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23.03.22

Poesía una vez más

                              «Viento del mar». De Andrew Wyeth (1917-2009).

 

   

«Ya es hora de que finalmente pienses en tu propio hogar, si realmente es tu destino regresar con vida y llegar a tu bien construida casa y a tu tierra natal».
Homero. La Odisea

  

«Para este fin se dio al Hombre el más peligroso de los bienes: el lenguaje, para que dé testimonio de lo que él es».
Friedrich Hölderlin

  

 

Siempre termino hablándoles de poesía. De forma recurrente, cada cierto tiempo, aflora a través de mi pluma un ansia poética. Lo cual es extraño, pues no soy poeta. Solo soy un torpe aprendiz de amante y de cantor, aunque quizás eso baste. Al menos parecía bastarle a san Agustín, que decía aquello de que el canto es lo que hace el amante, el amante que contempla una cosa bella. ¿Y qué es la poesía verdadera sino música y belleza? Por ello, el recibir unos magníficos versos de un amigo poeta (José A. Ferrari) me ha motivado a hablarles de nuevo de poesía; un bello poema que trata de todo aquello de lo que les hablo en este blog, y que por cierto, comparto con ustedes al final de esta entrada.

Sin embargo, hoy muchos se preguntarán para qué, ¿para qué deberían los jóvenes leer o escuchar poesía? ¿Podría quizá ayudarles a ser unos más exitosos ejecutivos o poderosos empresarios? ¿Les podrá convertir en unos competentes y prestigiosos profesionales, sea o lo que sea esa profesión? ¿De qué puede servirle la poesía a un prematuramente envejecido, neurótico y sufriente joven de hoy, que trata de trepar por la resbaladiza y equívoca pendiente de la ambición política o empresarial? Aunque, pensado en términos modernos, tampoco parece que unos versos, por muy hermosos y auténticos que sean, pudieran servir de mucho al aprendiz de carpintero, panadero o granjero. ¿No? ¿No es, por tanto, evidente su inutilidad?

Yo no estaría tan seguro. De hecho, mi convicción es la contraria. Ya que, aunque no lo sepamos, aun a pesar de que ni siquiera lo sospechemos, precisamos de su ayuda, por muy poca y deficiente que sea, en esa nuestra misión de encontrar el camino de vuelta a casa. Porque la poesía es hermosa, y eso es ya una bendición. Pero es que, además, nos aporta conocimiento de lo que es verdadero, sin que deba importarnos que a los ojos del mundo se trate de un conocimiento inútil, tan inútil como pueda parecerlo un hermoso amanecer o la primera sonrisa de un recién nacido.

Y como quiero ayudar en lo que pueda a su difusión, a su propagación, a su contagio, no solo comparto con ustedes esos inspirados versos de mi amigo el poeta, sino que les convoco a visitar un nuevo blog que he construido bajo los principios que inspiran este y que he bautizado como La memoria poética. Un lugar donde, entre hermosos versos y bellas imágenes, acumularé algunos de mis poemas favoritos, aquellos que ya he compartido con mis hijas y que deseo compartir con ustedes y con sus hijos. Espero que sea de su agrado.

 

De libros e hijos
-Un envío a los padres-

A don Miguel Sanmartin Fenollera

El niño es un libro por dentro
y el libro por fuera es infancia,
no rompas los cueros que aúnan
los odres nuevos de la Gracia.

Un libro renueva la vista
que debes poner en tus hijos;
y el niño recrea una historia
leída, quizás, en tus libros.

Por libros no dejes un tiempo
dorado que luego no vuelve;
saber admirar la inocencia
es otra virtud que se aprende.

Tampoco abandones lecturas
jugando al azar tu rutina,
las horas se escurren al mando
de nuestra zozobra y fatiga.

Un lazo invisible entrelaza
la literatura y la vida;
hay niños venciendo dragones
y alcobas con hadas madrinas.

Contempla una página antigua
y luego unas manos pequeñas…
verás que las dos realidades
descifran un cielo de estrellas.

2/III/2022

José A. Ferrari



  

7.03.22

La Edad Media en la literatura: 10 recomendaciones

     «La leyenda de san Jorge». Obra de Maximilian Liebenwein (1869–1926).

 

 

   

«Porque los que entonces solían amar se complacían en proclamarse corteses y valerosos, y generosos, y honorables».

 

Chretién de Troyes. El caballero del león. 

 

  

 

Ningún período de la historia ha sido tan incomprendido y subestimado como la denominada Edad Media. Y no se trata solo de un prejuicio moderno, si no que es algo que tiene su origen  mucho más atrás.  

Todo eso de que el Medievo es una de las peores etapas históricas, sino la peor, se nos viene contando con una constancia sospechosa, prácticamente desde el Renacimiento. Una y otra vez, a lo largo de más de cinco siglos, se ha venido repitiendo machaconamente, la cantinela de que la Edad Media fue un periodo histórico marcado por el retroceso cultural, científico y técnico, dominado por la superstición, y asolado por tres de los cuatro jinetes de El Apocalipsis: la guerra, el hambre y la muerte. Pero lo cierto es que, lejos de todo ello, esta presunta Edad Oscura podría describirse mejor como una Edad Brillante, una época sorprendente de progreso en la ciencia, el arte, la filosofía o la medicina, y de una profundidad espiritual que bien querríamos para nuestros días. Un tiempo sobre el que bien podríamos imaginar, sin dificultad alguna, al cuarto jinete cabalgando en su montura blanca. 

Para nuestro consuelo, la reciente historiografía medieval, de la mano de nombres tan prestigiosos como Jacques Le Goff, George Duby, Régine Pernoud, Christopher Dawson, y en España Emilio Mitre, José Orlandis, Luis Suárez o María del Carmen García Herrero, entre otros, ha puesto las cosas en su sitio, aunque a nivel popular todavía predomine la errónea visión de una época atrasada que es mejor olvidar. 

Pero, ¿cuál sería el porqué de esta nefasta imagen? Algunos han sostenido que se debe a la confluencia de varios factores, como «el fanatismo de la Ilustración, el odio al papado del protestantismo, el anticlericalismo francés y el esnobismo clasicista del Renacimiento». Podría ser, porque suena bastante convincente, pero, sea o no sea así, de lo que no parece haber duda es de que, esta negativa concepción, tiene que ver con una constante hostilidad frente a la razón basal de su florecimiento: el cristianismo. 

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23.02.22

Los buenos libros: un camino hacia la verdad, la belleza y la bondad

                              «Cenicienta». Obra de Hanns Anker (1873-1950).

    

  

«Un buen libro te enseña lo que debes hacer, te instruye sobre lo que has de evitar y te muestra el fin a que debes aspirar».

San Bernardo

 



Entre las numerosas razones que podríamos encontrar para defender la lectura, hay una que está por encima de las demás, que las supera a todas, que las deja atrás. Me refiero a la idea de que las buenas historias, relatos y poemas ofrecen a los lectores la posibilidad de educarse en el cabal uso de la razón y en la comprensión y el dominio de sus sentimientos, ayudándoles, aunque solo sea un poco, a acercarse a aquello para lo que fueron creados: contemplar la belleza, la verdad y la bondad.

El poeta romano Horacio hablaba en su Ars poética (23-13 a. C.) de instruir deleitando, de unir tanto el beneficio como el deleite, y esto nos sigue sirviendo hoy. En los buenos libros encontraremos trazos de la verdad; el deleite lo hallaremos en la admiración y el asombro causado por la belleza contenida en sus páginas. Y la bondad estará esperando en el fondo y forma de lo enseñado, en los efectos para el alma de lo leído y en la práctica virtuosa a que impulsa toda buena literatura.

Así, que comenzaré por la Bondad.

De entrada, el acto mismo de leer es transformador y virtuoso. Hay algo en la actividad de la lectura que tiende al bien. Así, la atención necesaria para la lectura profunda (la que practicamos con obras literarias en lugar de cuando leemos noticias), requiere paciencia. La interpretación y valoración de lo leído, exige prudencia. La mera decisión de reservar tiempo para leer en un mundo lleno de tantas distracciones, requiere una especie de templanza. La reivindicación pública de la condición de lector –especialmente hoy entre los más jóvenes–, precisa un cierto nivel de fortaleza y de coraje. En suma, el esfuerzo que requiere mantenerse en nuestros días como lector pone de manifiesto un evidente acto de amor. Y todo eso es bueno y conduce a lo bueno.

Y ello a pesar de la acusación –tan presente hoy– de su falta de utilidad. Por supuesto que leer buenos y grandes libros es útil. Pero aclaro que no estoy hablando de la utilidad mercantil que impera en nuestro mundo, sino de una utilidad de otro orden, silenciosa, que trabaja para esa parte de nosotros que no se ve. Hablo de una utilidad para el alma, lo que me recuerda el lema labrado en piedra en el frontispicio de la biblioteca de Tebas, que rezaba así:

«Medicina para el alma».

Hablo del original significado de utilidad, como ayuda para alcanzar el propósito de todo hombre. Lo que Aristóteles y Platón identificaron con la realización de nuestra propia naturaleza, de nuestro telos: contemplar lo que es bueno y actuar de acuerdo con ello. 

Y ahí creo que los buenos y grandes libros tienen su función –aunque ciertamente muy modesta–, y que podrán ayudar a nuestros hijos en ese camino hacia la contemplación del bien.

El santo cardenal Newman, sobre la convicción de que el verdadero bien es difusivo de suyo, sostuvo que el bien intelectual puede ser útil en el sentido a que he hecho mención. Así nos dice:

«No digo útil en sentido vulgar, mecánico y mercantil, sino como un bien que se difunde, o una bendición, o un don, un poder o un tesoro, primero para quien lo posee, y a través de él para el mundo entero».

Una utilidad esta, que el literato ruso Antón Chejov entendía de una forma más contundente. En su cuento Las grosellas (1898) nos habla de un martillo. Dice Chejov por boca del protagonista, Ivan Ivanych, que «sería preciso que tras la puerta de cada hombre feliz y satisfecho hubiera alguien con un martillo, y continuamente le recordará con sus golpes», lo trascendente, alejándolo de lo trivial. Yo también lo creo, por eso es importante rescatar a los buenos y grandes poetas y volver a leerlos y escucharlos, y así, dejar que su maza nos golpee, a nosotros mismos y a nuestros hijos, dándonos aquello que necesitemos cuando lo necesitemos. Porque, como nos dice el poeta Ezra Pound:

«Deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».

Y esta esfera de iluminación del poeta Pound me sirve para acercarme hacia la Verdad.

Ya Aristóteles en su Poética (335-323 a. C.) defendía la conveniencia de una educación literaria, ya que con la buena lectura, decía, se purga el exceso de emoción y se obtiene una visión más racional y real de las cosas que nos rodean. Así mismo, el filósofo nos dice que la poesía es superior a la historia pues, mientras el historiador describe lo que ha llegado a ser, el poeta habla el tipo de cosa que debería y podría llegar a ser, y que por eso está más próxima a los universales y a la verdad.

En pleno Renacimiento, Philip Sidney, siguiendo a Aristóteles, defendía en su obra Apología de la poesía (1583), que la buena poesía revela grandes verdades y es por ello profundamente filosófica, y yendo todavía más lejos que el Estagirita, afirmaba que es un mejor educador ético que la filosofía, pues toca las emociones y nos mueve a la acción moral, mientras que la filosofía se limita a enseñarnos lo que es bueno. Este argumento es luego retomado por el poeta romántico Shelley en su ensayo Defensa de la poesía (1821), donde sostenía que la imaginación ligada al arte literario permite experimentar la vida desde la perspectiva de otros.

Todo ello nos remite al concepto de imaginación moral del que ya les he hablado. A aquello que quería decirnos la escritora católica norteamericana Flannery O’Connor cuando escribió:

«Nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».

¿Y qué hay de la literatura infantil y juvenil? ¿Ocurre en este tipo de literatura lo mismo? Por supuesto que sí. Y para sostenerlo apelaré a los argumentos de tres sabios en la materia: G. K. Chesterton, J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis.

Chesterton comienza diciéndonos que cada uno de los cuentos de hadas clásicos contiene en su interior buenos principios y sanas enseñanzas, como, por ejemplo, «la lección de “Cenicienta” que es la misma lección que la del Magníficat: exaltar a los humildes, o la gran lección de “La Bella y la Bestia", según la cual una cosa debe ser amada, antes de ser amable». Pero Chesterton bucea más allá, buscando «el espíritu que subyace» en estos relatos. De esta manera, encuentra en los cuentos de hadas tres grandes principios que pueden ayudar a los más jóvenes a acercarse a la verdad:

• El primero, expresado en una famosa frase: «los cuentos de hadas no dan al niño la idea de lo malo o lo feo; esa idea está ya en el mundo (…). El niño conoce al dragón desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar a ese dragón».

• El segundo (que él llama doctrina del goce condicional) sostiene que todo poder reside en un sí condicional. Los cuentos nos dicen, según Chesterton: «Usted podrá vivir en un palacio de oro y zafiros si no pronuncia la palabra “vaca"», y con ello estos cuentos nos señalan que, todas las cosas, hasta las más grandes y maravillosas, dependen de una pequeña cosa que se prohíbe, y que ese límite o condición es lo que les da sentido y existencia. 

• Y el tercero, que los cuentos, las rimas, los poemas, con su misterio y su fantasía, hacen ver a los niños, y cito a Chesterton, que «Estamos en un mundo equivocado (…). La verdadera felicidad consiste en que no somos adecuados a este mundo. Venimos de alguna otra parte. Nos hemos extraviado en el camino».

Por su parte, Tolkien nos habla de otros principios poéticos que este tipo de literatura ofrece a los niños y jóvenes. Enumera así tres beneficios que los cuentos de hadas (y hasta cierto punto otros tipos de fantasía) pueden proporcionar: recuperación, escape y consolación.

Con la recuperación se refiere a la capacidad de contemplar las cosas, especialmente las muy familiares, tal que fueran nuevas, para verlas como las verdaderas maravillas que son. Como alguno de ustedes habrá pensado, esto nos conduce de nuevo a Chesterton, y a su asombro agradecido de lo cotidiano.

Con el escape, Tolkien se refiere al alivio que ofrecen los cuentos ante la gran evasión que busca todo hombre: el escapar de la muerte.

Y finalmente está el consuelo, un consuelo muy necesario que los cuentos dan a través de la alegría del final feliz, de lo que él llama eucatástrofe (la buena catástrofe), y así nos dice que «La eucatástrofe es la verdadera manifestación del cuento de hadas y su más elevada misión», y que por ello, estos relatos son evangelizadores «ya que proporcionan una fugaz visión del gozo».

Por último, C. S. Lewis nos dice que los mundos fantásticos de los cuentos clásicos de hadas y las novelas como las escritas por él o por su amigo Tolkien pueden enseñar a los niños a pensar en la existencia de otro mundo paralelo a este, trascendente e invisible, y a «imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención» como será ese mundo desconocido con el que no resulta posible contactar o que no podemos, al menos por el momento, experimentar. Y también que esas historias nos muestran, a través de ese universo imaginario subcreado por el escritor, que el mundo real fue igualmente creado, y que, por esa razón, por ser una creación, podría no ser o ser de otra manera.

Y de esta manera llegamos hasta la Belleza.

Decía Platón que la belleza es la cualidad por la que una cosa se constituye en posible objeto de amor. San Agustín nos lo confirma, cuando dice que «no podemos amar más que lo que es bello». Y Dios es la belleza absoluta. Por ello podemos intentar ir hacia Él a través de los rastros de belleza que dejó en lo creado y que también se dejan traslucir en los rasgos balbuceantes de nuestro arte. Se trata de la via pulchritudinis de la que habló Benedicto XVI, que conduce a la suprema Belleza divina partiendo de la belleza del mundo y de la belleza de la creación artística.

Y tenues vestigios o reflejos de esta Belleza con mayúscula los encontramos en los buenos libros: no solo en la armonía de las palabras, en su musicalidad, en la estructura cadenciosa y ordenada de un texto, sino también en las ilustraciones e imágenes que suelen acompañarlos (especialmente en la literatura a la que hoy me refiero, la infantil y juvenil). Y es que la belleza en sí misma constituye una profunda evidencia sobre la existencia de Dios, por lo que el arte que no repudia la belleza apunta indirectamente a Él.

Y termino ya.

Estas líneas ha sido un breve bosquejo sobre cómo la literatura y la poesía podrían desempeñar un papel, aunque sea pequeño, en el viaje que todos estamos en trance de hacer, especialmente en el que habrán de emprender nuestros hijos. No sé ustedes, pero yo estoy con Aristóteles, Shelley, Newman, Chejov y Pound, y creo así que la virtud de un buen libro es que puede provocar reacciones en el lector y empujarlo –por muy leve que pueda ser ese empuje– a actuar en pos del bien, la verdad y la belleza. 

Escuchen sino al cardenal Newman en su obra, Una idea de la Universidad (1852):

«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia, y la sabiduría perpetuada, (…), si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio».

Pues eso, no menospreciemos la buena literatura ni privemos de ella a nuestros hijos.

10.02.22

Libros de ningún tiempo: ni antes ni ahora, pero tampoco después

«No hay mejor nave que un libro para llevarnos a tierras lejanas» –E. Dickinson–.
                                           Obra de Violet Oakley (1874-1961).

    

    

«Un sello hace una impresión o no de acuerdo a la condición de la cera. Una cera fría se agrieta y se desmorona, mientras que una cera líquida y caliente no retiene ninguna impresión. Solo una cera a una temperatura adecuada recibe y retiene la imagen».

Thomas Dubay

 

«El aprendizaje no es un juego de niños; no podemos aprender sin dolor».

Aristóteles

    

    

Libros, libros y más libros

Algunos libros, originalmente escritos para un determinado rango de edad, han terminado siendo adoptados entusiastamente, y con una sostenida intensidad en el tiempo, por quienes no eran sus destinatarios. Me refiero, por ejemplo, a obras concebidas para los adultos, como el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe o el Gulliver (1726) de Jonathan Swift, pero que fueron rápidamente hechas suyas por los niños. De igual manera, tenemos libros que fueron escritos pensando en la infancia y que luego fueron redescubiertos y adoptados como suyos por los adultos, y pienso en El Principito (1943) de Antoine de Saint-Exupéry y las dos Alicias (1865 y 1871) de Lewis Carroll. En uno y otro caso, esas adopciones sobrevenidas no privaron a sus originales destinatarios de su disfrute; solo ampliaron su difusión sobre un mayor rango de edad. Se trata de felices creaciones, porque unos y otros, adultos y niños, han disfrutado y podrán seguir disfrutando de esas geniales obras, sea cual sea el momento en que elijan leerlas.

Al lado de este tipo de libros, sabemos de otros que exigen tener una determinada edad para apreciar su sabiduría, para captar aquello que tratan de decir. Son piezas efímeras, que una vez se dejan de lado ya no podrán ser saboreadas y apreciadas en su grandeza. Libros que, pasado ese su instante, no tolerarán ser ya «probados» ni «tragados», y mucho menos «masticados y digeridos», como diría Francis Bacon. Obras de un momento preciso y no de cualquier otro.

Un ejemplo me viene a la cabeza: El gran Meaulnes (1913), la maravillosa novela de Alain Fournier. Sobre ella flota la idea, inaprensible para un adulto, de que la adolescencia de uno es, de alguna manera, el súmmum de las experiencias emocionales, un reino perdido sobre el que gravita la melancólica intuición de lo irrecuperable. Cuando uno aborda por vez primera la obra en su adultez, siente la imposibilidad de captar emocionalmente esa esencia, por mucho que la identifique su intelecto. El lector adulto se sabe entrante en un mundo prohibido, lo que hace al libro inasequible una vez se ha dejado atrás la primera juventud.

No obstante, esta limitación temporal de comprensión y disfrute no sería de entrada un problema grave; al fin y al cabo, se trataría de leer tales libros en su momento oportuno, sin que se nos impida leerlos en absoluto, porque, sin duda, podrá haber un tiempo y un lugar reservado para ellos, tal y como ha venido haciéndose hasta hace poco.

 

Un nuevo y grave problema

Sin embargo, hace no mucho tiempo ha surgido un obstáculo nuevo que, si no es removido, impedirá que un número cada vez mayor de niños pueda disfrutar de muchas joyas literarias, la mayoría de ellas escritas especialmente para ellos. Me refiero a la aparición de una falta de correspondencia o decalaje entre la edad cronológica, mental y cultural del potencial lector, y aquella para la que fue en su momento pensado y escrito el libro. Y es que hoy día podemos encontramos con algunos libros que, sobre todo en la infancia, no encuentran el momento oportuno para su lectura, la cual, pues, puede perderse para siempre.

Pensemos en algunos clásicos. El viento en los sauces, escrito por Kenneth Grahame en 1908, tuvo su origen en las historias que el escritor británico inventaba para entretener a su hijo de siete años, Alastair. Por su parte, Alicia en el país de las maravillas (1865), fue creado por Lewis Carroll para las hijas de unos amigos, Alice y Edith Liddell, de 11 y 10 años. Y cuentos como El gigante egoísta o El príncipe feliz (1888), eran contados por Oscar Wilde a sus dos pequeños hijos antes de dormir. Todos estos libros fueron, por lo tanto, concebidos para niños de una determinada edad, entre siete y diez años.

Sin embargo, cuando niños de esa edad son hoy día enfrentados a esos textos, por regla general no son capaces de afrontar con éxito su lectura. La causa no radica en que sean menos inteligentes que los hijos de Grahame o Wilde, o que todos los demás niños que desde aquellos tiempos y hasta hace relativamente poco leyeron con fruición tales libros. El problema se encuentra en que no han leído prácticamente nada desde que aprendieron a deletrear un alfabeto y, consecuentemente, en su carencia de competencias para la lectura, como se dice pomposamente hoy. En suma, se trata simplemente de que no están preparados como lo estaban antaño, al igual que tampoco lo estaríamos la mayoría de nosotros para correr varios kilómetros salvo que hubiésemos estado entrenando para ello.

De esta manera, al no tener ya esos niños capacidad para leer tales obras a la edad para la que fueron escritas, cuando años más tarde alcancen las competencias suficientes para ello (sobre los 13 o 14 años), ya no lo harán. Quizá sea el tema, acaso el argumento, o posiblemente los personajes, lo que ya no les resultará interesante, bien por representar una edad inferior a la suya –mental o cronológica–, bien por no ajustarse a lo que son sus intereses en ese momento, estimulados por la nociva y precoz madurez hacia la que son empujados. Así, esos niños, tristemente, perderán para siempre unas maravillosas obras hechas ex profeso para su instrucción y su deleite, al igual que las perderán aquellos que nazcan en el futuro si antes no hacemos algo para remediarlo.

 

¿Y por qué ocurre esto?

Hace unos años el famoso crítico literario, Harold Bloom, publicó un libro con una antología de los poemas, cuentos y fragmentos literarios de lo que él consideraba un canon de la literatura infantil y juvenil. El libro se tituló, y no sin malicia, Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes (2001). Sin embargo, no creo que Bloom pensara que los niños de hoy gocen de una menor inteligencia que los del pasado (personalmente tampoco yo lo creo). Probablemente en lo que estaba pensando, es en que su capacidad para leer ha menguado notablemente.

En alguna otra ocasión he hablado de que la lectura profunda, la de verdad, guarda cierta semejanza con realizar ejercicio físico. De la misma manera que no resulta posible desarrollar músculos sin peso o resistencia, es imposible adquirir capacidades de lectura robustas sin leer un texto desafiante. Cada lectura es un tipo de ejercicio y un programa de lecturas es un programa de ejercicios. No solo se trata de una cuestión de gusto por la belleza o de apreciación, por el intelecto y por la imaginación, de aquello que se cuenta o se relata. También hay en el leer una parte más física, y por ello más prosaica y aprehensible: los textos más complejos sirven como adiestramiento para aprender habilidades de comunicación y forjar resistencia y fondo de lectura, amén de proporcionar herramientas valiosas, como estructuras narrativas y vocabulario. Y lo que falta hoy a nuestros chicos es ese entrenamiento lector. Una poquedad que arrastran desde su más tierna infancia, y cuya cura exigirá, por lo tanto, una trabajosa rehabilitación, como la de un miembro lastimado que lleva largo tiempo sin uso.

 

¿Qué hacer entonces?

Lo ideal sería comenzar cuanto antes con un programa de ejercicio intensivo y una dieta de alimentación equilibrada para hacer crecer el músculo lector. Después llegará un régimen de mantenimiento, para evitar perderlo. Ese plan de ejercicios debería iniciarse ya desde la cuna, si no antes, en el seno materno, con la lectura y el canto en voz alta de cuentos, poemas, rimas y canciones; las de siempre, las cantadas y recitadas por nuestros abuelos, que aprendieron nuestros padres y que nos fueron cantadas y recitadas por ellos. A continuación, deberíamos proseguir con las historias de hadas, con la fantasía de los cuentos tradicionales, con los de los hermanos Grimm, los de Perrault y los de Andersen, leyéndoselas e incitando a que comiencen a leerlas. No deberíamos tampoco dejar de recitar y aprender de memoria con ellos poemas, desde las pequeñas y simples rimas hasta los maravillosos romances. Más tarde llegarán mayores cosas, como Lewis, Tolkien y Stevenson, como Verne, Austen y Dickens, y más allá aún, Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare y nuestro Cervantes aguardarán su llegada, este último con su Quijote.

Junto a esto, no nos engañemos, será decisivo encontrar tiempo para leer. Un tiempo que habrá que arrebatarle a las esclavizantes pantallas digitales. Y eso será una dificultad añadida, y no menor por cierto.

Bien, pero… ¿Qué ocurre con los que ya no son tan niños? ¿Los abandonamos a su suerte? Por supuesto que no. Sin embargo, habremos de saber que recuperarlos para la lectura costará más, mucho más, y que el futuro éxito de la empresa será más sombrío para ellos. Ningún libro está completamente libre de dificultades, y cuanto más grande sea ese libro, mayores serán estas. Si a eso añadimos un potencial lector que no haya contado con el entrenamiento adecuado para fortalecer su imaginación, su intelecto, su concentración y su memoria, la dificultad se multiplica. No obstante, estos inconvenientes no han de privarnos de la esperanza, porque, por difícil que parezca, la tarea no es imposible y, sin duda alguna, valdrá la pena el esfuerzo.

Y voy acabando. C. S. Lewis dijo una vez que «una historia para niños que solo disfrutan los niños, es una mala historia», y creo que, como de costumbre, Lewis tenía razón. Pero una historia para niños que los niños no puedan y/o no quieran ya leer, sobre todo si es una pequeña obra maestra, no será desde luego una mala historia, lo que si será, en cambio, es una malísima noticia, tanto para los niños como para sus padres, y de igual manera para la sociedad en la que les ha tocado en suerte vivir. Esperemos llegar a tiempo para evitarla.

28.01.22

De nuevo, sobre la conversación y los libros

            «Naturaleza muerta con libros». Obra de Jean-François Foisse (1708-1763).

    

   

 

«Los libros son los amigos más tranquilos y constantes; los consejeros más accesibles y sabios, y los profesores más pacientes».

Charles William Eliot

 

«La conversación más feliz es aquella donde no hay competencia ni vanidad, sino un tranquilo intercambio de sentimientos y opiniones».

Dr. Samuel Johnson

 


   

Los libros no son, desde luego, un cúmulo de impresiones visuales cegadoras y fulgurantes, espectaculares y fugaces. Tampoco un vacuo y fútil entretenimiento que se esfuma una vez pulsamos el interruptor. Pero, seríamos unos ingenuos si los redujésemos a una atávica acumulación de pasta de celulosa y tinta, rugosa, áspera e incómoda; a una poco flexible y primitiva representación de razones y sentimientos, entremezclados con opiniones y presunciones varias. Los libros son mucho más que eso; mucho más de lo que las mutiladas mentes de nuestros niños y jóvenes pueden percibir, o siquiera imaginar.

Y es que los libros son extremadamente ricos y, por qué no reconocerlo, excesivamente generosos con nosotros. Pueden darnos algo más –bastante más– que aquello que guardan entre sus páginas, algo que excede de esa mezcla de impresiones gráficas y papel que en su superficie aparentan ser. Y la prueba es que, tras su lectura, y aunque parezcan dormidos en sus estantes, siguen vivos en nuestra memoria e imaginación, trajinando con las dos al unísono.

Pero sus regalos no se limitan a esto –de por sí suficiente y extraordinario–, sino que hay otras cosas, y una de las más valiosas es la conversación. Y en más de un sentido.

De entrada, esta conversación sobre lecturas puede acercarnos unos a otros, padres a hijos, e hijos a padres, hermanos a hermanos, amigos a amigos, e incluso hacer más próximos a los que son enemigos. Porque, aunque muchos lo hayan olvidado, los libros todavía pueden ser causa, chispa y combustible para un incendio en el corazón y en el alma, y desencadenar así un diálogo apasionado y fructífero.

De especial relevancia es la charla entre padres e hijos. En el curso de ella, los chicos se enriquecerán no solo por lo que hayamos leído, sino que podrán comenzar a aprender los rudimentos de lo que en su día fue considerado una de las artes, el ars bene dicendi, ese cuyos principios eran enseñados como parte del famoso trívium, bajo el conocido nombre de retórica.

Un arte este hoy quizá perdido, y que ya Cicerón alababa en su De Officiis, en una alabanza que prosiguió hasta hace bien poco. Por ejemplo, a comienzos del siglo XVII, Cervantes en su Quijote nos ofrece a través de la boca del protagonista una especie de manual, cuidando sobremanera su lenguaje. No vemos así que don Alonso Quijano utilice agudezas verbales tales que el mote y el equívoco ––tan de moda en su tiempo– aun teniendo a mano a un sujeto tan propicio a ellas como Sancho. Veinticinco años atrás, Michel de Montaigne escribe en sus Ensayos que conversar es el ejercicio más fructífero y natural para el espíritu, llegando a confesar que preferiría prescindir antes de su vista que de su voz y sus oídos. Y, a mediados del siglo XVIII, en los clubs y pubs de la pérfida Albión, el doctor Johnson se labró fama de perfecto conversador, y ello a pesar de que entre sus contertulios se encontraban hombres de la talla del elocuente, aunque no siempre cortés, Edmund Burke, del silencioso Edward Gibbon, del hosco Sir John Hawkins y del chismoso, pero buen amigo, James Boswell. Tal fue su dominio del habla que de él se llego a decir que conversaba como si de una segunda edición se tratase.

Pero… un momento, antes de embarcarse en esta travesía conversacional han de saber que no nos servirá cualquier tipo de libro. No, al parecer debe tratarse de los de papel, esos con tinta y celulosa a los que acabo de referirme. Y no por causa de un capricho ni un arcaísmo trasnochado. Un creciente cuerpo de investigación avala esta idea, sugiriendo, cada vez con más ruido, que los padres e hijos participan en una lectura menos comunicativa (con menos diálogo) con los libros electrónicos que con los libros tradicionales en papel. Las razones recaen en la naturaleza digital de los primeros, ya que sus animaciones y juegos suelen distraer a los niños de la trama, incluso si se trata de un libro electrónico sin funciones o con características interactivas muy limitadas. Así que ya lo saben, si quieren hablar con sus hijos sobre sus lecturas, háganse con libros de verdad, los de toda la vida.

Pero hay un segundo tipo de conversación, más densa y profunda. Los libros pueden también llevarnos ––a nosotros y a nuestros hijos–– a un diálogo que no conoce límites temporales ni espaciales, al ponernos en contacto con algunas de las mayores y más geniales mentes que han existido. Me refiero a la conocida como «gran conversación» (la «conversación con los difuntos», de nuestro Quevedo). Robert M. Hutchins, decano de la Universidad de Chicago, donde a finales de los años 30 del pasado siglo, junto con su amigo y colega, el filósofo católico Mortimer Adler, puso en marcha el primero de los programas universitarios de estudio de los grandes libros, escribió al respecto lo siguiente:

«La tradición de Occidente se manifiesta en la gran conversación que se inició en los albores de la historia y que continúa hasta nuestros días. Cualesquiera que sean los méritos de otras civilizaciones en otros aspectos, ninguna civilización es como la occidental en este sentido. Ninguna puede pretender que su característica definitoria sea un diálogo de este tipo. (…). Su elemento dominante es el Logos».

Los padres podemos recrear en casa todas esas conversaciones, planificando, en incluso improvisando charlas que tengan por causa los libros. Estas multiplicarán el efecto beneficioso de la lectura enriqueciendo con saber y cultura a los niños, al tiempo que nos ayudarán a construir (y si fuera el caso restaurar) con ellos los puentes y caminos que no deben faltar en toda sana relación paterno filial.

Y esto no es todo, ya que anudados a la conversación libresca podemos encontrar otros beneficios. Por ejemplo, al permitirnos contrastar épocas, costumbres y tradciiones, podrá ayudarnos a todos a evitar la miopía de las modas ––tan presentes siempre––, y a trascender el sesgo de lo que C.S. Lewis denominó «esnobismo cronológico»: la esclavitud a las nociones en boga, y el que solo las últimas opiniones sean consideradas relevantes. Porque, ¿qué puede haber más distante de la verdad que lo que está de moda?

Así que ya saben: lean con sus hijos y hablen con ellos, antes durante y después de las lecturas.

Finalmente, no quiero terminar sin referirme a un último tipo de conversación personal e íntima: la nacida del contacto entre el escritor y el lector. Un encuentro más sensible que intelectual, en el que las sensaciones, los recuerdos, los afectos y las aversiones juegan más que la mera constatación de datos o la transmisión de sabiduría y conocimiento. La lectura se revela de esta manera como un quehacer, una co-laboración en la que ambos, autor y lector, faenan en pos de un fin. Un fin que el autor presume, intuye o desea, pero del que nunca tiene una certeza, pues varía con cada lector. Se trata de un acto mágico y original, que renace con las sucesivas lecturas del mismo lector. Cada palabra, cada oración, cada párrafo e incluso cada capítulo, guardan un significado nuevo que espera revelarse en cada nueva relectura. La novedad de este significado –un sentir del corazón más que otra cosa–, dependerá de cuán activo sea en ese proceso el lector. El escritor cumple de una vez con su parte, pero la del lector se cumple en cada lectura. Así, en el acto de leer, las palabras y las frases cobran vida, animando conexiones entre los recuerdos y experiencias del que lee y las del que ha escrito, en un acto social grandioso y profundamente significativo: la lectura de un libro.

 

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