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23.02.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (III)

   Ilustración de Salvador Tusell (1800-1900), siguiendo a Gustave Doré (1832-1883).

  

   

«Es una ciencia [la caballería] que encierra en sí todas o las más ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido; ha de ser médico, y principalmente herbolario, para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure; ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas son pasadas de la noche y en qué parte y en qué clima del mundo se halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá tener necesidad dellas; y dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales».

                      Miguel de Cervantes. El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha

  

   

EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1605/15)

                           Portadas de algunas las innumerables ediciones de la obra.

La pretensión de que nuestro mayor clásico ––quizá el mayor de los clásicos–– encierra una personificación de Jesucristo en el personaje del protagonista Alonso Quijano, no es ninguna novedad ni tampoco una afirmación temeraria, aunque pueda llegar a ser polémica. Desde la publicación de la obra no ha dejado de escribirse sobre esta cuestión, y hasta hace bien poco gente de la categoría de Miguel de Unamuno y Rubén Darío se han acercado al tema. A quien sepa leer bien (que no todos podemos hacerlo con esta obra) y, además, tenga una mínima formación cristiana (que tampoco está hoy muy extendida), no le resultará difícil encontrar apoyo a esta tesis. Pero les confieso que a mi no me ha resultado fácil, pues para quien no está entrenado es necesaria una lectura atenta y reflexiva. Por ello me he aproximado a los que más saben de esto, quienes coinciden en destacar ciertos pasajes indicativos de este paralelismo entre Cristo y don Quijote, de alguno de los cuales paso a hacer relación: por ejemplo, el de la primera salida, cuando un labrador vecino suyo, Pedro Alonso, viéndolo tendido en el suelo, le limpia el rostro, cubierto de polvo, como la Verónica a Jesús y luego procede a subirlo sobre un jumento, como el samaritano al herido de la parábola evangélica. O cuando don Quijote se ve metido en la jaula que le han preparado sus amigos para trasladarlo a la aldea, y contestando al barbero, da un gran suspiro, como Cristo en la cruz. O aquel en el que Sancho Panza, arrodillado ante su amo, le besa la mano y la falda de la loriga. O la escena de la incredulidad del carretero, en las aventuras de los leones, que hará exclamar al héroe, como Jesús a Pedro: «¡Oh, hombre de poca fe!». Y bastantes más.

Todo ello sugeriría la intención de Cervantes de presentarnos a un héroe que recuerda muchas veces a Cristo. El mismo Dostoievski, cuando se plantea algo similar (como veremos después), refiere como máximo y más perfecto ejemplo de tal pretensión al Quijote, y el ya citado Unamuno lo defendió siempre así.

Pero no se trata solo de la plasmación de signos, señales o evocaciones cristológicas más o menos vagas como las referidas. Es la personalidad misma del caballero la que apunta a Cristo, y esto es más fácil de percibir. Porque, sin duda alguna, el Quijote pretende ser un caballero cristiano y, como sabemos, el modelo de tal figura es Cristo.

             «Don Quijote velando armas». Obra de Ricardo Balaca (1844-1880).

El hidalgo manchego Alonso Quijano, de renombre el «Bueno», es un hombre cuerdo que, según se nos cuenta, un día pierde el juicio haciéndose caballero y tomado por nombre don Quijote. Pero pronto el lector se apercibe de que esta locura es solo el contraste entre su ideal y el mundo que enfrenta, un mundo extraviado por el pecado, las maldades y las injusticias, recordándonos la obra, a cada paso, el scandalum crucis de san Pablo y aquello de que «si somos locos, es para con Dios». De igual manera, a medida que leemos, percibimos que la Providencia va llevando sus iniciales cuitas mundanas, nacidas en la lectura de «detestables libros» y «profanas historias», hacia una realidad vital iluminada a luz de una fe que se manifiesta plenamente en su final. En este sentido, el teólogo católico alemán Erich Przywara, comentando precisamente esta interpretación tan unamuniana del personaje, dice: «tan enérgicamente contrapuestas son la concepción del mundo y de la vida que sostiene la fe, y la concepción del ’sano entendimiento humano’. que su modelo más perfecto está en el quijotismo, esto es, en hacerse ridículo hasta la demencia». En consonancia con lo peculiar de esta locura, Cervantes hace que su don Quijote recupere al final de la historia la cordura, pareciendo tal reconversión más bien resultado de la gracia divina que de otra cosa, tan milagrosa es la mudanza, pues el juicio vuelve al héroe justo en sus últimos momentos y con clara presencia de Dios en la escena, dejando esta vida el hidalgo con buen sentido y encomendándose al Cielo.

En semejanza a Cristo, el Quijote se enfrenta al mundo y proclama su verdad, su utopía de paladín cristiano, e intenta vivirla plenamente, contra viento y marea. Y para ello se enfrenta a lo que haga falta y sufre las consecuencias de tamaña excentricidad con humildad y resignación cristiana. Y trata de hacerse caballero, un caballero cristiano, para llevar a cabo esa misión, que no es otra que «la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes». Porque, como el mismo dice, un caballero «ha de estar adornado de todas las virtudes teologales y cardinales», reproduciendo aquello de Ramón Llull de que «ningún caballero puede ignorar las siete virtudes que son la raíz y el fundamento de todas las buenas costumbres y vías y caminos de la celestial gloria perdurable; de las cuales virtudes tres son teologales y cuatro cardinales». Estos rectos y exigentes mandamientos que don Quijote trata de poner en práctica en las andanzas de su cristiana odisea, no son otra cosa que las Bienaventuranzas evangélicas acomodadas a la vida de los caballeros cristianos, pues al caballero pobre como él «no le queda otro camino para mostrar que es caballero sino el de la virtud, siendo afable, bien criado, cortés y comedido y oficioso, no soberbio, no arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo».

Pero, es cierto también, que el héroe de Cervantes se debate como todo caballero entre el amor mundano y el amor divino y que, a diferencia de Galahad, no sale bien parado de tal justa. La presencia conflictiva del interés amoroso lleva a don Quijote a desviarse de su ideal y le obliga en último término a renunciar a su empresa caballeresca ante la frustración invencible de su aventura. Pero, no porque esta estuviere guardada para otro más puro, como es el caso de Galahad frente a su padre Lanzarote en el relato arturiano, o el de Esplandián en nuestro Amadís (ya que don Quijote guarda fielmente su castidad, y sus desvelos por la amada son de carácter platónico), sino por la imposibilidad de liberar a Dulcinea de su encantamiento. Una Dulcinea que se había vuelto el centro de sus lides caballerescas en abandono de más puros y trascendentales ideales, en un cierto alejamiento, muy humano, de la figura de Cristo. Una identificación figurativa esta que, ni siquiera su más apasionado defensor, Don Miguel de Unamuno, se atrevió a llevar hasta sus últimas consecuencias, quedándose más bien el de la Mancha como discípulo e imitador, lo que, para bien, da lugar a una vida ––aunque literaria––, que en ciertos aspectos se parece mucho a la de su Maestro, el propio Cristo.

Quizá sea esto así, o quizá no; como sabemos, la obra es tan grande que encierra tesoros de diferente valor según quién busque, en una ejemplificación muy gráfica de la «aplicabilidad» de Tolkien. En todo caso, quiero pensar que Alonso Quijano alcanza, finalmente, al menos un logro, un logro que quizá no se había propuesto ––lo mismo que Cervantes––, pero que superaría con creces su inicial empeño: transformar su realidad y la realidad de los demás haciendo que para muchos, dentro y fuera del libro, florezca un mundo que siempre ha estado ahí fuera, aunque no nos demos cuenta, y que dará paso a uno mejor que está por llegar y aún no se ha visto. Por el camino nuestro hidalgo destruye los romances de caballería profanos y restablece la institución a su verdadero sentido cristiano, en una obra magistral que es un canto a la belleza de la vida.

De esta manera, aunque el Quijote pueda ser visto por muchos como una figura análoga a Cristo, como no podía ser de otra manera, Cervantes habría fracasado en su propósito. ¿O quizá no? ¿Y si ––como creo–– esa no hubiera sido nunca su intención? En todo caso, aún cuando se pudiese tomar tal ensayo como un fracaso, de lo que no cabe duda alguna es de que se trataría de un fracaso maravilloso que nos ha dado como fruto el legado de una obra inmortal.


EL IDIOTA (1869)

                                                   Varias ediciones de la obra.

Se suele relacionar al gran Dostoievski con los abismos del alma humana. En la que se señala como su obra cumbre, Los hermanos Karamazov (1880), Dostoievski narra, de forma incomparable, la dicotomía entre el bien y el mal, pero, ya unos años antes, el autor ruso había centrado su interés sobre el tema del bien en otra de sus novelas, El idiota (1869). Esta obra pone de manifiesto que, al igual que era capaz de sumergirse en los infiernos, también lo era de elevarse a gran altura moral, y su protagonista, el príncipe Myshkin, figura entre las más elevadas representaciones literarias de la bondad jamás logradas, en lo que constituye quizá una de las apuestas más arriesgadas del literato ruso. En una carta de 27 mayo 1869 el autor confiesa su propósito:

«La idea principal de la novela es retratar a una persona positivamente hermosa. No hay nada más difícil que eso en todo el mundo, (…). Porque es una tarea sin medida. Lo bello es un ideal, y el ideal ––tanto el nuestro como el de la Europa civilizada–– ya ha sido logrado. Sólo hay una persona positivamente hermosa en el mundo, Cristo, por lo que la aparición de esta persona infinitamente hermosa es, de hecho, un milagro infinito (…). No tengo nada de eso, absolutamente nada, y por lo tanto me temo que será un fracaso absoluto».

Cierto es que Dostoievski se impuso, como el mismo reconoce, una tarea quimérica, pero no creo que hubiera fracasado. Hizo todo lo humanamente posible y puso al servicio de la empresa todo su talento artístico, que era mucho; y esto para nosotros es un regalo.

En este reto de presentar el retrato de un hombre «positivamente bello», comparable a Cristo, e imaginar con toda la fuerza de la sensibilidad de un creador humano lo que sería de él y de los demás, no fue único. Dostoievski habla de Cervantes y el Quijote como el máximo exponente de esta pretensión imposible, obra de referencia a la que él dice no llegar ni aproximarse.

        Ilustración de L. Feinber,con el principe Myshkin y la familia Epanchin.

El Príncipe Myshkin representa a un hombre luminoso que vive en un mundo poblado por otros hombres que, en contraste, viven en la oscuridad. Se trata de una novela en la que el autor ruso explora los peligros que enfrentan la inocencia y la bondad en un mundo corrupto como el nuestro. El protagonista es un ser humano espiritualmente superior, con una generosidad de alma y una fe sincera en los demás que acompaña de una total inexperiencia e ingenuidad, pero que trata de redimir al mundo con su amor y compasión. Ocurre que el autor ruso nos lleva, aun de manera disímil a Cristo, a un final similar en lo dramático: nuestro mundo, tal y como es ahora, no puede recibir a la bondad, la belleza y la verdad; el fin de un hombre esplendente así es el desprecio, la locura y la muerte. ¿Es ese el resultado de la confrontación de lo humano con lo santo? ¿es ––como dice el teólogo ortodoxo Jaroslav Pelikan––, que «lo santo es demasiado grande y demasiado terrible cuando uno se lo encuentra directamente, como para que los hombres de cordura normal puedan contemplarlo cómodamente?».

Sea o no acertada su aproximación a la figura de Cristo, lo cierto es que Myshkin nos acerca también a otra figura, propia del cristianismo ortodoxo oriental, la del santo loco, el yuródivyy (юродивый). Esta figura, más que representar a la locura, representa a la cordura, porque el yuródivyy es capaz de desvelar verdades, esforzándose a través de una demencia imaginaria por revelar la locura del mundo. No solo lucha contra la insensatez de los pecados cotidianos, sino contra la insania de no comprender y, por lo tanto, de no poder contemplar la verdad del mundo creado, que atenaza y ciega a los hombres. Según Joseph Frank «aunque el príncipe caballeroso y bien educado no tiene ningún parecido externo con estas figuras excéntricas, sí posee su tradicional don de percepción espiritual, que opera instintivamente, por debajo de cualquier nivel de conciencia consciente o compromiso doctrinal». Y es que una de las características singulares del príncipe es su ojo, su visión, una capacidad visionaria similar a la que menciona el apóstol Pablo, que hace que los secretos del corazón se hagan manifiestos. Esta capacidad sobrenatural para ver más allá de la superficie de cosas y personas, y sondear la profundidad de los corazones y las almas (la llamada cardiognosis), propiamente pertenece a Cristo, pero con ella han sido agraciados algunos santos, como el cura de Ars, el padre Pío o Catalina de Siena. Myshkin también parece gozar de este carisma, como muestra este fragmento de la novela:

«¡Pero, perdón, príncipe, por un lado muestra usted una simplicidad y una inocencia como no se han visto ni en la edad de oro, y de repente, al mismo tiempo, atraviesa usted a un hombre de parte a parte como una flecha, con una penetración psicológica increíblemente profunda!».

La obra presenta dos pasajes que destacan sobre los demás. El primero de ellos es es la famosa frase que se atribuye al príncipe: «la belleza salvará al mundo». Una frase sobre la que el autor no se explaya en su obra.¿Se refiere aquí Myshkin/Dostoievski a Cristo y a que la salvación solo está en Él? ¿Es esta la via pulchritudinis que nos ha recordado recientemente el papa Benedicto XVI? ¿O hace referencia a la visión preclara de la verdadera realidad, esa que nos ayudará ––de la mano imprescindible de la gracia–– a acercarnos a Él, para que así nos salve, al modo de la visión de maravilla y asombro de que nos habla Chesterton? En cierto modo, todo es lo mismo y apunta a lo mismo, Cristo, pues como nos decía santo Tomás, «pulchritudo habet similitudinem cum propriis Filii» (la belleza presenta cierta similitud con lo que es propio del Hijo). Quizá la respuesta sea que la Belleza salvará al mundo, simplemente, porque Ella lo ha creado.

Detalle del cuadro de Holbein. Las manos crispadas, grises y apagadas, sin vida, propias de un cadaver.

El segundo de los pasajes es la famosa pintura de Hans Holbein (1497-1543) que presenta a Cristo muerto. Y ciertamente, Cristo murió («Fue arrancado de la tierra de los vivos» ––Isaías 53, 8–– y «Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos» ––Hebreos, 2, 9––). Pero, esta no es la cuestión aquí. Lo impactante de esa pintura es que pone de manifiesto, crudamente, algo que muchos no logran imaginar, la materia inerte de un cuerpo privado de su alma a causa de la muerte, de un cuerpo muerto. El artista alemán representa, de forma descarnada y con grotescos detalles (color mortecino y cadavérico, rasgos de rigor mortis, carencia de cualquier signo de vida) lo que sería un cuerpo sin alma, aun cuando, según el pintor, pretenda ser el de Cristo. Y eso causa una gran impresión. En este cuadro el hombre aparece convertido en un objeto en lugar de un sujeto. Creo que no cabe duda de lo perturbador y dañino que es contemplarse a uno mismo como objeto e intuyo que esta es la razón de la escena. Quizá por ello el Príncipe Myshkin comenta que mirar tal pintura puede hacer que uno pierda la fe (en lo que no es sino una traslación de la impresión que la contemplación del cuadro causó en el autor). De hecho, el cuadro ilustra perfectamente una enfermedad que aqueja a nuestra cultura moderna, la causada al borrar o degradar el rostro del hombre como reflejo del de Dios, para comerciar con él convirtiéndolo en una mera mercancía. Sin embargo, al poco de pronunciar esa frase, Myshkin se desdice, ¿quizá porque se da cuenta de que, como es posible que Holbein tratara de demostrar en esa pintura, Cristo murió realmente, pero lo hizo para resucitar?, ¿quizá porque sabe que solo hay verdadera vida porque Él ciertamente murió de veras y muriendo venció a la muerte? Por eso el cuadro, por mucho que impresione, ha de verse con esperanza, ya que «no era posible que la muerte lo dominase» (Hechos, 2, 24) y por eso, como dijo santo Tomás, «la virtud divina preservó de la corrupción al cuerpo de Cristo».

 

13.02.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (II)

   «Solo Galahad podía ver la belleza perfecta del santo Grial». Obra de A. C. Michael (1881-1965).

       

 

  

«Tendrán que ir, penitentes,
A conquistar el SANTO GRIAL,
El cáliz del misterio, la copa milagrosa
Donde la trágica noche de la Última Cena,
Ardiendo en fuego sagrado, encendido por el amor,
Su sed de martirio apagó el Señor».

Ramón Cabanillas. El caballero del santo Grial

 

 
«Desde ahora, oh Beowulf, el mejor de los hombres,
mi afecto te doy y te tengo por hijo.
¡Sígate Dios concediendo sus bienes igual que hasta ahora!».

Beowulf

 



BEOWULF (siglo VIII)

                       «Beowulf se enfrenta al dragón». Obra de John Howe (1967).

Cuando se predicó por primera vez el cristianismo a las tribus germánicas y sajonas, se presentó a Cristo como un héroe. Y esta forma de evangelizar vio su reflejo en la literatura. El poema sajón Heliand (título que significa El Salvador), escrito en minúscula letra carolingia en la Abadía de Corvey a mediados del siglo IX, y cuyo tema es la historia de la salvación, describe a Cristo como un héroe y a sus discípulos como sus thanes. Pero las representaciones cristológicas no solo se limitaron a tratar de Cristo mismo, sino que, mediante la alegoría y la analogía los poetas crearon personajes inspirados en Nuestro Señor.

Una de estas obras es el Beowulf, el poema más largo y completo que se conserva del inglés antiguo, escrito al parecer en el siglo VIII en un ambiente monástico, y en cuyo rey guerrero protagonista, ven algunos un tipo de Cristo.

            Ilustraciones de Gareth Hinds (1971-) y de Patten Wilson (1869-1934).  

Esta figuración puede verse ejemplificada en muchos de los rasgos del héroe y en algunas de las circunstancias en las que se desenvuelve la acción. Varios estudiosos se han pronunciado a este respecto, reconociendo en Beowulf, el destructor de demonios infernales, el guerrero valiente y gentil intachable en pensamiento y obra y el rey que muere por su pueblo, rasgos de Cristo. En palabras del profesor Ángel Cañete Álvarez-Torrijos, en el poema, «superior y diferente a todos los demás se alza Beowulf, al que se nos presenta como guerrero, vasallo, y finalmente como rey».

En primer lugar, al comienzo de la historia, Hrothgar, rey de los daneses, presenta a Beowulf de esta manera: «Dios, en Su misericordia, lo ha enviado [Beowulf] para salvarnos de los ataques de Grendel [el malvado ogro]», para más adelante alabar a su madre en estos términos: «digo yo que la mujer que ha dado a luz a semejante hijo entre los hombres bien puede decir, si es que aún vive, que el Señor la llenó de gracia en su alumbramiento», lo que supone un claro paralelismo con la figura de Cristo, Dios hijo hecho hombre y enviado por Dios Padre como el Salvador, nacido en el seno de la «llena de gracia», para redimir a la humanidad del pecado. Otra similitud la encontramos en la descripción demoníaca del monstruoso ogro Grendel, hijo de Caín, como «el que durante tanto tiempo había estado perpetrando impíos crímenes contra la raza de los hombres, el enemigo de Dios», e igualmente cuando Beowulf «rasga el infierno» para enfrentarse a la gigantesca madre del ogro, en una guarida que es descrita con un lenguaje que recuerda al infierno mentado en las viejas homilías medievales. En la segunda parte del poema, el héroe guerrero emprende un azaroso e incierto viaje para buscar al dragón, el adversario de la humanidad, quien vive bajo tierra, entre azufre y fuego, y ejemplifica la codicia y el odio, en clara semejanza con el Maligno. El héroe lleva consigo en ese viaje a 11 camaradas, además de a aquel «que había iniciado toda esta lucha» (un ladrón que había despertado al dragón robando una copa de su tesoro, en clara alusión a Judas), lo que hace pensar en los 12 apóstoles. Sufre como Cristo antes de ese combate, «sintiendo su muerte»; sus hombres lo abandonan en su hora de necesidad; y finalmente muere en sacrificio por su pueblo.

Pero, obviamente, a pesar de todas estas semejanzas, Beowulf no es Cristo ni puede asemejarse a Él. El propio bardo así lo recalca cuando escribe: «era consciente el héroe de la magnitud de su fuerza, del poder que Dios le había concedido, y, por esto se encomendó a su gracia; así pudo vencer al odioso, al diabólico espíritu». Y, sobre todo, porque, aunque derrota al dragón, él mismo es derrotado por la muerte. Por ello, en todo caso, se trataría solo de una alegoría, como sugiere el padre M. B. McNamee, una manifestación artística de la fe cristiana, del relato de la Salvación expresado por medio de los viejos mitos nórdicos, purificados de su paganismo por medio del arte y del oficio de su anónimo creador, a fin de hacerlos servir a los propósitos del cristianismo. Y es que, muy probablemente, el propósito del poeta era establecer un modesto paralelismo sin ánimo de representación alguna. Como nos dice Tolkien, poniendo voz a las secretas intenciones del anónimo autor:

«Ésta, por lo tanto, es una historia sobre un gran guerrero del pasado, que usó los dones que Dios le había dado, de coraje, fuerza y linaje, de manera justa y noble. Pudo haber sido feroz en la batalla, pero al tratar con hombres no era injusto ni despótico, y fue recordado como un hombre milde y monðwaer [en las últimas líneas del poema]. Vivió hace mucho tiempo, y en sus tiempos y su reino no habían llegado las noticias de Cristo. Dios parecía lejano, y el diablo estaba cerca; los hombres carecían de esperanza. Murió triste, temiendo la ira de Dios. Pero Dios es misericordioso. Y también a vosotros, que ahora sois jóvenes e impacientes, os llegará la muerte algún día, pero vosotros tenéis la esperanza del Cielo, si usáis los dones según la voluntad de Dios. Brúc ealles wel!».

En español contamos con la magnífica versión del Beowulf realizada por Tolkien y editada por Minotauro y, algunas otras ––destinadas a un público infantil–– más simples y menos afortunadas, como el Beowulfo, de la Editorial Aguilar, en la Colección el Globo de Colores, y la versión de la colección Araluce adaptada por Manuel Vallvé ((aquí hablo más extensamente de ello).

 
LA BÚSQUEDA DEL SANTO GRIAL (1220)
 
                 «El caballero del santo Grial». Obra de Frederick J. Waugh (1861-1940).
Probablemente de todas las obras que examinaré, esta es la que contiene una planificación e intención más trascendente y, por lo tanto, la que busca con más ahínco trasladar al protagonista, el caballero Galahad, rasgos de Cristo. 
 
Son varias la obras en las que se recoge la historia, las más relevantes, La Quête du Saint Grial y la Histoire du Saint Grial, elaboradas ambas alrededor del año 1220, y que forman parte de la denominada Vulgata, que contiene el resto del ciclo artúrico (de ello hablo más ampliamente aquí).
 
Se trata de textos de clara inspiración religiosa basados en las enseñanzas de san Bernardo. Según el filósofo tomista francés Etiene Gilson, una teología de la gracia conforme a las enseñanzas del santo, subyace como un andamio teológico a toda su estructura novelesca. De los tres héroes de La Búsqueda solo Galahad, que vive desde un comienzo para lo espiritual, cumple los requisitos para ser un pequeño redentor humano de un mundo encenagado por la vanidad y el pecado y es por tanto el único digno de alcanzar a vislumbrar el verdadero significado del Grial. Como hace decir la Pardo Bazán a un de sus personajes en uno de sus cuentos: «¡dime… dime qué se necesita para ver el Santo Grial! (…) ¡Se necesita no ser pagano!…». Desde luego que sí, pero algo más, bastante más, también es necesario, pues únicamente llegarán a la meta aquellos caballeros que han entrado en la aventura debidamente confesados, y que a lo largo de toda ella mantienen el alma pura y limpia de todo pecado. En consonancia con ello, la obra se mueve en un terreno espiritual y es un texto didáctico y moralizador que va más allá de una mera ficción novelesca. Según Carlos Alvar, «lo más importante es —sin duda— que nuestro texto rompe con la tradición anterior para convertirse en una novela de simbología mística, pues no se trata de una búsqueda mundana, sino espiritual».
 
Sir Galahad es el caballero del Grial por excelencia, predestinado desde su nacimiento para un grandioso futuro. Hijo de Lancelot y Elaine de Corbenic, la dama del Grial, Galahad es noveno en la línea de Nascien, que fue bautizado por Josefo, hijo de José de Arimatea. Este linaje le conecta con aquellos que se dice que trajeron el cristianismo (y el propio Grial) a Gran Bretaña. Será él quien ocupe el «asiento peligroso» de la Tabla Redonda, que permanecía vacío, reservado por Merlín para el caballero que alcanzaría el Grial; será él quien tomará la espada de Merlín clavada en la roca; será él quien iniciará la búsqueda del Grial; y será él el único caballero que alcanzará a vislumbrar el significado del santo cáliz. 
 
Todos los miembros de la Tabla Redonda saldrán tras la aventura, pero uno a uno fracasan, aunque por distintas razones: Gawain y Hector porque consideran la búsqueda como una mera aventura. Lancelot debe renunciar por completo a Ginebra, y aun así solo alcanza a vislumbrar brevemente el Grial, y Sir Owein y el Rey Bagdemagus son asesinados. Solo tres llegan a su destino: Galahad, Bors y Perceval, y de ellos solo el primero (pues era el único que había mantenido su pureza y castidad) alcanza a comprender totalmente el misterio del Grial, tras lo cual, en una escena de gran misticismo, muere y «una multitud de ángeles lo elevan hacia el Cielo». Así canta el momento Ramón Cabanillas en su poema, O cabaleiro do Sant Grial, aunque, lo haga un poco gallego, pues lleva a Galahad al monte Cebreiro (Lugo), incorporando al tema artúrico una leyenda medieval gallega:
 
Trasposto de amor diviño
alza a frente Galahaz.
¡Seus ollos ven o miragro!
¡Encol da ara do altar,
á luz infinda, rrelumbra
o cáliz do SANT GRIAL!
Estala un cramor de sinos,
frorece en rosas o chan
e a Pomba da Renacencia,
o Misterio a renovar,
desce do ceo portando
a verde ponla da paz.
¡O seu arredor, en circo,
doce estrelas a brilar,
fican, voando quediño,
enriba do SANT GRIAL!
 
Traspuesto por el amor divino
alza su rostro Galahad.
¡Sus ojos ven el milagro!
¡En el ara del altar,
con una luz infinita, brilla
el cáliz del SANTO GRIAL!
Estalla un clamor de campanas,
florece en rosas el suelo 
y la Paloma de la Alianza,
renovando el Misterio,
desciende del cielo sosteniendo
la rama verde de la paz.
A su alrededor, en circulo,
doce estrellas brillantes
permanecen, silenciosamente suspendidas,
sobre el SANTO GRIAL! 
 
Galahad es, por tanto, el símbolo del caballero cristiano célibe, que elige el amor divino por encima del amor mundano y que encarna todas las virtudes cristianas en imitación de Cristo, recogiéndose en él algunos de sus atributos: pureza, castidad, humildad, bondad, facultades milagrosas… Es el caballero del cielo. A su vez, en forma figurativa, al emprender la búsqueda del santo Grial, el paladín arturiano dirige a los demás caballeros, a través de su ejemplo imitador de Cristo, en su camino hacia el reino de los Cielos. 
 
Pero Cristo, en razón de su naturaleza divina, redimió el pecado del mundo, algo que está fuera del alcance de Galahad, un mero mortal que ha de limitar su acción redentora a esa clase caballeresca a la que pertenece, por mucho que su pureza y santidad le diesen una condición excepcional («Mi fuerza es como la fuerza de diez,/ Porque mi corazón es puro», le hace decir al paladín el poeta Tennyson). 
 
Estas historias artúricas han tenido desde siempre una relación especial con mi tierra natal, Galicia. Muchos de los literatos gallegos se han acercado a esta «materia de Bretaña», para recrearla y, mágicamente, con ayuda de su imaginación, darle un aire galaico, que he de decir no le va mal del todo (quizá porque es nunca dejó de ser una materia propia; véase los Lais de materia artúrica del siglo XIII, el santo cáliz en el centro del escudo de Galicia y las semejanzas entre las tierras bretonas y galaicas). Emilia Pardo Bazán (El Santo Grial y La última fada), Ramón Cabanillas (su poema, O cabaleiro do Sant Grial, del libro de poemas Na noite estrellecida), José Luis Méndez Ferrín (Percival y otras historias), Gonzalo Torrente Ballester (La saga/fuga de J.B.) y mi debilidad, «el más artúrico de todos los escritores gallegos», Álvaro Cunqueiro (Merlín y familia), han rozado estos mitos caballerescos y los han hecho un pouquiño galegos.
 
No me resisto a reproducir un bello párrafo de Cunqueiro que suscribo, palabra por palabra:
 
«Pero yo vuelvo al viejo texto de la Demanda del Santo Graal, (…). Regreso, con el recuerdo de los romances escuchados en la niñez, al país de Artur, a las selvas de Brocelandia (…). Imaginando a don Galaz —a Sir Galahad— cabalgando hacia Cebreiro, donde el lobo y el águila se saludan, rozando con las plumas de su yelmo las ramas verdes de los alcapudres, y escuchando la voz eterna del viento en los hayedos, para arrodillarse ante el Cáliz en que conoció verdaderamente la sangre de Cristo».
 
Pero en esa obra no encontramos tampoco a Cristo, al menos Su persona. No obstante, la obra nos acerca a Él. Como dice el famoso medievalista francés Albert Pauphilet:
 
«El Grial es la manifestación novelesca de Dios. La búsqueda del Grial, por tanto, no es, bajo el velo de la alegoría, más que la búsqueda de Dios, más que el esfuerzo de los hombres de buena voluntad hacia el conocimiento de Dios».
 
 

5.02.21

Buscando rastros de Cristo en la literatura (I)

          «LLevando la cruz». Obra de Viktor Bychkov (1956-).
 
 
«Quien no cargue con su cruz y me siga, no es digno de mí».
Mateo, 10, 38. 
 
   
  
Cualquier hombre, sea cual sea su creencia, incluso un agnóstico o un ateo honestos, estará de acuerdo en la naturaleza extraordinaria y fuera de lo común de Jesucristo. Él protagoniza la mayor de las historias. Inconcebible, fuera del alcance de toda fantasía humana. Como diría Tolkien, la eucatástrofe jamás contada. Una historia de un asombro inagotable; infinita cual infinito es su protagonista. La humildad, el coraje y la compasión de Cristo son incomparables e inimitables, aun cuando Él siga siendo, al tiempo que divino, completamente humano.
 
Y esta historia es más inconcebible y extraordinaria aún, si pensamos que Cristo, siendo como es Dios (siempre lo ha sido), no necesitaba a Pilatos, ni a Judas, ni a Pedro, ni a Pablo, ni a ninguno de los demás, así como tampoco a ninguno de nosotros. No necesitaba la caída, que la crucifixión y la resurrección corrigen definitivamente. No necesitaba la muerte, salario del pecado causado por la caída. Dios no estaba obligado a nada en la creación, ni siquiera a llevar a cabo una creación. Corrige el pecado y la muerte humanos mediante una expiación que, como nos dice san Atanasio, revela algo completamente nuevo: que Dios es Uno en una Trinidad de personas, deseoso de redimir una ofensa frente a Él por un acto de si mismo a través de si mismo (Jesucristo), y todo ello por amor.

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22.01.21

Cristo, héroe de héroes

                                       «El León de Judá». Julia Sanmartin Sesmero. 

     

  

«Porque bajé del cielo para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me envió».

Juan, 6, 38.

  

   

  

Vivimos malos tiempos para los héroes, lo cual, lamentablemente, no tiene nada de extraño. En una época de relativismo atroz, ¿cómo va a florecer el ser menos relativista de todos, el héroe?

Como señala el académico Carlos García Gual, «esfuerzo, humildad, resistencia: estas son las cualidades del héroe» y, como todos sabemos, difícilmente pueden ser apreciadas en un mundo donde reina la vanidad y el capricho, y donde las comodidades y el confort lo son todo.

Tampoco podemos olvidar que, siendo el héroe aquel en quién se encarnan las virtudes a las que los hombres han de aspirar, estas deben precederle, pues sin virtudes no hay héroe que las ejemplifique, que las haga carne y sangre. Por desgracia, hoy el relativismo y la amoralidad han arrasado con el concepto de virtud. El filósofo Alasdair MacIntyre, en su obra Tras la virtud (1981), nos dice que la visión clásica de la virtud era simple: el poder por el cual el hombre pasaba de «ser como era» a «ser como debería ser», al alcanzar su telos o propósito. Este telos estaba conectado esencialmente con la propia naturaleza. Ser virtuoso era simplemente actuar de acuerdo con ella. Para nosotros los cristianos, esto significa algo más, porque supone no solo alcanzar la perfección de esa naturaleza, sino sublimarla para convertirnos en verdaderos hijos de Dios. Cierto que ello no es obra nuestra; cuando acontece, su causa última es la gracia divina generosamente derramada, sin la cual nada es posible, como expresa el gran poema de Francis Thompson, El Lebrel del Cielo (1893): «El Amor que me persigue/Si al final me consigue/No dejará brillar más que su llama». Es Dios quien nos busca, quien nos transforma, quien nos salva, y a nosotros solo nos queda dejarnos atrapar, o al menos, como dice el poeta T. S. Eliot en su obra Cuatro Cuartetos (1941), hacer lo que podamos para que así suceda, sabiendo que nada podemos…

«Para nosotros, solo queda el intento,

El resto no es cosa nuestra».

Pero, por pequeño que sea, este es un hacer esforzado, un hacer heroico en el que tendremos de actuar como nos dice san Pablo: «velad, estad firmes en la fe; portaos varonilmente, y esforzaos» (1 Corintios, 16, 13). Y Cristo, héroe de héroes nos muestra cómo hacerlo.

En Cristo se reúnen y se subliman las características atribuidas por todas las culturas al héroe. El patrón es simple, expuesto por autores como el antropólogo británico James George Frazer en su famoso estudio La Rama dorada (1890) o el profesor de literatura comparada estadounidense Joseph Campbell con su obra El héroe de las mil caras (1949), y está representado en miles de historias, comenzando en la epopeya de Gilgamesh, pasando por El Señor de los Anillos y acabando en películas como La Guerra de las Galaxias: el héroe abandona su vida cotidiana, se enfrenta por su pueblo a desafíos, sufrimientos e incluso a la muerte, se transforma a través de todos estos trances, y luego regresa al mundo ordinario, generalmente como un rey.

Los cristianos sabemos porqué. Como señalaba Tolkien, el cristianismo es el mito verdadero. Jesús existió y esto es lo que da sentido a todas las demás narraciones. Es la historia en la que todas las demás tienen su fuente y a la que todas apuntan. Como C. S. Lewis señaló, «la historia de Cristo es simplemente el mito verdadero: un mito trabajando en nosotros de la misma manera que los otros, pero con esta tremenda diferencia, y es que este realmente sucedió».

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12.01.21

De la imagen y la palabra


                        «El espejo convexo». Obra de George Lambert (1873-1930).
 
 
 
 
Lectura: 10 minutos.
 
 

«La poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda».

Simónides de Ceos


«La pintura es poesía muda; la poesía pintura ciega».

Leonardo da Vinci


«No hay espejo que mejor refleje la imagen del hombre que sus palabras».

Juan Luis Vives

 
 

George Lambert, un pintor australiano de principios del siglo XX, tiene entre sus obras un cuadro, titulado El espejo convexo ––con el que se encabeza este artículo––, en el que se representa a sí mismo y a las demás personas que junto a él ocupan una estancia. Pero, aquello que Lambert refleja en su cuadro está mediatizado por el cómo y a través de qué percibe lo que representa. El cuadro muestra, no solo al pintor reflejado en un espejo convexo, si no, además, lo que el artista ve de la habitación en la que está. Por supuesto, lo que los espectadores observamos en el cuadro es aquello que el artista percibe, pero en su visión deformada por el espejo convexo en el que fija su mirada y que le refleja, y con él, a toda la habitación en la que se halla.

Este cuadro constituye un experimento pictórico que viene repitiéndose, de vez en cuando, en la historia de la pintura (desde el conocido Autorretrato en espejo convexo, del pintor renacentista italiano Parmigianino), y puede servir para mostrarnos que la percepción de nuestra propia imagen (sea autopercepción, sea la que los demás tengan de nosotros), puede verse deformada por la interferencia de la tecnología, sin que sea relevante que se trate de un espejo convexo o de una pantalla digital.

La diferencia entre Lambert y Parmigianino y la mayoría de nosotros es que los dos pintores sabían lo que hacían (un experimento pictórico), y eran conscientes de que aquello que reflejaban en sus cuadros era solamente una deformación de su imagen y de su mundo a la luz de un reflejo convexo. Sin embargo, para el hombre de hoy, la imagen de sí mismo y del mundo que habita que reflejan las pantallas, las redes sociales e internet, es la realidad, sin que siquiera sospeche o se plantee que sea ––como es–– un mero simulacro, pálido reflejo, deformado e ilusorio, de lo que verdaderamente es real.

Y esto es una tragedia de grandes proporciones que hunde sus raíces en la aguda distorsión que vivimos hoy en la relación entre la imagen y la palabra, y la primacía que la primera ha adquirido sobre la segunda, con alteración de la jerarquía natural entre ambas. Y en todo ello juega hoy un papel principal la preeminencia que ostenta en nuestras vidas la tecnología digital, como medio distorsionador y deformante de lo percibido a través de nuestros sentidos, a modo de espejo convexo.

Vaya por delante que considero, tanto a la palabra como a la imagen, necesarias e imprescindibles, y que siempre he disfrutado de la belleza de la que son portadoras, cuando así ha sido. No obstante, el hombre ha encontrado siempre difícil establecer una relación armónica entre las dos. Es cierto. Desde el principio se tienen noticias de un enfrentamiento, y hasta incluso cuando se trató de que la palabra se acercase a la imagen a través de la escritura, no se pudo evitar este antagonismo. Quizá la razón de esta dificultad esté más allá de nosotros. Quizá se remonte al principio de los tiempos, incluso antes de nuestra caída. Allá en los Cielos. Cuando tuvo lugar la batalla que terminó con la expulsión de Lucifer y sus huestes a los infiernos.

Y desde entonces, la imagen ha venido sufriendo un lento desgaste y corrupción en cuanto a su brillo y verdad, asociándose cada vez más a lo bajo, lo perverso, lo pornográfico. Y desde entonces, la imagen, distorsionada con esa carga de significación perversa facilitada por la tecnología, ha venido ganando terreno a la palabra.

De esta manera llegamos hasta hoy día, donde la imagen impera, pero no como trasunto de belleza, sino de fealdad y corrupción. Se ha vuelto, no semejante a la Verdad, sino desviada de sus fines naturales, encaminada a una distorsión y, finalmente, a una suplantación de la Verdad. Y en esta corrupción de la imagen estamos.

Un filósofo postmodernista, Jean Baudrillard, y un sociólogo moderno, Neil Postman, uno ateo y otro agnóstico, coinciden en su valoración de este problema con un católico profesor de literatura clásica, John Senior. Los tres abominaron en su día del dominio cultural de la imagen y de su cada vez más desviada función, distorsionada por la tecnología; un dominio totalitario, transformador, perverso y demoníaco. Siendo, cada uno a su manera, una suerte de profetas.

En su ensayo El malvado demonio de las imágenes, 1984, escribe Baudrillard:


«Es precisamente cuando parece más veraz, más fiel y más conforme a la realidad cuando la imagen es más diabólica, y nuestras imágenes técnicas, ya sean de fotografía, cine o televisión, son en la abrumadora mayoría más ‘figurativas’ y ‘realistas’, que todas las imágenes de las culturas pasadas. Es en su parecido, no solo analógico sino tecnológico, que la imagen es más inmoral y perversa».


Neil Postman no le va a la zaga. Su cuasi-profética obra, Divertirse hasta morir, 1985, sigue estando de actualidad y en ella puede leerse al respecto de la influencia cultural de la televisión lo siguiente:


«Voy a decir una vez más que no soy relativista en este asunto y que creo que la epistemología creada por la televisión no solo es inferior a una epistemología basada en la imprenta, sino que es peligrosa y absurda». Postman tildó la «caja tonta» de propagadora de «irrelevancia, impotencia e incoherencia», en lo que, a los ojos de hoy, parece una descripción sumamente acertada. Y concluía su libro diciendo que «es solamente el lenguaje el que nos permite pensar críticamente (…). Es el lenguaje el que nos hace claramente humanos».


Y sobre Senior, ya sabemos de su, para muchos, drástica postura mostrada en su obra La Restauración de la cultura cristiana, 1983:

«Pero, en primer lugar, no seríamos serios en nuestra intención de restaurar la Iglesia y la Ciudad si no tenemos el sentido común de destruir nuestro aparato de televisión.» (…) «Los aparatos electrónicos no son malos solamente en cuanto se apartan del fin, sino también en cuanto a los medios mismos que son destructivos de la imaginación y la sensibilidad, como lo es la televisión».


Son advertencias algo alejadas en el tiempo, pero que hoy cobran una actualidad inusitada.

Y sin embargo, si lo pensamos bien, lo cierto es que la imagen, en origen, no puede ser mala. Como nos dijo santo Tomás, nada que sea es malo. Pues el mal es la mera negación. Un parásito del ser. Y la imagen forma parte de nuestra pedagogía ontológica, e incluso teológica. Hemos sido hechos a imagen y semejanza de la Palabra.

Además, vivimos una paradoja. Una de entre las muchas que contiene el cristianismo. Y esta es, que, obviamente, lo divino no podría representarse en imágenes y, sin embargo, para conectar con lo humano, debe representarse en imágenes.

Baudrillard habla de ello:


«¿Qué pasa con la divinidad cuando se revela en iconos, cuando se multiplica en simulacros? ¿Sigue siendo el poder supremo que simplemente se encarna en imágenes como una teología visible? ¿O se volatiliza en los simulacros que, por sí solos, despliegan su poder y pompa de fascinación, con la maquinaria visible de los iconos sustituyendo la pura e inteligible Idea de Dios?».


Así que, quizá el problema no es la imagen en sí, sino su mal uso y la tiranía que ejerce en nuestras vidas, auspiciada por las nuevas tecnologías.

Si acudimos a las Sagradas Escrituras, veremos que en ellas se nos muestra una relación entre imagen y palabra que no es de oposición, sino de cooperación. Pensemos en los profetas. El término hebreo para designarlos hace referencia a la visión (roeh, vidente). Sorprendentemente, no existe un término equivalente en hebreo que los defina como oyentes. A pesar de ello en el Antiguo Testamento se contienen muchos más ejemplos de experiencias proféticas recibidas a través del oído que por medio del ojo, introducidas invariablemente por la frase «la palabra del Señor vino a mí, y me dijo». La fórmula suele tener una secuencia colaborativa particular. Una visión es comúnmente seguida por un mensaje verbal; de hecho, el acto de ver se presenta a menudo como una etapa preliminar, preparando al profeta para escuchar la voz de Dios. Solo después de que Jacob haya visto la visión de una escalera que conecta el cielo y la tierra, oye a Dios hablándole en su sueño (Génesis 28, 12-15). José tiene primero dos sueños vívidos y luego da una interpretación verbal de lo que ha visto (Génesis 37, 5-11). Moisés ve primero la zarza ardiente, y es a continuación cuando Dios lo llama y dice: «“¡Moisés, Moisés!”, “Heme aquí”» (Éxodo 3, 3-4). Entre los últimos profetas se repite un patrón similar. Isaías comienza con «Visión que Isaías, hijo de Amós, tuvo acerca de Judá y Jerusalén» (Isaías 1, 1), y luego continúa con el mensaje verbal que recibió de Dios, comenzando con «Oíd, cielos, y tú, tierra, escucha; porque habla Yahvé» (Isaías 1, 2). Más tarde, el profeta ve por primera vez al Señor sentado en un trono, rodeado de serafines de seis alas; y solo después de que sus labios son purificados por uno de los serafines con un carbón encendido, es capaz de escuchar la palabra de Dios (Isaías 6, 1-8).

En el Nuevo Testamento vemos algo similar. Cuando Jesús acude a ser bautizado por su primo Juan, se entreabrieron los cielos y se vio «al Espíritu que, en forma de paloma, descendía sobre Él», y solo luego, «sonó una voz del cielo: “Tú eres el Hijo mío amado, en Ti me complazco"» (Marcos, 1, 10-11). En la transfiguración del Señor, Pedro, Juan y Santiago, vieron que «la figura de su rostro se hizo otra y su vestido se puso de una claridad deslumbradora»; a continuación lo contemplaron hablar con Moisés y Elías, y solo después de estas visiones escucharon: «“Este es mi Hijo el Elegido: Escuchadle a Él”» (Lucas, 9, 29-35). Pablo (Hechos, 9, 3-9) tiene una visión deslumbradora que lo hace caer («de repente una luz del cielo resplandeció a su rededor») y que lo deja temporalmente ciego, y solo entonces escucha la voz de Jesús («“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”»).

Vemos pues aquí una relación. Cierto que hay una preeminencia de la palabra sobre la imagen y una relación instrumental de esta respecto de aquella; pero hay armonía entre ellas. Aunque, obviamente, no se trata de cualquier palabra, no es la que enlaza con su significado por convención humana, no, pues, como nos dice san Pablo, «La fe viene, pues, del oír, y el oír por la palabra de Cristo» (Rom. 10,17).

En lógica consecuencia con todo ello, el uso de imágenes de Cristo, la Virgen, los santos o las escenas bíblicas puede remontarse hasta los primeros días del cristianismo. Pero pronto, de la mano de la idolatría se introdujeron prácticas corruptoras y supersticiosas, las cuales fueron conformando el clima apropiado de conflicto y confusión que dio lugar a la disputa y la ruptura cismática: el primero de los asaltos serios por parte del Maligno. Y esta jerarquía armónica entre palabra e imagen continuó siendo asediada, asedio que ha adquirido en los últimos tiempos una intensidad inusitada. Hay una acción subversiva cuyo último asalto viene de la mano de la tecnología digital, y que trata de alterar este orden sagrado.

Y en ello estamos. La televisión, los smartphones, los videojuegos, las redes sociales…, todo conspira contra nosotros mismos, inducido e impulsado por nosotros mismos.

Si Senior, Postman y Baudrillard estuvieran hoy con nosotros muy probablemente nos dirían: «¡Rompe tu teléfono inteligente!». No me cabe duda alguna. Sé que no parece posible escapar de esta tiranía de la imagen que padecemos hoy, una imagen corrupta que nos aparta de la Verdad. Estamos atrapados. Pero podemos intentar sacudirnos un poco este yugo y, al menos, ser conscientes del riesgo y del lugar al que quieren llevarnos. Es mejor que nada. Roguemos porque sea así, pues sin Él nada podemos.