El mejor de los libros para leer y escuchar
Leyendo la Biblia. Óleo de Hermann Kaulbach (1846-1909).
«Escudriñad las Escrituras, ya que en ellas creéis tener la vida eterna: son ellas las que dan testimonio de Mí»
(Juan 5,39)
El Dr. Samuel Johnson era un creyente cristiano, pero negó la posibilidad de una literatura espiritual: «El bien y el mal eternos son demasiado pesados para las alas del ingenio. La mente se hunde bajo ellos, contenta con una creencia de tranquila y humilde adoración». Sin duda, Johnson se refería al ingenio puramente humano, dejado a su suerte y ventura, sin auxilios, ni guías, ni inspiraciones.
Pero, ¿y sí no estamos hablando de hombres?, ¿y si el literato es, en último término, la Divinidad? ¿Y si hablamos de la Biblia?
La Biblia es, nosotros los cristianos lo sabemos, la palabra de Dios, aquello que Dios ha querido mostrarnos de sí mismo, y también aquello que Dios ha querido mostramos de nosotros mismos. Como dejó dicho Soren Kierkegaard, «cuando lees la Palabra de Dios, debes estar constantemente diciéndote a ti mismo: ´me está hablando a mí, y sobre mí´». Pero no es solo esto (aunque lo es preferentemente), sino que también es, como no podía ser de otra manera viniendo de Dios, belleza, belleza en forma de palabra. Dios no solo ama lo bello y se expresa a su través, sino que Él mismo es la Belleza. Por eso, dado que Él inspiró a los escritores que compusieron el Libro («los hombres hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo», 2 Pedro 1, 21), la forma literaria de la Biblia es expresión de esa Belleza, y por ello su lectura, contemplación y disfrute (independientemente, y, además, de aquello que nos transmite), es otra vía para acercarnos a Él que no puede olvidarse.
Podemos decir, pues, que en las Sagradas Escrituras está la belleza en toda su amplitud: es el mismo amor de Dios hecho palabras. Es la belleza del exceso del amor, de la caridad que impulsa al Dios inmortal a hacerse hombre y morir por nosotros los hombres a fin de darnos la condición de hijos suyos. El bonicellus de los medievales, donde lo bello es lo bueno y a un tiempo humilde.
Es extraordinario el efecto que esta belleza, profunda, solemne, sencilla y tremenda ha producido en las almas de muchos de los hombres, incluso no creyentes, que se han aproximado a la Biblia. Un inmenso y sobrenatural poder de seducción, fascinación y encanto es irradiado desde sus páginas.
Evangelio de San Juan. Evangelios de Grimbald (1010-1023).
Un solo párrafo del polígrafo Holbrook Jackson podría bastar para ilustrar el poderoso influjo de las Escrituras. Dice, en su curiosa y fascinante Anatomía de la bibliomanía (1930):
«El Dr. Johnson visitaba al poeta William Collins en su pobre alojamiento en Islington y este lo recibió con un Nuevo Testamento en su mano: “Tengo solamente un libro”, dijo él, “pero es el mejor”. Cuando a Santo Tomás de Aquino se le preguntó de qué manera un hombre podría aprender, respondió: “leyendo un libro, esto es, la Biblia”; Cuando Sir Walter Scott estaba cerca de su final, le pidió a su amigo Lockhart que lo llevara a la biblioteca de Abbotsford y lo colocara cerca de la ventana para que pudiera mirar una vez más el campo; despues, pidió a su amigo que le leyera y cuando este le preguntó qué libro, dijo: “¿Necesitas preguntar? Sólo hay uno”, refiriéndose a las Sagradas Escrituras. Al mismo libro se refería el cardenal Newman cuando dijo: “Es nuestro deber vivir entre los libros, sobre todo para vivir de un libro, y muy antiguo”. Hyperius sostiene que por medio de esta obra la mente es erigida de todas las cuitas y preocupaciones mundanas, y con mucha quietud y tranquilidad, porque, como dice san Agustín, es “scientia scientiarum, omni melle dulcior, omni pane suavitud, omni vino hilarior” (“es la ciencia de las ciencias, más dulce que cualquier miel, más tierna que cualquier pan, más reconfortante que cualquier vino”). Porque, como bien dijo san Juan Crisóstomo, “las ramas y las hojas de los árboles se inclinan para que los ganados queden cubiertos y a salvo del caluroso día de verano, y los refrescan con su aceptable sombra; cuanto más la lectura de las Escrituras ampara y consuela a un alma angustiada de dolor y aflicción”. Ninguna canción, para Milton, “es comparable a las canciones de Sion; ninguna oración igual a la de los Profetas”. Y para Coleridge, “Homero y Virgilio son repugnantemente mansos y Milton apenas tolerable después de Isaías o la epístola de San Pablo a los hebreos”». (The anatomy of Bibliomania. Holbrook Jackson, 1930).
Pero este maravilloso efecto no solo está reservado a los grandes hombres. Como cristianos, sabemos de la preferencia de Nuestro Señor por los más pequeños. Este párrafo, perteneciente al magnífico libro del Dr. Anthony Esolen, 10 maneras de destruir la imaginación de tu hijo (2010, Homo Legens), donde el autor habla de su infancia, puede también ilustrarnos:
«Uno de mis primeros recuerdos es el de un libro. No tenía aún cuatro años cuando empecé a leerlo; nadie sabe decirme cómo sucedió. Teníamos solo un puñado de libros en casa. (…) Pero había un libro que nunca podré olvidar.
(…)
El libro tenía una fragancia especial, no como papel de fábrica, sino algo así como pergamino perfumado. Eso también lo hacía sagrado. (…) En la parte interior de la portada había una ilustración de un hombre con barba, con rayos como cuernos que salían o penetraban en su frente. El hombre descendía de una montaña. Llevaba grandes tablas de piedra que tenían escrito: “Yo soy el Señor tu Dios, no tendrás dioses extranjeros en lugar de mí”. Yo tenía, incluso entonces, una intuición de lo que aquello significaba: una potente, aunque difusa, certeza infantil del Ser más allá de los seres, del Dios que lo hizo todo y lo gobierna todo. (…) En el interior de la contraportada había una ilustración similar de Jesús (no recuerdo tiempo alguno en el que no reconociera una imagen de Jesús) de pie en una ladera, predicando a la gente que estaba abajo. Esta vez, el pie de la imagen comenzaba: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Todavía le doy vueltas a eso.
(…)
Así que empecé por la primera página y leí estas palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra, y la tierra estaba vacía y las tinieblas estaban sobre la superficie del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas”. (…) Pero las palabras que produjeron estupor en mi mente fueron las tres primeras: “En el principio”.
Ahí había un tiempo anterior a todo lo que yo pudiera recordar; algo más viejo que mi perro o mi casa, o incluso mi madre y mi padre. (…) Esto agitó mi mente en sus oscuras e insondables profundidades. Podía preguntarle a mi padre, “¿cómo era cuando eras un niño?” y “¿cuéntame cómo solías subirte a los vagones del tren?” y “¿cómo podías ver algo cuando estabas en las minas?”, pero nunca podría preguntarle: “¿cómo era todo en el principio?” Una pregunta así estaba infinitamente lejos de mi pequeño mundo, pero he aquí que ahora me enseñaban que lo que fue en el principio ayuda a explicar cómo es el aquí y ahora. Eso también era un misterio. Sabía que había nacido, y ahora sentía un golpecito en el hombro, como de un extraño que me susurrara al oído: “Y no solo has nacido”.
Luego vinieron las palabras que inundaron mi mente, palabras extrañas que ningún narrador de historias que yo hubiera conocido concebiría: “Entonces Dios dijo: ‘Que se haga la luz’, y la luz se hizo”.
(…)
Después de eso dejé de leer en orden, y fui dando saltos alrededor del libro, especialmente en el Antiguo Testamento (…). Pero no piensen que mi imaginación fue despertada principalmente por la emoción de estas historias. (…) No eran simples naderías para niños. Eran historias arraigadas en el corazón de nuestro ser humano. (…) En otras palabras, no podías leer una sola línea sin ser consciente de esas primeras palabras, “En el principio”, porque todas aquellas historias trataban finalmente sobre las obras de ese Padre misterioso que lo hizo todo».
Lectura de la biblia familiar. Herman Frederik Carel ten Kate (1822-1891).
Todos estos ejemplos ponen de manifiesto la importancia de acercarse a la lectura de las Sagradas Escrituras, seamos niños o seamos hombres. Y la belleza y armonía de sus formas es, además de un bien en sí mismo, una manera de atraernos a ella y dejar que nos inspire por ella.
La mayoría de la belleza que transita las obras de la denominada cultura occidental bebe, consciente o inconscientemente, de este manantial original. La multiplicidad de géneros literarios que podemos encontramos si nos adentramos en la lectura de la Biblia es asombrosa; por cierto, todos ellos originados o sublimados en sus páginas: salmos y crónicas, canciones y parábolas, epigramas y consejos, epístolas y apocalipsis. Pero no es solo esto. La sencillez del estilo es pareja a su profundidad. Sobre esta cuestión de la profundidad, Peter Kreeft comenta que es «como si hubiese sido escrito en el Cielo», y continúa:
«Sus palabras son como grandes columnas hundidas, una por una, en la tierra. Sus palabras son palabras verticales; juntan el Cielo con la tierra».
Esta profunda sencillez es resaltada por el famoso crítico literario Northrop Frye, quien dice al respecto: «La simplicidad de la Biblia es la simplicidad de la majestad… su simplicidad expresa la voz de la autoridad».
No es un secreto que para llegar al corazón de los hombres es muy conveniente hacer gala de un impulso dramático. Los seres humanos amamos los dramas, las historias, aquello que se nos muestra a través del relato de la vida de otros. Y Quien nos creó hace uso de ello como nadie podría hacerlo. El poeta inglés Samuel Taylor Coleridge lo expresó así: «¿Conociste algún libro que te llegara al corazón tan a menudo y tan profundamente?». «El estilo bíblico», escribe el literato Henry Seidel Canby, «es elocuente e inigualable en expresividad emocional». Cierto, combina la gravitas clásica con la urgencia moderna, y la fascinación con la trascendencia. No podía ser de otra manera tratándose de la Verdad. El ensayista inglés William Hazlitt pone de manifiesto esta maravilla: «En todas las partes de la Escritura hay originalidad, vastedad de concepción, profundidad y ternura de sentimientos y una simplicidad conmovedora».
Pero, si esto es así, ¿que ocurre hoy? ¿Alguien lee la Biblia? Y, sobre todo, ¿algún niño, algún joven, lee hoy la Biblia? Viendo estos testimonios tan elogiosos y admirativos, provenientes de creyentes y no creyentes, tendríamos que pensar que sí, que por supuesto que sí. Pero me temo que estaríamos equivocados. Ni eruditos ni sabios, ni prudentes ni necios, así como tampoco niños o jóvenes; casi nadie la lee ya.
En lo que respecta a los católicos, reconozcámoslo, hay una especie de recelo a leer las Sagradas Escrituras, un miedo a protestantizarse (que curiosamente no existe en muchos otros ámbitos como en la liturgia, donde ese peligro es ya una realidad). Pero este temor es infundado. Hoy y siempre, la postura correcta ante el gran Libro es la misma, y nos la da Nuestro Señor Jesucristo en la cita que abre esta entrada: «Escudriñad las Escrituras».
No por nada dirá san Jerónimo: «Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo». San Pablo en su segunda carta a Timoteo nos dice también: «Toda la Escritura es divinamente inspirada y eficaz para enseñar, para convencer (de culpa), para corregir y para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, bien provisto para toda obra buena».
Hasta nuestro Cervantes, por boca de su Quijote, nos lo recalca, pues según él las Sagradas Escrituras «tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo; que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar».
Monja leyendo las Sagradas Escrituras. Obra de Hermann Kaulbach (1846-1909).
Además, los católicos tenemos una pequeña gran ventaja cuando nos aproximamos al Libro de los libros. Tenemos una guía: la Iglesia. La Iglesia es nuestra maestra y nos acompañará siempre en ese viaje lector. «La Sagrada Escritura está escrita principalmente en el corazón de la Iglesia, más que en documentos y registros», nos enseña el Catecismo, «porque la Iglesia lleva en su Tradición el memorial viviente de la Palabra de Dios» (CIC 113). Y eso es una garantía frente al naufragio y el extravío que sufren otros.
Así que quizá sea conveniente que nuestros hijos, y nosotros con ellos, frecuenten ese maravilloso, único y sobrenatural libro, donde la forma se aúna con el mensaje y donde la Belleza se hermana e identifica con la Verdad; pero siempre, siempre, acompañados del Magisterio y la Tradición de la Iglesia.
Y finalizo con otra cita, esta vez de otro de los Padres, san Isidoro, que nos da una última instrucción fundamental:
«La doctrina, sin la ayuda de la gracia, aunque resuene en los oídos, nunca penetra en el corazón; hace ruido por fuera, pero en nada aprovecha interiormente. En cambio, cuando la gracia de Dios toca interiormente el alma y le abre la inteligencia, entonces es cuando la Palabra de Dios pasa desde los oídos a los más íntimo del corazón».