«Chicos de pueblo». Obra de Nokolay Bogdanov-Belsky (1868-1945).
«Para un cristiano, estrictamente hablando, no hay casualidades. (…). La amistad no es una recompensa por nuestra capacidad de elegir y por nuestro buen gusto de encontrarnos unos a otros, es el instrumento mediante el cual Dios revela a cada uno las bellezas de todos los demás».
C. S. Lewis. Los cuatro amores
Mis hijas acaban de leer dos libros muy distintos. Una leyó a Delibes en su tercera novela, El camino (1950), y la otra una de las historias del dúo formado por Jeeves y Bertie Wooster, El código de los Wooster (1938), de P. G. Wodehouse. Las dos obras reflejan formas diferentes de ver la vida, una risueña y otra trágica, pero las dos son poéticas y enriquecedoras. Y las dos me han hecho pensar en la amistad.
Wodehouse y la amistad
Aunque muchas de las historias del duo Jeeves y Bertie suelen descansar, bien en la idea de sacar al descuidado Wooster de un compromiso matrimonial desaconsejable, bien en el conflicto que genera en Jeeves alguna prenda de vestir de su joven señor, la saga está densamente poblada de supuestos amigos de este último a los que, voluntaria o forzadamente, trata de ayudar. Parece así que al menos uno de los mandamientos del código de los Wooster es socorrer a un amigo cuando lo necesita.
Reflexionando sobre esta centralidad de la amistad en las historias de Bertie y Jeeves algunos se han preguntado cuál de estos numerosísimos personajes ante cuyas dificultades acude presto el protagonista (y que son resueltas con la inestimable ayuda de su valet), es su mejor amigo. Elliot Millsen, por ejemplo, llega a la conclusión de que tal honor solo puede ser merecido por Reginald “Kipper” Herring, y ello aunque este sujeto aparezca únicamente en un libro, Jeeves in the offing (1960), por cierto, no traducido al castellano, que yo sepa.
Sin embargo, en una opinión sé que discutible, pienso que la verdadera amistad que encierran esas historias está en otra parte, y que esta se encuentra en la dispar relación que une a los dos protagonistas.
Sin duda, Bertie y Jeeves –y más aún en la época en que transcurren las historias–, pertenecen a dos esferas sociales muy distantes y representan dos papeles sobre los que, de entrada, gravita una relación de subordinación y dependencia: Bertie es el señor y Jeeves es el criado. Pero esta distancia social y laboral no es para Wodehouse un impedimento, sino más bien, parafraseando a Arquímedes, el punto de apoyo a partir del cual el autor inglés mueve su mundo.
Es verdad que, en razón de esa inicial distancia, ambos personajes bailan distintas melodías, en el mismo escenario sí, pero en distintos planos, aunque nadie podrá negar que el baile está perfectamente coordinado. En algunos casos semejan ser un actor tartamudo y un apuntador oportuno. En otros Bertie parece ser un muñeco de guiñol y Jeeves un ventrílocuo habilidoso. Sin embargo, no se trata realmente de un pelele y su titiritero. Hay una tensión agradable y productiva entre los dos en la que en ocasiones vence uno (Bertie; las menos) y finalmente suele vencer el otro (Jeeves; las más). Una tirantez suave que deja traslucir una correspondencia entre personalidades dispares en la que, como fruto de una clara autonomía cooperadora, uno enriquece al otro y viceversa. No sé que haríamos con un Bertie sin Jeeves, o con un Jeeves sin Bertie. Por cierto, Wodehouse exploró esta hipotética cuestión en Llamen a Jeeves (1953), quizá para que nos diéramos cuenta de ello.
Esta dependencia existencial nos remite, entre sombras y luces, a la idea aristotélico-tomista de que en la amistad los amigos se desean recíprocamente el bien tal como lo quieren para sí, porque consideran al amigo como otro yo.
De esta manera, en cualquiera de los numerosos libros de la serie podemos encontrar ejemplos de esa amistad conteniendo rasgos de admiración, confianza y lealtad. En la historia titulada Jeeves y el huevo duro (1919), oímos decir en tono admirativo a Bertie: «No cabe duda de que Jeeves es único en su clase. En cuestión de cerebro y recursos no creo haber conocido a nadie como él». Por su parte, en el único relato escrito por Wodehouse desde la perspectiva de Jeeves (Bertie cambia de intención, 1925), vemos que, para el ayuda de cámara, el joven Wooster constituye el ideal del empleador, por el cual, además, siente un gran cariño. Y todo ello con la seguridad de que Wodehouse tratará el tema con esa cosa tan rara y escasa, y sin embargo tantas veces minusvalorada, que es el humor, del que el autor inglés tiene enormes provisiones en cada uno de sus libros.
El camino o la amistad en el atardecer de la infancia
El camino (1950), es la tercera novela de Miguel Delibes. Una obra recordada con dispar gusto por los que son de mi generación y de muchas posteriores también. ¿La razón? La obligatoriedad de su lectura en el Colegio, lo que daba y da a los libros (y este no es excepción) un aire de trabajos forzados que no ayuda mucho a la promoción del hábito de leer.
Uno de los temas centrales de la novela es la amistad infantil, la gran camaradería que surge entre el protagonista, Daniel (El mochuelo) y sus dos amigos, Germán (El tiñoso) y Roque (El moñigo). El marco, una historia circular que comienza en el momento en que Daniel conoce que ha de irse a estudiar a la ciudad y que termina cuando, por fin, emprende ese viaje. Una obra en la que Delibes consigue retratar con maestría a un niño de once años en el trance de su paso de la infancia a la juventud. Un tema muy manido, pero que es tratado con habilidad por el autor vallisoletano, con un estilo sencillo pero preciso. A mi hija mayor le gustó realmente mucho el libro.
Para Daniel, Germán, el Tiñoso, era un amigo «en todas las ocasiones; hasta en las más difíciles», y Roque (un año mayor) era «fuerte como un toro» y «un buen árbol donde arrimarse». Esta relación amical se describe a través de las muchas veces en las que el trío es protagonista de aventuras variadas a lo largo y ancho del valle. Se trata de todo tipo de travesuras, de las que son ejemplo el robo de unas manzanas en la finca de un vecino, el incidente con un gato, lo ocurrido en el túnel del tren, o la carta que escriben entre los tres amigos al maestro en nombre de la hermana de uno de ellos, para que se hagan novios y luego se casen. Historias triviales e inocentes que sentirán próximas aquellos que, como yo, hayan tenido una niñez de pueblo. Sin embargo, esta amistad se ve truncada cuándo uno de los niños, Germán, el tiñoso, muere. Este es el momento en el que Daniel pone fin a su infancia perdiendo con ello su inocencia, un quebranto del que es causa desencadenante ese cercanísimo encuentro con la realidad desconcertante de la muerte.
Esta trama, sobre la cotidianidad de tres niños de pueblo, semeja no ser nada y disolverse en la nada. Una historia con la aparente insustancialidad de una vida remota y ya difícil de reconocer para los niños urbanitas de hoy (no para algunos pueblerinos como yo). Pero, aun así, se resuelve en aquello que, haciendo honor a su franqueza castellana, nos da con el título el autor: un camino, en el que lo fundamental es el hacer del caminante. Un hacer que se hace camino al andar (que decía el poeta) y en el que el lugar de destino no parece importante, pero lo es (como siempre lo es), aunque también, como siempre, se vaya desvelando casi imperceptiblemente con el trayecto. Un caminar que condiciona la meta a la que llegar, como bien sabemos o deberíamos saber, y en el que la amistad es, en frase de san Agustín, el mejor de los consuelos para reponer fuerzas y continuar hacia adelante… ¿O quizá sea hacia atrás?