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Detalle de «La caza del unicornio», serie de tapices flamencos, entre 1495 y 1505.
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«¿Vamos a negar la existencia del unicornio porque lo más del tiempo sea animal invisible, oculto como un sueño? Por ese camino llegaríamos a negar la existencia del alma humana. ¡Invisibilidad no quiere decir irrealidad!»
Álvaro Cunqueiro
«Alicia no pudo impedir que los labios se le curvaran en una sonrisa mientras rompía a hablar, diciendo:
—¿Sabe una cosa?, yo también creí siempre que los unicornios eran unos monstruos fabulosos. ¡Nunca había visto uno de verdad!
—Bueno, pues ahora que los dos nos hemos visto el uno al otro —repuso el unicornio—, si tú crees en mí, yo creeré en ti, ¿trato hecho?»
Lewis Carroll
Entre mis sobrinos se encuentra una niñita de unos cuatro años, muy despierta, pizpireta y con el encanto propio de los modos y el lenguaje de su tierna edad (no es una excepción. Tengo la suerte ––y sus padres más–– de que todos mis sobrinos son estupendos). Ella me recuerda y no me recuerda a mis hijas con esa edad. Cada niño es un mundo, un pequeño universo abierto e inocente, inmaculado y dispuesto a creer en lo que hay que creer. Pues bien, a esa niñita le entusiasman los unicornios, y esa afición suya ha despertado mi curiosidad y me ha hecho interesarme por el tratamiento dado a estos seres míticos en la literatura infantil y juvenil.
Probablemente, los unicornios son, junto con los dragones, las más conocidas criaturas que pueblan las fantasias infantiles, aunque, sin duda, su origen se encuentre mucho más allá, perdiéndose entre la niebla, en el principio de los tiempos.
Durante la mayor parte de ese largo período, hasta bien entrada la Edad Media, predominó la creencia de que se trataba de animales reales, de carne y hueso. Para encontrar la primera referencia escrita conocida hay que remontarse al año 400 a. C., cuando el historiador griego Ctesias describió un animal parecido a un unicornio en sus escritos sobre la India. Incluso Aristóteles en su obra, Historia de los animales, dio por buena la existencia del «asno indio» de un solo cuerno descrito por Ctesias. Más tarde Plinio el Viejo (Naturalis historia) y Claudio Eliano (De Natura Animalium) vuelven a hablarnos de él, lo mismo que san Isidoro en sus Etimologías.
Pero es en la Edad Media cuando el unicornio adquiere un relieve nuevo, y de una criatura feroz, veloz e imposible de capturar, con un cuerno mágico capaz de curar numerosas dolencias, pasa a adquirir una nueva dimensión, como símbolo de pureza, protección y caballerosidad. Hasta llegó a rodeársele de connotaciones religiosas, atribuyéndosele, incluso, el ser una alegoría de Cristo; y así, dice el monje y poeta anglo-normando de principios del siglo XII, Philippe de Thaün, refiriéndose al unicornio, en su obra Bestiairie (1121):
«La bestia de esta índole representa a Jesucristo (…) Esta bestia, en verdad, representa a Dios; la doncella representa, sabedlo, a Santa María; igualmente, por su pecho ha de entenderse la Santa Iglesia, y el beso debe representar la paz».
Durante esta época, las imágenes y descripciones de unicornios se incluían comúnmente en los bestiarios medievales como el de Philippe de Thaün, y el unicornio se convirtió en un motivo popular en el arte medieval. Hoy en día todavía se le puede encontrar en todas partes, y los libros para niños son uno de sus lugares favoritos, aunque, ciertamente desprovisto de su carácter místico.
«La dama y el unicornio». Obra de Armand Point (1860-1932).
A diferencia del dragón, el unicornio no es repulsivo u horripilante, sino bello y seductor. Ha sido rastreado (no con mucho éxito) entre varias especies de animales (el narval, el rinoceronte, el ciervo, o el extinto elasmoterio). Se le ha vinculado a los cielos estrellados, asimilando su único cuerno a la proyectada umbra cónica de la luna en el eclipse solar. Se ha recogido y guardado su recuerdo en leyendas, sagas y poemas. Entre sus atributos más significativos se encuentran, en primer lugar, su asta, que frecuentemente se representa en espiral, luego, la vertiginosa rapidez de sus acciones, sus hábitos solitarios, los colores atribuidos a su cuerpo, y finalmente su sumisión y obediencia a las doncellas. Al decir del poeta Rainer María Rilke en sus Sonetos a Orfeo, el unicornio es un animal que,
«No existió, ciertamente.
Pero, porque lo amaban, puro, se hizo»
(…)
«Se aproximó a una doncella,
Y existió en su espejo de plata como en ella».
En cuanto a su carácter, se le atribuye un comportamiento ambivalente y cambiante: en ocasiones es un ser gentil y dócil, pero también puede ser el más feroz de los adversarios. En suma, una criatura fascinante.
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El primer recuerdo literario sobre unicornios que me viene a la memoria es un breve álbum infantil que leí hace años a mis hijas, bellamente ilustrado por Neil Redd y titulado Unicorn dreams (publicado en 1997, y, que yo sepa, no traducido al español). Muestra la historia de un niño clarividente que ve lo que todos los demás no pueden apreciar ––un unicornio que se le aparece en todas partes––, y que una tarde convence a sus compañeros de clase de que los sueños pueden hacerse realidad, conduciéndolos de la mano de su unicornio al país de la fantasía. Se trata solo de uno de muchos posibles ejemplos que podría presentar, pero lo he elegido ––no obstante la imposibilidad de encontrarlo en castellano––, por la delicadeza de la historia y la belleza de sus ilustraciones. Lo cierto es que aunque hoy día pueden encontrarse infinidad de álbumes infantiles con la figura del unicornio entre sus páginas, se trata más de un abuso que de una bendición, ya que la mayoría de las historias son sumamente banales y las ilustraciones que las acompañan no poseen ni un mínimo de belleza (lo que no es de extrañar, pues ese es uno de los grandes defectos de la ilustración contemporánea).
Sin embargo, para chicos algo mayores y amantes de la lectura (de 10 años en adelante), la cosa mejora un poco, y así, se pueden encontrar algunos ejemplos notables.
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Podríamos comenzar por la magnífica novela El pequeño caballo blanco (1946) de Elizabeth Goudge (Medalla Carnegie en el año de su publicación), en la que un unicornio ayuda a la huérfana protagonista, María Merryweather, en su lucha contra los terribles hombres negros del bosque Tenebroso. Desde que la primera Princesa de la Luna huyera del valle de Silverdew con su misterioso caballo blanco ––un unicornio––, sus habitantes viven sometidos a la tiranía de esos hombres malvados. La persuasión de su escenario ––la señorial Moonacre Manor en el centro del idílico valle de Silverdew a mediados del siglo XIX––, su elenco de personajes, entre los que destacan la joven María, ––huérfana, pelirroja y luchadora–– junto con sus aliados animales y su amigo Robin, y el siempre inquietante recuerdo de la Princesa de la Luna y su pequeño caballo blanco, hace singular y recomendable este libro, del que mis hijas guardan grata memoria.
En la más famosa de las novelas de fantasía de Alan Garner, Elidor (1965, no traducida al español), Findhorn, un unicornio, es rescatado por niños protagonistas, quienes, de manera inexplicable, son llevados al fantástico país de Elidor precisamente para ese propósito. No solo es que Findhorn sea una criatura poderosa ––su muerte puede tener repercusiones en todo el universo–– sino que, como la leyenda estipula, también es obediente a una virgen, como es el caso de la joven protagonista Helen. Los chicos descubren que el canto del unicornio podría evitar la catástrofe, pero no saben como lograr que la bestia lo entone. Finalmente, Findhorn, malherido y con su cabeza reposando en el regazo de Helen, canta una melodía salvadora.
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En La última batalla (1956), el libro que da término a las Crónicas de Narnia de C.S. Lewis, aparece un unicornio, de nombre Jewel, cuya prominencia en la historia es evidente, ya que es él quien expresa el sentimiento que ha de embargar a los bienaventurados cuando entren en el Reino de los Cielos. Como es sabido, en este último volumen, Lewis muestra, alegóricamente, la visión de la escatología cristiana del mundo: la conciencia de que la vida de cada persona termina con las cuatro últimas cosas: muerte, juicio y, como resultado de este, Cielo o Infierno. Jewel el unicornio lo recuerda diciendo: «todos los mundos llegan a su fin; excepto el propio país de Aslan», y, luego, cuando él mismo llega a este lugar (el Cielo) exclama lo que todos los salvados exclamarán: «¡Por fin estoy en casa! ¡Éste es mi auténtico país! Pertenezco a este lugar. Ésta es la tierra que he buscado durante toda mi vida, aunque no lo he sabido hasta hoy».
Por último, en Un planeta a la deriva (1980), de Madelaine L’Engle (la tercera parte de El Quinteto del Tiempo, iniciado por el famoso y premiado libro, Una arruga en el tiempo), Gaudior, un unicornio, es enviado para ayudar a uno de los protagonistas, Charles Wallace, a «entrar» físicamente en cuatro personajes del pasado. Al mirar a través de sus ojos, comenzará a comprender las experiencias por ellos vividas y a aprender de las mismas (en lo que constituye un velado elogio a la tradición), lo que le ayudará a tratar de evitar el estallido de una guerra nuclear mundial. Pero, cada segundo cuenta y la amenaza es inminente. ¿Podrá Charles, con la ayuda del unicornio y de su hermana Meg, impedir el desastre?
Podría seguir enumerando ejemplos; no tienen más que acercarse a cualquier librería y rebuscar por entre sus estantes y mostradores. Verán que los unicornios se han apoderado de ellos. Y si bien los encontraremos en su versión más benéfica ––aunque trivial y secular––, a la misma difícilmente le sería aplicable el versículo del salmo 92 con el que termino:
«Et exaltabitur sicut unicornis cornu meum»
(Salmos, 92, 11).