de opinión?: El convencimiento de que el arte literario puede ser beneficioso, de acuerdo a la idea (parafraseando lo que C. S. Lewis diría casi cien años después), de que «a veces los cuentos [de hadas] dicen mejor lo que hay que decir».

Newman escribió sus dos novelas movido por dos motivos:

Primero, de acuerdo a sus palabras, como respuesta a un «cuento, dirigido contra los conversos de Oxford a la fe católica». Ese cuento era la novela anti católica titulada De Oxford a Roma (1847), de Elizabeth Harris, que incidía en una temática ya iniciada por otras obras del mismo estilo, como la de su compañero tractariano William Sewall, Hawkstone, publicada en 1845. Newman quiso hacer frente a esos ataques a los conversos al catolicismo con las mismas armas con que eran perpetrados.

Y segundo, para tratar de hacer algo que con sus escritos teológicos y filosóficos sabía que no podría hacer: mover a la fe a sus lectores. Estos dos relatos tienen el poder conmover a quien los lea, independientemente de su fe, y llevarlo a sentir simpatía por el converso, e incluso a identificarse con él. Newman esperaba que esta simpatía eliminara los obstáculos emocionales a la conversión potencial del propio lector, obstáculos que él conocía bien por haberlos padecido. Respecto de Calixta, señaló que se trataba de «un intento de imaginar y expresar, desde un punto de vista católico, los sentimientos y relaciones mutuas de cristianos y paganos en el período al que pertenece», y especialmente, el sentimiento de una conversión en un ambiente hostil al cristianismo.

¿Y qué hay del citado Chesterton? En Herejes (1905), un Chesterton temprano nos habla de la lectura de novelas con su original y sorprendente visión:

«En cierto sentido, es más valioso leer literatura mala que buena. La buena literatura puede hablarnos de la mente de un hombre; pero la mala literatura puede revelarnos la mente de muchos hombres. Una buena novela nos cuenta la verdad de su héroe; pero una mala novela nos cuenta la verdad de su autor. Y mucho más que eso, nos cuenta la verdad de sus lectores. Además, por curioso que parezca, nos dice más cosas cuanto más cínico e inmoral sea el motivo de su creación. Cuanto más insincero es un libro en tanto que libro, más sincero resulta en tanto que documento público. Una novela sincera muestra la simplicidad de un hombre concreto; una novela insincera muestra la simplicidad de toda la humanidad. Las decisiones pedantes y los ajustes definibles de los hombres pueden hallarse en papiros, en libros fundacionales y en escrituras; pero las ideas básicas y las energías eternas deben buscarse en las novelitas de a un penique [las “chuches” de la época]. Así, un hombre, como muchos hombres de auténtica cultura de nuestro tiempo, puede no aprender nada en la buena literatura más allá del poder de apreciar la buena literatura. Pero de la mala literatura podría aprender a gobernar imperios y recorrer el mapa de la humanidad».

Chesterton habla aquí, entre otras cosas, de los «buenos libros malos» (que más tarde serían también elogiados por George Orwell), en referencia a aquellos que logran un efecto sorprendentemente estimulante y beneficioso para el alma a pesar de los defectos de estilo y construcción, que los descalifican como literatura. Siguiendo con Herejes, continúa el autor inglés diciendo:

«La gente se pregunta por qué se leen más novelas que ensayos científicos, que obras sobre metafísica. La razón es muy simple: sencillamente porque la novela es más verdadera que las otras obras. En ocasiones, legítimamente, la vida aparece en forma de ensayo científico. A veces, más legítimamente aún, la vida aparece en forma de obra de metafísica. Pero la vida es siempre una novela. Nuestra existencia puede dejar de ser canción; puede dejar incluso de ser un lamento hermoso. Tal vez nuestra existencia no sea una justicia inteligible, o incluso puede ser un mal cognoscible. Pero nuestra existencia sigue siendo una historia».

Soy de la opinión de Newman, de que la literatura (la gran literatura, la buena literatura e incluso la buena mala literatura ––las “chuches”––, cada una en su medida) puede ser útil para el corazón y para el alma, como una suerte de bendición. Este es, además, el estilo de Dios, observable en la propia Biblia y en la forma de expresarse de Nuestro Señor, al igual que en la forma y manera que ha dado a nuestras vidas, que, como dice Chesterton, no son otra cosa que una historia. En esta misma línea, George MacDonald decía que desdeñaba las abstracciones, considerándolas «momias de prosa sin vida». Él, como cristiano, prefirió la imaginación y la parábola como formas de liberar la verdad de la prisión de los argumentos y del discurso estrictamente racional, y así despertar la fe moribunda. Estoy de acuerdo con MacDonald y su dramatización de la ética y de la fe, con el arte literario como instrumento, bien sea para reflejar, a través de la belleza, la huella del hacer divino que habita en el corazón de las cosas, bien sea, como dijo Flannery O´Connor, para reflejar solo «nuestra condición rota y, a través de ella, el rostro del diablo que nos posee», pues, como ella decía «este es un logro modesto, pero quizás necesario».

No obstante, la lectura no puede ser la única, ni siquiera la principal de las ayudas que ofrezcamos a nuestros hijos. Los libros deben limitarse a ser lo que deben ser: guías, muestrarios, ejemplos, o incluso distracciones. Nuestros hijos no deben dejar de frecuentar, en la mayor medida posible, la propia vida, la vida real, la que da sentido a esos mapas y guías, pues si el sentimiento y la voluntad, si el deseo de hacer el bien, de alcanzar la verdad y de contemplar la belleza quedan circunscritos al interior de unos libros, por muy buenos y bellos que estos sean, la misión estará abocada al fracaso. No se trata simplemente de sustituir las pantallas por los libros. Por ello el libro y la lectura habrán de ser un medio y nunca un fin. Quizá a este riesgo se refería Newman cuando advertía de que «el peligro de una educación literaria es que separa el sentimiento de la acción».

Así que ya termino. Y lo hago con un ejemplo muy gráfico de alguien que hizo uso, junto al rezo y la ayuda de la gracia, de esas buenas lecturas católicas para apuntalar su fe. Para ello les invito a acercarse al Diario de oración de la citada Flannerty O’Connor. Este diario (editado en castellano por Encuentro), abarca desde enero de 1946 hasta septiembre de 1947. O’Connor tiene en ese momento veinte años, está muy lejos de casa, estudiando en la Universidad de Iowa, y su futuro, no ya como escritora sino como católica, pende de un hilo. Por primera vez en su vida se encuentra sola, bajo la influencia de maestros eruditos pero sin fe y compañeros igual de extraviados, que la arrastran a una situación de crisis espiritual. Ella solo puede aferrarse a la fe de su infancia, pero… ¿será suficiente? O’Connor clama en oración: «Temo, oh Señor, perder mi fe. Mi mente no es fuerte. Es una presa de todo tipo de charlatanería intelectual». Ella continúa diciendo que tiene «miedo de las manos insidiosas, oh Señor, que andan a tientas en la oscuridad de mi alma», y le ruega que la proteja.

Flannery rezó y rezó, rogó por su alma y se dejó abrazar por la gracia, pero también participó en la lucha con su propio esfuerzo. Siguiendo el consejo de san Agustín rezó «como si todo dependiera de Dios» y se esforzó «como si todo dependiera de ella», y en este «esfuerzo» tuvieron parte destacada sus buenas lecturas. Ella comienza leyendo a Kafka, pero la pesadumbre del autor checo la atenaza, al darse cuenta que en él la acción de la gracia es prácticamente inexistente. Así que recurre a los franceses Georges Bernanos y su Diario de un cura rural (1936), y Léon Bloy. Y en ellos descubre a la gracia operar sobre las almas. Se trata de escritores católicos que tratan lo sobrenatural con gran seriedad, pero al mismo tiempo, con naturalidad. O’Connor toma a Bloy como modelo de cómo reaccionar ante el mundo contemporáneo; su lectura la perturbaría sanamente. Ella lo describió así: «Bloy es un “iceberg” lanzado contra mí para romper mi Titanic y espero que mi Titanic se rompa». Más tarde llega a sus manos Arte y Escolástica (1947) de Jacques Maritain, de donde la escritora toma con entusiasmo una ars poetica propia; escribe tras leerlo: «Quiero ser la mejor artista que pueda ser bajo la luz de Dios.» (…) «Dios me ha dado todo, todas las herramientas, incluso las instrucciones para su uso, incluso un buen cerebro para usarlas, un cerebro creativo para hacerlas inmediatas a los demás». Todas sus dudas se van disipando y va creciendo en ella la fe; su catolicismo se va manifestando a través de su naturaleza artística. Flannerty O’Connor salvó finalmente el escollo y en ello la ayudó, aunque fuera levemente, sus lecturas, sus buenas lecturas católicas.

¿Qué más quieren que les diga…? Creo que las preguntas han sido respondidas, al menos para mí. Espero que lo aquí escrito les sirva a ustedes de ayuda.