En busca de la imaginación perdida
Niños jugando con una cometa de Adam Emory Albright (1862–1957).
«La imaginación no es un estado. Es la existencia humana en su totalidad».
William Blake
Hoy en día, nuestra vida corriente se desarrolla, con respecto a los niños, entre una atención desmedida y una horrible falta de atención. En clara consonancia con esas dolencias tan postmodernas que son el trastorno bipolar y la neurosis, la atención dispensada a nuestros críos oscila entre esos dos extremos, ambos igual de perniciosos.
En cómo damos solución al hecho natural del aburrimiento infantil encontramos la muestra palpable de esta alteridad perversa.
Los niños de hoy no pueden aburrirse, este es uno de los tabús que imperan en nuestra sociedad de consumo y entretenimiento: no dejamos, no podemos dejar que nuestros chavales saboreen ese gusto amargo y estimulante que acompaña al aburrimiento. Y sin embargo, sin el vacío que prefigura este sentimiento, nada, probablemente nada de lo que muy orgullosamente llamamos arte, cultura y algunos hasta progreso, habría tenido lugar. El antídoto para ese pecado capital que es la pereza es desterrado entre trompetas y clarines.
Pero no voy a hablar aquí del hastío o aburrimiento morboso, tampoco de la acedia de la que trataron Evagrio y Alcuino de York, ni del más prosaico tedio hispánico. No, centraré mi atención en el, simple, sano e inspirador, aburrimiento infantil.
Cuando yo era niño, allá por finales de los años 60 y comienzos de los 70 (no quiero ni pensar en lo que mi padre cuenta), sin duda nos aburríamos, pero ello era acicate para que, imaginación en ristre, pusiéramos en práctica las más dispares actividades y los más diversos juegos. Claro está, nuestra imaginación se encontraba en plena forma de tanto uso que le dábamos, y rebosante de energía y de salud, hay que decirlo, pues la alimentábamos con innumerables cuentos, relatos y novelas, que leíamos o escuchábamos. De estos tomábamos las tramas, los personajes, los escenarios… después, todo lo demás fluía con soltura y agrado. Jugábamos sin prisa ni pausa, y si perdíamos interés, unos momentos de aburrimiento nos impulsaban a otro juego y así íbamos de uno a otro y volvíamos y no nos cansábamos nunca.
Muchachos jugando a soldados de Francisco de Goya (1746-1828) y El primo Reginald juega a los piratas de Norman Rockwell (1894-1978).
No necesitábamos juegos de ordenador, ni pantallas, ni casi televisión (¡que poco veíamos la televisión!).
Nos bastábamos con nosotros, nuestros cuentos y nuestra imaginación.
Por otro lado, tampoco necesitábamos una gran atención de los adultos, ni que estos supervisasen nuestras actividades ni organizasen nuestros juegos. Nos era suficiente con un balón y poco de acera (¡que afortunados, si se trataba de un poco de campo!); o bien bastaba un trozo de madera y un viejo abrigo para que todo a nuestro alrededor se transformase en un exótico paisaje lleno de promesas de aventura. No se veía necesario organizar competiciones infantiles, ni que alguien superior –como entendíamos era un adulto– dilucidase nuestras disputas o diferencias: la reciprocidad o la suerte eran nuestros árbitros; cuantas veces solucionábamos nuestras discrepancias –¡fue gol, fue gol!, ¡no, no lo fue!–, con un pares o nones o un echar a suertes.
Niños jugando al fútbol, grabado ingles de mediados del siglo XIX.
Ahora esto no es así. Ahora nos preocupamos mucho, mucho más, por el bienestar de nuestros niños; tanto que no podemos tolerar que se aburran, y lo que es más triste, ellos tampoco. De esta forma, ante la más mínima queja –e incluso antes, de modo preventivo–, amorosamente les endosamos una tablet o una gameboy, o les enchufamos a la televisión; y luego, nos olvidamos; algo muy estimulante, algo muy creativo, como dicen hoy los pedagogos. Ah, y si pretendieren hacer deporte no podrán hacerlo hasta que los apuntemos a una liga, los federemos y los sometamos a entrenamientos disciplinados y cuartelarios; ¡cuánta preocupación!, ¡cuánta dedicación! y ¡qué estímulo a la espontaneidad!, ¡qué libertad creadora la que les ampara! ¿No será más bien un empobrecimiento del espíritu y de la imaginación?
Este es el problema: atrofiamos su más preciado tesoro, la imaginación, quizás con buena intención, pero la atamos y la amordazamos sin darnos cuenta de que así, le privamos del aire, le robamos la vida… y con una imaginación moribunda frustramos para siempre su destino de hombres. Decía Chesterton muy atinadamente: «no podemos crear nada bueno hasta que lo hayamos imaginado».
Marble, campeona, de Norman Rockwell (1894-1978) y ilustración de Clara M. Burd (1873–1933) para Jardín de versos para niños de Robert Louis Stevenson.
Porque, al no aburrirse, nuestros hijos no se perturban, no se inquietan, y al no perturbarse ni inquietarse no buscan dentro de sí, ni tampoco fuera, solo saben volverse ansiosos hacia los estímulos artificiales que les suministramos: los videojuegos, las películas, la televisión, etc. Y no nos engañemos, sin vida interior ni vida exterior no hay vida que merezca ser así llamada.
No se trata ya de la dicotomía clásica (Platón frente a Aristóteles), de la introspección, la meditación, la reflexión y el recogimiento frente a la exploración, la observación, el viaje, y el experimento, no. Se trata del abandono de todo lo natural (lo espiritual y lo material), de lo que se nos da como creado (incluso nuestro yo), y la rendición ante aquello que pretenciosamente construimos simulándolo creado.
Pero no todo está perdido. El sano aburrimiento asoma a cada esquina, solo tenemos que reanimar a esa imaginación maltrecha, alimentándola con cuentos, rimas y canciones, con historias, aventuras y romances. El Robinson Crusoe es un estimulo a la perseverancia y a la lucha contra la adversidad, Los viajes de Gulliver un antídoto frente a la intolerancia y la discriminación, los cuentos de hadas contienen miles de lecciones morales, todas, todas ellas, trasmitidas a través del asombro, la ilusión y la fantasía, las novelas de Verne son una ventana fantástica a mundos de progreso técnico donde todavía el protagonista es el hombre, las de Salgari y Sabatini una puerta que se abre a tiempos de aventuras en procelosos mares, las de Stevenson muestran magistralmente ritos de paso de niños que se convierten en hombres, las leyendas y los mitos les hablarán de dramas, prodigios y debilidades humanas con la maravilla de por medio, las novelas de Alcott y las Brontë les educaran sentimentalmente y les enseñaran a apreciar la caballerosidad, la delicadeza, el valor de la renuncia y el amor verdadero, por su parte, la valentía y el sacrificio los encontrarán en las historias heroicas de Sigfrido, de Perseo o del rey Arturo, y tantas y tantas otras cosas que abrirán su imaginación y les impulsarán a explorar, tanto su vida interior, incrementando el conocimiento de si mismos, como las maravillas de lo creado que les rodean con abrazo amoroso del Creador.
El chico de la Isla del Tesoro de John Rea Neill (1877-1943) y Chico leyendo aventuras de Norman Rockwell (1894-1978).
Por eso es importante que nuestros hijos lean, que lean buenos libros y que disfruten leyéndolos. Para que así fantaseen, imaginen, reflexionen, mediten, piensen… para que tengan vida interior, para que puedan ejercer con prudencia, caridad y justicia el gobierno de sí mismos, sin olvidarse de mirar más arriba, atendiendo a las cosas que no se ven (recordemos a San Pablo en 2 Corintios, 4:18 y en 1 Corintios 13:12).
Cierto, sé, como ustedes saben, que los libros, solo los libros, no bastan. Ellos son únicamente alimento, y no todo, aunque sí una parte importante de esa dieta en fantasía y maravilla que su imaginación necesita para recuperarse y hacerse fuerte. La contemplación y el contacto directo y natural con lo creado harán el resto (espíritu junto a materia, pues eso somos, ¿no?).
Decía San Buenaventura que «nuestra mente contempla a Dios, ya fuera de nosotros, por las criaturas, que son como unos vestigios, o huellas del Criador; ya dentro de nosotros por la imaginación, o fantasía; y ya sobre nosotros por aquella luz sobre natural del Divino semblante que está impresa en nuestras almas».
Ilustración de Edward Ardizzone (1900–1979).
Pero antes deberemos relegar a un oscuro rincón ese sucedáneo de la realidad que llaman elegantemente virtual, y con ello hacer un uso restringido y prudente de las pantallas, tablets, teléfonos y televisores. Y no es esta tarea fácil, es más se trata de una tarea hercúlea y por lo tanto, heroica. Pero, ¿qué otra cosa debemos ser para nuestros hijos sino héroes? ¿No somos eso para ellos desde que nacen? Pues continuemos siéndolo, o al menos esforcémonos en serlo.
No desistamos, pues, démosles las armas, instruyámosles en su manejo y dejemos que combatan a nuestro lado con aquello que Dios les ha regalado (1 Corintios, 16:13). Alimentemos su imaginación con buenos libros, ayudando así a que cumplan con su destino de hombres.
(Este artículo fue publicado el 5 de abril de 2017 en mi blog, «De libros, padres e hijos»).