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26.09.23

Educar en la feminidad (VII). Del matrimonio y sus dificultades. Los contraejemplos: Tolstoi, Flaubert y Clarín

                «Atardecer nórdico de verano». Sven Richard Bergh​  (1858-1919).

  

    

    

«El amor de marido y mujer es la fuerza que une a la sociedad. Los hombres tomarán las armas e incluso sacrificarán sus vidas por este amor… Sin embargo, cuando es de otro modo, todo se vuelve confuso y desordenado».

San Juan Crisóstomo.

 

«El mal, no es un problema a resolver, sino un misterio a soportar».

Flannery O’Connor.

 

«El hombre no estará siempre en estado de inocencia; llegará a pecar y su literatura será expresión de su pecado, ya sea pagano o cristiano».

Cardenal John Henry Newman.

  

      

    

Intuimos –y abiertamente deseamos– que los libros que lean nuestros hijos sean un compendio de virtudes. Así, pensamos, se les mostrará claramente el bien, y así, aprenderán de la mejor y menos peligrosa de las maneras a ser buenos hombres. Pero, lo cierto es que esta, mitad intuición, mitad deseo, no es del todo cierta. Porque, tampoco está mal leer cosas no edificantes, siempre que estas lecturas estén debidamente presentadas como contraejemplos. Esto es así ya que, nuestros débiles intelectos tienden a apreciar las cosas más en contraste con sus opuestos, y, sobre todo, porque el mal únicamente se puede llegar a entender de modo indirecto, en confrontación con el bien, puesto que no tiene existencia por sí mismo.

Por otro lado, en el puro orden natural no nos encontraremos con la verdadera pureza, con la auténtica y plena bondad. En este mundo, hasta que llegue la hora, hasta que «llegue el tiempo de la cosecha», se encontrarán mezclados el trigo y la cizaña. Y la buena y la gran literatura puede ser un medio ideal para esta enseñanza. El cardenal Newman, en el discurso, Cristianismo y literatura, contenido en su libro, La idea de la Universidad (1852), escribió sobre esto:

«Proscribid la literatura secular como tal, eliminad de vuestros libros escolares todas las manifestaciones del hombre natural, y esas manifestaciones se hallarán esperando a vuestros alumnos en la misma puerta del aula… Sorprenderán a vuestros jóvenes… sin que antes se les haya proporcionado ningún criterio sobre el gusto, ni se le haya dado regla alguna para distinguir lo bello de lo vil, la belleza del pecado, la verdad de los sofismas, lo inocente de lo venenoso».

Así que es bueno que nuestros hijos conozcan, no solo las virtudes, sino también los vicios, aunque siempre con nuestro atento seguimiento y atención. De esta manera, abordaremos los contraejemplos, tanto del noviazgo como del matrimonio, de la mano de Tolstoi, Flaubert y Clarín.

  

Guerra y Paz (1867), de León Tolstoi.

Tomemos de esta grandiosa –por arte y dimensiones– novela, a uno de sus personajes, Pierre Bezújov. Su noviazgo con la que será su esposa, Elena Kuráguina, se revela inadecuado y desemboca en un matrimonio que nunca debió celebrarse. Ya desde el principio de su noviazgo Pierre cree que casarse con Elena sería un error. Ve que su atracción se basa en su belleza física y, en último término en la pasión lujuriosa que le consume, e intuye que «habría algo desagradable, antinatural, (…) y deshonroso en este matrimonio». Y pese a ello, sigue adelante con la relación, cometiendo dos errores de juicio que desembocan en un casamiento desastroso.

En primer lugar, Pierre se engaña a sí mismo. Se convence de que Elena es más y mejor de lo que siente y presiente que es –meramente un cuerpo deseable, y además, un alma inmoral–, o que, al menos, ella podría llegar a cambiar:

«Al mismo tiempo meditaba sobre su inutilidad y soñaba con cómo sería su esposa, cómo podría amarle, cómo podría llegar a ser muy diferente, y cómo todo lo que había pensado y oído sobre ella podría ser falso».

El segundo error de Pierre consiste en procrastinar. No actúa cuando debe hacerlo, y deja que los demás, y los propios acontecimientos, se desarrollen y trabajen por y para él. A pesar de que, cuando conoce a Elena, tiene serias dudas sobre la conveniencia profundizar en la relación, concluyendo que lo mejor para él sería abandonar la ciudad, nunca llega a hacerlo, dejando que, más tarde, otros (concretamente, el príncipe Andrei Bolkonsky) le empujen a tomar la decisión de comprometerse en lo que será un desastroso matrimonio.

Así, vemos como el mal uso del noviazgo puede conducir a un matrimonio desgraciado.

  

Ana Karenina (1879), de León Tolstoi.

En esta novela, Tolstoi nos ofrece tanto un ejemplo como un contraejemplo de las dificultades de un matrimonio, y dos posibles desenlaces a esa crisis.

A pesar de su título —que parece referirse una sola protagonista, Ana— la novela presenta una panoplia de personajes que rivalizan con la mencionada Ana. Tolstoi aprovecha esta variedad de personajes para darnos una lección sobre qué es el amor y el matrimonio, a través del contraste entre dos parejas: Ana y Vronsky, y Kitty y Levin.

Al comienzo de la novela, se nos presenta a una joven Kitty enamorada del fascinador conde Vronsky y sujeta a la influencia del mundo profundamente superficial de Ana. Así las cosas, cuando el joven terrateniente Levin la pide en matrimonio, ella lo rechaza. Pero él persevera con paciencia y humildad, y la espera. No la presiona. Solo espera, hasta que más adelante la providencia les vuelven a reunir. Para entonces, Kitty ha madurado, se ha curado de su frívola superficialidad, y, para su dicha y la de su enamorado, acepta su nueva propuesta matrimonial.

Pero el matrimonio no siempre es fácil, especialmente al principio. Hay en la unión conyugal de Kitty y Levin choques, discusiones, celos. Hay dolor, pero también hay maduración y crecimiento. Así, ambos cónyuges tratan constantemente, con sus altibajos, de entregarse plenamente el uno al otro; de ser una sola carne. Su amor es más paciente que vivaz; pero crece en las dificultades. De esta manera, forjan una vida juntos, dejando atrás sus falsas visiones sobre el amor, y en su lugar se comprometen el uno con el otro con un matrimonio firme y real, arraigado en la comprensión, la comunicación y el afecto. Por ello, estas dificultades no hacen más que fortalecer su unión.

Frente a esta visión del casamiento se encuentra el desastroso matrimonio de Ana y su subsecuente relación adúltera con el conde Vronsky. Los dos amantes se dejan arrastrar por una pasión desaforada. Una pasión destructiva, fruto de su mutuo egoismo, que acaba con el matrimonio de Ana y finalmente la conduce al suicidio.

  

Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert.

De las heladas tundras de la Rusia de los Zares, pasamos a la sofisticada y elegante Francia del Segundo Imperio. Y frente a protagonistas ejemplares como Jane Eyre o las heroínas de Austen, transitamos a un contraejemplo igualmente instructivo, a otra Emma (y no podría ser más opuesta): Emma Bovary, la protagonista de la más famosa novela del francés Gustave Flaubert, Madame Bovary (1856).

Emma es una ilustración perfecta para las ideas amatorias contenidas en De l’Amour de Stendhal, tan de moda hoy. Las relaciones de la protagonista con su marido, y con sus amantes, León y Rodolphe, se ajustan por completo al modelo stendhaliano. Emma sólo conoce su deseo de «sentir amor», y considera a su esposo y a sus dos amantes como instrumentos para inducir este placer. No es más que una receptora pasiva de sensaciones, y está totalmente a merced de las mismas. Su felicidad depende de ser capaz de mantener sus ilusiones, lo que la lleva a romper su promesa matrimonial y a hacer trizas la fidelidad debida a su marido. En Emma Bovary se realiza la tremenda, y muy actual, frase del filósofo David Hume de que la razón debe ser esclava de las pasiones.

De esta forma, Emma –«una conciencia mezquina», según Henry James–, es presentada por su creador como una víctima de la exacerbación romántica que había dominado, y todavía dominaba, la esfera artística y social del siglo. Sobre estos presupuestos, Flaubert explora los efectos de ese enfermizo romanticismo en el alma de la protagonista, y como la infidelidad, el aburrimiento y el anhelo de pasión explosionan en un matrimonio fallido. A modo de demonios destructores que anidan y prosperan en el seno de la relación conyugal de los Bovary, estas perversiones amorosas terminan desembocando en el suicidio de la protagonista y en la ruina económica y moral de su familia.

Por ello, quizá la lectura de la obra pueda resultar conveniente. Por un lado, para hacerles ver a los chicos qué es lo que ocurre cuando se entiende el amor como una mera ilusión placentera, y se ve al supuesto amado como un mero objeto para satisfacerla. Y por otro, para resaltar la importancia de una buena elección y lo fundamental de un sano noviazgo, así como lo decisivo de afrontar una vida matrimonial presidida por el amor.

  

La Regenta (1884-5), de Leopoldo Alas, “Clarín".

Como contraejemplo patrio podríamos hablar de la obra maestra de Clarín, La Regenta.

En esta novela, el matrimonio de conveniencia de la protagonista, Ana Ozores, es un fiasco desde su planteamiento. Su origen y finalidad utilitarista, de búsqueda, a toda costa, de blasones y caudales, lo conduce al desastre. Escribe Clarín en su novela:

«Los nobles ricos buscaban a las aristócratas ricas, sus iguales; los nobles pobres buscaban su acomodo en la parte nueva de Vetusta, en la Coloniaindia, como llamaban al barrio de los americanos los aristócratas. Un indiano plebeyo, un Vespucio, como también los apellidaban, pagaba caro el placer de verse suegro de un título, o de un caballero linajudo por lo menos».

Aunque no solo residen aquí las razones del fracaso. La huella dejada en Ana por los anhelos románticos inspirados por una literatura sentimentalista tiene también su papel en la tragedia. Por todo ello, sus similitudes con Madame Bovary son grandes, y por esta razón recibió Clarín muchas críticas, aunque se trata de dos novelas dispares que, aun tratando el mismo tema, lo hacen con notables diferencias.

No obstante la fundada crítica a esos matrimonios de conveniencia, tan bien tratada en la novela, no siempre deben ser rechazados los consejos. A veces estos son sensatos y deberían, al menos, ser escuchados, sino atendidos, pues muchos son nacidos de una contrastada experiencia, y con frecuencia impulsados por afectos sinceros. Aunque, depende de quién estos vengan, ya que en ocasiones, como es el caso de La Regenta, mejor sería hacerles oídos sordos.

Llamo la atención aquí sobre un artículo de la época, de Mariano José de Larra, titulado, El casarse pronto y mal, donde el escritor aboga en estos temas por la sabiduría de los padres, a quienes, según él, se debe por principio atender. Y con este fin, narra el escritor madrileno la triste historia de dos jóvenes que se resisten a las sensatas recomendaciones de sus progenitores, creyendo ingenuamente que solo del amor podrían vivir, influenciados por algunas exitosas novelas francesas, pero cuyo enlace, desgraciadamente, termina en un sonoro fracaso.

  

Podría seguir acumulando ejemplos literarios, pues, muestras de buenos matrimonios las encontramos en otros muchos libros. Pero no acabaría nunca. No obstante, mis hijas me matarían si no cito algunos de ellos.

Así, he de hablar de Ana y Gilbert, en la serie Ana, la de Tejas Verdes, quienes están felizmente casados desde el quinto libro, y forman una feliz familia con siete hijos. Y ello, aunque su historia de amor comienza con una pizarra aplastada sobre la cabeza de Gilbert.

A pesar de (o gracias a) su tono cómico, me veo igualmente obligado a citar a la mayoría de los libros de P. G. Wodehouse. El escritor británico tendía a describir a las parejas como felices una vez que contraían matrimonio, si bien llegar a este estado era a menudo una prueba tortuosamente cómica. Es verdad que Bertie Wooster no se casa (aunque no por falta de ocasiones), pero dentro de su círculo familiar aparece un magnífico ejemplo de buen matrimonio en una de sus tías, la tía Dalia, casada con Tom Travers. Por cierto, a través de ella, Wodehouse nos da un sabio consejo matrimonial: la razón por la que su relación conyugal funciona tan bien es que no hace absolutamente ningún esfuerzo por moldear a su capricho a su esposo, algo que no se puede decir de la mayoría de las chicas con las que su sobrino tropieza.

Y, claro está, también tenemos los ejemplos de Tolkien. El Señor de los Anillos nos proporciona muchos matrimonios felices: Aragorn y Arwen, Faramir y Éowyn, Sam y Rosie o Celeborn y Galadriel. En otras de sus obras hay más ejemplos, entre los que destaca el de Beren y Lúthien, una historia de amor que relata el destino de estos dos amantes, quienes contraen el primer matrimonio entre un humano y una elfa inmortal. Una historia muy especial para Tolkien, tanto es así que los nombres Beren y Lúthien están tallados en la lápida que él y su esposa comparten en el cementerio de Wolvercote, en Oxford.

Para el caso de malos matrimonios encontramos ejemplos aún más numerosos, pues la morbosidad anudada a las tragedias a que pueden dar lugar, ha sido, lógicamente, aprovechada por los literatos. Todo el siglo XIX es un constante ejemplo, y tras Emma Bovary se suceden los casos: George Eliot, Thomas Hardy, Emile Zola, Honoré de Balzac, Henry James, Pérez Galdós o Pardo Bazán, entre otros.

Como ven el fondo de catalogo es inmenso, y muy atractivo y recomendable. Espero que ustedes y sus hijos puedan aprovecharlo.

  

Epílogo

Toda esta serie de entradas ha sido un intento de exploración, forzosa e intencionadamente limitada, de un tema tan complejo como es el alma femenina y sus implicaciones con otro asunto, también inmenso y misterioso, como es la relación entre los sexos y una de sus culminaciones naturales, el matrimonio.

La principal de estas limitaciones radica en que el examen se ha circunscrito al aspecto natural de todo ello, dejando para otros sus implicaciones sobrenaturales, pues como sabemos, el verdadero matrimonio es cosa de tres, y Uno de esos tres es inefable e inabarcable.

Por esta razón, las obras de los literatos mentados sufren, forzosamente, de una carencia. Hay algo que las limita, algo que hace que no sean ejemplos redondos de aquello que muestran. Todas ellas, incluidas sus heroínas, carecen de trascendencia, no apuntan al Cielo, ya que, como hemos dicho, dejan a un lado a Una de las tres partes que conforman todo matrimonio real.

No obstante, siguen siendo «útiles», en ese concepto de utilidad no mercantil, sino «como un bien que se difunde», que defendía Newman. Siguen ofreciendo a nuestras hijas adolescentes y jóvenes un ejemplo terrenal de aquello que puede llegar a ser el amor, su culminación en un buen matrimonio, y el camino de virtud a transitar. Abren las puertas de un jardín, un jardín que ya conocemos, hortus conclusus y locus amoenus que cultivar con esmero antes de contemplar el Cielo, a donde quizá Nuestra Madre pueda guiarlas un día. Pues, no olvidemos que María es, como nos dicen las Letanías, Iánua Cæli, la Puerta del Cielo.

 

18.09.23

Educar en la feminidad (VI): Del matrimonio y sus dificultades. Los ejemplos: Tolstoi, Undset, Dickens

                           «Libres del miedo». Obra de Norma Rockwell (1894-1978).

 

«El verdadero amor crece con las dificultades; el falso, se apaga. Por experiencia sabemos que, cuando soportamos pruebas difíciles por alguien a quien queremos, no se derrumba el amor, sino que crece».

Santo Tomás de Aquino. De Caritate.

  

«Pero el amor, en el sentido cristiano, no significa una emoción. Es un estado no de las emociones sino de la voluntad; ese estado de la voluntad que tenemos naturalmente acerca de nosotros mismos, y debemos aprender a tener acerca de otras personas».

C. S. Lewis. Mero cristianismo.

  

«El matrimonio es un duelo a muerte que ningún hombre de honor debería rechazar».

G. K. Chesterton. Un hombre vivo.

   

 

La cuestión a tratar hoy es la siguiente: ¿No han pensado como la idealización de la pasión romántica, por muy pura y perfecta que pueda llegar a ser, por muy loable que sean sus propósitos de cara a un matrimonio, ha socavado, y de forma importante, aquello que pretendía defender?

Y es que, en los últimos años, mientras celebrábamos la monogamia y la idealizábamos románticamente como antídoto contra los destrozos causados por la liberación de las costumbres sexuales, lo que hacíamos, al mismo tiempo y sin darnos cuenta, era socavarla con igual entusiasmo. Enseñamos a los jóvenes a esperar demasiado del enamoramiento, ayudando con ello a a confundirlo con el verdadero amor.

La felicidad —si es que puede alcanzarse en esta vida—, al igual que la justicia, tiene su precio. La ley moral es eterna e inmutable, y es por ello ineludible, incluso en el amor; pero es esquiva. A veces la confundimos, y más fácilmente de lo que debiéramos, con nuestros propios deseos, pasiones, opiniones, costumbres y modas. Y la vida familiar, y en especial la matrimonial en que aquella se funda, resulta afectada por esto, y también por circunstancias ajenas a la relación personal de los conyuges, como la enfermedad o las dificultades económicas; y, por último, por el tiempo, por nuestro propio cambio. Por ello, la relación matrimonial no es en absoluto fácil. Se halla llena de contratiempos, desesperanzas y frustraciones. Pero, afortunadamente, también está plagada de grandezas, satisfacciones y promesas; promesas, sí, y tan grandes que no caben en esta vida.

Estas satisfacciones y promesas son algo distinto a los efímeros goces del enamoramiento. Distinto, pero no de peor condición. De hecho, se trata de algo más auténtico y real, pues se aproxima mucho más a eso que llamamos el verdadero amor.

Pero, esta situación potencial y naturalmente crítica no resulta facial de aceptar y ni tan siquiera comprender. ¿Cuántas personas hoy, ante el desencanto que la vida matrimonial nos trae en ocasiones, optan por tirar por la borda su matrimonio y su familia?

Una primera idea que puede contribuir a fomentar esta falsa concepción del matrimonio, es la errónea comprensión del mito de las almas gemelas. J.R.R. Tolkien observó los peligros de este equívoco en una carta a su hijo Michael. Allí le advertía:

«Cuando el encanto desaparece, o simplemente se desvanece, piensan que han cometido un error y que la verdadera alma gemela está aún por encontrar. Con demasiada frecuencia, la verdadera alma gemela resulta ser la siguiente persona sexualmente atractiva que aparece. Alguien con quien podrían haberse casado de forma muy provechosa, si tan sólo…. De ahí el divorcio, para proporcionar ese “si tan sólo". Y, por supuesto, suelen tener razón: se equivocaron. Sólo un hombre muy sabio al final de su vida podría hacer un juicio sensato sobre con quién, entre todas las opciones posibles, debería haberse casado de forma más provechosa. Pero lo cierto es que la “verdadera alma gemela” es aquella con la que realmente estás casado».

Una segunda dificultad proviene de los cambios a los que el propio paso del tiempo da lugar. El Dr. Johnson nos advertía sobre cómo las ilusiones iniciales del enamoramiento pueden resultar afectadas, pero no culpando al matrimonio y sus circunstancias (que, a veces, hay que reconocerlo –y hoy más, a causa de los muy defectuosos noviazgos–, es el causante de los males), sino a la inevitable pérdida de la juventud y sus gozosos momentos:

«Es común oír a ambos sexos lamentarse del cambio [en el matrimonio]; relatar la felicidad de sus primeros años, culpar a la locura y la imprudencia de su propia elección, y advertir, a los que ven venir al mundo, contra la misma precipitación e infatuación. Pero hay que recordar que los días a los que tanto desean volver, son los días, no sólo del celibato, sino de la juventud, los días de la novedad y de la mejora, del ardor y de la esperanza, de la salud y del vigor del cuerpo, de la alegría y de la ligereza del corazón. No es fácil tomar la vida en cualquier circunstancia en la que la juventud no la haga más deliciosa; y me temo que, casados o solteros, encontraremos la vestidura de la existencia terrenal más pesada y penosa cuanto más tiempo se lleve en ella».

Ahora bien, esos cambios en el devenir de la vida conyugal pueden ser buenos y satisfactorios; plenos y gozosos. Porque es algo natural y purificador.

Pero, aprender a sobrellevar tales dificultades y comprender su sentido es, no solo algo que que vivir, sino también algo que enseñar. Y, aunque sabemos que la convivencia diaria de los padres es el mejor medio para esa enseñanza, pues nada hay como el ejemplo, también sabemos que lo decisivo es algo que no está en nosostros y que se nos regala a través del cauce del sacramento matrimonial.

No obstante ello, en cuanto a nuestra parte humana, toda ayuda es bienvenida, y, aquí, en esta cuestión también nos pueden auxiliar algunos buenos libros.

Por esta razón voy a hablarles de una breve novela de León Tolstoi, de otra (dividida en dos partes) de Sigrid Undset, y de una tercera de Charles Dickens.

   

FELICIDAD CONYUGAL (1859), de León Tolstoi

                               «Hora de dormir». Joseph Clark (1834-1926).    

En esta breve novela, León Tolstoi describe el desarrollo de las emociones y estados del corazón que embargan a su joven protagonista, María (Masha), desde su primer despertar al amor, hasta la culminación plena de este en el seno de una familia. En medio, asistimos al entusiasmo inicial de su matrimonio, al que sigue un período de abatimiento, cuando cree que todo amor ha desaparecido engullido por la rutina de la vida cotidiana, para, finalmente, alcanzar un nuevo clímax emocional en el que, el fervor inicial y el desencanto intermedio, dan paso a la sosegada felicidad de una vida doméstica bendecida por los hijos. Se trata de todo aquello que el esposo protagonista preludia, como su deseo, casi al comienzo de la novela:

«Una vida apacible, recogida, en la lejanía de nuestra provincia, con la posibilidad de hacer el bien a esas personas a las que es tan fácil hacer un bien al que no están acostumbradas; luego, el trabajo…, un trabajo que, según parece, es de provecho; luego, el descanso, la naturaleza, los libros, la música, el amor al prójimo; esa es la felicidad para mí y no “pienso que haya nada superior a ello. Y ahora, por encima de todo esto, una persona amada, una familia, quizá, todo lo que un hombre puede desear».

El mismo logro de vida que, hacia el final de la novela, descubre María, la protagonista:

«El sentimiento de antaño se convirtió en un recuerdo querido e irrevocable, y el nuevo sentimiento de amor por mis hijos y por el padre de mis hijos sentó el comienzo de otra vida, feliz de manera absolutamente distinta, una vida que aún no he terminado de vivir en este momento».

La obra pasó prácticamente desapercibida para la crítica y el público de la época, e incluso el propio Tolstoi experimentó por la misma cierto rechazo y decepción años después de su publicación. Sin embargo, al poco de esta publicación, recibió el apoyo del conocido crítico Apollon Grigoriev, quien tuvo en gran consideración a la novela por su sinceridad y realismo, por la profundidad de su análisis filosófico de la vida familiar, y por su naturaleza paradójica, puesta de manifiesto, según Grigorev, en la forma en que Tolstoi relaciona los conceptos de amor y matrimonio. Tanto es así, que el crítico llegó a calificar la novela como la mejor obra que Tolstoi había escrito hasta la fecha.

Sin ser –como creía, quizá algo exageradamente, el famoso crítico ruso– la mejor de las obras del autor ruso, no obstante, se trata de una novela profundamente necesaria hoy, en un mundo como el nuestro, adolescente y banal. Y, por si fuera poco, es un relato provechoso, lleno de esperanza y de un esclarecedor realismo, que habla de un concepto sano y profundo de matrimonio, pues, a pesar de las dificultades inciales, Tolstoi termina conduciendo a los protagonistas a una vida matrimonial armónica y estable, apoyada en la justicia y caridad mutua, y orientada a la formación y sostenimiento de una familia en el seno de la cual ambos habrá de llevar a cabo la difícil misión de educar cristianamente a los hijos. 

Por lo tanto, les invito a leer Felicidad conyugal. Aunque lo más conveniente sería hacerlo después de varios años de vida familiar; solo entonces este libro se apreciará plenamente. Incluso me atrevería a asegurar que su lectura podría ayudar a salvar a algún que otro matrimonio de la desesperanza y del hastío.

   

LA ORQUÍDEA SALVAJE (1929) y LA ZARZA ARDIENTE (1930), de Sigrid Undset.

                                            «Interior». Edgar Degas (1834-1917).

La novelista noruega (Nobel de Literatura en 1928), se convirtió al catolicismo en 1924. Como católica devota, tenía puntos de vista firmes al respecto del amor, el matrimonio y la vida familiar, pero, a un tiempo, su estilo realista le llevó a plasmar en varias de sus obras un enfoque nada romántico y tremendamente profundo sobre estas cuestiones.

Una de estas obras es la que relata la vida de Paul Selmer. Concebida inicialmente como una sola novela dividida en dos partes, tituladas, La orquídea salvaje y La zarza ardiente, se trata de una novela de conversión y de un tratado sobre el matrimonio católico.

Undset nos cuenta la historia de un joven, y su camino de vida desde el librepensamiento de su niñez y juventud hasta su conversión al catolicismo y posterior matrimonio. Un matrimonio infeliz al que el protagonista se mantiene fiel por razón de su fe y gracias a ella.

Selmer se convierte al catolicismo, y esto le transforma. Incluso su esposa Bjorg, a pesar de su superficialidad e inmadurez, y de su adulterio y su abandono, es vista tras esta conversión bajo una nueva luz, como una criatura de Dios con la que se encuentra ligado por una caridad que va más allá del amor humano. Su cruz es tratarla como tal, sabiendo que debe, no solo guiar hacia Dios las almas de sus hijos, sino también la de su esposa.

«Se había casado como quien acepta un regalo, algo que se recibe diciéndose que sería una descortesía no aceptarlo. Pero en el caso de su matrimonio lo que él había aceptado con tal ligereza era el destino de otra persona; el destino de una muchacha pura y virgen dejando aparte el mucho o poco relieve moral de la persona en cuestión».

Es en su fe donde Paul encuentra la fortaleza necesaria para mantener en pie su infeliz matrimonio. A pesar de las dificultades y tentaciones que le salen al paso, acepta el regalo de la gracia que a través del sacramento matrimonial le es ofrecido, y camina hacia la santidad a lo largo de todo el relato. Selmer, al convertirse, hace suyas libremente todas las consecuencias que se derivan de este paso, pero la gracia lo que le permite sobre llevarlas: perdona a su esposa, que le había abandonado para vivir en concubinato con otro hombre, y la recibe de nuevo en su casa, lo mismo que al hijo nacido de esta relación, que acoge como suyo; renuncia a muchos de sus sueños, incluido el volver con la que descubre habría sido el amor de su vida, y asume con resignación la ruptura con sus padres y hermanos. Paul ve que su matrimonio es indisoluble y se mantiene firme en él a pesar de que el afecto y la felicidad le son esquivos, pues el catolicismo les proyecta, a él y a su esposa, hacia una trascendencia.

«Nunca antes había sentido tan completamente que ambos [él y su esposa] eran seres humanos y que el vínculo entre ellos era irrompible».

Esta es la única de las novelas modernas de Undset que expone claramente el concepto católico del matrimonio, según el cual las parejas casadas no son solo dos personas que se unen a la caza de una esquiva felicidad terrena, o incluso en la búsqueda de un familia, sino que, los esposos participan por él en una gracia especial que otorga un carácter sobrenatural a los deberes de su estado de vida matrimonial. Escribe Undset:

«Como sacramento, como medio de gracia, el matrimonio debe haberse instituido principalmente para ayudar a las personas en el camino hacia la salvación eterna. En ningún otro supuesto es en absoluto probable que se pudiera sostener que es, y debe ser, una unión indisoluble, en la que ambas partes en primer lugar asumen deberes hacia Dios, y hacia el otro en Dios. (…). El matrimonio es un medio de gracia, sí, pero si los hombres se niegan a cooperar con la gracia, de nada sirve, ya que los hombres tienen, en todo caso, su libre albedrío para pecar».

Como católica, la escritora noruega creía en el carácter sagrado e indisoluble del vínculo matrimonial. Desde su conversión, hizo hincapié en la importancia de la caridad, la fidelidad, el compromiso y el sacrificio para una sana vida conyugal. De igual forma, destacó la dimensión espiritual y sacramental del matrimonio, considerándolo un camino hacia la santidad. Todo lo cual se plasma en estas dos novelas de una forma magistral.

   

DAVID COPPERFIEL (1850), de Charles Dickens.

                         «David se enamora de Dora». Frank Reynolds (1870-1953).

Si bien en el matrimonio, en cuanto a la parte natural y humana, debe estar presente una gran dosis de voluntad, es igualmente conveniente que, al mismo tiempo, haya en él afecto y algo de pasión. Por su propia naturaleza, esta pasión amorosa puede, paradojicamente, traer consigo choques, desencuentros y disputas; aunque, también reconciliaciones y ocasiones para el perdón, la redención, el sacrificio y el don de sí. Para restañar heridas y apagar conflictos, ciertamente, nada hay como los besos y los abrazos ardientes, nada como el afecto apasionado entre de los esposos.

En Dickens, sin embargo, en su novela David Copperfield (1850), observamos una anomalía que parece desbaratar esta idea. Por eso mismo, por esa aparente anti naturalidad, se trata de algo que nos llama la atención. Como les ha sucedido a muchos otros, como Orwell o Chesterton, por ejemplo.

El protagonista de la obra, David, se casa dos veces. Y lo hace con dos mujeres que no pueden ser más opuestas. Con la bella y encantadora, pero inmadura, Dora, y tras el fallecimiento de esta, con la bondadosa, abnegada y guardiana, Agnes. En una visión superficial de las cosas, podríamos pensar que David se equivoca en su primer matrimonio, y que con la muerte de su primera esposa, Dickens ofrece a una nueva oportunidad a su héroe; y de paso muestra una lección cautelar a sus lectores sobre la importancia de una buena elección, ya que Dora parece irresponsable y caprichosa, y Agnes, se nos muestra entregada, práctica y muy eficiente como esposa. Pero, por la misma razón, también podríamos ver a Dora como el verdadero amor de David, la Eva que el correspondía (Dickens da a entender que ambos se aman verdaderamente), y a Agnes como la hermana/madre que necesitaba para poner orden a su vida. Esposa y madre son dos funciones naturales pero muy diversas, aunque pueden coincidir en una misma persona –y es conveniente que así sea–; y así, un hombre puede necesitar de ambas (de una de ellas, necesariamente), aunque para ese hombre deben tratarse de dos personas distintas. Eso es lo natural. Por ello, quizá David no erró en su primer casamiento, y hubiera sido más deseable para él que Dora no hubiera fallecido. Chesterton parece verlo de esta manera:

«David Copperfield y Dora discutieron por el cordero frío; y si hubieran seguido discutiendo hasta el final de sus vidas, se habrían seguido amando hasta el final de sus vidas. Habría sido un matrimonio humano. Sin embargo, David Copperfield y Agnes estarían de acuerdo en lo del cordero frío. Y ese cordero frío estaría muy frío».

Aunque, probablemente ni una ni otra son la pareja ideal, pues, si bien es saludable y deseable que en el matrimonio exista el afecto apasionado y la atracción física entre los cónyuges, también lo es que en ellos habite un espíritu práctico y el afan de servicio a un bien común familiar que está por encima de cada uno de ellos. Por ello cada cónyuge debe ser, a un tiempo, compañero fiel, amante apasionado, y refugio y consuelo del otro y de la famiia que conforman.

Y vamos acabando. Del examen de las tres novelas comentadas se desprende una verdad humana que no admite discusión: no hay matrimonio sin dificultades. Sin embargo, y en todo caso, el matrimonio, a pesar de sus sinsabores y problemas –y quizá en parte por ello–, no es un mal lugar para el cristiano, sino todo lo contrario: se trata de una puerta al Cielo. Quizás refiriendose a eso, Chesterton, misteriosamente, escribió una vez:

«Todo el placer del matrimonio radica en que se trata de una crisis perpetua».

   

11.09.23

Educar en la feminidad (V). La disposición del alma al matrimonio. De nuevo Jane Austen

         «Cuando todo el mundo parecía joven». Obra de Howard Pyle (1853-1911).

  

 

«Sabía que Fanny era inteligente, que tenía rapidez de comprensión, así como sensatez y amor a la lectura, disposiciones que, convenientemente dirigidas, podían constituir una educación por sí sola».

Jane Austen. Mansfield Park


«Todo lo que deseaba era criarte virtuosamente; nunca quise que tocaras el clavicordio, o que dibujaras mejor que nadie; pero esperaba verte respetable y buena; verte capaz y dispuesta a dar un ejemplo de modestia y virtud a los jóvenes de por aquí».

Jane Austen. Catharine


«Ninguna mujer ha conseguido alcanzar el perfecto sentido común de Jane Austen».

G. K. Chesterton. La época victoriana en la litertura

 

 

Como dice santo Tomás, «por naturaleza el hombre está inclinado a su fin último (participar de la naturaleza divina y de la vida eterna). Pero dado que este es un fin sobrenatural, no es posible alcanzarlo únicamente mediante poderes naturales. Así, Tomás dice que el hombre «no puede alcanzarlo por naturaleza, sino sólo por gracia». De hecho, ni siquiera podemos desarrollar plenamente esas virtudes naturales y ordenarlas a ese fin sobrenatural superior solos, si no que precisamos la ayuda de Dios, a través de su gracia, que purifica nuestra naturaleza.

Al realizar actos naturalmente virtuosos por nuestra cuenta, podemos desarrollar hábitos naturales (virtudes) que aumentarán nuestra capacidad de cooperar con la gracia de Dios, a fin de ser elevados por Él a lo sobrenatural a través de esa gracia. Pero siempre sabiendo que solos nada podemos. Y aunque nuestra obligación sea cooperar con la gracia divina, incluso la disposición a cooperar depende de la gracia misma.

A estos efectos, el hombre habrá de hacer lo que buenamente pueda —puesto que es imperfectamente eficaz—, y orar por lo que no pueda. Y a fin de facilitar esto habremos de encaminar nuestros esfuerzos hacia una vida virtuosa, hacia el bien, la belleza y la verdad, pues, como hemos visto, la gracia no hace sino robustecer, purificar y elevar las virtudes humanas al orden sobrenatural. Porque, como señaló santo Tomás, la gracia no solo no destruye la naturaleza, sino que la presupone, la perfecciona y la restaura.

Partiendo de estos presupuestos, podríamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿Cuáles han de ser las cualidades o virtudes naturales que, vistas a una vida matrimonial, una joven debería procurar? Jane Austen nos ayuda aquí, dándonos en sus novelas un amplio muestrario.

Como veremos, todas las protagonistas de sus obras están siempre dispuestas a hacer lo que es correcto y sensato, construyendo Austen sus novelas para que ello suceda, y así, a través de trama, encaminar a sus heroínas hacia la virtud.

Aunque, ciertamente, Austen no juega a ser Dios. De esta manera, aunque los actos malvados o inmorales acontecen en sus historias, y ciertamente así son calificados, la escritora inglesa no se encarga de infligir castigo a los culpables. Sin embargo, ella utiliza toda esa malicia humana para hacer aparecer en sus tramas las dificultades que hacen crecer a sus héroes y heroínas en su camino de virtud.

Los casos más claros de esto son las mentiras de Mr. Wickham en Orgullo y Prejuicio y su seducción de Lydia Bennet, las seducciones de Mr. Willoughby en Sentido y Sensibilidad, y la infidelidad de Maria Rushworth con Henry Crawford en Mansfield Park.

Así, a través de las tramas, Anne Elliot (Persuasión, 1818), Fanny Price (Mansfield Park, 1814), y Elinor Dashwood (Sentido y sensibilidad, 1811), nos son mostradas en gran medida sabias, y su sentido común ––tan alabado por Chesterton––, se perfecciona a lo largo de relato, mientras que Marianne Dashwood (Sentido y sensibilidad, 1811), Emma Woodhouse (Emma, 1815), y Elizabeth Bennet (Orgullo y prejuicio, 1813), aprenden a ser sabias y prudentes a lo largo de sus historias. Marianne no tiene tiempo suficiente para desarrollar su nueva sabiduría, pero el potencial está ahí: por último, la más retrasada parece Catherine Morland en La Abadía de Northanger (1817), aunque, como ella misma dice, se está «entrenando para ser una heroína».

Pero…, ¿además de esa prudencia y del sentido común comentados, qué otras virtudes, según Austen, ha de poseer la joven casadera? Rebusquemos entre alguna de sus novelas.

INTELIGENCIA E INTEGRIDAD. AMOR CIEGO VERUS AMOR CLARIVIDENTE

En Emma, Austen nos habla de inteligencia e integridad en el amor. Para ella, el afecto menos indulgente –y en cierto modo reflexivo– que siente Knightley por Emma es preferible, a largo plazo, a cualquier pasión amorosa, fogosa, pero ciega.

Knightley, está interesado en la verdad; Emma, en principio, no parace estarlo. La vana preocupación por su propia reputación, por su comodidad, o por el aparente interés en los demás, enmascara y dificulta en ella el crecimiento del verdadero amor. Por ejemplo, ella ama a su padre con un amor que la ciega a la verdad sobre él; se engaña a sí misma. En contraste, la integridad del amor de Knightley, le posiciona ante una difícil lucha moral: ¿Cómo puede reconciliar su amor por Emma con la percepción de sus deficiencias? La novela nos muestra que, de tal tensión, nace la vida moral y el amor verdadero. Y Knigthley, al asumir la imprudencia de amar lo defectuoso, arrastra consigo, en ese camino de virtud, a Emma. El secreto, probablmente, es que él ve más allá de las imperfecciones y defectos de su amada, ve a través de todos ellos, y aquello que ve, hace nacer en él un verdadero amor. Un amor tan auténtico que, como bien que es, se difunde a su redor y alcanza a Emma.

REFLEXIÓN Y RECONSIDERACIÓN. JUSTICIA FRENTE A ORGULLO

En Orgullo y prejuicio, Austen pone de relieve, a través de sus protagonistas, Elizabeth y Darcy, la importancia de un juicio prudencial sobre el carácter de las personas. Una prudencia en el juicio que se nos presenta como medio de superar los posibles prejuicios y equívocos nacidos de las primeras impresiones, y como antídoto al mal que el orgullo puede causar en toda relación. Es esta prudencia la que da paso a una reconsideración, y con ella a nueva visión y juicio bajo la luz del verdadero conocimiento, resultado de un trato más pausado, profundo y sincero. Ambos protagonistas, tras una accidentada trama, se hacen mutuamente justicia, rectificando sus primeros jucios, y permiten, de este modo, el nacimiento del amor en ellos. Frente a una secular –y extendida– lectura de la novela como la historia de la sujeción del recio espíritu de Elizabeth al mejor juicio de Darcy, creo que la novela nos muestra algo totalmente distinto. La autora expone con su maestría un proceso de educación mutuo entre los dos amantes, en el que la humildad cristiana, con la aceptación de la falibilidad y el error humano, y con la simultanea presencia del perdón, da paso a una redención. Esta redención se pone de manifiesto a través de un cambio, tanto de Elizabeth como de Darcy, mediante el cual ambos aprenden a someterse, juntos, a Dios, en el contexto del matrimonio cristiano.

EQUILIBRIO ENTRE LA RAZÓN Y EL SENTIMIENTO

En Sentido y sensibilidad, una aristotélica Austen nos avisa del peligro de dejarse llevar por los extremos, situando al matrimonio en su debido lugar. Por un lado, nos previene para que nos alejemos de un juicio de la razón corrompido por el propio interés, por el materialismo y por la utilidad mercantil, al que puede guiar una prudencia equívoca, y que suele conducir a relaciones maritales basadas únicamente en el dinero y la posición social. Y, por otro lado, nos advierte de que el matrimonio deberá estar apartado de una sensibilidad corrupta, fagocitada por una libertina actitud de sensualidad, y que suele desembocar en fugas, seducciones, abandonos e hijos fuera de la relación conyugal. Una corrupción de la sensibilidad que si bien no es puro sentimentalismo, linda con él y puede terminar llevándonos a él, sin perjuicio de la propia desviación moral que en sí misma encierra. Porque, como nos muestra Jane Austen, ambos extremos terminan destruyendo el ideal del matrimonio que forma la base de sus novelas.

Para ello, la autora británica hace uso del contraste entre las dos hermanas protagonistas, Elinor y Marianne. Los lectores podrán ver representado en ellas lo absurdo e insensato del imperio de los sentimientos, con una hermana mayor (Elinor, el sentido, el juicio, la sensatez) que se enfrenta al hecho de que la realidad no puede modelarse según sus deseos, y el contrapunto de una hermana menor (Marianne, el sentimiento, la sensibilidad o el sentimentalismo) que aún necesita aprender esta verdad moral básica.

FIRMEZA DE CARÁCTER. CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA

En su última y más madura novela, Persuasión, Austen da una lección de extraordinaria importancia de cara al logro de un buen matrimonio, con un juego paciente y equilibrado entre el romance y la prudencia, y una reconsideración sobre la fe en la providencia.

Normalmente sus novelas titulan un conflicto, representado por dos conceptos abstractos. No así en esta novela, Persuasión. Esta vez el debate, la lucha, las contrariedades y ambigüedades están concentradas en una sola palabra. Y se encuentran todas ellas reunidas en torno a una única mujer.

Anne Elliot es la más solitaria de las heroínas de Jane Austen, aunque, probablemente, la más perfecta. Persuadida por consejos de parientes y amigos, tiene que convencerse a sí misma de que el matrimonio con el capitán Wentworth no habría sido conveniente ni para ella ni para su familia. Pero no sucede así. Ambos heroes recorren un camino que mejora sus almas y las reune de nuevo.

Y así, el capitán Wentworth aprende lo que antes había aprendido Anne: a «distinguir entre la firmeza de los principios y la obstinación de la voluntad propia, entre los atrevimientos de la imprudencia y la resolución de una mente serena».

Y lo que Anne aprende es a confiar más en la providencia, a tener «una confianza optimista en el porvenir, contra esa excesiva cautela que parece insultar el esfuerzo y desconfiar de la providencia».

La novela comienza con lo que podría llamarse (con cautela) una novela típica de Jane Austen, o mejor, con el final de una de sus novelas, y se cuenta con brevedad, en unas pocas líneas del capítulo 4:

«Él [Wentworth] era, por aquel tiempo, un joven apuesto e inteligente, animoso y brillante, y Anne una muchachita bella y modesta, gentil, delicada y sensible. Con la mitad de los atractivos que cada uno poseía habría bastado para que ni él tuviera que declarar su amor ni ella tuviese que buscar a otro a quien amar. Pero tal coincidencia de circunstancias favorables era imposible que fallara. Poco a poco fueron conociéndose, y no tardaron en enamorarse profundamente. Difícil sería decir cuál de los dos consideraba más perfecto y admirable al otro, o cuál había sido más feliz, si ella al escuchar sus declaraciones y proyectos, o él al ver que eran aceptados».

Pero, Anne a pesar de todos estos parabienes y estas circunstancias favorables, rechaza la proposición de matrimonio de Wentworth, al dejarse convencer por el realista consejo de Lady Russell. Sus razones, basadas en la prudencia, no son entendibles por el capitán en ese momento. Cree que Anne ha sido persuadida en su contra y que ha mostrado debilidad de carácter. De esta forma, con el corazón roto y despechado, el héroe se aparta y desaparece de la vida de Anne. Luego, pasan varios años… y acontece un providencial reencuentro, con Anne ya madura (para la época, pues cuenta con 27 años) y con el capitán en su mejor momento, alcanzado ya el éxito profesional y económico, y siendo centro de atención de muchas jóvenes casaderas.

Sin embargo, tras una incial frialdad en el trato por parte de ambos, algo acontece, algo totalmente inesperado. Pero lo que sucede, aunque imprevisto, es, no obstante, lo conveniente. En esta novela Austen nos muestra un ejemplo de lo que ella concebía como un verdadero apego. Anne, primero, y luego Wentworth, se dan cuenta de que el lapso de casi ocho años no significa nada con respecto a los deseos más auténticos y profundos del corazón.

Curiosamente, en esta novela, es al heroe masculino, no a la heroina, a quien vemos cambiar, lo que contrasta con otras obras de Austen. Sin embargo, no es del todo así. La novela comienza casi 8 años despues del primer encuentro de ambos heroes y del rechazo de Anne a la propuesta de matrimonio de Wentworth. Y aunque nada se nos dice sobre lo que en ese lapso de tiempo acontece, podemos intuir un largo proceso de prueba y maduración en Anne, apoyado en su gran fortaleza de ánimo, y en una esforzada constancia, nacida de la confianza y la fe en lo que, finalmente se revela como un verdadero amor. Una transformación que, a lo largo de la novela, vemos que acontece también en el capitán Wentworth, quien finalmente en una carta a Anne, escribe:

«Nuevamente me ofrezco a usted, y mi corazón es aún más suyo ahora que cuando me lo destrozó hace ocho años. No diga que el hombre olvida más pronto que la mujer ni que en él el amor tiene vida más corta. A nadie he amado más que a usted. Podré haber sido injusto, he sido débil, y lo reconozco, pero inconstante, jamás. (…) ¡Dulce y admirable mujer! Nos hace usted justicia al reconocer que también cabe en el hombre el afecto sincero y persistente».

Y así, el cuento acaba felizmente. La frialdad y el resentimiento del capitán Wentworth da paso al viejo amor, la belleza de Anne regresa, y ambos terminan contrayendo matrimonio.

PUREZA Y VIRGINIDAD

Todas las heroínas de Austen son virginales. Con esto no quiero decir que ellas sean reflejos, aunque pálidos y difusos, de la virginidad de Nuestra Señora, la cual es una virginidad perfecta y perpetua. No. Sus heroínas no tienden a esa pureza perpetua, como no tiende ninguna mujer que contemple el matrimonio. Me refiero aquí a esa otra virginidad como modo de preparación y acomodo del estado matrimonial. Una virginidad de intención, al menos en su origen, temporal. Y lo cierto es que las heroínas de Jane Austen la guardan y protegen con vistas a ese destino matrimonial.
Esta falta de enredos sexuales, de actos sexuales inmorales y fuera del matrimonio, por parte de las protagonistas de sus novelas, le valió a Austen una tremenda critica ya desde un principio. Así, se sentenció que su ficción, sin sexo, sin siquiera los símbolos del sexo, carecía de pasión. Durante más de docientos años los críticos, e influenciados por ellos, muchos lectores, han afirmando, con Charlotte Bronte, que «las pasiones son perfectamente desconocidas para ella».

Mi propósito aquí no es defender la presencia de la pasión en las novelas de la autora británica, aunque ciertamente diría que está ahí y bastante claramente; y que esa virginidad y pureza original en sus protagonistas no hace sino sublimarla. ¿Qué es sino el tipo de relación que se da entre Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy, o Elinor Dashwood y Edward Ferrars, dónde la pasión hace sentir su presencia en cada una de las escenas por ellos protagonizadas, y donde se reúne una compleja gama de emociones, incluyendo las que llamamos sexuales?

Así, esa pureza, guardada como tesoro, no es sino un potenciador y un seguro y garantía de que el matrimonio será aquello que debe ser. Y ello lo muestran con gran claridad todas las heroínas de Austen en su camino de virtud.

Hemos echado una vistazo, forzosamente superficial, al tesoro de enseñanazas que encierran todas las obras de Jane Austen. Como hemos comprobado, todas sus protagonistas hacen gala de un corazón prudente y equilibrado, lleno de virtud o tendente a la virtud. Por ello, tengan por seguro, la lectura de estas novelas redundará en una buena enseñanza para sus hijos. Ya lo creo que sí.

6.07.23

Educar en la feminidad (IV): Del amor romántico y del matrimonio como su fin. Brontë y Austen

  «Los nuevos esposos en el Registro». Obra de Edmund Blair Leighton (1852-1922). 

   

 

No admito que se pueda destruir un matrimonio.
No es amor el amor que no logra subsistir
O se amengua al herirle el desamor.
Oh, no. El amor es un faro imperturbable que contempla
las tempestades y nunca se estremece;
Es la estrella de toda barca errante, cuya altura se mide, no su brillo.
No es juguete del Tiempo, aunque los labios y mejillas dobléguense a su suerte,
No le alteran del Tiempo los agravios,
Pues su reino no acaba con la muerte.
Y si eso es falso y fuera en mí probado,
Ni yo he escrito jamás, ni nadie ha amado.

William Shakespeare. Soneto 116

 

 

En otro lugar, y hace ya algún tiempo, les hablé un poco del amor romántico, y hace unos días del noviazgo; hoy lo haré del natural e ideal fin, tanto de uno como de otro: el matrimonio.

Pero, ¿qué es el matrimonio? ¿Una institución?, ¿una costumbre?, ¿un contrato? Es todo eso, ciertamente, pero también más, mucho más. Aún sin descender a profundidades teológicas ni penetrar en su esencia más profunda, (como nos dijo san Pablo, un «misterio» relacionado con Cristo y la Iglesia, como los Padres trataron de aclarar), desde el punto de vista humano, se trata de una realidad sorprendente y de un enorme potencial transformador, ya que, por él, el hombre y mujer dejan todo y a todos para unir estrechamente sus cuerpos y sus almas, y lo hacen de forma exclusiva y vitalicia.

Como escribió Rainer María Rilke:

«Comprende bien esto,
Me escaparé furtivo y en silencio
Lejos de la estridente multitud
Cuando vea a las pálidas estrellas
Alzarse, florecientes, por encima de los robles.
Seguiré caminos solitarios
A través de los pálidos prados crepusculares
Solo con este sueño:
Tú vienes conmigo».

Ello solo es posible porque el matrimonio no es algo meramente humano, ya que el mismo «Dios esparció en ellos [en los esposos] las semillas del amor» (como dice san Juan Crisóstomo). De tal forma, que «la mujer y el varón no son dos hombres, sino uno solo».

Y sin embargo, paralelamente, el matrimonio es también algo específicamente humano, enraizado en nuestra misma naturaleza, sostenido en el tiempo por un mutuo consentimiento que no puede ser suplido por ninguna autoridad humana, y con un objeto y unas propiedades esenciales inmutables que se sustraen a la libre voluntad de los contrayentes. Todo lo cual refuerza su naturaleza misteriosa y trascendente.

Dice así el verso de Wendell Berry:

«Para aquellos que no cambian, el tiempo es infidelidad.
Pero nosotros estamos casados hasta la muerte
y estamos prometidos al cambio».

Pero, no nos engañemos. Esta concepción del matrimonio es, en nuestros días, marginal, y ni tan siquiera es mayoritaria entre los mismos cristianos. En este país, por ejemplo, el matrimonio muy probablemente ha dejado de ser un contrato, si por ello entendemos un acuerdo de voluntades que genera derechos y obligaciones para las partes contratantes. «Pero…, ¡si está regulado en el Código civil!», se argüirá. Cierto, pero, no lo es menos que se trata del único contrato reconocido por la ley cuya violación dolosa no conlleva ninguna indemnización, cause los daños que cause, y también el único respecto del cual se permite una rescisión unilateral ad nutum (esto, y no otra cosa, es el divorcio sin necesidad de motivación). Parece entonces que, desde el punto de vista legal, se trata de papel mojado. Tanto es así que algunas voces consideran que, de facto, el antaño denominado contrato matrimonial hoy se encuentra abolido.

Lo cierto es que, tanto su concepción de mero contrato como su misma naturaleza de misterio, son hoy objeto de un afán de destrucción demoníaco. Unos, los menos, procuran alcanzar ese fin destructivo con aviesa intención, otros, los más, siguen, con papanatismo desbocado, lo que los primeros les sugieren. Y ello, a pesar de los desastrosos efectos que esta abolición está causando a personas y sociedades.

Pero, así y todo, la mayoría de la gente, cuando piensa en el matrimonio como ideal, guarda en su memoria una concepción tradicional del mismo: un hombre y una mujer se conocen, se enamoran, y se comprometen en matrimonio para toda la vida, con el fin de formar una familia; luego tienen hijos, los crían, educan, los ven crecer y tener hijos propios, y, en tanto esto es así, se mantienen fieles el uno junto al otro a través del tiempo y las dificultades hasta que la muerte les separa. Esto todavía se considera deseable, admirable y beneficioso para las personas y para la sociedad en la que viven.

El problema está en que, si bien hoy prevalece aún esta concepción ideal, es percibida únicamente como eso, un ideal difícilmente alcanzable. Por ello, nuestro propósito deberá ser el trasmitir a nuestros hijos, sobrinos y nietos, no solo la pureza de ese ideal, sino también el hacerles ver que se trata de algo factible, que uno, con la ayuda imprescindible de Dios, debe esforzarse por lograr.

Y algunos buenos libros hay por ahí que pueden orientar a nuestros chicos en esa buena dirección.


Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë

Comienzo con Jane Eyre, la obra maestra de Charlotte Brontë, que les presento a modo de ejemplo de algo que hoy se encuentra muy olvidado: del matrimonio como el único lugar donde debe –y puede– desenvolverse y florecer ese amor entre un hombre y una mujer.

En esta gran novela (comentada aquí), la protagonista, Jane, profesa un amor apasionado y profundo por su enamorado, el señor Rochester. Esta pasión amorosa la mueve a aceptar su propuesta matrimonial. Sin embargo, ante el mismo altar, Jane renuncia a su pasión y rompe con su amado, al descubrir que Rochester ya está casado. Jane abandona así, tanto el placer y deseo amoroso que la embarga, como el futuro, aparentemente feliz y complaciente (aunque de espaldas al matrimonio) que, tentadoramente, se le ofrece. Y esto lo hace, precisamente, porque ama de verdad. Deja a Rochester mediante un costoso ejercicio de voluntad:

«Observaré la ley de Dios, sancionada por el hombre. Sostendré los principios que seguía cuando estaba cuerda, antes de estar loca como lo estoy ahora. Las leyes y los principios no son para los momentos en los que no hay tentaciones; son para momentos como este, cuando se rebelan el cuerpo y el alma contra su severidad. Son rigurosos, pero no los violaré. Si pudiera incumplirlos según mi conveniencia personal, ¿qué valor tendrían? Tienen un valor, siempre lo he creído, y si no” “lo puedo creer ahora, es porque estoy loca, totalmente loca, con fuego en las venas y el corazón latiéndome tan deprisa que no puedo contar los latidos. Todo lo que tengo para sustentarme en este momento son las opiniones preconcebidas y las resoluciones predeterminadas, y en ellas me apoyo.
Y así lo hice».

Pero, como he dicho, se trata únicamente de un acto de voluntad, pues, aun cuando ella sepa que no puede compartir ese amor con él, lo sigue amando con la íntima convicción de que el amor es uno y siempre uno. Y dice a su amado:

«Haz lo que yo hago: confía en Dios y en ti mismo. Cree en el cielo. Espero volver a vernos allí… Te aconsejo que vivas sin pecado, y deseo que mueras tranquilo… Nacimos para esforzarnos y soportar, tanto tú como yo: hazlo».

¿Se puede amar de esta manera?, ¿en la adversidad, en el sufrimiento? ¿Puede ese amor, en apariencia derrotado, desterrado, apartado al olvido, ser el verdadero amor? ¿Puede sobrevivir en ese ambiente de tristeza y desesperación?

La respuesta de la novela es que sí, pero siempre que el amor esté ligado a una tercera Persona. Si se produce ese encuentro entre lo romántico y lo trascendente, el amor podrá sobrevivir, incluso en las condiciones más precarias. Esto es lo que da al inicial impulso de la pasión, el sosiego profundo y sólido del verdadero amor. Y podemos verlo en esta novela. Hay algo en ese amor entre Jane y Rochester que finalmente lo hace triunfar, algo divino que une a los amantes a través de un fino, frágil e invisible hilo.

Aun estando alejada de su enamorado, los pensamientos sobre Rochester impregnan todo el ser de Jane y arden en lo más profundo de su alma. No importa que se hallen mezclados con la desesperanza de un, aparentemente imposible, reencuentro. Más, todo ello la sume en un profundo sufrimiento, en tanto que una enorme duda carcome su corazón.

Más tarde, cuando el reverendo John Rivers trata de convencerla con una propuesta de matrimonio utilitarista, basada en un mero deber descarnado de todo afecto, percibe en Jane una barrera invisible que le impide acercarse, y que perspicazmente identifica con ese amor, en apariencia roto. Cuando ella le habla de «un punto sobre el que he soportado durante mucho tiempo una dolorosa duda», Rivers contesta: «Sé hacia dónde se dirige tu corazón, y a qué se aferra», (…). «Piensas en el señor Rochester». Y cuando Jane materializa su rechazo, acierta a decirle al joven reverendo:

«Podría decidir [sobre su proposición de matrimonio] si estuviera segura de que es la voluntad de Dios».

Pero ella sabe bien que el matrimonio con Rivers no respondería a esa voluntad. Solo cuando, misteriosamente, intuye percibir a través del aullar del viento una llamada de Rochester, y acude a él, ese amor acallado resucita poderosamente de una forma igual de misteriosa.

 

Emma (1815), de Jane Austen.

La escritora británica nos presenta en sus novelas casi siempre una trama simple: una joven en edad de casarse tiene ante sí a dos pretendientes, uno bueno y otro malo. Rechaza al malo y elige al bueno, y el curso de la novela sirve para mostrarnos, a través de ese devenir, un orden de las cosas subyacente, lo que las hace asemejarse a una fábula.

Sin embargo, la mayoría de las jóvenes lectoras no se enfrentaran con la decisión de elegir entre el hombre adecuado y el equivocado. Es más, si acaso sucediera, esa disyuntiva podría aparecer de forma sucesiva en el tiempo, o incluso, lo que pudiera presentarse, no será muchas veces una opción clara entre un hombre bueno y uno malo. Eso es verdad. Pero de alguna manera la novelista se aparta de este aparente desorden de la vida, para atender al sentido más profundo de su orden final, coincidente con la creencia cristiana tradicional sobre el buen equilibrio entre el libre albedrío y la omnipotencia y providencia de Dios. Jane Austen es plenamente consciente de que la vida no siempre muestra las cualidades de orden, armonía y justicia que pertenecen a la naturaleza última de las cosas, pero utiliza sus novelas para dar sutilmente unas pautas de actuación generales y orientadas a lo que la vida debería ser, como si así lo fuera. Y específicamente lo hace, como sabemos, en el desenvolvimiento del noviazgo y su culminación en el matrimonio como fin de aquel.

Por ejemplo, tomemos una de sus más famosas novelas, Emma. En esta novela, tanto si tenemos en cuenta tanto el número de matrimonios que se celebran, como el gran número de conversaciones sobre el matrimonio que impregnan sus páginas, podría concluirse que es, al menos en parte, un tratado encomiando las virtudes del casamiento.

Sin embargo, no lo parece así, al menos en sus comienzos. A diferencia de Elisabeth Bennett y sus hermanas en Orgullo y Prejuicio, Emma Woodhouse parte de una posición económica desahogada, lo que le permite tener la independencia financiera suficiente como para no verse impelida a buscar marido. Además, está muy satisfecha con la vida que lleva y no se encuentra ni ansiosa ni interesada por ningún hombre determinado; no le interesa encontrar su verdadero amor; le basta con trajinar para que los demás puedan encontrarlo, caso de su amiga Harriet.

Estas circunstancias hacen a Emma abierta al amor en su pureza: ni el interés social o económico la acucia, ni una pasión o atracción hacia un hombre concreto la desasosiega; ella no ve el matrimonio como una forma de obtener lo que necesita. Emma se nos muestra libre de lastres para recibir a Cupido. El hombre que le corresponde, como sabemos, está muy cerca y parece insospechado a quien no sea un lector atento.

Y si bien esto podría entenderse como una preferencia, al menos en ciertas circunstancias, por la soltería y la independencia que parece traer consigo, finalmente se revela como una defensa velada, de un determinado tipo de matrimonio basado en el afecto y las afinidades y creencias comunes más que en la conveniencia económica o social.

San Juan Crisóstomo nos habla de esta delicada tarea de elección, desea búsqueda de afinidades, de complementariedades, poniendo de relieve la extraordinaria relevancia del paso que los futuros esposos están a punto de dar, dado el carácter definitivo e indisoluble del matrimonio. Así, frente a la búsqueda fría y racional de di­nero, linaje y belleza, él exhorta a perseguir «virtud del alma y nobleza de costumbres, para que gocemos de paz, para que nos complazcamos en una concordia y un amor perpetuo».

En la novela, Austen, definiendo la esencia del noviazgo, nos dice lo siguiente respecto de uno de los pretendientes de la protagonista:

«Si [Emma] hubiera tenido la intención de casarse alguna vez con él, habría valido la pena detenerse y considerar, y tratar de entender el valor de su preferencia, y el carácter de su temperamento».

Nos habla aquí la autora de una prudencia en la elección, de un discernimiento práctico y al mismo tiempo sabio, cara al matrimonio, sin el cual, el noviazgo carece de sentido: «detenerse y considerar, y tratar de entender el valor de su preferencia, y el carácter de su temperamento». Grabémoslo y guardémoslo para cuando tengamos que explicar a nuestros hijos (porque tendremos que hacerlo, tal y como están las cosas), cuál es la finalidad de un verdadero noviazgo.

En coincidencia con el padre antioqueño, en todas las novelas de Jane Austen el matrimonio recibe una consideración capital, y se presenta como el final feliz de las historias. En todas ellas aparece concebido como la unión de un hombre y una mujer fundada en un profundo afecto, que sin dejar de ser apasionado tiene una base racional. Este afecto está fundamentado en un evidente respeto mutuo y una afinidad en las creencias y los gustos, siendo su germen un noviazgo que ha permitido a los futuros cónyuges un conocimiento mutuo sobre su carácter y sobre esas creencias y gustos, y sin que se revelen como elementos decisivos el origen social y la situación financiera.

Pero este camino hacia el matrimonio no es fácil. Con demasiada frecuencia, las protagonistas de Austen se encuentran en medio de un embrollo moral, en un estado de ceguera o de confusión, y no les resulta sencillo discernir con acierto. Esto es evidente incluso en Mansfield Park, donde la heroína más perfecta de Austen sufre innumerables lapsus morales en su marcha hacia la conquista del mandato de su corazón y su sana conciencia. Pero, a lo largo de las tramas, poco a poco, sus heroínas van superando todos los obstáculos.

Y termino con un epitalamio, como preludio y deseo de todo buen matrimonio, como procede al caso:

«Que canten las Musas, que bailen las Gracias, y no sólo durante los esponsales, sino todos los días de su vida;
Que sus corazones se acompasen para que jamás ira o enojo se apoderen de ellos;
Que él nunca la llame con más nombre que ‘mi gozo’ y ‘mi luz’, ni ella le llame de otro modo que ‘mi bien amado’;
Que la vejez no les robe un ápice de felicidad, sino que con los años crezcan su amor mutuo y su bienestar».

Erasmo. Epitalamio de Pedro Egidio.

2.06.23

Educación en la feminidad (III). Modelos de juventud. El baile, el noviazgo, el cortejo: las novelas de Jane Austen

         «À bientôt» (detalle). Obra de Valentine Cameron Prinsep (1838-1904).
 
 
 
   
    

«¡Esa telaraña de gasa! Incluso los puntos a los que se aferra –las cosas desde las que se balancean sus sutiles entrelazamientos– son apenas perceptibles; toques momentáneos de las yemas de los dedos, encuentros de rayos de orbes azules y oscuros, frases inacabadas, los más ligeros cambios de mejillas y labios, los más débiles temblores. La red misma está hecha de creencias espontáneas y alegrías indefinibles, anhelos de una vida a otra, visiones de plenitud, confianza indefinida».

George Eliot. Middlemarch.

  

«Emma no tuvo ocasión de hablar con el señor Knightley hasta después de la cena; pero, cuando todos estuvieron de nuevo en el salón de baile, sus ojos le invitaron irresistiblemente a acercarse a ella para darle las gracias».

Jane Austen. Emma

   

 

 

Si hay algo constantemente presente en las novelas de Jane Austen, ese algo es el noviazgo. Se ha escrito al respecto: «Los complejos y a menudo mal gestionados rituales por los que un hombre elige, las supuestas ventajas o desventajas por las que una mujer acepta o rechaza, y los a veces descuidados deberes de fidelidad y complacencia a los que una pareja se obliga, son fuentes primarias de acción y discurso en el mundo ficticio de Jane Austen y dramatizan el tema del cortejo y el matrimonio». Todo ello es verdad. Austen consideraba el noviazgo esencial para un feliz y exitoso matrimonio. Para ella, ambas instituciones estaban íntimamente relacionadas, eran todo uno; simplemente se trataba de diferentes fases en el mismo camino. Pero una –el noviazgo– se revelaba esencial (como lugar de discernimiento) para la plenitud de la otra –el matrimonio–.

Además, las historias de Jane Austen son especialmente adecuadas para una educación sentimental, por la manera en que hacen tratamiento de estas cuestiones. No solamente dan cuenta de las pasiones y los sentimientos, material primario del cortejo, sino también, del papel del intelecto y la razón en el control y dominio de aquellos, en un juego de prudencia y equilibrio muy aristotélico.

Y este noviazgo nos es presentado por la escritora inglesa, ligado de ordinario a un acto social: el baile. Ritual, y también símbolo del caminar unido, armonioso, y bello de dos almas compatibles; al igual que metáfora de una intimidad entre la multitud, y de un estar y ser social en esa multitud. Un maravilloso poema de Wendell Berry, El baile, nos lo canta; algunas de sus estrofas son muy expresivas:

«Y te amo
como amo al baile que te distingue
de la multitud
en la que vienes y vas».

Por otro lado, no es difícil encontrar paralelismos entre la danza y el noviazgo. En ambos, las pasiones se celebran de forma grácil y comedida, en un acto ceremonial que alude a su poder, pero que las mantiene contenidas por medio de una especie de arte, marcando límites, domesticándolas, y por ello, reconduciendo su potencia, su belleza y su bondad hacia su finalidad natural.

                           «El baile» Obra de Víctor Gabriel Gilbert (1847-1933).

Cuando en La Abadía de Northanger, la protagonista, Catherine Morland, llega por primera vez a Bath, es introducida, casi inmediatamente, en sociedad. Al principio, permanece pasiva en medio del salón de baile, pues desconoce las costumbres locales, tanto como ella es desconocida por la sociedad del lugar y, por ello, no está en disposición de danzar. Más tarde, el maestro de ceremonias le presenta a un joven caballero local, Henry Tilney, y comienzan el baile, un baile que marca el inicio de un camino a recorrer.

Hay un pasaje de la novela en el que Tilney compara el matrimonio con la danza, a lo que Catherine, sin embargo, a pesar de no estar del todo en desacuerdo, puntualiza agudamente:

«Para mí [dice Tilney], el baile es equiparable al matrimonio. En ambos casos, la fidelidad y la complacencia son deberes fundamentales (…).

—Pues a mí me parece que son cosas muy distintas [dice Catherine].

—¿Qué? ¿Considera usted imposible el compararlas?

—Naturalmente. Los que se casan no pueden separarse jamás; hasta deben vivir juntos bajo un mismo techo. Los que bailan, en cambio, no tienen más obligación que estar el uno frente al otro en un salón por espacio de media hora.

—Según esa definición [dice Tilney], hay que reconocer que no existe gran parecido entre ambas instituciones, pero (…) Imagino que no tendrá usted inconveniente en reconocer que tanto en el baile como en el matrimonio corresponde al hombre el derecho a elegir, y a la mujer únicamente el de negarse; que en ambos casos el hombre y la mujer contraen un compromiso para bien mutuo y que una vez hecho esto los contratantes se pertenecen hasta la disolución. Además, es deber de los dos procurar que por ningún motivo su compañero lamente el haber contraído dicha obligación, y que interesa por igual a ambos no distraer su imaginación con el recuerdo de perfecciones ajenas ni con la creencia de que habría sido mejor elegir a otra pareja.

—Tal y como usted lo expone, desde luego. Sin embargo, mantengo que ambas cosas son distintas y que yo jamás podría considerarlas iguales ni creer que conllevaran idénticos deberes».

Estoy de acuerdo con Catherine/Austen, y creo que una mejor similitud se da entre la danza y el noviazgo, en donde, además, aquella desempeña su función. El baile formaba parte de un sistema de cortejo muy formal y universalmente entendido, un haz de relaciones cuyo objetivo era el matrimonio, y que contenía entre sus ritos algo más que el encuentro entre dos (sin duda, fundamental). Traslucía también una preocupación social y expresaba un determinado arraigo.

Este aspecto social del noviazgo –tan evidente en los relatos de Austen– es especialmente desconocido hoy. La pareja no solía estar sola. Fuera en la hora de visita, en el paseo, en la iglesia, en la cena o en el baile, ambos novios compartían su compañía con otros en medio de un escenario social. Esto era así, ya que los dos eran de algún sitio, pertenecían a él, y se debían a él y a la sociedad allí arraigada. Estaban ligados a un lugar y a un hogar; y aquello que hicieran con sus vidas repercutiría en la suerte y ventura de su comunidad. De esta forma, era relevante lo que una pareja hacía al acercarse el uno al otro. Al cortejarse, se adherían a prácticas tradicionales elaboradas y vividas por otros antes que ellos, que tenían un orden y un significado común, no siendo otro que el camino debido al matrimonio y a la formación de una nueva familia. Desde este punto de vista, el cortejo pertenecía a una sociedad que entendía que una de sus tareas fundamentales era ayudar a los jóvenes a conocerse bien, de tal manera que se vieran abocados a una unión para toda la vida en cuyo seno nacerían los hijos que pudieran tener. Y eso era bueno; era el bien común.

       «Húmeda mañana de domingo». Obra de Edmund Blair Leighton (1853-1922).

Sin embargo, hoy esto se ha perdido, en parte por nuestro desarraigo como individuos. Las familias se reducen, las ciudades nos disipan y nos aíslan: no somos de ningún lugar y de todos a la vez; a partir de un determinado momento no pertenecemos a ninguna familia, nos sentimos autosuficientes y autónomos: y, sin embargo, estamos solos.

Y aquí Austen nos vuelve a ayudar. En prácticamente todas sus novelas, vemos a sus heroínas moverse por todo el discurrir de la novela, a veces con gracia, otras con torpeza, a través de una especie de baile de cortejo. Una danza en la que deben juzgar a la posible pareja por su aspecto, estilo, carácter, posición y, lo más importante, compatibilidad, cara a un futuro matrimonio, pues, este es el fin del noviazgo; aquello que le da sentido y le llena de contenido.

Además, cada una de estas novelas se ocupa ciertos aspectos del amor en relación con el noviazgo y el matrimonio, sugeridos muchos de ellos por los mismos títulos: así, la autora levanta el velo sobre el verdadero significado y papel del buen sentido y los sentimientos en Sentido y sensibilidad, o profundiza en el rol obstaculizador que desempeñan la vanidad, los convencionalismos y las ideas preconcebidas en Orgullo y prejuicio. En Mansfield Park, trata del problema de la conexión del enamoramiento con la virtud; del rol que desempeña la imaginación en los asuntos amorosos, encontramos lecciones en Emma, y del juego paciente entre el romance y la prudencia en Persuasión.

Pero, por encima de todo ello, este noviazgo, para cumplir su función, debe responder –y Austen así lo piensa– a ciertos principios, presentes en todas sus novelas.

En primer lugar, se trata de un proceso intencional con el propósito del matrimonio como objetivo final. Por lo tanto, busca discernir, en lo posible, si la persona tiene la virtud suficiente para ser un buen esposo y padre, y viceversa, buena esposa y madre. Vista esta su finalidad, no debe iniciarse si ese no es su objetivo, y, en todo caso, debe estar presidido por el afecto sincero (amor), el honor y la honradez, la fidelidad y la sinceridad, la castidad y el respeto, y la responsabilidad y el compromiso.

Por otro lado, se trata de un periodo provisional, no de un estado vital a dilatar en el tiempo; por eso debe ser iniciado solamente cuando exista la posibilidad de contraer matrimonio en un plazo razonablemente breve (p. ej. un año).

En todo caso, el periodo del noviazgo –si se realiza bajo los principios antes señalados– es una inversión en la futura felicidad de los esposos. Así lo señala Austen en las líneas finales de La abadía de Northanger:

«Lejos de dañar aquella felicidad, la promovió, permitiendo que Henry y Catherine lograran un más perfecto conocimiento mutuo al mismo tiempo que un mayor desarrollo del afecto que los unía».

Así que, si bien el noviazgo –y, por lo tanto, la intención matrimonial– es algo a considerar como prioritario, que no debe apartarse a un lado (opción hoy tan común, con la prevalencia de la carrera profesional sobre cualquier otra consideración), tampoco ha generar angustia y ansiedad, porque, como nos muestra Austen en su novela Persuasión, el amor termina llegando, si se busca, se guarda y se cultiva debidamente.

«A ti te diré, como te he dicho muchas veces antes: No tengas prisa. El hombre adecuado llegará por fin».

Eso es lo que Jane Austen le escribió a su sobrina Fanny Knight en una carta, aunque, también es verdad, nuestra literata nunca se casó. 

Pero no perdamos de vista al baile de salón, un delicioso ritual, con sus sofisticadas figuras, su delicadeza, su sensibilidad y su aura de belleza formal. Y no debemos hacerlo, pues lo que el baile representa (el cortejo, el noviazgo verdadero) ha desaparecido al unísono que el baile mismo. Y con la desaparición de ambas cosas, también lo han hecho las virtudes esenciales que, un buen hombre y una buena mujer que comienzan a relacionarse sentimentalmente, deben exhibir y ejercitar.

¿Y, tras estas pérdidas, qué nos ha quedado? En lugar del elaborado y tradicional noviazgo, tenemos, en palabras de Bárbara Dafoe Whitehead (Por qué ya no quedan hombres buenos, 2002), «un sistema de relaciones amorfo, abierto y cíclico, que ha habituado a los jóvenes adultos a “compromisos” en serie similares al matrimonio —sin el compromiso de este—, junto con una “gestión de la ruptura”, igualmente en serie, similar al divorcio». Todo lo cual explica, bastante bien, tanto el bajo número de matrimonios y su alto porcentaje de rupturas, como la desmedida proliferación de las relaciones (sexuales) prematrimoniales.

Así que, aunque quizá no podamos rescatar del viejo baúl de nuestros abuelos o bisabuelos el baile de salón (¿por qué no?), al menos, podemos tratar de que nuestros hijos recuperen el noviazgo de antaño y su sentido matrimonial. Y estos libros, los libros de Jane Austen, pueden ayudarnos en ello.