«Los habitantes de la medianoche» y «La caja de las delicias»: la inventiva de un poeta al servicio de los niños
Ilustración de “Los habitantes de medianoche". Autor desconocido. |
«Luego, un día maravilloso, cuando tenía poco más de cinco años. . . Entré en esa vida mayor; y esa vida entró en mí con un deleite que nunca podré olvidar. Descubrí que podía soñar seres imaginarios completos en cada detalle, con una perfección increíble, con un brillo que no es de este mundo».
John Masefield. So Long to Learn
Como ya traté en la última entrada, muchos padres albergan un temor, en mi opinión –y como ya les expliqué– infundado, al respecto de los efectos que la ficción de fantasía podría llegar a provocar en sus hijos, razón por la cual evitan poner en sus manos este tipo de libros, incluidos, muy especialmente, los cuentos de hadas.
Para ellos especialmente (y sin que deje de ser para todos) traigo hoy aquí un par de libros de un mismo autor. Me refiero a Los personajes de la medianoche (1927) y La caja de las delicias (1935), escritos por John Masefield (1878-1967). Masefield fue un poeta laureado, pero que, no obstante, gozaba también de talento para la prosa; su compatriota Muriel Spark lo describió como un «narrador nato», y uno de sus biógrafos, Margery Fisher, señala que la maestría narradora de este autor «hace que cada uno de sus lectores sienta que se le está leyendo la historia a él, y solo a él».
Las dos novelas pertenecen a ese subgénero, tan británico, de los huérfanos a cargo de un tutor y educados por una institutriz, que consagró espléndidamente el gran Dickens, pero, al mismo tiempo, son libros pertenecientes al género fantástico; de hecho, han sido calificados como «dos fantasías inigualables para los niños, nacidas de los mismos sueños e imaginaciones de la infancia». Pero…, un momento, ¿no acabo de decir que estas novelas ayudarían a esos padres escépticos y recelosos de las historias fantásticas? ¿Cómo puede ser esto así tratándose de dos relatos fantásticos? No se preocupen, pues, tal y como paso a mostrarles, dicha contradicción es tan solo aparente.
Lo que ocurre es que las dos historias compaginan la realidad y la fantasía de un modo que –espero– complacerá esos desconfiados padres a los que me he referido. Ambos planos se entremezclan en los relatos –como de hecho sucede en la mente de los niños–, pero cualquier lector –y especialmente los más pequeños–, se da cuenta de ello, distinguiendo fácilmente la una de la otra, pues Masefield traza una línea que las delimita claramente, remitiendo la fantasía al sueño y la realidad a la vigilia.
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En la primera de las novelas, Los habitantes de la medianoche, el protagonista, el huérfano Kay Harker, vive en una mansión llamada Seekings en Gloucestershire, bajo la atenta mirada de un estúpido tutor y una rígida institutriz.
Además de Kay y su institutriz, la señorita Sylvia Daisy Pouncer, viven en la casa, Jane, la cocinera, Ellen, la doncella, y Nibbins, un gato negro. Nibbins es uno de los miembros de la familia de los pobladores de la medianoche, junto con Bitem el Zorro, Blinky el Búho, la Rata, la Nutria y muchos otros personajes con los que Kay traba amistad, como osos, perros, conejos, gatos y caballos. Todos ellos reúnen una característica peculiar: se trata de juguetes que cobran vida.
Al poco de iniciar la lectura nos veremos embarcados junto con Kay en la búsqueda del tesoro familiar perdido de los Harker, una peligrosa misión para cuya culminación contará con la inestimable ayuda de todos sus amigos de la medianoche.
Por momentos, Kay está convencido de que está soñando, pero otras veces parece haber indicios de que sus imaginarios vagabundeos nocturnos en busca del tesoro podrían ser reales. Lo que ocurre es que Kay, simplemente, vive sus fantasías de niño, y lo hace combinándolas con su vida cotidiana de cada día, entrelazándose de esta manera ambos mundos, el real y el imaginario, en el relato. De acuerdo con esta relación, y tratándose de una mente infantil, la institutriz que lo oprime durante el día se convierte para el niño en una bruja durante la noche, y quien ejerce el honesto oficio de guardabosques se torna tras la puesta de sol en el malvado mago Abner Brown.
Naturalmente, cuando Kay visita en sus ensoñaciones a los habitantes de la medianoche, de repente se encuentra en su país extraño y lejano, donde la magia está por todas partes, y donde él puede hablar con toda naturalidad con los animales y los juguetes, mientras se desarrolla antes sus ojos una gran contienda entre los poderes del bien y del mal. En ese mundo imaginario, Kay no tiene dificultad en cambiar de tamaño ni en descubrir que la casa está llena de pasadizos secretos.
El libro, como era de esperar, termina bien, con el protagonista logrando recuperar el tesoro de su familia frente a las malintencionadas maquinaciones de torvas brujas y demás habitantes malvados de la medianoche. Madelaine L´Angle lo expresa así:
«Los buenos habitantes de la medianoche vienen en ayuda de Kay mientras intenta encontrar el tesoro y restaurar tanto el honor de su bisabuelo como el del apellido Harker. Si el deseo de honrar el nombre es menos familiar hoy de lo que era antes de que dos guerras mundiales destrozaran la civilización occidental, no es un mal propósito traerlo de vuelta. Necesitamos recuperar el sentido del honor, y agradezco a Masefield que haya señalado su importancia».
Un libro poético que, a decir de L´Angle, exige mucho a los lectores, pero que, sin embargo, merece la pena leer, y donde un niño con imaginación encontrará muchas delicias, tantas como las que le esperarán en el siguiente libro a comentar.
La segunda de las novelas se titula La caja de las delicias (o cuando los lobos huyen), y fue escrita ocho años después de Los habitantes de la medianoche, y si bien en ella Masefield no continua la historia de la primera, al menos retoma la atmósfera y a muchos de sus personajes.
La historia empieza en el momento en que el joven Kay Harker sube al tren para volver a casa por Navidad. Al llegar a su estación de destino, el chico es abordado por un viejo mendigo que le transmite un misterioso mensaje: «Los lobos están huyendo». A partir de ahí, el peligro y el misterio comienzan a rodear a Kay, ya que una banda de criminales encabezada por el ya conocido y maléfico mago, Abner Brown, y su esposa, la bruja Sylvia Daisy Pouncer (los malvados en Los habitantes de la medianoche) comienzan a acecharle. ¿Qué quiere Abner Brown? La respuesta está en una misteriosa caja mágica que el anciano mendigo ha confiado a Kay, que permite viajar libremente, no solo por el espacio, sino también a través del tiempo. La banda de malhechores no se detendrá ante nada para llevar a cabo su plan, pero Kay recibirá de nuevo la ayuda de sus amigos de la medianoche a fin de frustrar tal complot y salvar la Navidad.
C. S. Lewis comentó sobre esta novela lo siguiente:
«Es una obra única y será releída a menudo… Las bellezas, todas las “delicias” que siguen emergiendo de la caja, son exquisitas y muy diferentes a todo lo que visto haya visto».
Los dos libros que aquí les presento discurren como un río de continuos acontecimientos por los que hay que dejarse envolver y llevar. Ambos responden a la perfección al siguiente párrafo escrito por el propio Masefield:
«Prefiero que las historias estén impregnadas de belleza y extrañeza; me gusta que se extiendan en varias direcciones, en un río de narración; y me gusta que los afluentes se unan a la corriente principal, y que se abran a exquisitas bahías y remansos, donde la mente pueda detenerse a explorar tras de haber sido atrapada por la corriente principal».
Como dice uno de sus críticos, «”Los habitantes de la medianoche“ y “La caja de las delicias” son quizás el mejor retrato de ficción que conozco sobre el poder de la imaginación infantil para crear un complejo mundo consolador a partir de los retazos del mundo real y de las infinitas riquezas de lo posible. En el mundo de Kay, el sueño y la realidad se unen: este es el logro audaz y soberbio de Masefield como narrador».
Estoy seguro de ello, pues ambos libros son absorbentes y cautivadores. La autora de literatura infantil y juvenil, Joan Aiken (hija del poeta Conrad Aiken), cuenta lo siguiente:
«Cuando tenía dieciséis años (más vale tarde que nunca) me topé con los dos preciosos libros de Masefield, “Los habitantes de la medianoche”, y “La caja de las delicias”. Me llevé este último a casa en las Navidades –cosa que se suponía que no debía hacer– ya que estaba atrapada por la historia y no podía dejar de leerlo; tanto es así que recuerdo dar vueltas y vueltas en la línea Circular, porque estaba tan inmersa en la novela que, una y otra vez, me olvidaba de salir en la estación Victoria».
Aunque, de lo que no estoy seguro es de que sean obras únicamente para niños: provistas de toda la fuerza de la imaginación y el arte del bardo Masefield, son historias que evocan, no solo al niño, sino igualmente al poeta que todos llevamos dentro, aun sin saberlo. Como escribe Margery Fisher, Masefield «tiene la inmediatez del verdadero narrador. Cualquier niño de seis a dieciséis años, cualquier persona de cualquier edad que se deleite con buenas historias bien contadas, puede oír su voz hablándole directamente».