La virtud de la humildad y los buenos libros (con Dickens, Tolkien, Chesterton, los cuentos rusos y Winnie de Pooh)
Jesús lava los pies a Pedro. Obra de Ford Madox Brown (1821-1893).
«Dios resiste al orgulloso y da su gracia al humilde».
Santiago 4, 6.
Uno de los aspectos del cristianismo que suele ser objeto de maltrato hoy día (¿cual no?), es su concepción central de la virtud de la humildad. Tal menosprecio ha llegado al punto de afirmarse, incluso, que la humildad no es virtud alguna. El origen de este apartamiento de la humildad a un rincón oscuro quizá haya de buscarse en el pensamiento nominalista medieval y en su desarrollo posterior por pensadores como Hobbes, Hume y Kant. Este tipo de pensamiento insistió en un papel preponderante del orgullo como mitigador de la humildad y como componente necesario de otro concepto novedoso, la autoestima, considerada uno de los motores necesarios del denominado “progreso”. Los relatos filosóficos contemporáneos de la humildad continúan este énfasis en el orgullo, aunque no solo como contrapeso a la misma, sino cada vez más, como su sepulturero. Recordemos que uno de los apóstoles de esta nuestra modernidad, el todavía activo Karl Marx, al tiempo que afirmaba que el cristianismo predicaba «sumisión y humildad»,proclamaba en sus escritos que el proletariado necesitaba «su coraje, su confianza en sí mismo, su orgullo y su sentido de independencia, incluso más que su pan». Ya sabemos a dónde nos llevó esto.
11.05.20
Phantastes, de George MacDonald: una educación fantástica
Víspera del solsticio de verano. Obra de Edward Robert Hughes (1851-1914).
«Si alguno de los matices de mi “música quebrada” hace brillar los ojos de un niño, o empaña por un momento los de su madre, mis esfuerzos no habrán sido en vano».
George MacDonald
«Nuestra vida no es un sueño, pero debería serlo y tal vez lo será».Novalis
Desde su publicación en 1858, Phantastes: un romance de hadas para hombres y mujeres, de George MacDonald, ha dejado perplejos a estudiosos y lectores. Comenzando por aquellos que han sostenido que la novela no tiene orden ni concierto (“notablemente desestructurada”, “enteramente episódica”, o incluso “un enigma que no se leerá”), y terminando por algunos otros que no han dudado en afirmar que carece de trama o argumento, la crítica en general parece no haber comprendido la obra. No obstante, esta ha seguido reeditándose desde la fecha de su primera publicación, una y otra vez.
Quizá el secreto esté en dejarse llevar por la fantasía, y así disfrutar y aprender (cosa a la que suelen resistirse los críticos literarios). También ayudaría un poco prestar atención a quién era MacDonald y a su interés en que sus lectores fueran o se hiciesen niños y a ese añadimos la circunstancia indiscutible (proclamada por su propio subtitulo), de que se trata de un cuento de hadas, podremos entonces acercarnos y, dejándonos llevar por la fantasía, disfrutar y aprender.
3.05.20
Tolkien para los más pequeños
Tolkien y Gimli. Obra de los hermanos Hildebrandt (Greg, 1939 -, Tim, 1939-2006).
«Una vez te relacionas con los magos y sus colegas, ya no sabes lo que pasará después».
J.R.R. Tolkien. Roverandom
No cabe duda de que J.R.R. Tolkien es uno de los autores más celebrados y populares del pasado siglo, y que su popularidad y éxito siguen gozando de una buena y robusta salud. La causa de ello es, obviamente, su magna obra El Señor de los anillos y su fiel acompañante, El hobbit. Pero los buenos aficionados a Tolkien saben que su labor literaria no se acaba ahí y que aguardan al curioso lector otros trabajos estimables por descubrir; narrativa menor, sí, pero obra de Tolkien, y a eso siempre vale la pena acercarse.
Para los más pequeños (gracias a su dedicación como padre atento y amoroso), Tolkien dejó títulos como El señor Bliss, Roverandom y Egidio el granjero de Ham, y ello a pesar de que creía firmemente que no existe tal cosa como escribir “para niños”, y que pensar lo contrario era un claro error, cometido normalmente por aquellos que «por cualquier razón privada (como la falta de hijos), tienden a pensar en los niños como un tipo especial de criatura, casi una raza diferente, en lugar de normales, si bien inmaduros, miembros de una familia en particular y de la familia humana en general» (Sobre los cuentos de hadas, 1947). Sin embargo, él mismo se saltó esa “regla” en algunas ocasiones, cuando era más joven y sus hijos eran pequeños, para delicia de estos y de los hijos de otros.
ROVERANDOM
Portadas de la edición española de Minotauro y de una edición inglesa.
Recientemente, en la entrada titulada El encanto de los peluches, les hablé de un cuento (El conejo de terciopelo, de Margery Williams), en el que el protagonista era un conejito de peluche que quería ser real. Roverandom va de todo lo contrario. En 1925, mientras la familia Tolkien disfrutaba de unas vacaciones en la costa, uno de los hijos, Michael, perdió en la playa su querido perrito de juguete. Para consolarlo Tolkien inventó una historia sobre un perro real convertido en juguete por un mago y sus aventuras bajo el mar y en la luna. A pesar de que el destinatario original del relato era Michael, fue John, el hermano mayor, quien quedó particularmente impresionado con la historia.
El cuento trata de Rover (más tarde rebautizado como Roverandom), un perro transformado en un juguete por un mago, y que luego es regalado a un niño (el «niño Dos», en referencia a Michael, por ser el segundo hijo varón), quien luego lo extravía en una playa. El niño nunca olvida al perro y al final de la historia, ambos vuelven a reunirse. Entre tanto, el perro corre numerosas aventuras con un terrible dragón, una vieja y sabia ballena, varios magos y el Hombre de la Luna.
En 1936, Tolkien terminó de dar forma escrita la historia y la presentó, junto con sus ilustraciones, a los editores, pero no se publicó hasta 1998 a título póstumo.
Ilustraciones, Paisaje lunar y Jardines del Palacio de Merkig, obras de Tolkien.
Durante mucho tiempo el relato fue duramente criticado: que si se trataba de una mera «historia de aventuras juveniles… notable solo por su autoría», que si estaba aquejada de una «trama incoherente e inconexa». Sin embargo, algunos vieron en él algo más que un cuento bien escrito y divertido. La crítica literaria Karleen Bradford, por ejemplo, escribe que Roverandom «no sería un cuento de Tolkien si no hubiera mucho más sucediendo bajo la superficie de lo que es aparente». De hecho, hay mucho bajo la superficie de Roverandom, tanto que recientemente la crítica y el público casi se han pasado hasta el extremo, encontrando en él referencias a las mitologías inglesas, griegas, nórdicas, romanas y galesas; a Shakespeare, a Los cuentos de las 1001 Noches y a la Biblia, así como ecos de literatura infantil clásica: como Cinco niños y Eso de E. Nesbit, las historias de Alicia de Lewis Carroll, el Pinocho de Colodi, el Peter Pan de Barrie, El viento en los sauces de Grahame y Precisamente así de Kipling, entre otros.
Quizá no sea ni tanto ni tan poco.
En realidad, es un relato entretenido y que guarda muchas similitudes con los mundos imaginarios que su autor crearía posteriormente. Al pobre Roverandom le pasa de todo: es castigado por el mago Artajerjes a ser un juguete, es regalado al niño Dos, quien lo extravía en la playa, luego es encontrado por el mago Psamathos que lo envía a la Luna volando sobre una gaviota. Allí se encuentra con el Hombre de la Luna y su perro de la luna volador, y es perseguido por el Gran Dragón Blanco. Más tarde, regresa a la Tierra y se transforma, sumergido en Mar Azul Profundo, en un perro de las olas. Explora la profundidad de los mares acompañado por un perro de mar y por la gran ballena Uin, y, en un momento de travesura, despierta a la vieja Serpiente de Mar. Pero a pesar de que el pequeño perro parece siempre sujeto a los avatares de un destino ciego, mantiene el poder de tomar las decisiones que en última instancia le sirven para determinar su suerte. De esta manera, Tolkien sugiere a los niños que ellos también tienen acceso a tal poder, el poder del libre albedrío. No importa cuán débil se sea físicamente, no importa de cuán poco poder político o económico se disponga, los hombres, y con ellos los niños, tienen la capacidad de determinar su vida moral, de optar por el bien frente al mal.
El final de Roverandom es, como diría el propio Tolkien, una eucatástrofe, un final feliz repentino e inesperado. El perrito es restaurado a su naturaleza animal y a su tamaño normal por el mago Artajerjes, vuelve a su familia y se reencuentra con el niño Dos en una especie de sueño inesperadamente hecho realidad para ambos. En el camino, como buen peregrino, crece «para ser muy sabio» y finalmente disfruta en su hogar de «una reputación local inmensa», como lo hace Sam después de volver a casa en la Comarca.
Se ha dicho que el cuento responde al esquema típico de los Immram de la Irlanda medieval, los relatos de viajes de héroes a través del mar, con su periplo de purificación y redención. Sea o no sea así, se trata de un relato entretenido y muy bien escrito que gustará sus hijos, tal y como gustó a los de Tolkien y a los míos.
EL SEÑOR BLISS
Portada del libro, editado por Minotauro.
El señor Bliss, al igual que Roverandom, se inspiró en parte en los juguetes infantiles de los pequeños Tolkien. Y como en el caso de Roverandom, Tolkien escribió e ilustró esta historia para deleite y entretenimiento de sus hijos. El relato ha sido publicado exactamente como nuestro autor lo creó: escrito a mano y con sus propias y divertidas ilustraciones y con transcripciones de su caligrafía en páginas opuestas.
El señor Bliss es un excéntrico conocido por sus sombreros de copa excepcionalmente altos y por mantener a un «jirafanejo», extraña criatura con cuerpo de conejo y cuello de jirafa, en el patio trasero de su casa. Es un tipo adorable que se asemeja a Bilbo Baggins, y como él, es un soltero acomodado que vive en la cima de una colina, apartado del resto de sus vecinos. Un día el señor Bliss toma la caprichosa decisión de comprar un coche. Pero cuando se dispone a estrenar su nueva adquisición los desastres se suceden uno tras otro. Choca con todo lo imaginable en una serie de accidentes cómicos que involucran, entre otras cosas, coles, plátanos, un burro, un trío de osos y un policía. Sin embargo, lo que parecía ser una colosal catástrofe se arregla finalmente e incluso el coche amarillo de ruedas rojas (al que el señor Bliss, como es comprensible, había tomado gran antipatía) tiene una cierta función benéfica.
Dos ilustraciones del cuento, obra de Tolkien.
El señor Bliss es probablemente la primera historia para niños de Tolkien, anterior al Hobbit y a Roverandom (no tomo en consideración Las cartas de Papá Noel, 1920-1943). A diferencia de El Hobbit y Roverandom, El señor Bliss se acerca a la tipología del álbum infantil, donde el texto y las ilustraciones están integradas, en la tradición de Beatrix Potter y con toques de Edward Lear. Los comentarios irónicos del Tolkien narrador sobre sus ilustraciones a lo largo del libro («El auto está aquí (y los ponis y el burro), pero estoy cansado de dibujarlo»), también recuerdan a Precisamente así de Rudyard Kipling. Se trata de una historia para ser leída en vos alta a los niños (seguramente como se concibió).
En una carta publicada en el Sunday Times el 10 de octubre 1992, una de las nueras de Tolkien, Joan, esposa de su hijo Michael, nos revela algunos secretos de la historia; por ejemplo, que fue escrita alrededor de 1928, que los tres osos se basaron en los osos de peluche de los tres hijos de Tolkien, o que el coche conducido por el señor Bliss se inspiró en un automóvil de juguete de Christopher, el tercero de sus hijos varones. No obstante, Humphrey Carpenter informa en su biografía sobre Tolkien que las propias desventuras del escritor con su primer automóvil fueron la fuente de inspiración para algunos de los desastrosos paseos motorizados del señor Bliss. Tolkien era conocido por acelerar a través de los cruces concurridos gritando «¡Carguemos y se dispersarán!» y al parecer una vez, en un pequeño descuido, derribó un muro de piedra con el automóvil.
Un libro curioso y divertido que gustará a sus hijos. De 4 o 5 años en adelante.
EGIDIO, EL GRANJERO DE HAM
Dos ediciones en castellano de la obra, por Círculo de lectores y por Minotauro.
Egidio, el granjero de Ham también se originó en las historias que Tolkien inventaba para divertir a sus hijos, pero en su forma final es un relato más maduro, aunque mantiene su tono humorístico y su fácil lectura. La Universidad de Marquette (Estados Unidos de América) posee varias versiones sucesivas. Primero, está el esqueleto desnudo del cuento que Tolkien contó a sus hijos a finales de los años 20 cuando fueron atrapados en una tormenta después de un picnic. Años después, tras la publicación de El Hobbit, el escritor volvió a revisarlo para darle su forma final.
Como Bilbo y Frodo, Egidio es un héroe renuente. De hecho, no tiene el aspecto de un héroe, ni tampoco su espíritu. Es gordo y de barba roja, tranquilo, despreocupado y algo egoísta. Un día, un gigante bastante sordo y corto de vista entra por error en sus tierras y él, con más suerte que habilidad, logra asustarlo y hacerlo huir. De la noche a la mañana, Egidio se ve convertido en un héroe. Tanto es así, que cuando un genuino dragón, Crisófilax, invade el reino, la gente clama por su presencia y el rey envía a buscarlo para que se enfrente al monstruo. De esta manera, con la ayuda de una espada mágica que le regala el rey y de su valiente (y sabia) yegua gris, Egidio doma al astuto (pero no lo suficientemente astuto) dragón y en consecuencia obtiene una gran fama. Los aldeanos se liberan del codicioso rey y su decadente corte, y pasan a ser regidos y gobernados por nuestro heroico granjero en su nuevo Pequeño reino.
Según Joseph Pearce, la historia «tiene cierta afinidad con la “fantasía chestertoniana”, quizá más que cualquier otro de sus libros. Mientras que en otras obras Tolkien exhibe el sentido de maravilla de Chesterton, el «superviviente», e incluye imágenes del hombre cotidiano y del «hombre eterno», en “Egidio, el granjero de Ham” muestra el sentido chestertoniano de la diversión. Se trata de un juego ligero y bullicioso en la tradición de “La posada volante” y “El Napoleón de Notting Hill”».
Hay otras dos lecturas de la historia, en absoluto incompatibles entre sí. Una de ellas, señala que con el mal y el maligno no debe convenirse ni negociarse nada; solo vale su sometimiento y su derrota. Es una enseñanza vieja como el mundo, que está escrita en nuestros corazones y ha sido expresada de muchas y distintas formas, algunas literarias, como en el Fausto de Goethe o, en nuestra literatura, en Los Milagros de Nuestra Señora de Berceo (en la historia El milagro de Teófilo) y en El mágico prodigioso de Calderón. En este cuento Tolkien nos dice lo mismo. Los caballeros del rey han negado la realidad de los dragones y, como resultado, la mayoría termina siendo devorada por lo que no creían que existiera. Cuando olvidamos que el mal es real, nos encontramos sin preparación para defendernos de sus manifestaciones en el mundo. Y no solo los caballeros son funestamente sorprendidos, los pastores de almas, ingenuos y buenistas, corren la misma suerte: el párroco del pueblo vecino de Quercetum es un tipo bien intencionado pero estúpido, intenta convertir al dragón y termina convirtiéndose en comida de dragón.
Pero ante la inoperancia y superficialidad de los caballeros y del primer párroco, Tolkien nos muestra que puede haber hombres que trabajen en pos de la verdad y combatiendo el mal. Egidio no es un dechado de virtudes, es muy humano, egoísta y reticente a sacrificarse por el bien común enfrentándose con el dragón. Dejado a su propia naturaleza, no se movería hasta que fuera demasiado tarde para sus vecinos, para el reino, y en última instancia, para él mismo. Pero el sabio sacerdote de Ham le insta a ser más que un granjero y ver más allá de su bienestar material. El párroco modera el materialismo rústico y la practicidad política de Egidio con sabiduría espiritual y con la capacidad de vislumbrar el bien superior. Le mueve a actuar con prudencia, pero diligentemente, y ello conduce al final feliz del cuento.
La segunda lectura nos trae otra de las moralejas de la historia. El relato es, por un lado, un canto a la rusticidad y a los valores tradicionales del campo frente al degeneración de lo urbano, representado por una corte real corrupta y disipada (una especie de Beatus ille), y por otro, una exaltación de la humildad (los últimos serán los primeros y el humilde será ensalzado), pues es un campesino quien vence al dragón y llega finalmente a ser rey. Pero esta crítica es sosegada y realista: Egidio es un hombre con defectos y faltas y esa comunidad agraria a la que devuelve a sus vecinos está también llena de fallas. Pero, aún así, se trata de un mundo mejor y más auténtico.
Ilustraciones de Pauline Baynes (1922-2008) para Egidio, el granjero de Ham.
Tolkien no creo ninguna ilustración para el granjero Egidio, así que su editor se las encargó a Pauline Baynes, cuyas maravillosas viñetas medievales, en palabras del escritor redujeron su texto a un comentario sobre los dibujos. De inmediato, Baynes se convirtió en su ilustradora favorita y participó en varios de sus libros como El herrero de Wootton Mayor, Las aventuras de Tom Bombadil, y La última canción de Bilbo, así como las Crónicas de Narnia de su amigo C. S. Lewis.
Hemos visto cómo la familia puede ser una fuente de inspiración. Para Tolkien lo fue, especialmente durante el período en que la imaginación de sus hijos giraba en torno a sus juguetes y a las historias que su padre les contaba. Deseo que sus hijos las disfruten también.
24.04.20
La imaginación moral y los buenos y grandes libros
La tierra del encantamiento. Obra de Norman Rockwell (1894-1978).
«Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera».
Flannery O’Connor
«A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir».
C. S. Lewis
Tras leer los artículos de mi blog y saber de la intención que abriga el mismo, algunos de ustedes podrían, legítimamente, plantearse la siguiente pregunta: ¿de qué manera la lectura de los buenos y grandes libros podrá ayudar a nuestros hijos ––y a nosotros con ellos–– a encaminarse hacia la virtud? Una respuesta acude presta a nuestra mente: por medio de la instrucción. Y ciertamente esa es una de las maneras, pero no la más eficaz, sobre todo con los niños y los jóvenes. La mejor manera de empezar a cultivar el carácter moral de los más jóvenes es sumergirles en las grandes historias donde las virtudes se hacen vida, no de una manera empalagosa y dulce o a base de rígidos sermones, sino de una forma que capte y alimente su imaginación. En palabras del benedictino P. Francis Bethel, uno de los discípulos destacados de John Senior, se trata de «forjar un camino intermedio entre el adoctrinamiento y el completo caos del relativismo». Y este medio tiene un nombre y su nombre es «imaginación moral». El padre dominico Aidan Nichols (Lost in Wonder. Essays on Liturgy and the Arts, 2011) nos dice al respecto: «Las artes son o deberían ser una educación en el uso de la imaginación moral. (…) Por su esplendor, las artes pueden hacernos este servicio más eficazmente que el didactismo moral».
Bien, ¿pero, qué es eso de la imaginación moral? Al parecer, el término fue acuñado por Edmund Burke en sus famosas Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790). Russell Kirk es quizá quien más y mejor ha desarrollado este concepto ––meramente esbozado por Burke–– presentándonos la imaginación moral como ese poder de percepción ética que va más allá de las barreras de la experiencia privada y de los acontecimientos del momento, y especialmente, como la forma superior de este poder, ejercido a través de la poesía y el arte.
Ilustraciones de Charles E. Chambers (1883-1941) y de Joseph F. Kernan (1878-1958).
De esta manera, la imaginación moral nos permitiría ir más allá de nuestra limitada experiencia personal; nos ayudaría a percibir lo que se tiene en común con los demás y ver las cosas desde otras perspectivas, enriqueciendo nuestro conocimiento. Esto es, exactamente, lo que quiere decirnos Flannery O’Connor con su frase «nuestra respuesta a la vida es diferente si nos han enseñado solo una definición de vida o si hemos temblado con Abraham mientras sostenía un cuchillo sobre Isaac».
Pero la imaginación moral, desenvuelta a través de la lectura de los buenos y grandes libros, forma parte de algo más amplio, de una de las formas de conocimiento más importantes y más olvidadas. Una forma natural y espontánea de conocer la realidad y de experimentarla directa o indirectamente a través de la memoria y la imaginación, dramatizada por Homero y considerada esencial por Sócrates, Platón y Aristóteles. El propio Santo Tomás la denominó scientia poetica («conocimiento poético»), englobándola entre los modos de conocimiento esenciales, junto a la metafísica, la dialéctica y la retórica; quizá el menos confiable de todos ellos en términos de conocimiento empírico y mensurable, pero el más importante para poder recibir las impresiones sensoriales y emocionales de la cosa misma. Como nos dice uno de los discípulos de Senior, el Dr. James Taylor, en su obra titulada precisamente, El conocimiento poético (1998), este no es «sino una experiencia poética de la realidad». Se trata, según el autor, de un encuentro con la realidad despojado de todo análisis y especulación científica, percibiéndose aquella como bella, sobrecogedora, espontánea y misteriosa… Taylor, al definir el conocimiento poético, nos dice también que «es lo opuesto al conocimiento científico».
Stratfor Caldecott en su libro Beauty for Truth’s Sake (2017), hablando de este tipo de conocimiento, lo describe como: «Emocional, sensorial, empático», y que involucra a toda la persona en el acto de conocer. «La intuición poética es el conocimiento por “connaturalidad” o participación, que encuentra dentro de uno algo que corresponde al objeto, y que permite saltar la barrera entre este y uno mismo. Así que una persona que mira las estrellas, aunque no pueda medirlas de la manera que exige el conocimiento científico, puede ser conducida a una parte de sí misma en la que se siente que esas grandes distancias y esos fuegos sagrados existen y poseen un significado».
Esta visión y percepción poética del mundo (enseñada por Senior y sus colegas) es profundamente cristiana, pues nace de la admiración, del asombro y del amor, a diferencia de la ciencia materialista, que ve el conocimiento como poder sobre la naturaleza y sobre el hombre mismo.
Ilustración de Margaret Tarrant (1888-1959).
El monje griego Porfirio de Kavsokalivia (proclamado santo por la Iglesia Ortodoxa) nos recuerda la importancia de esta forma poética de experimentar el mundo al decirnos que «para que una persona se convierta en cristiana debe tener un alma poética. Debe convertirse en poeta. Cristo no desea almas insensibles en su compañía. Un cristiano, aunque solo cuando realmente ama, es poeta y vive en medio de la poesía. Los corazones poéticos abrazan el amor y lo sienten profundamente». (Herido por el amor).
«Los conceptos crean ídolos, solo la admiración nos revela algo», escribió, con ese corazón de poeta, san Gregorio Nacianceno. Y en su ensayo sobre la Poética de Aristóteles (1829), el santo cardenal Newman ratifica esta idea:
«Con los cristianos, una visión poética de las cosas es un deber; se nos pide que coloreemos todas las cosas con los tonos de la fe, para ver un significado divino en cada evento (…). Se puede agregar que las virtudes peculiarmente cristianas son especialmente poéticas: humildad, gentileza, compasión, contento, modestia, sin mencionar las virtudes devocionales, mientras que los sentimientos más groseros y ordinarios son los instrumentos de la retórica más justamente que de la poesía: ira, indignación, emulación, espíritu marcial y tono de suficiencia».
Dentro de este conocimiento poético del mundo, donde destaca como modo principal la percepción de la naturaleza creada, se encuentra también el conocimiento de la acción artística del hombre, de la subcreación a la que hacía referencia Tolkien, en la que la imaginación moral se desenvuelve. George MacDonald se refiere a ello cuando en su ensayo La imaginación: sus funciones y su cultura (1893), dice:
«Sin embargo, cuando esta asociación con la naturaleza es posible solo ocasionalmente, debe recurrirse a la literatura. En los libros, no solo tenemos almacenadas todas las obras de la imaginación, sino que, como si de su taller se tratara, podemos contemplarla encarnándose ante nuestros propios ojos en la música del habla, en la maravilla de las palabras, hasta que su trabajo, como un plato de oro engastado con brillantes joyas y adornado por las manos de astutos trabajadores, se alza ante nosotros».
Obras de Edward B. Quigley (1895-1986) y Jessie Wilcox Smith (1863-1935).
Dennis Quinn, el colega de John Senior, en uno de sus ensayos, nos dice cómo llegar a este tipo de saber, por medio de lo que él llama (como título de su trabajo) una Educación a través de las Musas:
«Es una educación total que incluye el corazón —la memoria, las pasiones y la imaginación— lo mismo que el cuerpo y la inteligencia. En primer lugar, las canciones de cuna y los cuentos de hadas enfrentan por vez primera al niño con el fenómeno de la naturaleza. “Brilla, brilla, estrellita” es una introducción Musical (con “M” mayúscula) a la astronomía que incluye algunas de las observaciones primarias de los fenómenos astrales y moviliza la emoción humana apropiada al caso: el asombro (…) Pero no nos engañemos: el asombro no es un sentimentalismo azucarado sino, por el contrario, una poderosa pasión, una especie de temor, una confrontación feroz con el misterio de las cosas. A través de las musas, el abismo temeroso de la realidad convoca por primera vez a ese otro abismo que es el corazón humano; y el asombro de su respuesta es, como han dicho los filósofos, el comienzo de la filosofía —no solo el primer paso—; sino el “arche”, el principio, del mismo modo en que el uno es el comienzo de la aritmética y el temor de Dios es el comienzo de la Sabiduría. Por lo tanto, el asombro da inicio a la educación y la sostiene en el tiempo».
Así que debemos tratar de que los chicos sientan y perciban el mundo poéticamente, y la lectura y la imaginación moral en que esta se desenvuelve, ayudarán a ello. Porque el arte no oculta, sino que revela, como bien dice George MacDonald en su novela Phantastes (1858):
«¿No será que el arte rescata a la naturaleza de nuestros sentidos fatigados y hartos? Abandonando la injusticia de nuestra vida diaria, apela a la imaginación, que revela a la naturaleza en su verdadera dimensión. Allí la naturaleza se presenta a sí misma como ante los ojos de un niño que, sin temores ni ambiciones, encuentra el mundo de la vida diaria a su alrededor colmado de maravillas y las disfruta sin cuestionamiento alguno».
J. R. R. Tolkien, en su ensayo, Sobre los cuentos de hadas (1947), recoge esta idea:
«Necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar, y de nuestro afán de posesión. (…) Esta cotidianeidad es el castigo por la «apropiación»: los objetos cotidianos o familiares (en el peor de los sentidos) son aquellos de los que nos hemos apropiado, legal o mentalmente. Decimos que los conocemos. Son como aquellas cosas que una vez llamaron nuestra atención por su brillo, su color o sus formas y que, ya en nuestras manos, encerramos con llave en el arca, las hacemos nuestras y, una vez poseídas, dejamos de prestarles atención».
Tolkien continúa diciendo que la de forma «limpiar los cristales de nuestras ventanas», o al menos, una de ellas, es «volver a ganar la visión prístina», algo que puede alcanzarse por medio de la lectura y el ejercicio de la imaginación que a esta acompaña.
Un caballo en el cielo, de A. Zadorine (1960-) y El barco de ensueño, de Nina Brisley (1898-1978).
Pero debemos ser conscientes de que la imaginación moral no fructifica en cualquier campo. Ha de ser plantada en tierra fértil, y, además, ha de ser regada y cultivada. Esa tierra fértil es nuestra alma, pero como bien sabemos, la tierra ha de ser previamente preparada para recibir la semilla. Así, y solo así, podrá crecer en ella un corazón poético que dé fruto. John Senior nos llama la atención sobre ello en su Muerte de la cultura cristiana (1978):
«Las ideas seminales de Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás germinan únicamente en un suelo saturado con imaginativas fábulas, cuentos de hadas, historias, rimas y aventuras: los cientos de libros de Grimm, Andersen, Stevenson, Dickens, Scott, Dumas y el resto. (…) Una razón más importante para leer los buenos libros que figuran aquí, y para leerlos preferentemente cuando se es joven, es preparar la imaginación y el intelecto para las ideas más elevadas de los grandes libros. No es un comentario frívolo decir que una persona que haya tomado contacto en su infancia con las rimas y los ritmos de las rimas y pareados infantiles también ha cultivado los sentidos y la mente para la lectura de Shakespeare».
Como contraejemplo de la sciencia poetica, Charles Dickens nos da una muestra de la educación “científica”, puramente material y utilitaria, por medio del personaje del maestro Thomas Gradgrind, un personaje de Tiempos difíciles (1854), epítome del científico materialista, quién ya al principio de la novela esboza su filosofía de forma clara:
«––En esta vida, no queremos nada salvo los hechos, señor; nada salvo los hechos».
Este tipo de enseñanza conduce, según nos muestra Dickens, a un paisaje humano devastado y estéril:
«Ninguno de los pequeños Gradgrinds había visto jamás dibujada una cara en la luna; aun antes de saber hablar con claridad, ya estaban al tanto de lo que era la luna. Ninguno de los pequeños Gradgrinds tuvo jamás ocasión de aprender aquellos idiotas versillos: “Brilla, brilla, estrellita, me pregunto quién serás”. Ninguno de los Gradgrinds sintió jamás dudas acerca del firmamento, porque cualquiera de ellos había hecho antes de los cinco años la disección de la Osa, igual que un profesor Owen, y se había montado en el Carro lo mismo que un maquinista de tren en su máquina. Ninguno de los pequeños Gradgrinds tuvo jamás la ocurrencia de comparar una vaca pastando en el campo con aquella otra vaca famosa del cuerno retorcido que dio un topetazo al perro que había molestado al gato que había matado al ratón que había limpiado el plato; ni con aquella otra aún más famosa que se tragó a Pulgarcito. Ninguno de los pequeños Gradgrinds había oído hablar jamás de todos estos personajes célebres, y únicamente se les había hecho la presentación de la vaca como un rumiante, cuadrúpedo, herbívoro, dotado de varios estómagos».
En el otro extremo, como muestra de la educación poética de que les hablo, en la novela David Copperfield (1850), el protagonista, David, nos habla de su verdadera formación, que le permite mantener viva su fantasía y su esperanza «de algo más allá de ese lugar y tiempo» y le ayuda a llegar finalmente a buen puerto:
«Mi padre había dejado una selecta colección de libros en una pequeña habitación de la planta alta a la que yo tenía acceso (porque estaba junto a la mía) y de la que nadie más en nuestra casa se preocupaba. De esa bendita habitación salieron Roderick Random, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker [los tres, protagonistas de novelas de Tobias Smollett], Tom Jones [Henry Fielding, 1749], El vicario de Wakefield [Oliver Goldsmith, 1766], Don Quijote, Gil Blas [Alain-René Lesage, 1715] y Robinson Crusoe [Daniel Defoe, 1719], gloriosos anfitriones para hacerme compañía. Mantuvieron viva mi fantasía y mi esperanza en algo más allá de ese lugar y tiempo».
Porque aunque nos cueste creerlo y aunque podamos tardar tiempo en comprobarlo, el poder educativo de la buena literatura puede llegar a ser inmenso, ya que «moviliza la emoción humana apropiada al caso: el asombro». Y esto se pone de manifiesto con el cultivo de lo que se conoce por imaginación moral. Los animo a ponerse a ello.
19.04.20
El encanto de los peluches
Peinando a Teddy. Obra de Sarah McGregor (1869-1919).
«Pensé en el joven con el oso de peluche paseando por debajo de los castaños en flor.»
Evelyn Waugh. Retorno a Brideshead
Cuenta Ulrich L. Lehner, el teólogo autor, entre otros, del libro Dios no mola (2017, Homo Legens), que el filósofo Odo Marquard encontraba ridículo cómo la gente moderna trata de huir de las grandes cuestiones de la vida creando espacios seguros en su mente. A estos espacios (que hoy se están transfigurando ya en espacios físicos), los llamaba el filósofo alemán “osos de peluche mentales”, como haciendo referencia a la idea de una vida terrenal perfecta sin dolor ni sufrimiento. Pero no voy a referirme a esos “ositos de peluche”, si no a los otros, a los auténticos, los peluches de siempre, aquellos que transitan por la niñez y que se suelen quedar en ella (hay excepciones, claro, como el joven de la cita de Waugh, Sebastian Flyte).
Del mundo literario de los muñecos de felpa infantiles ya he hablado cuando traté al peluche literario por antonomasia, el origen de todos los demás, el osito Winnie de Pooh, con sus maravillosas historias sobre un niño cuyos animales de peluche cobran vida y sus diversas personalidades y temperamentos, todo ello bajo un fino y sencillo humor.
Pero hoy voy a tratar de algunos otros, herederos de Winnie, y como él, muy recomendables para frecuentar acompañados de los niños.
Según los expertos en psicología y pedagogía infantil, cuando hablamos del clásico peluche de la infancia en realidad estamos ante un intermediario emocional entre el niño y la realidad. Al parecer, cuando el bebé se da cuenta de que él y su madre no son uno y toma conciencia de su individualidad, en los momentos cada vez más frecuentes de ausencia de la madre, se ve necesitado de un apoyo, de un sustituto para empezar a caminar por entre el mundo. Y este relevo es, en la mayoría de los casos, su peluche, lo que en lenguaje psicológico se denomina «objeto transicional». Sobre él, el niño proyectaría la experiencia íntima de sus primeros pasos llenándola de sentido, lo que constituiría, en gradilocuentes palabras de un conocido psiquiatra, «la expresión más temprana del impulso creativo del hombre». Por cierto, una historia, dulce y conmovedora, sobre otro típico objeto transicional ––una mantita––, es el álbum La manta de Jane, del dramaturgo Arthur Miller.
Puede que sea así; no lo sé. Pero de lo que no cabe duda es de que estos juguetes, sea lo que sea aquello que significan, son algo importante en la vida de muchos niños y adquieren para ellos un significado muy especial. No es por tanto nada extraño que hayan sido objeto de atención por parte de los literatos.
En los peluches como protagonistas de obras de literatura infantil se aúnan las condiciones de los animales y los juguetes como objetos típicos de fabulación, dando lugar a un tipo nuevo que reúne características de unos y otros. Ejemplos de este subgénero son El Conejo de Terciopelo (1922) de Margery Williams, Corduroy (1968), de Don Freeman, y Peluche (1977) de Shirley Hughes.
El conejo de terciopelo (1922), de Margery Williams
Edición original del libro, y dos ediciones en español.
La autora nos cuenta la historia, tierna y atemporal, de un conejo de peluche y sus ansias por convertirse en un ser real… y quizá también algo más. Este álbum clásico, además de relatar de una forma dulce y certera la relación afectiva entre un niño y su peluche, puede ser también objeto de una lectura trascendente. Y es que la posibilidad de que alguien pueda llegar a alcanzar una existencia real, y que el camino para lograrlo ––un camino duro y sufriente–– sea amar y ser amado tiene un eco cristiano difícil de silenciar.
––“Lo real no es como estás hecho”, dijo el Caballo de cuero. ––“Es algo que te pasa a ti. Cuando un niño te ama por mucho, mucho tiempo, no sólo para jugar, sino que realmente te ama, entonces te vuelves real”.
––“¿Duele?” preguntó el Conejo.
––“A veces”, dijo el Caballo de cuero, porque siempre era sincero. ––Pero cuando eres real ya no te importa que te hagan daño.
–– “¿Te sucede de pronto, como cuando te dan cuerda, o poco a poco?”, preguntó.
–– “Eso no te ocurre repentinamente”, ––dijo el Caballo de cuero. “Te vas haciendo poco a poco y tarda mucho tiempo. Por eso no le suele ocurrir a los que se quiebran con facilidad, o a los que tienen bordes afilados, o a los que se guardan cuidadosamente. Generalmente, cuando te haces real, casi todo tu pelo se ha desgastado, tus ojos se han salido, tus articulaciones están sueltas y te sientes muy maltrecho. Pero estas cosas no importan ya, porque una vez que eres real ya no puedes ser feo, excepto para la gente que no entiende”».
El filósofo católico alemán Robert Spaemann nos lo dice con otras palabras:
«Cuando algo –o alguien– se nos hace real en cuanto ello mismo, ¿cómo llamamos a eso? Ahí hablamos de amor. El amor es el hacerse real del otro para mí. Educación para la realidad es, por tanto, otra forma de decir educación para el amor».
Como nos dice san Pablo «… despojaos del hombre viejo y (…) revestíos del hombre nuevo», (…) «y por encima de todo, revestíos del amor que es el vínculo de la perfección».
Encantará a sus hijos tal y como les sucedió a los míos. De 5 a 8 años.
Corduroy (1968), de Don Freeman
La portada del álbum y algunas de sus ilustraciones a cargo del autor.
El álbum nos cuenta, iluminado con unos deliciosos dibujos del autor, la historia de Corduroy, un pequeño oso de peluche, que, desgastado y viejo por estar expuesto largo tiempo en los estantes de unos grandes almacenes, ha perdido la esperanza de que algún niño se le lleve a casa. Sin embargo, un día una pequeña llamada Lisa se fija en él, y desde ese momento sabe que es el oso que siempre ha querido. Aunque su madre no es de la misma opinión; se trata, según ella, de un peluche viejo y desgastado al que incluso le falta un botón. Esa noche Corduroy intenta encontrar el botón que le falta recorriendo los grandes almacenes: ¡desea tanto ser el osito de Lisa! Finalmente, tras una serie de aventuras, Corduroy y Lisa conseguirán estar juntos.
«Corduroy se basa en una recurrente fantasía infantil», dice Anita Silvey, experta en libros infantiles y autora de ‘Los 100 mejores libros para niños’. «Los niños saben que cuando salen de la habitación sus juguetes tienen todo tipo de aventuras; es el tipo de fantasía que subyace en ‘Toy Story’ y en ‘Corduroy’». Y continúa: «El encanto de la historia se extiende a los dibujos de Don Freeman. Es un libro conmovedor y es recordado por los niños por su sutil mensaje de que el interior, más que el exterior, es lo que realmente importa».
Efectivamente, la historia enseña a los niños que ni la belleza exterior ni las cualidades aparentes y más valoradas por el mundo tienen nada que ver con el verdadero amor, y que todo esfuerzo sincero por ser amado conduce irremediablemente a él. Chesterton nos lo señaló en su Ortodoxia (1908): «Dicho sin rodeos, la caridad ciertamente significa una de dos cosas: perdonar actos imperdonables o amar a personas no amables».
Para niños entre 5 y 8 años.
Peluche (1977), de Shirley Hughes
Portada del libro y algunas de sus ilustraciones.
Este pequeño cuento, escrito y magníficamente ilustrado por Shirley Hughes, relata otra historia intemporal: a los niños siempre les encantarán los juguetes de peluche y los niños también los perderán siempre. El libro cuenta cómo David se siente triste y desolado por haber extraviado su perrito de peluche del que es inseparable, pero también relata como una serie de felices circunstancias llevan a su hermana mayor Blanca ––quien lleva a cabo el gesto más valioso de toda la historia––, a arreglar las cosas.
Shirley Hughes recoge brillantemente en este álbum el drama que puede desencadenarse cuando un niño pierde su peluche preferido, así como la generosidad y el sacrificio que el amor fraternal puede llegar a despertar aún en las más tiernas edades, ilustrando la idea cristiana del amor al prójimo y de que lo mejor que se puede hacer con las buenas cosas de la vida es regalarlas a quien las necesite.
«Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros por su pobreza os enriquezcáis».
(2 Co, 8, 9).
Acompañan a la historia, iluminándola, las brillantes ilustraciones de la autora, sumamente expresivas, con páginas de un grafismo secuencial que guarda gran similitud con el comic o la historieta, pero sin perder el tono del álbum ilustrado clásico.
Como puede verse, el libro tiene de todo; maravillosa ilustración, conflicto y resolución, un final conmovedor que encantará a los niños desde los 4 o 5 años.
Miguel Sanmartín Fenollera
Soy católico, casado y padre de dos hijas, jurista de formación y escritor de vocación. Autor del blog «De libros, padres e hijos», a través del cual pretendo acompañar a aquellos que se preocupan por ser buenos padres en la apasionante labor de dar a sus hijos, a través de los libros, las bases de una educación estética y moral que les acompañe siempre, como pilar firme al que asirse durante toda su vida.
Para contactar conmigo pueden escribir a la siguiente dirección de correo electrónico:
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