Plegaria. Obra de Luigi Nono (1850-1918).
«Yo soy católico romano, aunque muchos católicos romanos no entienden cómo podría escribir lo que escribo y ser católico romano. Esta es una cuestión interesante ¿Qué es un novelista católico? ¿Es un novelista que resulta ser católico, o es un novelista que primero es católico antes de ser novelista?»
Walker Percy
En la última entrada, referida a la literatura cristiana (
La literatura cristiana como la más auténtica fuente de imaginación moral), les prometí que continuaría con el tema, y, como saben, lo prometido es deuda.
La entrada terminaba con la afirmación de que, precisamente por su carácter católico, y aunque pudiera representar aparentemente una paradoja, en esta literatura «todo puede tratarse, todo debe tratarse, si bien su enfoque deberá conducirnos siempre a Dios». Y es sobre esto que quiero extenderme un poco más.
El cardenal Newman reconoce que la buena literatura ––la que acerca a la verdad, la bondad y la belleza–– puede llegar a ser un instrumento útil para el corazón y para el alma, con una utilidad que él ve como bendición, y entiende que sus creadores, los literatos, pueden convertirse en «ministros de beneficios similares para los demás». En La idea de la universidad (1852), nos dice:
«Si entonces el poder de la palabra es un don tan grande como cualquiera que pueda ser nombrado, si el origen del lenguaje es considerado por muchos filósofos como nada menos que divino, si por medio de las palabras se sacan a la luz los secretos del corazón, se alivia el dolor del alma, se quita el dolor oculto, se transmite la simpatía, se imparte el consejo, se registra la experiencia y la sabiduría perpetuada, si por los grandes autores los muchos son llevados a la unidad, el carácter nacional se fija, un pueblo habla, el pasado y el futuro, el Oriente y el Occidente se comunican entre sí, si tales hombres son, en una palabra, los portavoces y profetas de la familia humana, no corresponderá menospreciar a la literatura o descuidar su estudio; más bien podemos estar seguros de que, en la medida en que la dominemos en cualquier idioma y nos impregnemos de su espíritu, nosotros mismos nos convertiremos en ministros de beneficios similares para los demás, ya sean muchos o pocos, ya sea en los más oscuros o en los más luminosos ámbitos de la vida».
En este texto, el cardenal nos recuerda que la buena literatura no solo ha de tratar de los temas «más oscuros», sino también de «los más luminosos ámbitos de la vida». Cristo es la luz verdadera y vino a iluminar las tinieblas, aunque las tinieblas no le recibieran (Juan, 1, 5). Ambos ámbitos nos hablan de la Verdad: pues Él vino a interesarse por los pecadores (que somos todos), pero a fin de combatir el pecado y movido por el amor. Si tratamos con la luz no debemos olvidar la oscuridad de la que partimos o en la que permanecemos atrapados, y si tratamos de esa oscuridad no debemos olvidar que podemos acercarnos a «la verdadera luz, la que alumbra a todo hombre». La literatura católica debe ocuparse de todo ello, porque todo ello es propio del hombre, del estado herido del que parte y del lugar glorioso al que está destinado.
No estoy sugiriendo colocar el bien y el mal a la misma altura. No me tomen por un católico heterodoxo con tendencias maniqueas, por decirlo suavemente (si así fuera, bastaría una sola palabra para calificarme: hereje). Pero no podemos dejar de lado nuestra condición, nuestra naturaleza herida, donde encontraremos tanto cimas como abismos.
En los escritores cristianos citados en la última entrada, y en muchos otros, hay muestras de ambos aspectos, de esperanza y desazón, de belleza y fealdad, de excelencia y corrupción. Pero incluso en esa belleza, en ese asombro, en esa luz, hay siempre algo turbador, algo de temor y temblor, algo cegador y deslumbrante que nos deja atónitos y agitados, «una poderosa pasión, una especie de temor, una confrontación feroz con el misterio de las cosas», lo cual no debe extrañarnos, pues «el temor de Dios es el comienzo de la sabiduría».
Pero, con honrosas excepciones, este arte auténtico parece menguar a cada paso. Sobre todo, tras el Concilio Vaticano II, la decadencia es manifiesta. Y como en el caso de la Iglesia tras el Concilio, la causa de este mal reside, fundamentalmente, en el aggiornamento al mundo. Las generaciones de escritores católicos que siguieron a aquel acontecimiento están marcadas por un rechazo del modo tradicional y ortodoxo del catolicismo, un catolicismo que a menudo es expresado por estos autores a modo de sátira y esperpento. John C. Whitehouse, en su obra Literatura y catolicismo (1997), lo expresa así: «Junto con este rechazo, sin embargo, hay un anhelo nostálgico e incluso una obsesión por el pasado católico, especialmente por la infancia católica. Para esta ´generación perdida´ de autores católicos, el resultado es un sentido casi paralizante de ambivalencia, alienación y desarraigo». Uno de estos escritores, Anthony Burgess, muestra esta amargura y desorientación cuando dice:
«Ser un católico caduco es tan doloroso que a veces parece generar una carga positiva, como si tuviera en sí mismo una cierta validez religiosa. Pero no es así. Tal vez algunas de las oraciones que van por las almas del purgatorio podrían ser usadas ocasionalmente para nosotros. Esas almas, al menos saben, dónde están. Nosotros no lo sabemos. Yo desde luego, no».
Sin embargo, incluso entre esa pléyade de escritores de la primera mitad del siglo XX a los que me he referido ––esos que parecen «saber dónde están»–– habita una carencia. En muchos de ellos se percibe una falta de equilibrio, una inclinación excesiva hacia el hombre pecador y hacia la perturbación causada por el pecado. «Deberíamos», dice un personaje de una de las últimas novelas de Mauriac, El mico (1951), «ser capaces de hablar de ‘hacer el odio’ como hablamos de ‘hacer el amor’». En otra novela, El final del romance (1951) de Graham Greene, el narrador comienza diciendo, refiriéndose al contenido de la historia: «Este es un registro de odio mucho más que de amor». Es imposible no sentirse impresionado por el vasto lugar que ocupa el odio y el mal, y el diminuto lugar reservado a la caridad y al bien en la obra de muchos de los novelistas católicos contemporáneos. Las novelas de Mauriac o Greene son una muestra.
Cierto es que, en ocasiones, este trato con la oscuridad no solo forma parte del fondo de la historia, sino que es usado como instrumento literario: algunos escritores recurren a medios de expresión violentos para hacer llegar su visión a un público hostil y reticente, con imágenes y acciones que pueden parecer distorsionadas y exageradas para la mente católica tradicional. Eso causa a menudo en el lector católico una reacción de rechazo, un rechazo que también se encuentra con frecuencia en aquellos a quienes se quiere despertar, todo lo cual da lugar a otra de las paradojas dolorosas en las que se encuentran atrapados los escritores cristianos.
Quizá la modernidad y el progreso, cuyo precio es la muerte del espíritu, como bien definió el filosofo Eric Voegelin, contaminen de tal forma a los creadores cristianos que los impulsen irremisiblemente a uno de los lados de la balanza. Es cierto que no podemos exigir ni esperar que los cristianos de esta época de estrés, neurosis y materialismo posean la serena y tranquila visión de un Dante o un Chaucer. Un escritor depende tanto de sus creencias como de su sensibilidad y esta se encuentra muy vinculada al ambiente en el que vive y se ha educado. Para la mente medieval, cada cosa creada era un reflejo del Creador y el mundo era un símbolo. Desde hace ya mucho tiempo (mucho antes del Concilio Vaticano II), esto no es así.
Consciente de esta cuestión ––y en lo que podría ser un acto exculpatorio–, François Mauriac, en su discurso de recepción del premio Nobel, señaló:
«No hace falta decir que la historia humana contada por un novelista cristiano no puede basarse en el idilio porque no debe alejarse del misterio del mal. Pero obsesionarse con el mal es también obsesionarse con la pureza y la infancia. Me entristece que los críticos y lectores demasiado apresurados no se hayan dado cuenta del lugar que ocupa el niño en mis historias. Un niño sueña en el corazón de todos mis libros; contienen los amores de los niños, los primeros besos y las primeras soledades, todas las cosas que he apreciado en la música de Mozart. Las serpientes de mis libros han sido percibidas, pero no las palomas que han hecho sus nidos en más de un capítulo; porque en mis libros la infancia es el paraíso perdido, e introduce el misterio del mal».
No obstante, ese mal, esa corrupción, no puede ser total. Hemos sido hechos imago dei. En este sentido Flannery O´Connor escribió: «El cristianismo ideal no existe, porque todo lo que un ser humano toca, incluso la verdad cristiana, lo deforma un poco a su propia imagen. Incluso los santos lo hacen. Yo creo que son los efectos del pecado original, y me doy cuenta de que los católicos suelen actuar como si esa idea fuese siempre perversa y señal de calvinismo: leen pequeña corrupción como si fuera corrupción total. El escritor tiene que hacer la corrupción creíble antes de poder darle todo su valor a la gracia». La corrupción no es total; siempre hay espacio para el bien y la belleza en el hombre.
Por eso no solo es necesario recuperar la noción de pecado, de fragilidad y de contingencia (ciertamente perdida), sino también la de asombro, maravilla y fascinación. Junto con «las serpientes», deben ser rescatadas «las palomas que han hecho sus nidos», de las que habla Mauriac. Unas llevan al trato con el mal y el odio, las otras al trato con la belleza y el amor, y de la sabia confluencia de ambas nace la más pequeña de las virtudes teologales ––como decía Péguy––, la esperanza, fruto casi exclusivo de la literatura católica. Sin embargo, siendo ambas facetas necesarias, hoy más que nunca, la presencia de la ultima, con su alegría y su belleza, es la más urgente y Chesterton y Tolkien pueden ser buenos guías. De nuevo, la escritora Flannery O´Connor, tan incomprendida ella, viene en nuestra ayuda: «Solo si estamos seguros de nuestras creencias podemos ver el lado cómico del universo. Una razón por la que gran parte de nuestra ficción contemporánea carece de humor es porque muchos de estos escritores son relativistas».
En todo caso, aquellos escritores y poetas que hoy día han decidido, por causa de su fe, continuar la senda de la verdad, de la autentica imaginación cristiana, no lo tienen fácil. En su mayoría escriben para un público masivamente secular, que no tiene conciencia de la vida espiritual ni del sentido del misterio, del pecado o de la maravilla, y en cuyos corazones se esconde una imaginación dormida para el asombro y lo sobrenatural. ¿Conseguirán despertarla? ¿Podremos seguir disfrutando de, al menos, obras como
Kristin Lavransdatter de Sigrid Undset,
El poder y la Gloria de Graham Greene,
El hombre que fue jueves de G. K. Chesterton,
El diario de un cura rural de George Bernanos, o
Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh? Me consta, porque lo tengo muy cerca, que hay algunos autores que han trabajado y trabajan para ello (Joseph Pearce habla de algunos de ellos en este artículo:
La mejor ficción cristiana contemporánea). Recemos para que así sea, porque como señaló Flannery O’Connor:
«Una de las cosas horribles de escribir cuando eres cristiano es que para ti la realidad última es la Encarnación, la realidad actual es la Encarnación, pero nadie cree ya en la Encarnación; es decir, nadie en tu audiencia. Mi audiencia son las personas que piensan que Dios está muerto. Al menos, estas son las personas para las que soy consciente de escribir».
Y eso, desde luego, es un trabajo duro…