12.11.22

Libros y utilidad (I)

           «Anocheciendo en Schlachtensee». Walter Rudolf Leistikow (1865-1908)




 

«Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera».

Flannery O´Connor



«La certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación».

Santo cardenal John Henry Newman



«Recuerda que las cosas más bellas del mundo son las más inútiles; pavos reales y lirios, por ejemplo».

John Ruskin

    

    

  

Hay quienes, ante la insistencia de uno en poner al alcance de los niños buenos libros, y frente a la repetición de la cantinela sobre la importancia de leer y de leer buena literatura, ponen cara de escépticos y dicen: «¿Para qué?, ¿de qué les va a servir?, no les hará mejores…». Otros claman en otra dirección y dicen en tono de censura: «No ves que es una pérdida de tiempo y energías, lo que deben hacer es prepararse lo mejor que puedan para el mundo laboral, ¿no querrás que tus hijos sean unos simples empleados o, incluso, que no tengan un trabajo “digno”?».

No son posturas novedosas, tampoco modas pasajeras, se trata de actitudes tan viejas como el hombre, que se apoyan en una utilidad mercantil y práctica fuera de la cual no hay nada, al menos, nada que se estime valga la pena.

Desde que John Stuart Mill sugirió que la utilidad no solo estaba de moda, sino que era necesaria, el mundo ha pasado a ser un escenario de logros útiles con los hombres como actores principales en un drama de provechos y utilidades.

Pero el caso es que este no es nuestro fin. No es el destino para el que estamos hechos. Fuimos creados a la imagen de un Dios que es Amor, que es Belleza, que es Bondad, que es Verdad. Y, por lo tanto, estamos diseñados para ser principalmente amantes, no trabajadores, para amar, primero a Dios, y luego al prójimo. Esos son los dos principales fines de nuestras vidas. Y, de hecho, amando lo verdadero, lo noble, lo justo, lo puro, lo amable y lo admirable, como nos dice el Apóstol, es como amaremos mejor a Dios y al prójimo.

Pero, no nos engañemos; el mundo en el que vivimos es un mundo dominado por la utilidad. Nada merece nuestro respeto, salvo si nos resulta útil. Entonces hasta lo más inhumano, lo más espantoso y feo, lo más dañino para nuestra alma, se torna necesario. De esta manera, los deseos se convierten en obligaciones, nuestro sentido común se desata de la conciencia, y la conciencia se separa del alma. Todo flota sin sentido, pues la verdad, la bondad y la belleza han sido sometidas a la utilidad.

Y, en aras de conseguir más eficazmente esa utilidad, hemos vuelto nuestra capacidad de aprendizaje mezquina y separada de toda pasión, y hemos troceado nuestra inteligencia en ínfimos retazos deshilachados, que no saben unos de otros.

Todo esto parece exagerado, ¿no? Sinceramente, creo que no. Pero, dejemos eso, y tras este pequeño exordio, volvamos al principio: ¿Es algo inútil leer?

Comencé tratando la cuestión de leer buena literatura, confrontándola con esa utilidad crematística, o meramente práctica, que impera en nuestro mundo. Pero esto sería achicar el campo, reducir el horizonte y autolimitarse. Es como si auscultáramos una pieza de Beethoven o escudriñáramos bajo microscopio un cuadro de Velázquez para agrandar nuestra cartera o mejorar nuestra posición social. O, incluso, como si lo hiciéramos simplemente para afinar nuestro oído o para agudizar nuestra visión. Y es que, el arte es algo más. De hecho, mucho más.

Pero, aun así, incluso si fuéramos más allá de esa utilidad materialista, la cuestión seguiría siendo confusa para algunos.

Tanto es así, que hubo quien buscó una respuesta y solo halló desesperanza.

A mediados del siglo pasado, pensadores como George Steiner se preguntaron, no sobre una utilidad crematística o puramente práctica del arte, sino en relación al supuesto valor humanizador de la cultura, y más concretamente de la literatura, y, por tanto, respecto a su posible inutilidad.

Sus dudas nacieron ante el horror de constatar que las catástrofes asesinas (surgidas del nazismo y comunismo) que habían contemplado (y algunos, sufrido en sus carnes y en su alma), habían sido dirigidas, ejecutadas y secundadas, en su mayoría, por personas cultivadas entre los brazos de Homero, Goethe, Shakespeare o Pushkin, y arrulladas en las melodías de Bach, Tchaikovsky o Schubert. Y, lo que era más grave, que, en medio del horror de tales barbaridades, continuaban en el deleite de esos maestros geniales y sus obras.

¿Cómo esto había sido posible? ¿Es que aquellas almas podridas no eran porosas a la influencia benefactora del arte y la belleza? ¿O es que acaso su influjo no era tan significante y decisivo como hasta entonces se pensaba? ¿De qué sirven los libros, aunque sean grandes y buenos?, se preguntaron.

Tristemente, para algunos (aquellos ajenos a Dios) no hay respuesta, al menos racional, puesto que de haberla la habría también para uno de los grandes interrogantes con los que los que el hombre ha enfrentado siempre: el problema del mal. Se trata de una cuestión ante la cual el silencio de la razón es clamoroso. Solo la Fe, la Esperanza y el Amor pueden darnos una contestación, que es una persona: Cristo. No hay más. Aun así, algunos de los que todavía están lejos de Él no han dejado de intentar una respuesta. El propio Steiner, como ateo, tantea una contestación conscientemente insuficiente: «debemos alimentar la sospecha de que el estudio y la transmisión de la literatura tengan únicamente un significado marginal, sean apenas un lujo apasionado», dice, como admitiéndolo de mala gana. De aquí a la actitud comentada en comienzo de esta entrada, hay un paso.

Pero no todos los que se interrogaron sobre la cuestión obtuvieron la misma respuesta desesperanzada. Por ejemplo, Pável Florenski, el renacentista sacerdote ortodoxo ruso, teólogo, ingeniero, matemático y filósofo. Florenski, no solamente contempló esas tragedias inhumanas, como Steiner, sino que, además, las sufrió en sus propias carnes. Fue recluido en un Gulag siberiano, y allí, solo, sufriente y alejado de los suyos, murió fusilado en 1937. Pero, aun así, no desesperó, ni tampoco abjuró del arte. Las maravillosas y emotivas cartas que dirigió a sus hijos (Cartas de la prisión y de los campos) lo atestiguan. En ellas habla con pasión y deleite sobre la poética y la musicalidad de Pushkin, el oficio de Balzac, la profundidad de Shakespeare o la maestría de Goethe. Este es un fragmento:

«No dejes de leer en voz alta hermosas poesías, en especial de Pushkin y de Tiútchev, y que los demás escuchen, para aprender y reposar. Aquí ha caído en mis manos un volumen de Pushkin de la edición de Polivánov. ¡Qué alegría me ha proporcionado leer en voz alta versos de Pushkin después de la comida, a orillas de río Urium, meditando en la suprema perfección de cada palabra, de cada giro, por no hablar de la construcción del conjunto!».

Lo que no debe sorprendernos es que Steiner terminara suicidándose y que a Florenski tuvieran que arrebatarle la vida. Porque, uno era cristiano y el otro ateo.

Pero, yo no soy un fatalista como lo era Steiner; soy cristiano como Florenski. Y ello me hace confiar. Así que, pienso que la cultura, la buena cultura, aquella a la que se refieren Steiner y Florenski, la que está recogida en los grandes y los buenos libros, sí que es significativa. Como el intelectual ruso, creo que marca una diferencia en las vidas de los hombres, y una buena diferencia, por demás.

Ahora bien, también sé la literatura, la música, la poesía y el arte por si solas no son suficientes; qué solas pueden ser asediadas y derribadas, azotadas por vientos oscuros, como constataron con desolación Steiner y muchos otros. Porque el arte es algo meramente marginal; es un mero auxilio, un apoyo. Y, por sí solo, no puede salvarnos, ya que no es la Belleza que salvará al mundo, sino un pálido reflejo de la misma.

Así que no, no creo que los buenos y grandes libros sean inútiles, al menos en este sentido del que hablo, ajeno a lo mercantil y a lo crematístico o práctico, pues tienen una utilidad, quizá pequeña, pero sin precio y de un incalculable valor: la de ayudarnos, si bien modestamente, a llevar una buena vida, bien vivida, con sentido y trascendencia.

Por todo ello nunca me cansaré de decirlo: por favor, traten de que sus niños lean, y que lean buenos y grandes libros, y no se entristezcan como hizo George Steiner. Manténganse confiados de la mano de una hermosa esperanza, como la que Pável Florenski transmitió a sus hijos.

25.10.22

El principito

 

  

 

  

«Lo que embellece al desierto es que en algún lugar esconde un pozo».

Antoine de Saint-Exupéry

  

 

 

Uno de los libros infantiles más vendidos de todos los tiempos es El principito (1943), de Antoine de Saint-Exupéry.

Sin duda se trata de un relato mágico y subyugante. Una obra breve, pero a un tiempo, intensa y casi inabarcable, que nos habla de lo que es importante y lo que no lo es, de la vida y la muerte, de la felicidad y la tristeza, del amor y el olvido, y sobre casi todo aquello de lo que tratan los grandes libros. Y lo hace de forma poética y fascinante. Una encarnación del famoso ideal horaciano, «docere et delectare», del instruir deleitando.

Aunque, inicialmente concebido como un libro infantil, la obra del escritor francés voló lejos de su control casi de inmediato. Incluso sus orígenes son inusuales. Seis meses después de que Francia cayera ante los alemanes, el piloto y escritor zarpó hacia Nueva York, a donde llegó el último día de 1940. Allí fue recibido como una celebridad. Sus editores norteamericanos pronto le ofrecieron todo aquello que pudiera necesitar para seguir desarrollando su labor de escritor. Sin embargo, lo que ocurría en Europa le mantenía intranquilo.

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17.10.22

De la buena curiosidad, de la mala, y de los buenos libros

                      «Pandora». Obra de John William Waterhouse (1849-1917).

 

 

«Hay varios tipos de curiosidad; uno es el del interés, que nos hace desear saber aquello que nos puede ser útil; y el otro, el del orgullo que proviene del deseo de saber lo que los demás ignoran».

François de La Rochefoucauld

  

«El amor al conocimiento es una especie de locura».

C.S. Lewis. Más allá del planeta silencioso

  


«La curiosidad libre tiene mayor poder para estimular el aprendizaje que la coerción rigurosa. Sin embargo, el fluir de la primera lo regula ésta última con Tus leyes».

San Agustín. Confesiones

 

 

Desde siempre, la curiosidad ha sido vista más como un vicio que como una virtud. El conocido refrán, «la curiosidad mató al gato», es su más clara expresión. Y las vicisitudes de nuestros primeros padres en el Paraíso lo constatan. De hecho, santo Tomás la califica de vicio frente a la virtud de la estudiosidad, anexa a la templanza y que modera en el hombre, conforme a la recta razón, el deseo de conocer o de aprender. Por el contrario, para el Aquinate, la curiosidad propiamente dicha es el deseo desordenado de conocer lo que no es de la propia incumbencia, o de lo que puede haber peligro de saber, en razón de la propia debilidad.

Pero quizá no toda curiosidad sea mala. Posiblemente haya en ella –como cosa humana que es– trazas de bondad entremezclada con maldad (de hecho, en la estudiosidad del de Aquino hay algo de curiosidad). Por esta razón, es posible que hoy debamos acudir al baúl de los recuerdos, ese que se encuentra ya a punto de rebosar, para rescatarla. Aunque, es probable que antes tengamos que hacer algunos leves distingos en pro de la claridad.

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13.09.22

Los libros de abecedario ilustrados

     Portada del famoso abecedario de Kate Greenaway, titulado Apple Pie (1886). 

 

  

  

«Pocos niños aprenden a leer libros por sí mismos. Alguien tiene que atraerlos al maravilloso mundo de la palabra escrita; Alguien tiene que mostrarles el camino».

Orville Prescott

  

  

De un tiempo a esta parte, la literatura infantil ha venido sufriendo las consecuencias de una de las pretensiones estrella de nuestra modernidad: acabar con la infancia. Una pretensión, como muchas que nos asolan, absurda, de perfiles suicidas, pues, ¿a dónde puede dirigirse dicha literatura si deja de haber infancia?

En esta labor, a la vez conspicua y deletérea, se afanan muchos, y cuanto más alejados están de lo que es formar una familia y ser padre, más intensa y obsesivamente se entregan a tal desempeño. De tal forma, que la literatura que hoy se hace nace manchada de este pecado original. Así, los libros infantiles parecen dirigidos a mentes adultas y complicadas que a las inocentes e ingenuas que, hasta a no mucho, eran las propias de la infancia.

De esta manera, se presentan con orgullo y se premian y promocionan, productos manifiestamente inadecuados. Son libros que encierran trampas mortales para el estado de inocencia del que los niños disfrutan e incluso pueden afectar negativamente a su gusto por leer: lecturas llenas de equívocos, simbolismos, ambigüedades y retruécanos, que sin duda podrían resultar un reto apasionante para un lector experto (no para cualquier adulto), pero que resultan fatales y frustrantes para uno principiante e inocente.

Uno de esos productos a los que me refiero son los libros de abecedarios.

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5.09.22

Poesía y niños

                   «Niña leyendo». Dibujo de Rosina Emmet Sherwood (1854-1948).

 

  

 

«Aparece la musa y se despeja mi sombría inteligencia; otra vez libre, busco la unión entre los mágicos sonidos, los sentidos y los pensamientos».
Alexander Pushkin

 

 
«Enséñenles poesía a sus hijos; abre la mente, da gracia a la sabiduría y hace hereditarias las virtudes heroicas».
Walter Scott

 

  

 

La poesía es esencial para los niños, no les quepa duda. Y lo es, no solo porque fortalece su imaginación y su memoria, o porque acrecienta su vocabulario y su capacidad de comunicación lingüística, sino también, y sobre todo, porque constituye un cauce privilegiado de expresión de la que es su efímera experiencia poética del mundo. Y sin embargo, a pesar de ese carácter esencial, y quizá por ello, su uso en estos días se haya tremendamente descuidado.

Y no crean que lo poético es algo extraño a la infancia; algo complejo y sofisticado; algo impropio y desaconsejable a esas edades. En absoluto. Porque, ocurre que los niños nacen con un tono poético. Vienen al mundo con una visión existencial pura que impregna todo lo que hacen, lo que dicen y lo que piensan. Y esta atmósfera en medio de la cual viven afecta a todo, incluso a la manera en que se comunican a través de mensajes directos y sin artificios, con la originalidad de la simpleza, en forma de pareados, de epigramas, en parrafadas a veces semi inteligibles, pero de una viveza y una profundidad que muchos artistas adultos se pasan la vida intentando recuperar.

Porque, lo poético no siempre se identifica con el verso, entendido como una técnica que permite hacer poesía, o como diría el poeta inglés William Wordsworth, que ayuda a encadenar «las mejores palabras en el mejor orden». Lo poético es mucho más que eso. Es una manera de conocer y de entender el mundo.

Y como en cualquier otro ámbito de la educación, los niños se inician en el lenguaje de la poesía con la ayuda de sus mayores. Necesitan el acompañamiento de sus padres o de sus maestros, su ánimo y sus consejos. E igualmente precisan escuchar, leer y escribir poesía. Pero sin que esta relación suponga un orden, ni una rígida ruta: la audición, la lectura y la escritura pueden convivir, deben convivir con los niños y, cuando sea posible, no deben abandonarse nunca. Aunque, es verdad, el mantenimiento de la práctica de la última de ellas –la escritura–, llegado un momento, dependerá en grado sumo de las Musas y no de la voluntad del presunto poeta.

Pero, ese torrente poético innato que brota del alma de los niños puede y debe educarse hacia un modo de expresión mejor, aunque no más auténtico. Esta pérdida de autenticidad es el precio que el poeta ha de pagar para intentar conservar, al menos, parte de esa visión poética y poder expresarla.

Escribía al respecto Juan Ramón Jiménez, citando al también poeta alemán Novalis:

«“Dondequiera que haya niños—dice Novalis—existe una edad de oro.” Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarlo nunca».

Y a fin de que el niño, en esa «edad dorada», pueda encadenar, aunque sea de forma precaria, las mejores palabras en el mejor orden, deberá ser alimentado convenientemente en su acervo lingüístico y en sus patrones formales, con ritmo y pausa, con tono y rima, para poder dar cauce adecuado a ese innato sentido poético.

Por esta razón, deberíamos leerles desde muy niños rimas y canciones, y luego, cuando ya sepan leer, que reciten versos y declamen poemas con nosotros. Quedará para más adelante el leer en silencio y con recogimiento. Y por supuesto, que no olviden el memorizar poemas, tal como le conminaba Pavel Florenski a su hijo mayor desde la soledad y el sufrimiento del Gulag:

«Hijo mío, nunca dejes de recitar en voz alta hermosos poemas».

Pero eso sí, han de ser poemas buenos y hermosos. Porque es tarea nuestra ayudarles a hacer brotar y a pulir ese gusto poético. Y para desarrollar plenamente este poder apreciativo, debemos poner a su alcance lo mejor de lo mejor. Luego, cuando crucen la línea de la sombra, ellos buscaran sus propios pastos, que sin duda serán buenos si en su momento se les alimentó debidamente, se cultivó su paladar poético y se les puso en el camino de encontrar el alimento intelectual adecuado.

Sin embargo, eso no es todo. Para que los pequeños se aficionen de verdad a la poesía será preciso que se diviertan jugando con ella, y que compartan esa diversión con nosotros o con otros niños. En alguna ocasión se tratará de la emoción causada al unir o separar ciertas palabras y, en otra, simplemente, de una combinación de sonidos y ritmos, aun cuando esté desprovista de significado y se trate de algo absurdo y sin sentido. Porque la poesía, y en mayor medida la poesía infantil, está íntimamente relacionada con el juego, al que suele acompañar rítmicamente, o incluso, en ocasiones, es ella misma un juego, un juego de palabras que el niño trasforma, haciéndolas suyas y aportándoles viveza y encanto. 

Ah, y una última cosa: nuestros hijos no deberán dejar de copiar poemas. Deberemos alentarles a ello, para que se dejen llevar por el estilo de los poetas que más les atraigan, por los poemas que más les gusten. Que hagan suyas palabras, versos, estrofas de otros. Que ensayen, una y otra vez, escribiendo, garabateando, torpemente al principio, con más destreza y fluidez después, los versos y poemas que vengan a sus corazones o que retengan guardados en su memoria. Que jueguen con las palabras, con las rimas, con las metáforas y las evocaciones, con la música y el ritmo de los grandes poetas. Ser imaginativo no puede significar, ni para los niños ni para los adultos, el ser totalmente original. Esto es un error moderno que solo nos ha traído fealdad y pobreza artística. Escribir poesía, en palabras de Matthew Arnold, es sencillamente «la forma más bella, impresionante y ampliamente eficaz de decir las cosas», y solo escribiendo es como alguno de esos pequeños quizá descubra algún día que las musas le estaban aguardando. El resto, al menos, se acercará a la poesía, lo que no es poco.

 

P.D.
Las antologías son una fórmula muy válida de acercar la poesía a los niños, pues, aunque grandes poetas han escrito piezas, para, o al alcance de los niños, en general estas se encuentran dispersas entre otros versos que seguramente no les atraerán. Se trata, por tanto, de buscar esas piezas, de reunirlas, y eso lo hacen muy bien los antólogos. Así que a continuación paso a referirles algunas buenas antologías, que creo, son lo mejor para empezar.


-Cordialidades (1941) de Antonio Fernández.
-Poesía infantil (1951) de Federico Torres.
-Versos para niños (1954) de Antonio Fernández.
-Selección de poesía para niños (1961) de Juan-Miguel Romá.
-Antología de la literatura infantil en lengua española (1966) de Carmen Bravo-Villasante.
-Al corro de la patata, por Carmen Bravo-Villasante.
-Pito, pito, colorito: folclore infantil, por Carmen Bravo-Villasante.
-Colorín, colorete, rimas y canciones infantiles tradicionales recopiladas por Carmen Bravo-Villasante.
-Arre moto piti poto, arre moto piti pa, de Carmen Bravo-Villasante.
-China, china, capuchina, de Carmen Bravo-Villasante.
-Trabalenguas y otras rimas infantiles, de Carmen Bravo-Villasante.
-Una, dola, tela, catola, de Carmen Bravo-Villasante.
-Pinto, pinto, gorgorito (retahílas, juegos, canciones y cuentos infantiles antiguos), de Raquel Calvo Cantero y Raquel Pérez Fariñas.
-Gira, girasol (una reproducción de un antiguo y encantador libro de Ernest Nister con canciones infantiles españolas).
-Canciones infantiles, de Elena Fortún y María Rodrigo (La escritora Elena Fortún y la pianista y compositora María Rodrigo escriben al alimón este libro en 1934, bellamente ilustrado por Gori Muñoz. Recuperado recientemente por la editorial Renacimiento).
-Romances españoles, anónimo
-Poesía (Disparatario), de Edward Lear.
-Jardín de versos para niños, de R. L. Stevenson.
-350 poemas para niños, de la biblioteca Billiken.

-400 poemas para explicar la fe, de Yolanda Obregón.
-Elogio de la niñez, de José A. Ferrari.
-El silbo del aire (1965) de Arturo Medina.
-Poesía española para niños (1997) de Ana Pelegrín.
-Canto y cuento (1997) de Carlos Reviejo y Eduardo Soler.

Casi todas son unas estupendas antologías, variadas y aptas tanto para niños (especialmente las antologías recopiladas por Bravo-Villasante) como para adolescentes.

Igualmente, les remito a mi blog de selección de poesía, La memoria poética.


Entradas relacionadas con el tema (alguna de las cuales contiene enlaces a antologías personales):

La poesía
Primeras rimas y canciones
A vueltas con la poesía. Las antologías
¿Por qué todavía les leo a mis hijas en voz alta?
Acercarse a la poesía
Tiempo de Navidad, infancia y poesía
Una ración de tonterías nunca viene mal
De libros, camas y niños
Jardín de versos para niños
El niño y el poeta
De los gatos y los libros
Hacia al asombro a través de la poesía
El olvido de la memoria (y su rescate a través de la poesía)
Volver a la poesía
Poesía una vez más

La importancia de la poesía: Poesía y verdad