3.09.25

¿Cómo fomentar la lectura en los hogares?

            «Primera lección de lectura». Obra de Carlton Alfred Smith (1853-1946).

     

          

          

 

«Aprender a leer es encender un fuego; toda sílaba deletreada brilla».

Víctor Hugo. Los Miserables

  


«¡Oh, qué libros solían leer
aquellos niños de antaño!
Así que, por favor, por favor, te lo suplicamos,
ve y tira tu televisor,
y en su lugar puedes instalar
una preciosa estantería en la pared».

Roald Dahl. Charlie y la fábrica de chocolate

  


«Los niños se hacen lectores en el regazo de sus padres».

Emilie Buchwald

 

 

 

Hay en los niños una disposición innata hacia el asombro y la maravilla, una facilidad para dejarse llevar por los sueños y navegar bajo el timón de su imaginación. Nacen, además, con una mirada poética que los hace únicos. Pero si no cuidamos y alimentamos esos dones, pronto se marchitan, pronto se anquilosan. La lectura de buenos libros puede ser un medio privilegiado para cultivarlos. Sin embargo, no olvidemos que los niños no nacen sabiendo leer: hay que enseñarles.

Además, como también saben padres y maestros, aunque hayan aprendido las primeras letras, los niños evitan la lectura cuando esta se les hace ardua. Por ello, es importante trabajar dos frentes que se refuerzan el uno al otro: mejorar sus habilidades lectoras y alimentar su motivación. Un niño al que le cuesta leer tenderá a alejarse de la lectura; uno al que se le ofrezcan libros que no despierten su interés también lo hará. De ahí la necesidad de sostener simultáneamente estos dos frentes: la técnica y el deseo. La lectura, entonces, se convierte en una vía magnífica para dar curso y alimento a sus dones naturales.

El hogar es el primer escenario donde esto puede hacerse realidad. Pero requiere la implicación activa y consciente de los padres. No basta con un apoyo ocasional: hablamos de un compromiso personal, específico e insustituible. No se trata de colaborar de manera esporádica y marginal en actividades escolares —siempre convenientes, sí—, sino de asumir lo que solo los padres pueden hacer en casa. Han de reconocer la fuerza que tienen en sus manos y ejercitarla con diligencia, amor y constancia.

¿Y qué es eso que pueden —y deben— hacer los padres en el hogar?

El primer paso no es solo que los libros deban ser fomentados con entusiasmo por los adultos, que por supuesto es muy importante, sino, y sobre todo, que los niños vivan en ellos, con ellos, entre ellos, y para ellos. Los libros deberán estar siempre accesibles para el niño. Esto significa que deben estar literalmente en todas partes. C. S. Lewis, en su libro autobiográfico Cautivado por la alegría, escribió:

«Mi padre compraba todos los libros que leía y nunca se deshacía de ninguno. Había libros en el estudio, libros en el salón, libros en el guardarropa, libros (en doble fila) en la gran estantería del rellano, libros en un dormitorio, libros apilados hasta la altura de mi hombro en el ático, libros de todo tipo que reflejaban cada etapa pasajera del interés de mis padres, libros legibles e ilegibles, libros apropiados para un niño y libros que enfáticamente no lo eran…».

Y la escritora Eleonor Farjeon, nos cuenta a su vez lo siguiente:

«En la casa de mi niñez había una habitación que llamábamos “la pequeña biblioteca”, aunque cierto es que cada habitación de la casa podría haberse llamado así.

Nuestra sala de juegos, en el piso de arriba, estaba llena de libros. Abajo, el despacho de mi padre estaba lleno de ellos. Forraban las paredes del comedor, inundaban la sala de estar y subían hasta los dormitorios. Nos hubiera parecido más natural vivir sin ropa que sin libros y más contrario a la Naturaleza no leer que no comer».

Lograr esto es más sencillo de lo que parece, ya que se pueden adquirir libros de calidad por un módico precio.

Asimismo, hay muchas otras maneras de incorporar la lectura a la cotidianeidad del hogar y la familia. He aquí varias ideas para comenzar, algunas ya tratadas con mayor detalle en este blog, que, puestas en práctica con regularidad, integrarán la lectura en la vida diaria de los niños y, más aún, despertarán en ellos el amor por los libros. No requieren formación especial ni materiales sofisticados, solo dedicación y cariño. Se trata, simplemente, de convertir, a los ojos de los niños, la lectura y el trato con los libros en un comportamiento familiar más, una actividad que la familia practica y vive como algo natural.

Primero. Eviten que los niños tengan contacto con los malos libros

Esos que les muestran de forma inadecuada la cruda realidad del mundo de los adultos y les sugieren un perturbador conocimiento de asuntos que exceden su capacidad y naturaleza. Pero no sean excesivamente rígidos con los consejos ni severos con las prohibiciones. La prohibición genera curiosidad (ya lo decía Ovidio: «Lo que somos libres de hacer nos disgusta. Lo que está prohibido nos abre el apetito»). Que haya un equilibrio entre su libertad y la orientación parental.

Segundo. Comiencen temprano

Cuanto antes, mejor: cuando son bebés, e incluso antes, en el seno materno, exponiéndolos tempranamente a los sonidos y ritmos del lenguaje. Los libros sencillos de cartón, las rimas infantiles y las canciones de cuna crearán una base sólida de aprendizaje y deleite.

Tercero. Den ejemplo

Sabemos que los niños aprenden por imitación. Y también sabemos que el mayor y más influyente modelo de imitación somos nosotros, sus padres. Dejen que su hijo los vea leyendo. Ya sea un libro, una revista o el prospecto de un medicamento. Poco importa el soporte; lo esencial es mostrar que leer es valioso y placentero. Y recuerden, los niños prestan mucha más atención a lo que hacemos que a lo que decimos.

Cuarto. Conversen con sus hijos sobre lo leído

Antes, durante y después de cada lectura. Animen a sus hijos a pensar imaginativa y críticamente. Hagan preguntas que despierten su imaginación y juicio: “¿Por qué crees que decidió eso?”, “¿Qué hubieras hecho tú?”, “¿Qué pasará después?”. La conversación convierte la lectura en pensamiento vivo.

Quinto. Conviertan la lectura en un juego

Sobre todo con los más pequeños. Usen voces distintas, gestos, disfraces, todo lo que haga la historia más divertida y comprensible.

Sexto. Reconozcan y celebren cada avance

Desde la primera sílaba hasta la primera novela. Este refuerzo positivo es el más poderoso de los refuerzos: para un niño no hay mejor recompensa que el reconocimiento y la atención de sus padres; multiplicará su confianza y su motivación.

Séptimo. Cuiden las ilustraciones

Especialmente en los libros de los más pequeños. Deberán ser bellas y realistas. Platón y Aristóteles insistieron en la presencia de la belleza en la educación de los más pequeños, ya que, como expresión sensible de lo real, les atraería hacia lo verdadero y lo bueno. Es algo que, sin duda, está ligado al carácter sacramental del mundo. El famoso ilustrador Walter Crane, decía que «un libro puede ser el hogar del pensamiento, pero también de la visión», y así debe ser: el arte, aunque sea en pequeñito, ha de habitar también en los libros de nuestros pequeños.

Octavo. La poesía

Los niños vienen al mundo con un «tono poético» innato. La poesía, por tanto, es parte fundamental de sus vidas. No solo enriquecerá su imaginación y vocabulario, sino que también actuará como un medio privilegiado de expresión y comprensión del mundo. El poeta Robert Frost escribió una vez que «la poesía comienza en deleite y termina en sabiduría». Una exposición temprana y continua a la poesía puede cultivar en los niños un amor duradero por ella. Cuiden de que sea así.

Noveno. Fomenten actividades de lectura en familia y construyan hábitos de lectura duraderos.

Estos podrían ser algunos ejemplos:

  • Practiquen —tanto como puedan y durante el tiempo que puedan— la lectura en voz alta, en familia. Y no se preocupen si al principio el juego y la distracción priman más que la lectura propiamente dicha. Ronald Knox contaba cómo su madre les leía en voz alta, a Stevenson, Kipling, Carroll o Lear mientras él y sus hermanos jugaban. No les imponía silencio ni atención. Knox, que guardaba ese recuerdo como algo muy especial, pensaba que había sido una velada y suave forma de infundirles el amor por la lectura. Les aseguro que será así. Se trata de una experiencia utilísima y enriquecedora, que va más allá de simplemente escuchar palabras; involucra el cuerpo y el alma del lector, creando una conexión profunda con el texto. Además, constituirá un momento de unión familiar que fortalecerá los lazos afectivos de los miembros de la familia y fomentará su comunicación.
  • Organicen aventuras de lectura temáticas: combinen libros sobre un tema determinado con actividades relacionadas con él. Por ejemplo, después de leer sobre animales, organicen una visita al zoológico o a un museo de Historia Natural.
  • Conviertan los libros en un regalo. Aprovechen los aniversarios, cumpleaños, santos y cualquier otra celebración familiar en una oportunidad para regalar y recibir como regalo libros. Difundan entre sus familiares y amigos la conveniencia de regalar con preferencia libros a sus hijos. Eso dará valor a los libros y podrá convertirse en una bonita costumbre que sus hijos harán suya algún día. 
  • Creen un club de lectura para niños: inviten a los amigos y/o primos de sus hijos a una sesión de lectura de cuentos, seguida de una manualidad o merienda relacionada. Este tipo de club puede ir creciendo en la profundidad y complejidad de las lecturas a medida que sus hijos crezcan, dejando de lado las actividades y dando paso a sesiones de comentarios y discusiones de tipo socrático. Es una manera maravillosa de construir una comunidad en torno a la lectura.
  • Establezcan un horario de lectura. Elijan bien: ha de tratarse de un horario que se adapte a las necesidades de su familia concreta, e intenten ser lo más inflexibles que puedan en su cumplimiento, de manera que termine por crear un rito. Con ello transmitirán a sus hijos el mensaje de que se trata de una actividad importante que no depende de otras. Del mismo modo, esta rigidez convertirá la lectura en una parte predecible del día y fomentará la adquisición del hábito.
  • Creen un ambiente de lectura propicio: un espacio cómodo, tranquilo, con acceso fácil a los libros, provisto de asientos confortables y una buena iluminación; y dejen que ellos mismos creen acogedores y personales nidos de lectura con mantas, cojines y cualquier otra cosa que les haga sentirse cómodos. Todo ello puede hacer que la lectura se sienta como algo especial y apetecible.
  • Provean a los niños de su propia biblioteca personal, donde no haya libros inadecuados y por la cual puedan curiosear, con libertad de elección sobre qué leer (permitirles elegir hace que la lectura parezca menos una tarea, aunque el haz sobre el qué elegir lo hayan reunido ustedes). Deberían sentirse dueños de sus libros, lo que está directamente relacionado con la adquisición del hábito lector. El número de libros no es lo más importante, sino el acceso y la relación personal con ellos. La idea de un niño que crece con su biblioteca es realmente hermosa.
  • Organicen visitas a librerías y bibliotecas: los viajes regulares para elegir y comprar nuevos libros crean entusiasmo y expectación, al tiempo que amplían sus horizontes de lectura. Y en cuanto a las bibliotecas, visítenlas con frecuencia. Esto hará que los niños acaben sintiéndose cómodos en estancias literalmente forradas de libros. Obtengan en cuanto sea posible carnets de biblioteca a nombre de sus hijos; les hará sentirse “importantes” y realzará su deseo y gusto por leer.
  • Anímenlos a que lleven consigo libros a todas partes, como si fueran parte de ellos mismos: en viajes turísticos, estancias familiares prolongadas, visitas al médico (las salas de espera son lugares increíblemente propicios), desplazamientos en autobús o metro (sobre todo en metro si viven en ciudades grandes; un lugar típico para leer). En el caso de desplazamientos en automóvil, es posible que los niños se mareen si leen; un sustituto posible, que no trabaja en absoluto contra la lectura, es la escucha de cuentos o narraciones pregrabadas; el mercado es abundante hoy en día en este tipo de formato.
  • Establezcan desafíos y objetivos juntos: ya sea leyendo un cierto número de libros al mes, abordando un nuevo género o aventurándose en un libro, de entrada, intimidante (por ejemplo, por su número de páginas). Los objetivos compartidos proporcionan motivación y una sensación de logro, lo mismo que su reconocimiento. Tolkien señalaba que es conveniente que los niños sean desafiados, que enfrenten retos adecuados a sus posibilidades e incluso, a veces, por encima de ellas. Y —como decía Montaigne— permitan también abandonar los libros que no les gusten. La libertad es parte del hábito.
  • Hagan tiempo para leer, reduciendo, sobre todo, el dedicado a las pantallas. Es preciso –y muy urgente– poner límites al uso de la tecnología digital. Esta reserva de tiempo ayudará a desintoxicarlos del exceso digital.

Y, sobre todo, traten de que los chicos disfruten con la lectura. Contágienles entusiasmo, conviertan el acto de leer en algo divertido. En su obra Las Leyes, Platón afirma que la enseñanza en los primeros años no debe imponerse por coacción, sino presentarse de manera lúdica, porque lo aprendido bajo obligación no permanece firmemente en el alma:

«Nada aprendido bajo la coacción permanece en el alma; por el contrario, lo que se aprende con juego y libertad arraiga mejor».

Algo sostenido igualmente por el poeta Horacio y su «Docere et delectare» («instruir deleitando»), que ratifica mucho más cerca de nosotros, Jorge Luis Borges:

«El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta el modo imperativo. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz».

Porque lograr que los hijos amen la lectura es una aventura exigente, sí, pero extraordinaria. No existen fórmulas mágicas: solo semillas que se siembran en sus corazones con paciencia y ternura. Si se cultivan con constancia, la pasión por la buena lectura crecerá con ellos. La labor es ardua, pero la recompensa es inmensa.

28.08.25

Un aliento de esperanza

               «Una pausa en la lectura». William Sergeant Kendall (1869-1938).

    

                              

                                  

                    

«Alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración».

Romanos, 12:12.

    

«Al bien hacer jamás le falta premio».

Miguel de Cervantes.

 

 

De vez en cuando, se me acercan padres preocupados. En sus semblantes se refleja, tanto la preocupación del compromiso como la desolación de la desesperanza. Hacen de todo: se implican a fondo, dedican tiempo, atención y amor; pero los frutos se hacen esperar, o son tan precarios que no parecen merecer los esfuerzos. Me estoy refiriendo, desde luego, a la esforzada labor de crear en nuestros hijos el hábito virtuoso de leer buena literatura. 

Mi respuesta es siempre la misma: la labor es dificultosa; el esfuerzo, hercúleo; y los progresos, lentos. Por eso, los frutos se hacen esperar y la espera es desalentadora. Esfuerzo, dificultad y lentitud, son circunstancias que no van con nuestros tiempos de prisas, recompensas inmediatas y escuálidos esfuerzos. Pero les reitero, con convicción y firmeza, que se trata de un trabajo heroico que traerá consigo recompensas. Empero, como sucede con la siembra, el tiempo de cosecha requiere su espera.

Esta postura se fundamenta en gran medida en la experiencia –la mía y la de otros que han escrito y meditado sobre el tema–, pero también en algunas ideas que, aunque sencillas y de uso común, no dejan de ser verdaderas. Su mera mención podría ayudar a sobrellevar esta labor, en principio, árida e ingrata.


Las buenas cosas tardan en llegar

La primera idea es que las cosas buenas se hacen esperar. Es un concepto que viene de lejos. En la antigua Grecia, Platón sostenía que el bien supremo (ἀγαθόν) requería la educación del alma y, por tanto, tiempo, rechazando la idea de la gratificación inmediata. Su discípulo Aristóteles, en la Ética escrita a su hijo a Nicómaco, vincula la virtud a la phronesis (prudencia) y defiende que su desarrollo exige una formación progresiva, repetición, hábito y espera: el verdadero bien es «el resultado de toda una vida lograda». Por otra parte, la idea de que el bien no es inmediato porque el mundo no está hecho para el deseo, sino para la virtud, era un pensamiento común entre los estoicos, como Séneca y Epicteto. Este último escribió: «ninguna cosa excelente se produce de pronto».

Esta idea, sin embargo, trasciende la cultura grecolatina, siendo común a todas las culturas, con un origen muy probablemente ligado a la experiencia y a la observación de los ciclos naturales: la siembra y la cosecha, la sucesión de las estaciones, el día y la noche. La literatura recogió desde sus inicios el concepto: las eddas nórdicas, los poemas homéricos, o la ética estoica, reflejan así una verdad profunda: lo valioso —ya sea la sabiduría, el amor, la justicia o la trascendencia— requiere, como requisito sine quo non, tiempo.

Los efectos duraderos son los mejores

La segunda idea es que los efectos a largo plazo, a pesar de requerir espera, son preferibles, ya que son más consistentes y duraderos que los inmediatos. Los efectos en lo invisible –y de eso se trata en la lectura– participan en cierto modo de esa invisibilidad sobre la actúan; por tanto, los efectos para el alma que trae consigo el leer buena literatura no son fáciles de percibir, se van produciendo secretamente, en su mayor parte ocultos bajo un velo traslúcido, pues son propios del espíritu. Pero, para desesperación de muchos, esos efectos no son inmediatos, sino paulatinos; van dando forma a aquello sobre lo actúan, pero pausadamente, de modo que no son perceptibles en el día a día.

Esta silenciosa influencia funciona de la siguiente manera: al leer, depositas una idea en tu mente que, al principio, no semeja ser más que unas cuantas palabras en la memoria. Sin embargo, un día te das cuenta de que, sin que tu hayas sabido cómo, esa idea ha llegado a las regiones más secretas de tu mente y de tu corazón: y de repente, ¡voilá!, vives de ella y para ella. Así sucede con toda obra maestra artística; con el gran poema, con la gran obra pictórica o escultórica: con el tiempo, en el rincón más íntimo del alma, despierta y transforma todo lo que puede asemejarse a ella y comprenderla; todo lo que ha sido transformado en secreto, íntimamente, pausada y sordamente, por ella. No se puede vivir impunemente rodeado de belleza y sabiduría; al final, te transforman y te atrapan. Ya en el antiguo Egipto, cerca de la estatua de Ozymandias (Ramsés II), sobre la puerta de la biblioteca del templo de Tebas, rezaba una inscripción: «Medicina para el alma».

El esfuerzo es fundamental

La tercera idea es que el esfuerzo y el trabajo son necesarios para obtener cualquier buen fruto. El aforismo escolástico «virtus consistit circa ardua» se fundamenta en esto, y apunta a una virtud particular: la fortaleza. La materia propia de la fortaleza es la resistencia ante las dificultades. La virtud –en este caso cualquier virtud–, se fortalece en ese esfuerzo arduo frente a las tribulaciones y los obstáculos. Es necesario ser virtuoso en la fortaleza.

Fe, Esperanza y Oración

Sin embargo, como criaturas falibles e imperfectas que somos, no podemos dejar todo al azar de nuestro solo esfuerzo. La idea moderna —a pesar de su origen antiguo en frases como «Per aspera ad astra», atribuida a Séneca— de que podemos lograr todo lo que nos propongamos, no es cierta, por más que se divulgue y promueva sin cesar.

Así que, a pesar de nuestro esfuerzo y esperanza, no siempre lograremos lo deseado. Un halo de incertidumbre y misterio late bajo toda acción humana, especialmente en lo que respecta a la belleza, la verdad y la bondad, que son en sí mismas inefables. Pensar que el amor al arte puede purificar un corazón es a menudo una ilusión, ya que innumerables personas han adorado la música más perfecta o los poemas más conmovedores y han seguido siendo canallas o bárbaros. La salvación de nuestras almas está más allá de nosotros y de nuestras obras.

Ya a mediados del siglo pasado, pensadores como George Steiner se preguntaron sobre el supuesto valor humanizador de la cultura y, más concretamente, de la literatura. Sus dudas nacían ante el horror de constatar que las catástrofes asesinas (surgidas del nazismo y el comunismo) que habían contemplado, y algunos sufrido en sus carnes y en su alma, habían sido dirigidas, ejecutadas y secundadas, en su mayoría, por personas cultivadas, formadas en los brazos de Homero, Goethe, Shakespeare o Pushkin, y arrulladas por las melodías de Bach, Tchaikovsky o Schubert. ¿Acaso la cultura no tenía una influencia significativa en el alma humana?

Para algunos, ajenos a Dios, no hay una respuesta racional a esta pregunta, ya que se relaciona con el problema del mal, un enigma ante el cual la razón calla. Solo la Fe, la Esperanza y el Amor pueden dar una respuesta, y esa respuesta es una Persona. El propio Steiner, siendo ateo, ofreció una respuesta insuficiente, sugiriendo que la cultura es apenas un «lujo apasionado».

Pero yo no soy fatalista como Steiner; soy cristiano. Y esto me hace confiar en que la buena cultura puede marcar una diferencia significativa en la vida de las personas. Sin embargo, por sí sola, no es suficiente. Puede ser asediada y derribada por las fuerzas oscuras del alma humana. Sin Cristo, la cultura es una veleta azotada por sombríos vientos.

Por lo tanto, todas las ideas anteriores y las acciones que de ellas puedan nacer son infructuosas e inútiles si no están presentes en nosotros la Fe y la Esperanza, así como la confianza en la Providencia. Esta idea, expresada por San Pablo en Romanos 8:28, afirma que «todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios». Es decir, que, sea lo que sea aquello que nos encontremos en la vida, será bueno para nosotros siempre que nos mantengamos en el camino recto.

De este modo, cuando, exhaustos, terminemos la carrera, podremos decir, al igual que él: «He peleado el buen combate, he terminado la carrera, he guardado la fe».

Por ello, y como último consejo, no se olviden de orar. El viejo lema benedictino del «ora et labora», es también aplicable aquí, como en toda actividad humana. Como hemos visto, no basta con esforzarse, con poner empeño, dedicación y perseverancia, también hay que orar, pues ya hemos visto que en último término algunas cosas ––las más importantes–– están fuera del alcance de nuestras solas fuerzas.

Así que, continúen, ofrezcan a sus hijos sin descanso lo mejor que puedan dar. Sé que ustedes se encargan de armarles con lo necesario para sobrevivir al asedio del mundo. Sabemos que, junto al pilar fundamental de la fe, los libros de los que aquí hablamos son únicamente un pobre refugio; pero, por pobre y deficiente que sea, ninguna ayuda es vana. Por ello, por favor, hagan que sus niños lean y que lean buenos y grandes libros, y no se entristezcan como Steiner. Pero, ante todo, no se olviden de orar con esperanza.

20.08.25

Emociones diversas; un mismo corazon

«Piensa que es tan valiente» de H. Sundblom (1899–1976), y «Cuento de hadas», de E. Forbes (1859-1912).

                                        

                                        

          

          

          

«¡Ah, la igualdad!… La igualdad no es lo más profundo, ¿sabes?»

C. S. Lewis. Esa horrible fortaleza

          

 

 

 

Como sabemos por propia experiencia, los sentimientos son fluctuantes y las pasiones volátiles. Por ello no constituyen un suelo firme sobre el que construir nada: ninguna casa puede erigirse sobre la arena. Las emociones cambian; encandecen y se enfrían; solo la voluntad bien educada puede entrelazar sólidamente los vínculos que sostienen una vida.

Pero ello no quiere decir que las emociones sean malas. Como diría santo Tomás, son movimientos naturales del apetito sensitivo, y por ello moralmente neutras en sí mismas. Solo adquieren valor moral al ser informadas por la razón y la voluntad, cuando dirigidas por las virtudes tienden hacia el bien, o por los vicios, hacia el mal.

Así que, aunque hemos de tenerles cierta prevención —debido sobre todo a su fuerza, de difícil control—, no debemos —ni podemos— prescindir de ellas. Una buena vida exige ser vivida a través de las emociones y pasiones. Si bien, parafraseando a la inversa al filosofo David Hume, nuestra razón nunca deberá ser esclava de nuestras pasiones. Por ello es importante conocerlas y controlarlas. 

Algunas de estas emociones, cuando nos embargan, causan en nosotros cambios, nos perturban, hacen vibrar nuestro corazón, e incluso desatan en nosotros lágrimas y llantos.

Estas turbaciones, estas inquietudes y desatinos del corazón, traen consigo una manifestación emocional diferente en uno y otro sexo. Y a la inversa, aquello que desata o provoca una efusión sentimental puede también ser distinto según hablemos de mujeres u hombres. Es así; esta es nuestra naturaleza, nuestra esencia. Y no hay nada malo en ello siempre que se mantenga dentro del orden natural de las cosas.

Los hombres suelen emocionarse con unas cosas y las mujeres con otras. Y ambos se emocionan, a veces en desigual medida, por algunas otras que les son comunes. Pero la diferencia permanece, y no en desdoro de ninguno de ellos. Se trata de algo tan antiguo como nuestras conciencias y que no nos ha sido enseñado por ninguna ideología.

Con frecuencia, una mujer vierte lágrimas y se ve sobrecogida por el llanto, ante una propuesta de matrimonio, incluso aunque no sea ella la protagonista. Inconscientemente, su alma se proyecta hacia un futuro que se encuentra entrelazado con ese presente: contempla la formación de una familia, siente en lo más profundo de su ser una conmoción antigua; conoce ya, sin apenas catarlo, el peso y la belleza de convertirse en el amor de un hombre, en el centro de un hogar, y le turba la gloria de ofrecer su cuerpo como dación, guarda y cuidado de una nueva vida. Alberga en su corazón la íntima convicción de que se trata de algo sagrado, y eso la estremece, aunque no sea sepa porqué.

Un hombre, en cambio, puede enmudecer, y permanecer impávido —aunque con lágrimas en los ojos— al contemplar la realización de un logro, o cuando es protagonista de este. Cuando presencia o se ofrece en sacrificio por el bien del grupo, del clan, de la familia. Sin saber ni cómo ni por qué, se le hace un nudo en la garganta. Y es que, de igual forma, algo antiguo se agita en su corazón. Fue hecho para proteger, para sobrellevar las cargas que otros no pueden afrontar, para mantener la línea de defensa contra el dragón. Y lo hace, porque, aunque no lo sospeche o ni siquiera lo intuya, ese es el tipo de hombre que está destinado a ser. 

Todo ello revela algo profundo de nuestra naturaleza. Somos dos, y somos uno. Nos complementamos y nuestras pasiones y emociones pueden y deben acompasarse, potenciarse y sosegarse mutuamente. Les guste o no a algunos, existe una complementariedad profunda entre lo masculino y lo femenino. No es una invención de la moda o una pasajera filosofía de salón, sino que se arraiga en arquetipos naturales, grabados a fuego en nuestro corazón. Y se trata de arquetipos (no estereotipos mudables y deconstruibles), porque se refieren a algo que está en el principio u origen (archē) de la realidad, más allá de nuestros gustos o preferencias. Son cimientos. Sólidos como rocas; no clichés de revista barata. Son reales. Son antiguos. Son verdaderos.

Como dice Peter Kreeft, a pesar de que «las palabras “masculinidad” y “feminidad han sido reducidas de arquetipos a estereotipos» (…) «la diferencia entre la masculinidad y la feminidad es creada por la naturaleza, y existe en todos los tiempos y lugares».

De acuerdo a este arquetipo primigenio y dual, no solo tenemos particularidades sentimentales, sino que también nos suelen gustar diferentes cosas. Y nos gusta contemplar esas “cosas” que nos hacen emocionarnos y conmovernos a cada uno de forma diferente. Y disfrutamos al contemplar esa dispar manera de sentir.

Y dado que es cierto que la vida humana se manifiesta en dos modos de ser y estar, el masculino y el femenino, igualmente es crucial que tanto hombres como mujeres sepan de ambos. Por ello es conveniente que las jóvenes conozcan y aprendan sobre hombres virtuosos, sobre su valentía, su manera de ser, y sobre lo que buscan en una mujer. Y viceversa los chicos respecto de las mujeres.

Como ya comentamos en una ocasión (Libros para unas y para otros; libros para todos), una manera de ayudar en esto será con la lectura de libros, que si bien, de entrada, no parecieren ser de la preferencia natural de uno u otro sexo, precisamente por esa razón podrían servir de modelo en el aprendizaje moral y sentimental de unas y otros. Hay que animarles a que crucen el puente de vez en cuando. Que Lean lo que normalmente no leerían. Porque eso los hace más completos. Pero sin forzar demasiado. Sin romper lo que es verdadero.

Porque, como ya hemos dicho, no somos iguales; no podemos evitar que nos atraigan cosas diferentes; y, por lo tanto, libros diferentes. Ello no solo supondrá un modo de aprendizaje para unas y otros sobre modelos morales de su propio sexo (algo también fundamental), sino que también —y esto es muy importante—, les hará disfrutar más plenamente. 

Así que, dejen que sus hijos se sumerjan en novelas de aventuras, exploraciones y batallas, y sus hijas se deleiten con romances, vidas cotidianas y relaciones de familia. No les quitemos a nuestros hijos sus mapas, ni a nuestras hijas sus estrellas. Dejemos que cada uno explore a la manera en que fue hecho para explorar. Que en ocasiones crucen el puente, sí. Que lean y observen; que aprendan. Pero que no se les olvide quienes son; ni de dónde vienen ni a dónde van. Ello es lo natural, y por ello, es lo bueno.

14.08.25

De nuevo, el humor en pequeñas dosis

                 «Dos mujeres en la ventana». Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682).

  

        

        

 

«De una broma a un asunto serio no hay más que un paso».

Alphonse Allais

 

 

 

El humor es, y siempre ha sido, una medicina espiritual necesaria, muy necesaria. En palabras de nuestro Juan Valera —escritas hace más de un siglo, pero que siguen siendo muy actuales—: «Hoy, que vivimos en una época triste, en una sociedad revuelta y algo desquiciada, y con los espíritus llenos de melancolía a causa, en gran parte, del aliento malsano que nos propinan los pensadores y filósofos pesimistas, lo jovial y alegre es más de desear que nunca como remedio para aquel mal». Por esta razón, he decidido traerles en estas fechas estivales un poco de este remedio, tan precioso, pero a la vez, tan escaso.

Para ello, me he aprovisionado en gran parte del producto cultivado en estos lares, a pesar de que, como afirmaba Wenceslao Fernández Flórez en su discurso de ingreso en la RAE: «En la literatura española no hay humor, sino mal humor», con la honrosísima excepción, como recalca él, del Quijote, pues —en sus propias palabras—: «Jamás el humor fue llevado a semejante altura, ni abarcó tantas y tan trascendentales cuestiones, ni tampoco sacudió con tan prolongada risa el pecho de los humanos». No obstante de entre este «malhumorismo», del que también hablaba Miguel de Unamuno, podemos, como verán, rescatar algunas muestras patrias que no están nada mal.

   


La huelga general. Giovannino Guareschi (1908-1968)

Uno de los divertidos 347 cuentos ambientados en el Mundo Piccolo de Guareschi, en la ciudad imaginada de Ponteratto, pequeña localidad emiliana entre el Po y los Apeninos, donde el autor narra las humorísticas aventuras del sacerdote rural Don Camilo, en eterna lucha con su amigo-enemigo, el alcalde comunista Peppone. En este caso, durante una huelga comunista, Don Camilo y Peppone hacen de tripas corazón y trabajan codo con codo por el bien común del pueblo. Incluido en Don Camilo, Planeta, 1975.



La nariz desagradecida. Miguel Mihura (1904-1977)

El autor, como de costumbre, juega con el absurdo y su ingenio, esta vez sobre el telón de fondo de dos maestros: nuestro Quevedo y su soneto nasal, y el relato rinófilo del ruso Gógol. El resultado, un relato disparatado, lleno de desatino y gracia. Incluido en Antología, Mihura (1927-1933), editada por Prensa Española, 1978.  



El crimen de la calle de la Perseguida. Armando Palacio Valdés (1853-1938)

El asturiano recoge la narración de un amigo que confiesa a otro un asesinato que, sin serlo, lo parece, y las penurias que tal estado le trae consigo sin merecerlo. Una nuestra del típico humor con personajes cotidianos y muy humanos del autor, con la ingenuidad inocentona del protagonista como hilo conductor. Incluido, con otros relatos, en el libro del mismo título editado por Bruguera, Club Joven, 1982.



La bonita y la fea. Julio Camba (1882.1962)

El Camba viajero y cosmopolita se regodea brevemente, entre las páginas de su libro Londres (1916), en las fisonomías de las hijas de Eva de la Gran Bretaña, con su habitual gracia y maestría con la palabra. Divertidísimo, y en mi modesta opinión, muy cierto.



De las vicisitudes desagradables de un viaje en tren. Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964)

Otro gallego universal, el coruñés Fernández Flórez, nos trae aquí un gracioso y casi esperpéntico episodio de uno de sus libros más divertidos, El hombre que compró un automóvil (1932). Visto lo visto, la RENFE de hoy parece sentir nostalgia de aquellos tiempos y querer volver a las andadas.



Un medio como cualquier otro. Alphonse Allais. (1854-1905)

Allais, es un literato desconocido que merece la pena conocer; para Umberto Eco, «uno de los maestros del relato», de humor aparentemente ligero y a menudo sarcástico, aunque a veces no se note. En esta brevísima historia, el francés, con «El cuento de la buena pipa», un oyente impertinente y ansioso, y un relator pausado y paciente, compone una delicia que ya no se estila. Incluida en, Vivir de risa. La Compañía de Los Libros, 2022.


La célebre rana saltarina del condado de Calaveras. Mark Twain (1835-1910)

Saltando al otro lado del océano, uno de los relatos más divertidos de un siempre divertido Twain. El autor toma una anécdota mínima —una carrera de ranas— y la eleva a lo absurdo: un personaje obsesionado entrena a su rana como si fuera un atleta olímpico, asegurando que puede saltar «más que cualquier otra rana en todo el condado». La desmesura hecha humor. Incluido en El hombre que corrompió a Hadleyburg, y otros relatos (El Club Diógenes), de Valdemar (2010).



Fanático. Alberto Moravia (1907-1990)

El primero de los relatos de su libro Cuentos Romanos, donde en medio del agobiante ferragosto romano, el autor nos entretiene con una suave sátira sobre una delincuencia paupérrima e incompetente, en la que lo patético anula el drama. El absurdo de la situación y las inesperadas reacciones de los protagonistas impropias de su papel en el relato dotan de una evidente comicidad a esta historia.



El método Schartz-Metterklume. Saki (H.H. Munro) (1870-1916)

Con su habitual formalidad hilarante, el autor escocés nos presenta a una peculiar y aristocrática mujer que es confundida con una institutriz, y que decide seguir sacar partido al malentendido con sus anfitriones, educando a los niños de la casa con un método «revolucionario» que incluye recrear con ellos en el jardín famosos episodios de la historia. Incluida en Animales y más que animales, de Valdemar, 2003.



La carrera del «Gran Sermón». P. G. Wodehouse (1881-1975)

Para acabar, un Wodehouse. En esta ocasión, los amigos de Bertie apuestan sobre qué vicario pronunciará el sermón más largo. Como de costumbre, se desata el caos con sobornos, sabotajes y un vicario que no para de hablar; pero, también como de costumbre, nadie puede con Jeeves. Incluida en la obra El inimitable Jeeves (1924).



Espero que con estas lecturas se echen unas risas y que les hagan bien. Porque, como dice la cita de Carlyle con la que cierra el citado discurso Wenceslao Fernández Flórez:

«El humor verdadero, el humor de Cervantes o de Sterne, tiene su fuente en el corazón más que en la cabeza. Diríase el bálsamo que un alma generosa derrama sobre los males de la vida, y que solo un noble espíritu tiene el don de conceder».

    

8.08.25

La vocación y el trabajo

                           «Una buena cosecha de maíz». N. C. Wyeth (1882-1946).

    

       

     

«Por esto os digo: no os preocupéis por vuestra vida: qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, con qué lo vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento? ¿y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni juntan en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?».

Mateo 6, 25-26.

    


«Llevaron a tierra las barcas, y dejándolo todo, le siguieron».

Lucas 5, 8-11.

  

    

«Si consigo evitar
que un corazón se rompa
no habré vivido en vano.
Si consigo aliviar
el dolor de una vida
o colmar una pena,
o tan sólo que vuelva el petirrojo
desvalido a su nido,
no habré vivido en vano».

Emily Dickinson

 

 

En una época que ha perdido el sentido de lo trascendente, no sorprende que tantas personas anden a la deriva, preguntándose, con una mezcla de angustia y desconcierto, qué hacer con su vida. «¿Cuál es mi vocación?», preguntan, como si la respuesta pudiera encontrarse consultando al ChatGPT. Sin embargo, la pregunta —esta pregunta fundamental— es tan antigua como el hombre. Su sola formulación ya delata que en el corazón humano habita un sentimiento de propósito, una conciencia, por difusa que sea, de haber sido creado para un fin.

Santo Tomás de Aquino, nos recordaba que siempre es conveniente distinguir, y en este asunto no habría de ser menos: hemos de distinguir entre el orden natural y el sobrenatural. Entre lo que hacemos para sobrevivir en este mundo sublunar y lo que hacemos para salvarnos. Una carrera profesional —ese constructo moderno que glorificamos como si fuera el fin último de la existencia— es, en el mejor de los casos, un medio para sostenernos, para mantener una familia, para contribuir al bienestar terrenal de la comunidad humana, a un bien común social y político. Pero la vocación, en el sentido tradicional, no es eso. Es una llamada de lo alto, una invitación a participar en algo verdaderamente grande: el diseño divino.

Por eso, no se trata de una construcción del yo personal, sino de una aceptación humilde del orden al que pertenecemos. Es la forma en que deberíamos responder a la intención con la que fuimos creados; es descubrir aquello a lo que estamos llamados, y poner la vida en ello.

Por lo tanto, aunque se ejerce en el mundo, no se origina en él. No es fruto de nuestra voluntad, sino de un don que no es de aquí, ni es para aquí. Pero, ese fin sobrenatural no menoscaba su realidad terrena: como he dicho, habrá de hacerse posible en este mundo, y por lo tanto se cruzará, se sobrepondrá o se enfrentará a todo tipo de exigencias temporales, económicas y sociales.

Y así, en ocasiones, lo natural y lo sobrenatural coincidirán: una profesión puede ser, a la vez, el medio de subsistencia y el lugar concreto donde se realiza una vocación. Pero esta coincidencia no es la regla. La confusión de ambos planos es una tentación especialmente moderna: convertir el éxito profesional en signo de realización espiritual, o suponer que toda “pasión” es una vocación cuando muchas veces no es más que una refinada forma de narcisismo.

Así que, muchos se verán llamados a cumplir su misión vocacional fuera del marco de su ocupación profesional; pero todos tenemos una vocación por descubrir. El mismo cardenal Newman —un guía imprescindible en este tema— lo dijo con una lucidez admirable:

«Cada uno de nosotros tiene una misión. Dios nos ha creado para un fin. No somos obra del azar. Incluso los que llevan una vida modesta, incluso los que padecen, incluso los que no entienden su propio camino, son instrumentos en manos de Dios».

Es posible, incluso, que esa llamada pueda no ser una labor concreta y especifica, si no simplemente la manera en que llevamos nuestra vida, en todos sus aspectos, incluido el de ese trabajo aparentemente tan terrenal y prosaico: dentro o fuera de ese trabajo nuestro, en nuestra casa o en el lugar de empleo, con la familia, con los amigos o con desconocidos, no importan cómo, dónde ni cuándo, pero siempre cerca de Dios. Porque, de lo que se trata es, como señaló san Agustín, de llegar a Él:

«Nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti».

Todo ello hace de la vocación un asunto incómodo para los modernos. La gente de hoy habla mucho de “construir su futuro”, como si la vocación fuera un auto-proyecto a realizar en alguna parte —normalmente en alguna institución educativa superior—, con la inestimable colaboración de algún gurú de la autoayuda o de algún orientador académico. Por supuesto, sin menospreciar la necesaria formación profesional o técnica, que, en principio, no es incompatible con la vocación y muchas veces es expresión de la misma.

No sé por qué, pero sospecho que es más bien al revés: que la vocación, como esa fuerza extraña que te impulsa a hacer algo, te encuentra, te persigue, te acorrala hasta que no tienes más remedio que ceder (siempre que seas lo suficientemente valiente como para ser sincero contigo mismo). No es una elección de menú en un restaurante de moda; no es como levantar una casa, empieces o no por el tejado; es más bien una cadena que, una vez te toca, te atrapa, para ofrecerte desde su interior, lo creas o no, una bendición.

Pero como he dicho, esta idea es inconveniente a los ojos de la modernidad. Dos podrían ser las razones: constituye una limitación; y nos viene impuesta, En esta era de autodeterminación kantiana, donde cada cual se supone que debe ser el arquitecto de su propio destino, la idea de una vocación innata, casi predestinada, resulta incómoda. ¿Cómo es posible que algo tan personal no sea fruto de nuestra libre y soberana decisión, sino de un “algo” de origen misterioso? Pero, lo cierto, le guste o no a los modernos, es que la vocación no es un capricho, ni siquiera una decisión pelagianamente meditada. Es una necesidad del alma, un imperativo que, si se ignora, deja a los hombres huecos, como diría Eliot, o sin pecho, como apuntaría Lewis.

Y es que, en esta sociedad del curriculum vitae y del linkedin, ya no se vive en busca de lo verdadero, sino en una suerte de mercado persa de aspiraciones, estatus y cuentas corrientes. Decidir “quién quiero ser” ha reemplazado el viejo anhelo de saber “para qué he sido hecho”.

Por ello, hoy descubrir la vocación auténtica —y seguirla— se ha vuelto más difícil que nunca, y no porque Dios haya dejado de hablar, sino porque hemos llenado el silencio con tanto ruido que ya no podemos oír. Hace muchos años, Dionisio Areopagita escribió algo que nos sirve hoy, por que el «silencio muestra los secretos»:

«Allí los misterios de la Palabra de Dios
son simples, absolutos, inmutables
en las tinieblas más que luminosas
del silencio que muestra los secretos».

Por si fuera poco, hemos contribuido a agravar el problema con algún que otro obstáculo. Dorothy L. Sayers, lo expresó con fuerza en su ensayo ¿Por qué trabajar?. Allí denuncia la forma en que la Iglesia ha cedido al mundo la idea de que el trabajo es una esfera estrictamente secular, permitiendo así que la labor profesional se disocie de la vida moral y espiritual. Para Sayers, la vocación del carpintero no es sólo comportarse decentemente, sino también hacer buenas mesas. El trabajo bien hecho es en sí mismo un acto de adoración. Esta es una verdad antigua —basta pensar en San Benito— que nosotros, cegados por la eficiencia y la rentabilidad, hemos olvidado.

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo saber cuál es nuestra vocación?

No hay respuestas automáticas, ni manuales infalibles. La vocación no es algo que se elige en un catálogo. Es algo que se descubre, muchas veces lentamente, a través de oración, sacrificio y atenta escucha. No siempre llega de inmediato o con claridad, y no siempre se realiza en las condiciones ideales que habríamos imaginado. Pero incluso en medio de esa incertidumbre, una certeza superior debe guiar nuestra actitud: la convicción de que hemos sido llamados; de que tenemos una misión, sea cual sea esta. Incluso, que el sufrimiento, la enfermedad, la soledad —como dice Newman—, pueden ser parte de ese plan misterioso.

En esa búsqueda, la virtud de la esperanza se erige ante nosotros, fundada en la confianza filial de que Alguien nos conduce, aunque no veamos el camino. Por eso, no debemos temer al silencio ni a la espera. Nuestra tarea será mantenernos disponibles, obedientes, atentos. La vocación puede no coincidir con nuestros deseos, ni con nuestras aparentes aptitudes, pero siempre se ajusta a aquello para lo que fuimos hechos.

No nos afanemos, entonces, por encontrar una fórmula, y mucho menos desesperemos. Busquemos, con paciencia y perseveración, la disposición adecuada: Ora et labora. Y, en tanto, como dice el Salmo, «Espera en el Señor y obra el bien». Newman escribió con sabiduría: 

«Si estoy enfermo, mi enfermedad le puede servir; si perplejo, mi perplejidad le puede servir; si apenado, mi pena le puede servir. Mi enfermedad o perplejidad o pena puede ser la causa necesaria para algún gran fin que está muy por encima de nosotros. Él no hace nada en vano; puede que alargue mi vida, puede que la acorte; Él sabe lo que quiere. Puede que me quite los amigos, puede que me arroje entre extraños, puede que me haga sentir desolado, que me hunda el ánimo, que me esconda el futuro; con todo, Él sabe lo que quiere».

Que nuestro deseo sea, como Newman, orar con verdad:

«No me has creado en vano».

Y la literatura, aún la escrita para los jóvenes, nos ofrece ejemplos de personajes que, lejos de intentar construir su destino, descubren —en el silencio, la humildad o la espera— una llamada que los trasciende y les muestra su vocación. Una vocación que, una vez descubierta, lo exige todo como veremos en la siguiente entrada, a la que les emplazo.