13.05.25

La sagrada labor del padre: Charles Ingalls y Gervase Crouchback

     «Paseo en la carreta» (detalle). N. C. Wyeth (1882-1945).

       

   

          

«El corazón de un padre es la obra maestra de la naturaleza».

Abate Prévost. Manon Lescaut



«Los domingos, también mi padre se levantaba temprano,
Y tras vestirse en medio del frío negro azulado,
Con las manos agrietadas y doloridas
Del duro trabajo semanal,
Encendía las brasas. Nadie le dio nunca las gracias.

Yo despertaba y oía al frío astillarse, romperse.
Cuando las habitaciones estaban caldeadas, él me llamaba,
Y yo, lentamente, me levantaba y me vestía
Temeroso de las irás crónicas de aquella casa,

Hablándole con indiferencia,
A quien había ahuyentado el frío
Y lustrado también mis mejores zapatos.
Más, ¿qué sabía yo? ¿Qué sabía yo

De los austeros y solitarios oficios del amor?»


Robert Hayden

 

 

El mundo, en su reciente e imprudente entusiasmo por derribar los muros de carga sobre los que reposa, lleva ya un tiempo vilipendiando la figura del padre como un tirano doméstico o, en el mejor de los casos, un estúpido prescindible. Quizá esto se deba a que se ha olvidado para qué sirven los padres, o quizá lo que ocurre es que se desea su aniquilación. Quién sabe. En todo caso, nunca está de más recordar cuál era su antaño sagrada misión, y la importancia imprescindible de la misma.

El padre es, ante todo, una paradoja. Y, dado el deterioro cognitivo que sufrimos hoy, quizá por eso no se le comprenda en absoluto. El padre es aquel que porta cargas que nadie ve; el monarca de un reino que reniega de su rey. No solo es amigo, protector, maestro, aunque también deba serlo. No es únicamente un mero proveedor, aunque sin duda provee. Es, en su sabiduría fuera de toda moda, un necesario constructor de muros de contención. Y en esta labor de protección se le denigra duramente.

Pero, un padre no ejerce su función por reconocimiento o aplauso. Lo hace porque eso es lo que hacen los padres. Porque es lo que los hijos necesitan. Ya lo recordaba el gran Chesterton: los modernos se escandalizan de que los niños necesiten límites; y se escandalizan aún más al descubrir que esos límites les hacen felices. Una valla, dicen los sabios, es una opresión, hasta que, de repente, los niños se precipitan por el acantilado que hay tras ella.

En nuestro celo moderno por la libertad y la igualdad, hemos descuidado el principio del orden, sin el cual ninguna libertad es segura y ninguna igualdad justa. Cuando el padre abdica o desaparece, cuando un padre deja de construir muros, el hogar se derrumba; y cuando el hogar se derrumba, la sociedad decae. Porque la familia es la institución social primaria y fundamental y, por tanto, condición previa de todo orden social. Y el padre es uno de sus dos pilares.

Así que, como vemos, ser padre es ser un baluarte, uno de los últimos baluartes de lo verdadero y de lo real. Quizás pensando en ello comprendamos mejor porque razón se persigue su destrucción, su aniquilación, su remoción. Quizás ahora comprendamos mejor porque es imperativo su rescate.

Chesterton dijo una vez que la familia es una célula de resistencia contra el Estado. El padre, por lo tanto, no es el ejecutor de una tiranía, como quieren hacernos ver («¡El patriarcado!»), sino la última de las defensas contra ella. Al amar su hogar y su familia, protege al mundo del suicidio. Es un caballero cuya fuerza es el servicio y cuyas armas son el amor y el sacrificio; un paladín con una misión sagrada: luchar contra el dragón. Hagamos que así sea. Y para facilitar esta labor, recordemos a algunos padres literarios que podrían –quién sabe– servirnos de ejemplo.

  

LA CASA DE LA PRADERA (1932-1971), de Laura Ingalls Wilder

Una forma de leer la serie de ocho novelas de La casa de la pradera (de la que ya les he hablado aquí), es verla, no solo como la historia de una joven pionera, sino también como un tributo al amor, la constancia y la fortaleza de los padres y como un memorial a la institución familiar. Por eso es bueno leerla hoy; y por eso nuestros hijos deben hacerlo. Así como también, tanto los que ya son padres como los que aspiran a serlo.

Me detengo así, un momento, en Charles Ingalls, Pa, el padre de Laura, la protagonista de la serie (y autora de la misma). Pa puede servirnos de ejemplo de algo hoy olvidado, pero para nada olvidable: que los padres dejan huella en sus hijos, una huella profunda y duradera. Les hablo de una influencia que puede llegar a ser beneficiosa, pero que, por su poder, también puede llegar a ser terriblemente destructiva. Me estoy refiriendo, no solo a la influencia de su presencia y de la relación que esta presencia desencadena, sino también a su, hoy lamentablemente frecuente, falta de presencia; esta ausencia también marca, dejando tras de sí la imborrable huella de un vacío.

No es el caso de Laura Ingalls. Ella recordó en esta serie de libros a su padre, a la increíblemente beneficiosa huella que su padre dejó impresa en su alma; y así nos lo cuenta: un padre presente, un padre amoroso y protector, constructor de vallas y escudos invisibles; un padre que ejerció de padre, con todo su sacrificio y entrega, asumiendo el peso de su sagrada misión.

Pa Ingalls no es solo un hombre de vigor fronterizo, sino un alma paternal cuya paciencia y alegre abnegación guían a su familia a través de las dificultades y la incertidumbre. La suya no es la voz de una autoridad desaprensiva, sino del amor encarnado en el trabajo y el deber, que recuerda el santo modelo de San José. Construye cabañas de troncos y abre caminos a través de la nieve, y al regresar al hogar, canta canciones de cuna a sus hijas a la luz del fuego y al son de su violín. Empuña el hacha y la Biblia con un mismo fervor contagioso. Ciertamente no predica la virtud, pero hace algo mejor: la vive y, al hacerlo, forma el carácter de sus hijos de forma más duradera que cualquier catecismo. En él vemos la fusión del afecto doméstico y la perseverancia varonil; por ello su autoridad –que sin duda posee y le es reconocida– no proviene únicamente de su fuerza, sino del amor que la sustenta, todo lo cual inspira a los que le rodean.

En una ocasión, cuando Pa regresa a casa después de sobrevivir a una ventisca de tres días, saluda a su preocupada esposa, y le dice con aire tranquilo: «Caroline, nunca te preocupes por mí (…) Estoy obligado a volver a casa para cuidar de ti y de las niñas». A continuación, cuenta a la familia su dura experiencia como una aventura, no como una historia de supervivencia, lo que, en vez dejar aterrados a sus hijos, los deja fascinados.

En el último párrafo del primer libro de la serie, La casa del bosque, se puede leer lo siguiente:

«–"Laura", dijo Pa. –"duérmete, anda".

Pero Laura permaneció despierta un rato escuchando el violín de Pa que sonaba suavemente, al tiempo que sentía el solitario silbido del viento en el Gran Bosque. Miró a Pa sentado en el banco junto a la chimenea, con el fulgor del fuego reflejándose en su cabello y barba castaños, y brillando sobre el violín color marrón miel. Miró a Ma, mientras tejía meciéndose suavemente.

Pensó para sí: –"Esto es ahora". Y se alegró de que la acogedora casa, y Pa y Ma, y la luz del fuego y la música, fueran ahora.

No podría olvidarlos, pensó, porque el presente es ahora. Nunca puede ser hace mucho tiempo».

Laura nos presenta a su padre en las novelas como «siempre alegre, temerario, inclinado a la imprudencia, y amante de su violín». Y en una entrevista, años después de la publicación de las mismas, confesó:

«Cualquier creencia, afecto y patriotismo que tenga lo debo a mi padre tocando su violín en el crepúsculo».

Porque, como nos traslada Laura en su relato, la vida en las praderas es muy triste cuando papá no puede tocar el violín.

  

ESPADA DE HONOR (1952-1965), de Evelyn Waugh

En la trilogía Espada de honor (comentada aquí), Evelyn Waugh nos presenta una figura patriarcal de referencia, por la que no oculta una clara predilección. Me refiero a Gervase Crouchback, el padre del protagonista, Guy, un personaje casi de otro mundo. No se trata de un moralista sermoneador, sino de un hombre que encarna un sereno realismo cristiano en el que el ejemplo habla más claro que la exhortación. Es un recordatorio de que los mejores padres no obligan, sino que ayudan a conformar las almas de sus hijos con su quehacer cotidiano; no controlan sus conciencias, sino que moldean sus almas en virtud de una dignidad y una autoridad que no reprime, sino que libera y dignifica.

Gervase es este tipo de padre; no hace alarde de su virtud, sino que la habita, y eso es aprovechado por su hijo Guy, que bebe abundantemente de su maestría y se apoya con frecuencia en su piedad, tranquila y resuelta. Se trata, sin duda alguna, de uno de los últimos vestigios de la Inglaterra caballeresca, de las viejas –y perseguidas– familias católicas: un hombre de honor, de fe, de piedad profunda, pero sin vestigios de ostentación ni orgullo.

De presencia discreta –como muchas veces corresponde al ejercicio de la paternidad–, el ejemplo de su integridad, fe católica y humildad guía a Guy en su búsqueda de sentido en medio de un mundo en decadencia sumido en la destrucción.

Encontramos un pasaje significativo en Hombres de armas, cuando Guy visita a su padre en Matchet:

«Pese a los cuarenta años que los separaban, había un parecido notable entre el señor Crouchback y Guy. El señor Crouchback era algo más alto y mostraba una expresión de benevolencia firme que Guy no poseía. […] Era un anciano inocente y afable que, de algún modo, había conservado su buen humor —más aún, una alegría misteriosa y tranquila— a lo largo de una vida que, a simple vista, había estado sobrecargada de desgracias (…) engendró en su suave pecho dos cualidades raras, tolerancia y humildad».

Este retrato destaca la serenidad, entereza, y fortaleza interior de Gervase, nacidas –como se encarga de hacernos ver Waugh– de su firme Fe, y que contrastan con las tribulaciones de Guy, ofreciéndole un refugio estable y un modelo de virtud silenciosa.

En Oficiales y Caballeros, se menciona cómo Gervase, a pesar de las dificultades económicas, mantiene una actitud de generosidad y caridad que desconcierta a quienes lo rodean y no profesan la fe católica, lo cual es también una lección hoy, en un mundo cargado de mercantilismo:

«Es un hombre profundo, y no me equivoco. Nunca le he entendido bien. De alguna manera su mente parece funcionar diferente a la tuya y a la mía».

Por último, tenemos el famoso pasaje que da sentido definitivo a la vida de Guy, cuando su padre le dice en una carta:

«¿Cuántos niños habrán sido criados en la fe que de otro modo habrían vivido en la ignorancia? Los cálculos numéricos no aplican. Si solo un alma se salva, es compensación suficiente por cualquier “pérdida de prestigio”».

Las cualidades paternas de Gervase —su fe inquebrantable, su humildad y su generosidad— no solo moldean para bien el carácter de Guy, sino que también representan un ideal de paternidad basado en la virtud y el ejemplo.

 

Estas son solo dos muestras; afortunadamente, hay muchos más de padres que ejercen como tales. Entre otras cosas, estas novelas pueden leerse como una guía parental sobre cómo afrontar la adversidad y las dificultades de la vida familiar con confianza y optimismo, y como trasladar a los hijos aquello que vale la pena conservar 

Porque, concienciémonos, los padres son imprescindibles, hoy y siempre. No solo por representar un fundamental papel social, sino por que también encarnan una vocación moral. Apuntan más allá de sí mismos; apuntan a la eternidad. Más, tristemente, los hemos convertido en tiranos o irrelevantes marionetas, cuando deberían ser puentes hacia la virtud y hacia Dios, testigos de la Verdad y gérmenes de santidad.

Por eso, su labor es sagrada; por eso, es imperativo restaurarla. Algo que nos corresponde a nosotros, los padres, por que… ¿Qué sabe el mundo «de los de los austeros y solitarios oficios del amor»?

 

¿Y, QUÉ HAY DE LOS PADRES?

DE NUEVO, LA FIGURA DEL PADRE

6.05.25

La importancia de la poesía (V): extravio y reencuentro

   «Paisaje con peregrino». Karl Friedrich Schinkel (1781-1841).




«Un poema comienza en deleite y termina en sabiduría».

Robert Frost

 

«Verdaderamente que hay poetas en el mundo que escriben trovas que no hay diablo que las entienda».

Miguel de Cervantes

 

«Para los cristianos, la visión poética de las cosas es un deber».

Cardenal John Henry Newman

 

 

Desconozco si Aristóteles, santo Tomás, Blake, Newman, Claudel, Eliot, Guardini, Levertov y otros de los que les hablé en entradas anteriores de esta serie, están en lo cierto. No estoy seguro de si la poesía nos prepara para la contemplación y nos ayuda, aunque sea un poco, a acercarnos a la Verdad, aunque intuyo que quizá podría ser así. Lo que sí sé es que, en la mayoría de los casos, lo que vulgarmente denominamos poesía no nos conduce a esos lugares. Y es que, si fuera —como creo— un regalo, un don, una inspiración sobrenatural carente de inmanencia, y capaz de aproximarnos a la verdad de las cosas, entonces sería algo extraordinario. Y, por ello, escaso. Quizá sea así porque esa rareza es necesaria para que la gracia no sofoque la naturaleza. Todo lo demás, todo aquello que llamamos pomposamente poesía y que pretende serlo, no sería tal.

Emily Dickinson lo sabía, y nos dejó estos versos, tan lúcidos como frustrantes:

«Contemplar el cielo de verano
Es poesía, aunque nunca se halle en un libro.
Los verdaderos poemas huyen».

La mayoría de los poetas —y muy probablemente todos ellos— se limitan a elaborar una copia del poema del mundo y a acercarlo a los demás mortales, aunque en muchas ocasiones con poca fortuna. Aun así, con éxito o sin él, el verdadero poeta se ve impelido a cantar; su misión es intentar expresar, a través de su voz personal, esa visión profunda de las cosas, sacarla a la luz con su poema —pues ese es uno de sus significados originales, «dar a luz», ποιέω (poiéo)—, y hacerlo una y otra vez. Ese mero intento es, en palabras de T. S. Eliot, más que suficiente; es todo lo que se puede hacer, ya que, como nos anunció Dickinson, los «verdaderos poemas huyen».

Esa intuición de Dickinson parece anticipar una verdad que otros autores modernos también han señalado, aunque desde otros ángulos.

Ciertamente, conocemos algunos de estos grandes poetas, desde Homero hasta Dante; la tradición y el paso del tiempo nos los han mostrado. Pero, ¿Podemos encontrarnos con grandes poetas en nuestros días?

Hace más de medio siglo, Jacques Maritain esbozó un juicio muy duro sobre gran parte de la poesía desde el Romanticismo en adelante:

«La poesía se separa así del arte como una virtud práctica del intelecto; anhela saber, no hacer. Pierde el interés por la belleza. Busca el poder, el conocimiento mágico. El fin, entonces, solo puede ser una parodia de la revelación provocada por la desorganización del organismo mental y moral del hombre, liberando las fuerzas del inconsciente (…). El deleite que da la belleza es reemplazado por el deleite de la experiencia de la libertad suprema en la noche de la subjetividad».

El profesor de clásicas norteamericano Anthony Esolen, más recientemente, emite otra amarga queja hacia la poesía de nuestros tiempos y denuncia como peligrosa la tendencia —alentada tanto por poetas modernos como por profesores de literatura— de convertir un poema en un rompecabezas que primero se descifra y luego se interpreta, con el objetivo de hallar un «significado oculto». Esolen advierte que este enfoque trastoca la lectura de la poesía, transformándola de un placer en un trabajo pesado. Añade que muchos poemas modernos son meras efusiones emocionales o expresiones de sentimientos subjetivos: «la libertad suprema en la noche de la subjetividad», en acción.

No tengo competencia para juzgar estas opiniones. Porque el poeta, no lo olvidemos, es simplemente un hombre: alguien que, al expresar los secretos del mundo, revela también su subjetividad y su propia alma. Ahora bien, la verdadera poesía no puede apoyarse exclusivamente en la expresión de lo que el poeta siente; debe dar a luz algo más, o quizá mucho más. En palabras de Jacques Maritain, los poemas de verdad:

«Dirán más de lo que son, y pondrán a disposición del conocimiento, al mismo tiempo que ellos mismos, algo distinto de sí mismos, y algo otro que ese otro, y, si es posible, el universo entero como en el espejo de una mónada. Por una especie de amplificación poética, Beatriz, siendo la mujer que amó Dante, es también, en virtud del signo, la sabiduría que lo conduce».

Este anclaje en el sentimiento subjetivo es uno de los lastres de toda poesía, de hoy y de siempre. Y es que, al poeta no le basta con sentir; no debe pretender simplemente emocionar —eso ni siquiera es prueba de su éxito—, sino expresar algo más. Pero quizá gran parte de nuestros poetas modernos se limitan a lo que han sentido y, por ello, producen en nosotros, sus lectores, tan solo retazos de naturalezas muertas y estados subjetivos dramatizados; lo que deriva en que nuestra visión del mundo sea, tal vez, más restringida que en el pasado.

Para liberarnos de ese yugo limitador quizá debamos volver a la vieja sophia perennis, esa sabiduría eterna que trasciende épocas y culturas. El cardenal Newman nos habló del «principio sacramental» y su relación con la poesía:

«El mundo exterior (…) es una manifestación de realidades más grandes que él mismo (…) la materia y la expresión son partes de una sola cosa».

Según Newman, para alcanzar a ver «esas realidades más grandes», lo sublime, lo espléndido —la Belleza con mayúsculas y, a través de esta, la Verdad—, el hombre debe ser capaz, con la imaginación, de rescatar aquello que ve de entre lo vulgar. Y tal labor solo puede ser realizada a través de la poesía y por medio del poeta, «el hombre de la belleza», como decía Emerson.

Siguiendo al trascendentalista norteamericano, el verdadero poeta, escaso y visionario, «está aislado entre sus contemporáneos, por la verdad y por su arte, pero con el consuelo de que su búsqueda arrastrará tarde o temprano a todos los hombres».

Sin embargo, nos encontramos con un nuevo problema: hoy el poeta ha perdido contacto con los demás hombres; se encuentra más aislado y solo que en los tiempos de Emerson, o quizá incluso, proscrito y desterrado. Esta es una de las tragedias que nos asolan. Los poetas caminan solos, errantes y extraviados, y, a consecuencia de ello, el hombre común de hoy solo percibe que las cosas no marchan como debieran, pero nada más; se limita a sentir un malestar, un síntoma que no define la enfermedad ni el mal que lo causa. ¿Por qué? Un poeta, W. H. Auden, apuntaba a un aspecto relevante:

«Las denominadas bellas artes han perdido la utilidad social que una vez tuvieron… Nuestro siglo no siente necesidad de este arte gratuito… Pero cada vez que intenta combinar gratuidad y utilidad (…) falla por completo».

Auden ofrece un diagnóstico, posiblemente más preciso que la mera constatación de un malestar, pero sin receta para la curación: no visualiza un cambio en nuestro mundo que restablezca a las artes —y a la poesía entre ellas— la utilidad que tuvieron, y siente que, sin ella, las artes puras perecerán o serán relegadas a un rincón oscuro.

Pero esto es, en mi modesta opinión, un error. Miramos en la dirección equivocada, centrándonos en lo próximo para olvidar aquello a lo que debemos dirigirnos, que está detrás y más allá de nuestro primer plano. No se trata de que la poesía –transmisora de verdades– se reduzca a la cotidianeidad política y sociológica, al hombre y sus miserables problemas del día a día, a fin de ser util; así no conectará con las ansias profundas que laten en su interior auténtico. Debe apuntar al horizonte, al lugar donde yace el principio extraviado en este viaje con retorno que todos debemos emprender. Y ello, aunque lo haga a través del tratamiento de esas miserias cotidianas, que serán el material áspero y primitivo a través de cuya manipulación dé lugar a la visión verdadera.

Aun así, creo que todavía hay poetas capaces de transmitir una visión de algo que permanece oculto para la mayoría. Podríamos calificarlos de grandes poetas. Y junto a ellos, habitan entre nosotros otros, pequeños, modestos y humildes, poco conocidos, cuyos versos quizá no nos iluminen sobre los misterios del mundo, pero nos dan algo que también necesitamos: cantores domésticos que nos obsequian instantáneas de nuestro mundo cotidiano, contadas como relámpagos, fogonazos fugaces de lucidez. Que nos regalan cánticos, ruegos y oraciones. Que nos traen de vuelta al buen camino, eliminando la distracción y el desorden que nos asolan, tan solo para mostrarnos, aunque sea un instante, el mundo tal y como es.

Y es que, como dije antes, la poesía verdadera ha de ser escasa, pero esto no significa que haya de ser siempre grandiosa. El Espíritu sopla donde quiere, y muchas veces se nos acerca sutilmente, casi imperceptible, en la voz tranquila de un poeta desconocido.

Así que no desesperen; todavía hay poetas. Grandes poetas, sí, pero también humildes aprendices. Dios continúa regalándonoslos. ¿Cómo? ¿Inspirándolos? ¿Acaso a través de musas, como creían los antiguos? Me gusta pensar que sí. El mismo Esolen habla de una unión de toda esta verdadera poesía en un poema mayor, del que todo verdadero poema forma parte. En alusión a la Parábola del Sembrador, nos dice que la semilla es «la Palabra», que, recibida correctamente, da abundante fruto, y que los versos de esos poetas –los verdaderos– representan el «céntuplo» que la Palabra de Dios ha producido en ellos.

Puede que sea así. Y aunque no lo fuera, no importaría demasiado, mientras los poetas continúen cantando y Él permanezca con nosotros. Porque, como bien sabemos, el único y verdadero Poeta estará siempre a nuestro lado «todos los días, hasta la consumación del siglo».

   

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (I): POESÍA Y VERDAD

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (II): POESÍA Y CONTEMPLACIÓN

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (III): EL POETA, LA HUMILDAD Y EL ASOMBRO

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (IV): POESÍA E INFANCIA

28.04.25

¿Los grandes libros? ¿Todos ellos? Y, ¿de qué manera?

        «Día de primavera en los bosques». Hans Andersen Brendekilde (1857 -1942).

 

    

«Todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona nos pertenece a nosotros, los cristianos».

San Justino

 

«Se pueden encontrar todas las nuevas ideas en los libros viejos; solo que allí se las encontrará equilibradas, en el lugar que les corresponde y, a veces, con otras ideas mejores que las contradicen y las superan».

G. K. Chesterton

 

«Debes tratar de hacer siempre que el paciente abandone la gente, la comida o los libros que le gustan de verdad, y que los sustituya por la “mejor” gente, la comida “adecuada” o los libros “importantes”».

C. S. Lewis. Cartas del diablo a su sobrino

    

 

 

En nuestros días se habla —y se continúa hablando con profusión— de los grandes libros. Se hace desde las más variadas instancias y perspectivas, normalmente en términos elogiosos. Yo mismo lo he hecho nada más dar inicio a este blog, y lo he seguido haciendo a cada poco, la última vez en la entrada anterior a esta.

Se destaca de ellos una grandeza que hace referencia más a su impacto social, político y cultural que a su verdad; más a su influencia, sea cual sea el sentido de esta, que a su efecto benéfico. Por eso —lo habrán notado—, siempre que hablo de ellos me refiero no solo a esa grandeza en términos generales, sino también a su bondad. Ello me permite excluir de la recomendación algunos libros considerados grandes, pero que estimo inconvenientes, y, de paso, incluir en la recomendación otros libros, seguramente no tan grandes, pero igualmente beneficiosos para el alma. Esto sugiere tanto una selección dentro de la selección como un determinado enfoque en su lectura, y una previa preparación para ella.

Sobre el porqué de esta matización trata este artículo. Sin embargo, es menos una justificación que una proclama.

De entrada, haré una afirmación quizá polémica: muchas de las obras incluidas en los distintos listados de grandes libros contenidos en muchos programas de numerosas universidades en todo el mundo (empezando por el famoso programa de la Universidad de Chicago de Robert Hutchins) son las mismas obras que nos han llevado a la crisis de la cultura occidental que hoy vivimos. Como señala el profesor Patrick Deneen: «El ataque más amplio a las artes liberales obtiene gran parte de su combustible intelectual de varios de los grandes libros mismos». Pero advierto que no me estoy refiriendo a los mismos libros, sino a la falta de preparación con que, por lo común, se les enfrenta. Así, un uso descuidado de esos grandes libros se ha convertido en parte de la enfermedad que nos asola, o, más bien, en uno de los patógenos que la causa. Abordar los grandes libros como un relativista cosmopolita y, sobre todo, salir de su lectura de esa guisa es algo absolutamente opuesto al propósito original de las artes liberales tradicionales, que no tenían otro fin que alcanzar la verdad, por definición absoluta, intolerante y una.

En el número de septiembre de 1987 de la revista conservadora Modern Age, el filósofo tomista Frederick Wilhelmsen (quien mantuvo una estrecha relación con España) escribió un conocido ensayo titulado Los grandes libros: enemigos de la sabiduría? (Great Books: Enemies of Wisdom?). En él critica el enfoque de los programas de grandes libros que, en su opinión, habían dado paso al eclecticismo y al relativismo que padecemos hoy. Carentes de una mínima formación en pensamiento cristiano que les diera base y criterio, la mayoría de los alumnos de estos programas terminaron convirtiéndose en modernos Hamlets y Descartes, escépticos y dudosos de lo verdadero, lo bueno y lo bello, que, además, pronto se transfiguraron en pequeños Robespierres dispuestos a cortar las cabezas de aquellos que osasen no comulgar con su escepticismo fanático, como estamos comprobando en nuestros días.

Todo ello, argumentaba Wilhelmsen, ha traído como consecuencia un sistema educativo en el que no se enseña ni se aprende filosofía real, sino solo opiniones. Todo se relativizó al no contar con ninguna base metafísica con la que evaluar las ideas contenidas en los libros. Lo cual no es nada extraño. Ya en su tiempo, Michel de Montaigne, en uno de sus famosos ensayos —«Sobre la experiencia»—, reconoce que su escepticismo —que él lamenta— procede de la existencia de una «infinita variedad de opiniones» que solo traen confusión a la mente: «Hay más problemas para interpretar las interpretaciones que para interpretar las cosas mismas, y hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema». Esa excesiva variedad lleva a la confusión; una confusión que, según él, conduce al escepticismo, a la desconfianza en la razón y a una concepción de la verdad como algo relativo.

Lo cierto es que hay un hecho que no admite discusión: hay numerosos grandes libros y muchos se contradicen entre sí. Como consecuencia, al carecer de una base filosófica sólida que les proporcionara un criterio, los estudiantes acabaron, en su mayoría, sumidos en el relativismo más atroz. El multiculturalismo y la diversidad, entre otras modas, se convirtieron así en sustitutos del pensamiento racional. De esta forma, como escuchamos hoy hasta la saciedad, todas las culturas son verdaderas y toda diversidad es igualmente válida y valiosa, no porque sea verdadera, sino simplemente porque es diversa. Y ya saben a lo que nos ha estado conduciendo todo esto.

Por otro lado, también parece poco discutible que, para comprender aquello que contienen los grandes libros, se necesita una formación previa, no solo la filosófica ya comentada, sino también la poética, la moral, la estética y la religiosa.

Recordando aquello de Tomás de Kempis de que «lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo», creo que para llegar a los grandes libros, a los clásicos, habrá que pasar antes por los buenos libros y, dentro de ellos, por los apropiados a cada edad. Es subiendo por esta escalera literaria como podremos llegar a algún sitio; de otra forma, mucho me temo que el error, la incomprensión y la ignorancia se adueñen de nosotros.

Y para facilitar esta preparación —necesaria para abordar con criterio los grandes libros— se revela fundamental la lectura en la infancia y la juventud, y no una lectura cualquiera. Hablo específicamente de la lectura de los buenos libros; una lectura que, a ser posible, combine la íntima y la privada con la lectura en voz alta y en grupo, acompañada, antes, durante y después, del diálogo y el comentario de los chicos entre sí y de los chicos con sus padres y con sus maestros. Por supuesto, facilitaría mucho las cosas empezar cuanto antes; si es posible, desde la cuna, o el seno materno, si me apuran.

Es quizá John Senior quien acuña este concepto de buenos libros. Senior fue un brillante profesor de Clásicos y Humanidades en la Universidad de Kansas que, a principios de los años setenta, diseñó e impartió con dos colegas —Dennis Quinn y Frank Nelick— un influyente y breve Programa de Humanidades Integradas (PHI) para estudiantes de primero y segundo año. El PHI produjo muchos maestros, unos pocos agricultores, numerosas amistades y matrimonios y, sobre todo, una ola de vocaciones religiosas y conversiones al catolicismo.

Senior y sus colegas se apercibieron de que, al carecer de un bagaje poético de buenas lecturas en su infancia y primera juventud, los jóvenes universitarios no estaban preparados ni entrenados para asimilar a los más grandes autores y sus obras. Se trata, ni más ni menos, de un desarrollo del viejo axioma escolástico que dice que «lo que se recibe se recibe a la forma y modo del receptor» (Quidquid recipitur ad modum recipientis recipitur). Por lo tanto, si el receptor no está preparado, lo que sucederá es que, o bien no recibirá lo transmitido, o lo recibirá deformado o incompleto, como así ocurrió y todavía ocurre.

Lo que Senior, Nelick y Quinn trataron de hacer fue arreglar el desaguisado de una educación hogareña y escolar deficiente. Concibieron su programa de pregrado universitario como una extensión de la enseñanza primaria y media para solventar o compensar aquella carencia que impedía a los jóvenes universitarios aprovechar esos programas de estudio de los clásicos. Un programa ambicioso, a la par que sencillo, que iba incluso más allá del ámbito puramente académico, ya que se trataba de sanar una falta de conocimiento y de relación con la realidad y, por tanto, con la verdad, la belleza y la bondad.

Acudo a Senior para explicarme, citando un fragmento de su obra La muerte de la cultura cristiana:

«Las ideas seminales de Platón, Aristóteles, san Agustín y santo Tomás germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto. […] Una razón más importante para leer los buenos libros que figuran aquí, y para leerlos preferentemente cuando se es joven, es preparar a la imaginación y al intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros».

Y no solo eso, Senior y sus colegas abogarón por algo más que el mero aprendizaje de libros. Defendieron una restauración completa del realismo, en la que se potenciarían todos los sentidos del hombre, la imaginación, la emoción, la voluntad, el intelecto y el cuerpo. Y así, recitaciones de poesía, bailes comunales, contemplación del firmamento en noches estivales, e incluso viajes escolares a la vieja Europa, constituyeron también parte del contenido de este famoso programa.

Wilhelmsen y Senior fueron testigos del fracaso de un sistema en el que ellos mismos fueron educados. Pero a pesar de ese fracaso, ninguno de los dos abogó por el abandono del estudio de los grandes libros. Según ellos, los necesitamos y queremos, y por ello precisamos saber qué pueden ofrecernos.

Mucho tiempo antes, el cardenal Newman nos había ya conminado a hacer un buen uso de la literatura, incluidos los grandes libros. Según sus propias palabras, la literatura es el «archivo de la experiencia humana en lo natural», y, concretamente, los más grandes libros, los clásicos, «poseen un carácter universal y ecuménico; lo que ellos expresan es común a toda la raza humana, y solo ellos son capaces de expresarlo». Y aunque sabía que, dado que «el hombre no estará siempre en estado de inocencia y llegará a pecar, y su literatura será expresión de su pecado, ya sea pagano o cristiano», pensaba que ello no era razón para su exclusión de la vida ni de la educación del cristiano. Y así escribió:

«Incluso si pudiéramos hacerlo, incumpliríamos nuestro claro deber si dejáramos la literatura fuera de la educación… Porque preparamos a los jóvenes para el mundo… Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula… Sorprenderán a vuestros jóvenes… sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se les haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso».

Hoy sucede algo similar a lo que ocurría en tiempos de Wilhelmsen: muchos jóvenes llegan a la universidad sin base filosófica, moral o religiosa alguna. Lamentablemente, la mayoría de los hogares y escuelas (incluso nominalmente cristianos), con escasas y notables excepciones, no les proporcionan esto.

Carecemos igualmente, como antaño —en la época de Senior y sus colegas—, de base y contexto, de cultura poética y estética. Y, además, hemos seguido perdiendo algunas otras cosas: no solo el hábito de leer y de leer buenos libros, sino también —y esto es más grave— esa capacidad de asombro, de inocencia y de adoración que nace de una relación directa con lo real. Es una situación similar a la que Senior tuvo que afrontar, pero, para colmo, aderezada, por un lado, con el desarrollo del multiculturalismo y la diversidad, y por otro, por la terrible fascinación de las pantallas, que se han adueñado del pensamiento y lo han corrompido, achicándolo hasta convertirlo en algo superficial y prescindible.

Chesterton lo había predicho en su día:

«La gran marcha de la destrucción mental proseguirá. Todo será negado… Se encenderán fuegos para testificar que dos y dos son cuatro. Se blandirán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano. Permaneceremos en la defensa, no solo de las increíbles virtudes y de la sensatez de la vida humana, sino de algo más increíble aún: de este inmenso e imposible universo que nos mira a la cara. Lucharemos por sus prodigios visibles como si fueran invisibles. Observaremos la imposible hierba, los imposibles cielos, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y, sin embargo, han creído».

En esto todavía estamos, aunque parezcan vislumbrarse fogonazos de esperanza en el horizonte.

Por ello, mi respuesta a la pregunta de si hoy debemos (nosotros y nuestros hijos) acercarnos a los grandes libros es que sí, pero haciéndolo con prudencia y con una seria y completa preparación poética, filosófica y religiosa previa, que posibilite asimilarlos en su plenitud y sacar de ellos aquello que sea bueno, como aconsejaba san Pablo. No hacerlo así es un pasaje seguro al relativismo y a la confusión, y con ello, al envenenamiento de nuestras almas.

La mente del hombre está concebida para acercarse a la contemplación; por eso deberá ser una mente lo suficientemente amplia y honesta como para no rechazar ni la razón, como hace el fundamentalismo, ni la revelación, como hace el estrecho intelectualismo. Y los grandes y buenos libros —en la forma y manera que les he comentado— nos podrán ayudar en ese camino. El poeta Ezra Pound decía que el libro puede ser una esfera de iluminación en nuestras manos; hagamos que sea así, dejemos que nos iluminen, aunque sea como el mortecino resplandor de una vela.

No obstante, antes de acabar, dos precisiones:

Una: los libros —y quizá, sobre todo, los clásicos— deberán ser puentes o senderos, pero nunca muros; si un clásico les parece un muro, no se fuercen a escalarlo. Busquen otro sendero literario que les plazca; hay muchos, incluso demasiados. Así que no se apuren, si Shakespeare o Dante no les conmueven, busque a quien sí lo haga; seguro que lo encontrarán.

La otra: lean siempre los libros que les proporcionen deleite. Como decía Borges, leer debe ser una forma de felicidad, y uno no puede obligarse a sí mismo —ni a nadie— a ser feliz. No sigan, por lo tanto, el consejo que el diablo le brinda a su sobrino: lean los libros que les gusten, no los que otros califican de “importantes”.

21.04.25

Los buenos y grandes libros de siempre: ¿También para hoy?

                         «Naturaleza muerta con libros». François Foisse (1708-1763).

   

 

«La “Ilíada” es grande porque toda la vida es una batalla, la “Odisea” porque toda la vida es un viaje, El “libro de Job” porque toda la vida es un enigma».

G. K. Chesterton


«Mientras que la verdad … está fuera del tiempo, las herejías siempre están atadas a los tiempos».

G. K. Chesterton


«Lo que fue, eso será;
lo que se hizo, lo mismo se hará;
nada hay de nuevo bajo el sol».

Eclesiastés, 1, 9-10

 

 

Hoy día se escucha con frecuencia la siguiente afirmación: muchos libros clásicos para jóvenes son geniales, pero están demasiado alejados de la vida moderna como para inspirarles. Necesitamos un renacimiento literario, se dice, uno que sea capaz de ofrecer a los jóvenes libros que sean relevantes en este nuestro moderno y progresista siglo XXI.

Esto suele traducirse, bien en arrinconar a una esquina oscura a los clásicos por su inutilidad, bien en centrarse en fragmentos de ellos que parecen prefigurar nuestras creencias de hoy día. En uno u otro caso la conclusión es la misma: no tiene sentido alguno leerlos. ¿Para qué hacerlo, –piensan los jóvenes– si no nos dicen nada, o lo que dicen ya lo sabemos?

Sin embargo, esta postura, aunque bienintencionada, está profundamente equivocada.

Hagámonos una pregunta: ¿qué caracteriza a los clásicos y a los grandes libros y los distingue de los demás? La respuesta es un extraordinario y atemporal atractivo que reside, no solo en su forma u originalidad, sino también en su fondo, al abordar temas acrónicos, constantes e imperecederos: la naturaleza humana y los mitos arquetípicos que explican el mundo. ¿Qué relevancia pudo tener la Odisea para los jóvenes atenienses del siglo V a. C. o para la juventud europea del siglo XIX que no pueda tener también para los jóvenes de hoy?

Aunque, la palabra relevancia es inapropiada aquí. La búsqueda de esa relevancia actualizada, aggiornada a los tiempos modernos, no es el camino. Los clásicos son lo que son y así hay que tomarlos. Solo así, en su atemporal integridad, nos harán bien. Únicamente así mantendrán su atractivo. Los clásicos son más fascinantes para los jóvenes ya que les revelan formas de ver las cosas que contrastan con lo que la gente da por sentado hoy en día: novedosas visiones, frescas, sorprendentes, incluso, revolucionarias, pero que son, no obstante, inteligibles e incluso razonables. Así que, esa relevancia tan buscada hoy día, es aburrida para ellos porque no supone ningún desafío. Que las obras antiguas te cuestionen e interpelen es interesante y fascinante y, de hecho, es esa misma razón la que les da verdadero valor a nuestros ojos.

Los clásicos son atemporales precisamente porque no se limitan a una determinada época. Nos hablan de lo que siempre ha sido humano, de lo que nos define más allá de las modas pasajeras. Y no hay mejor manera de educar, inspirar y formar a los jóvenes que poniéndolos en contacto con estas obras.

Consideremos algunos ejemplos. El Robinson Crusoe celebra la perseverancia frente a la adversidad; Los viajes de Gulliver critica la intolerancia con ironía mordaz; los cuentos de hadas y los cuentos tradicionales están repletos de lecciones morales, trasmitidas a través del asombro, la ilusión y la fantasía; las novelas de Julio Verne son una ventana fantástica a mundos de progreso técnico donde todavía el protagonista es el hombre; las de Salgari y Sabatini una puerta que se abre a tiempos de aventuras en procelosos mares; las de Stevenson muestran magistralmente ritos de paso de niños que se convierten en hombres; las leyendas y los mitos griegos y nórdicos hablarán a los chicos de dramas, prodigios y debilidades humanas con la maravilla de por medio; las novelas de Alcott, Austen y las hermanas Brontë les educaran sentimentalmente y les enseñaran a apreciar la caballerosidad, el valor de la renuncia, y el amor verdadero; por su parte, la valentía, el honor y el sacrificio los encontrarán en las historias heroicas de Sigfrido, de Perseo, del Cid, del rey Arturo o en las novelas de Tolkien; y tantas y tantas otras cosas hallarán que les abrirán su imaginación y les impulsarán a explorar, tanto su vida interior, incrementando el conocimiento de sí mismos, como las maravillas de lo creado que les rodean.

Pero los beneficios de los clásicos no se limitan a los jóvenes. El intercambio de ideas que surge de su lectura ayuda a toda persona a superar la miopía de las modas. Como señaló C. S. Lewis en Cautivado por la alegría (1955), evitan lo que él denominó «esnobismo cronológico»: la creencia de que solo las ideas modernas son válidas, relegando todo lo anteriormente dicho y pensado al olvido. Este sesgo lleva a una especie de esclavitud mental, que da por sentado que lo más reciente siempre es lo mejor. Chesterton había escrito sobre la misma idea en un ensayo titulado Sobre el hombre: heredero de todas las épocas (1934).

Y, sin embargo, ¿qué puede ser más distante de la verdad que lo que está en boga? Las modas son efímeras, inconsistentes y, a menudo, superficiales. Como decía León Bloy, «cuando quiero estar al tanto de las últimas noticias, leo el Apocalipsis». Esta chocante afirmación nos recuerda que lo verdaderamente importante trasciende las épocas y las modas humanas. William Hazlitt también abordó esta idea en su ensayo Sobre la moda (1818), señalando que «la moda vive en una rutina constante de innovación vertiginosa y vanidad sin sosiego». Nada en ella es suficientemente relevante como para durar, pues la tendencia que está de moda «ayer era ridícula por nueva y mañana será aborrecible por común». Por eso la verdad y la realidad le son ajenas: lo nuevo es lo mejor, pero no tiene permanencia. En cambio, los clásicos nos ofrecen una visión inmune a los caprichos del hombre, pues abordan lo eterno y esencial. Además, son ventanas privilegiadas a la historia. No sustituyen a los historiadores, pero complementan sus relatos con experiencias vividas de quienes habitaron otras épocas. Como decía Chesterton refiriéndose a la Edad Media, los humildes hombres que vivieron entonces tienen mucho que contarnos. Su perspectiva, transmitida a través de la literatura, es un puente invaluable hacia el pasado.

Podemos corregir nuestra miopía cronológica, pero solo si cultivamos la virtud, especialmente la humildad —quizá la más incomprendida— y la prudencia, la mayor de todas. La humildad nos permitirá ver nuestra época simplemente como una pequeña parte de una historia más grande, de la Historia que Dios está escribiendo para hacer nuevas todas las cosas. Y la prudencia nos llevará a no menospreciar el pasado solo por serlo, ni a sobrevalorar el futuro por la misma razón, y viceversa. Job dice: «Con los ancianos está la sabiduría, y con la longevidad la inteligencia», pero Pablo, sabiendo bien eso, exhorta a un joven Timoteo: «Que nadie te menosprecie por ser joven; al contrario, sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, fe y pureza». El pasado y el futuro tienen valor en la medida en que se orientan hacia el bien.

Por eso, no debemos temer poner en manos de los jóvenes estos magníficos libros. A pesar de que será un costoso esfuerzo en un mundo dominado por la inmediatez y las distracciones, valdrá la pena. No solo estaremos formando a lectores, sino a hombres y mujeres capaces de enfrentarse al mundo con una mente amplia, un corazón firme y un espíritu abierto a la trascendencia. Estos libros son la herencia de generaciones pasadas, un legado que los jóvenes deben conocer para entender quiénes son y hacia dónde pueden dirigirse.

Así que, aunque pueda ser difícil, aunque implique vencer la resistencia de un entorno que idolatra lo nuevo y desprecia lo antiguo, debemos hacerlo. Tómenlo como un acto de amor y responsabilidad hacia las nuevas generaciones: que descubran en estas obras no solo son historias, sino herramientas para navegar un mundo cambiante y turbulento… con raíces asentadas en lo eterno.

Como escribió Chesterton en el ensayo citado:

«El hombre debería ser un príncipe mirando desde el pináculo de una torre construida por sus padres, y no un canalla desdeñoso, derruyendo perpetuamente las escaleras por las que subió».

13.04.25

La mejor arma para la batalla: la educación en las virtudes de la Caballería (IV)

                          «El regreso». Charles Bosseron Chambers (1882-1964).
 

 


«La única sabiduría que podemos esperar adquirir
Es la sabiduría de la humildad: la humildad es infinita».

T. S. Eliot

            

          

«El coraje no es simplemente una de las virtudes, sino la forma de cada virtud en el punto de prueba».

C. S. Lewis

 

 

Cuando hablamos de caballería y caballeros, solemos pensar en épocas remotas y olvidadas (la Antigüedad clásica y, sobre todo, los tiempos medievales). Pensar en un caballero en nuestros días —o en nuestros tiempos— semeja un anacronismo, un anclaje en un pasado brumoso y oscuro que, para muchos, está afortunadamente superado. Sin embargo, como hemos visto, la actualidad (y urgencia) de esta figura es indudable para todo el que tenga ojos y quiera ver, tal y como he tratado de exponerles. Ahora me toca explorar la literatura contemporánea en busca de algún que otro ejemplo, por discreto que sea y semioculto que pueda estar. 

Voy a hablarles de dos obras literarias y de sus protagonistas. La primera fue escrita por una mujer; la segunda, por un hombre, ambos católicos y conversos. Me refiero a una novela dividida en dos partes (¿una dilogía?) y otra dividida en tres, una trilogía (ahora sí). La autora de la primera es Sigrid Undset, y los títulos que la componen son La orquídea blanca (1929) y La zarza ardiente (1930), ambas protagonizadas por Paul Selmer. La segunda es obra de Evelyn Waugh y está compuesta por las novelas Hombres de armas (1952), Oficiales y caballeros (1955) y Rendición incondicional (1961), publicadas más tarde, en 1965, en un único volumen que reunía las tres (con algunas correcciones) bajo el título de la trilogía Espada de honor, protagonizada por Guy Crouchback.

Creo que, tanto en Paul como en Guy, pueden reconocerse rasgos de ese caballero cristiano al que nos estamos refiriendo en esta serie.

En ambos casos, me centraré únicamente en un aspecto de sus vidas: sus matrimonios y todo lo que los envuelve, lo que forzosamente me llevará a dejar de lado muchos otros aspectos valiosos de las novelas. Por ejemplo, el crítico Cyril Connolly calificó la trilogía de Waugh como «la mejor obra en lengua inglesa sobre la Segunda Guerra Mundial», y el propio Waugh la consideró su obra maestra. Espero, por tanto, que me disculpen.


TRILOGÍA «ESPADA DE HONOR»

 

¿Es posible ser un caballero cristiano en el mundo moderno? Y, si fuera así, ¿es posible, además, serlo en medio de un mundo que se derrumba, atrapado en la monstruosidad de una guerra que parece devorarlo todo?

Este es el punto de partida de la historia de Guy Crouchback y las preguntas que hay que plantearse antes de adentrarse en la lectura de la novela.

Guy es un hombre de convicciones, que profesa la fe católica desde la cuna, y la guerra en la que el mundo se ve envuelto —la Segunda Guerra Mundial— pondrá a prueba todas ellas, pues esa fe inicial parece dormida y débil, necesitando una forja que las vicisitudes bélicas traerán consigo y de la cual saldrá fortalecida. De este modo, asistimos al crecimiento de la fe católica de Guy; una fe que termina por convertirse en su ancla vital. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, que adoptan el pragmatismo y utilitarismo propios de los tiempos bélicos, Guy se aferra a un orden superior. Su alistamiento está inicialmente impulsado por una visión caballeresca cuasi medieval: la defensa de la cristiandad:

«El enemigo por fin estaba a la vista, enorme y odioso, sin ningún disfraz. Se trataba de la Era Moderna en armas».

Un idealismo inicial que la crudeza y miseria de la conflagración enfrían, pero que, al mismo tiempo, forja en su interior una fortaleza ligada a un propósito vital que la fe misma otorga.

Sin embargo, me interesa destacar un episodio concreto de la trama: su matrimonio y todo lo que lo rodea.

Pero antes, una aclaración. Con Waugh ocurre algo: el problema de acostumbrar al público a una crítica ácida es que siempre se perciba la obra como una sátira burlesca, y que el autor parezca un cínico incapaz de abordar temas serios. Esto sucede frecuentemente con Waugh. Pero lo cierto es que, sin abandonar su vena cómica y su amarga crítica a la modernidad, cuando escribe sobre catolicismo y tradición, Waugh lo hace con absoluta seriedad. Esto, en ocasiones, no se percibe o no se acepta. Por ejemplo, los editores estadounidenses de la trilogía titularon el último volumen El final de la batalla (nombre de un capítulo), en lugar del original Rendición incondicional, perdiéndose así el doble sentido de la frase y su referencia al abandono a la voluntad divina que implica la fe verdadera. Guy Crouchback se rinde por completo a Dios, a lo que Este espera de él, todo lo cual culmina al contraer un segundo matrimonio —civil, pues el canónico persistía tras el divorcio— con su esposa, Virginia, y reconocer como suyo al hijo de otro hombre, concretamente de un compañero de armas, Trimmer. Como había dicho su padre:

«El Cuerpo Místico (la Iglesia) no renuncia a sus principios ni pierde su dignidad. Acepta el sufrimiento y la injusticia. Está dispuesto a perdonar al primer indicio de compuncion».

El amparo de Virginia y su hijo en el último volumen de la trilogía —a pesar del abandono de esta, de su adulterio y de la concepción de un hijo con otro hombre— es la primera «acción genuinamente desinteresada» de la vida de Guy, y un gran paso hacia una existencia plena. Y es que, como le dice al protagonista su padre (probablemente el personaje más noble de la obra, un modelo para Waugh):

«¿Cuántos niños habrán sido criados en la fe que de otro modo habrían vivido en la ignorancia? Los cálculos numéricos no aplican. Si solo un alma se salva, es compensación suficiente por cualquier “pérdida de prestigio”».

Esa alma puede ser el hijo bastardo de Virginia, y Guy lo sabe. Sin su padre ni Virginia vivos, es él quien lo adopta y cría; quien le da cobijo y educación; quien incluso sostiene su nombre; curiosamente el mismo nombre que su abuelo, su padre y su hermano mayor fallecido en la guerra: Gervase. Y, sobre todo, es él quien le transmite la fe.

La fuerza de esa fe, la fe como forma de vida, es el núcleo de estas tres novelas bélicas de Waugh. Guy Crouchback y su padre rezuman esa fe por todos sus poros. Como escribió san Juan de la Cruz, el cristianismo es una religión en la que «la resistencia a la oscuridad es la preparación para la gran luz». La horrible y decepcionante guerra que se ve obligado a afrontar Guy Crouchback, unido a su inicial fracaso familiar, representan para él esa oscuridad, que solo puede afrontar bajo el manto de la fe. Una fe que el Waugh converso explora incansablemente: es el amanecer de la luz para Charles Ryder en Retorno a Brideshead; la fuerza que impulsa a Helena –en su novela homónima– en su búsqueda en Tierra Santa; el consuelo que resigna y da propósito a Guy Crouchback en Espada de honor ante los reveses del destino; y la fuente de alegría inconmensurable para su padre, Gervase Crouchback. Así entiende Waugh la fe, y así nos la transmite.


«LA ORQUÍDEA BLANCA» Y «LA ZARZA ARDIENTE»

 

Esta obra de Undset, de la que ya les hable aquí, nos presenta a un protagonista que alcanza su condición de caballero tras una vida llena de duras pruebas. Como se señala en la contraportada de su primera edición en inglés:

«Paul Selmer es un héroe que lucha como un converso al catolicismo, una secta minoritaria en Noruega. Él lucha en su infeliz matrimonio para amar a su difícil esposa y aceptar sus faltas como esposo. Lucha por mantener amistades y lazos familiares en una época de moral que se desmorona rápidamente y la evidente devastación causada por el divorcio y la infidelidad. Él lucha como padre para criar a sus hijos en una fe que también está aprendiendo».

Para Selmer —tal y como debería ser para cualquier católico—, el matrimonio no es un mero contrato de conveniencia, destinado a procurar utilidad o placer, sino un crisol de santificación: perdona la infidelidad de su esposa, la acoge pese a su traición, incluso cuando esta regresa con los frutos de su pecado entre los brazos. Pero Paul reflexiona:

«No podía odiarla; el odio solo lo encadenaría a su pecado».

A diferencia del Guy de Waugh, el Paul de Undset no proviene de una familia de fuerte raigambre católica; se convierte al catolicismo ya en su adultez lo que sacude su existencia. No obstante, al igual que Guy, su fe es inquebrantable.

Uno de los ámbitos donde su fe se pone a prueba —y donde actúa su espíritu caballeresco— es en el seno de su matrimonio.

Su conducta, guiada por las virtudes de la humildad y la caridad, encarna los tres bienes fundamentales del matrimonio católico: la fides (fidelidad), la proles (descendencia) y el sacramentum (indisolubilidad).

La fidelidad de Selmer resplandece ante la infidelidad de su esposa, resistiendo incluso tentaciones disfrazadas de nobleza, personificadas en Lucy —la mujer que podría haber sido el amor de su vida—.

La crianza y cuidado de la prole se muestra en la forma en que se ocupa y cuida de sus hijos biológicos, en contraste con el abandono materno, y sublima su compromiso al adoptar como propio al hijo fruto del adulterio de su esposa.

Por último, a pesar de las dificultades, la falta de afecto hacia su esposa y las presiones familiares y sociales, Selmer mantiene el vínculo matrimonial en un mundo secularizado y hostil a sus creencias.

«El amor no es un sentimiento… Es la voluntad de servir, incluso cuando el corazón está roto».

Selmer hace lo que debe hacer, y lo hace con sacrificio y sufrimiento, y en silencio y humildad. Encarnando así el ideal del caballero cristiano descrito por el cardenal Newman: «un hombre cuya mansedumbre está aliada a la fortaleza y cuya vida está oculta con Cristo en Dios».

    

EPÍLOGO

Y dicho todo esto, no queda sino rogarles una cosa: eduquen a sus hijos en el espíritu y las virtudes de la caballería cristiana. Edúquenlos «en la decencia y el honor», como versó el gran poeta escocés. Prepárenlos para que calcen espuelas y ciñan espada, a fin de que estén listos para el combate, que oportunidades tendrán, como estamos viendo.

En ocasiones será Héctor, en otras, el Cid, quizá sea sir Gawain el que les acompañe, o puede ser que el ejemplo de Paul Selmer o de Guy Crouchback esté muy presente en sus vidas. No importa a cuál de ellos se acerquen sus hijos; no importa a quién emulen. Todos estos caballeros estarán ahí —en sus corazones— para cuando los necesiten. Se trata, sencilla pero grandiosamente, de estar preparados para la batalla de la vida, y ellos podrán ser su sostén.

Aunque esto implique enfrentar burlas y reproches, pues algunos considerarán que el ideal caballeresco al que aspiran es una huida de la realidad. Sin embargo, como dice Lewis influenciado por su amigo Tolkien, este ideal, aunque parezca escapismo, ofrece una dimensión profunda: es el único escape posible de un mundo dividido entre aquellos que no entienden que es en realidad la vida, y aquellos incapaces de defender lo esencial de ella. Por ello no es una fuga de la realidad, sino hacia ella.

Aun así, es muy probable que no los veamos en batallas épicas, pero sí actuar como «conservadores de las costumbres» y «protectores de los desvalidos». En un futuro donde tal vez seamos «ovejas incapaces de defender lo que hace a la vida deseable», serán ellos, nuestros hijos, quienes, como caballeros, nos rescaten.

Por esto, la caballería es hoy más necesaria que nunca; por esto urge preservarla.

Piensen en esto: en el ámbito del ser solo hay un caballero y un dragón. Convénzanse de que, como padres y esposos, están llamados a ser el caballero. Combatan a todos los dragones que hallen, incluido –sobre todo– el que se esconde en el rincón más oscuro de su corazón. Y enseñen a sus hijos a hacer lo mismo. Bastará su ejemplo. Salgan ahí fuera y luchen. La pureza de sus corazones los guiará y les mantendrá en la brecha, como cantó Tennyson del más noble de los caballeros, Galahad:

«Mi buena espada talla los cascos de los hombres,
Mi dura lanza empuja cierta,
Mi fuerza es como la fuerza de diez,
Pues mi corazón es puro».