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9.01.22

Cinco viejas advertencias sobre las nuevas tecnologías

                          «Niña pelirroja leyendo». Lilla Cabot Perry (1848-1933).

    

    

 

«No ai más dicha ni más desdicha que prudencia o imprudencia».

Baltasar Gracián. Oráculo manual y arte de prudencia

  

  

    

Hace casi 25 años, a finales de los años 90 del pasado siglo, el discípulo aventajado de Marshall Macluhan, Neil Postman, puso sobre la mesa cinco advertencias al respecto del cambio tecnológico digital que comenzaba entonces su desarrollo y que hoy impera sobre nosotros. Postman lo hizo en el curso de una charla que dictó en un Congreso Internacional sobre Nuevas Tecnologías y Persona Humana, celebrado en Denver en 1998, pero no pudo comprobar si sus premoniciones eran acertadas, pues murió en los albores de este siglo, en el año 2003. Y si bien creo que no estuvo desacertado, probablemente se quedó corto.

Partiendo de tal precedente, me he permitido la licencia de adaptar tales advertencias, sorprendentemente lúcidas, al tema de la infancia y al de la dictadura tecnológica y digital que, con nuestro inconsciente consentimiento, tiene sometida a aquella.

Primera Advertencia. Postman la define del siguiente modo: «Todo cambio tecnológico implica un compromiso. (…). La tecnología da y la tecnología quita». No podemos reparar solo en aquello que la tecnología parece dar a nuestros hijos, en esa deslumbrante magia que nos asombra tanto a nosotros como a ellos. Porque, a cambio, se nos pasará al cobro –si no está pasándose ya– el correspondiente precio. Y este precio adquiere la forma de problemas de concentración, destrucción de la imaginación y muerte de la poética, y por si esto fuera poco, también de alejamiento de la realidad. Hagan pues un balance de perdidas y ganancias, y decidan en consecuencia. Porque, como concluye Postman, «la cultura paga un precio por la tecnología que incorpora».

Segunda Advertencia. Neil Postman escribió que debemos ser conscientes de que la tecnología favorece a algunos y perjudica a otros. Por tanto, que siempre habrá vencedores y vencidos en los cambios tecnológicos. Así, en esta era de la información en la que han nacido y están creciendo nuestros hijos, los padres deberemos preguntarnos a qué grupo pertenecen los pequeños, si al de los que sacan provecho o al de los que sufren daños. Yo no albergo dudas al respecto: sin cuidado y supervisión, abandonados a su suerte, al albur de aquello que reciban sin barreras ni controles a través de sus teléfonos, ordenadores y demás artefactos, los niños –y su inocencia––, llevan siempre las de perder.

Tercera Advertencia. Marshall McLuhan, el maestro de Postman, nos dejó una famosa y enigmática frase: «El medio es el mensaje». De acuerdo con esta idea, nuestro autor afirma que «toda tecnología incorpora una filosofía que es expresión de cómo ella nos hace usar nuestra mente, de en qué medida nos hace usar nuestros cuerpos, de cómo codifica nuestro mundo, de cuáles de nuestros sentidos amplifica, y de cuáles de nuestras emociones y tendencias intelectuales desatiende». No hace falta mucho discernimiento ni estudio para apercibirse de, a qué cosas atiende este nuevo mundo cibernético y digital (lo aparente, lo superficial, lo sentimental, lo histriónico, lo virtual), y qué cosas arrincona (lo racional, lo profundo, lo tradicional, lo bello, lo real).

Cuarta Advertencia. Postman dice: «Hemos de saber que el cambio tecnológico no es aditivo, es ecológico. (…). Un nuevo medio no añade algo, lo cambia todo». Esta observación nos empuja a ser cautos y a averiguar qué transformaciones trae consigo cualquier novedad antes de abrazarla incondicionalmente. Y más tratándose de niños, cuya inocencia y bienestar están bajo nuestro cuidado. «Las consecuencias del cambio tecnológico siempre son amplias, a menudo impredecibles y en su mayor parte irreversibles», nos dice Postman, y en este caso, algunos de sus efectos son ya notorios, pero otros solo estamos empezando a vislumbrarlos, y lo que vamos sabiendo no es alentador.

Quinta y última advertencia. El sociólogo norteamericano nos termina advirtiendo que habremos de mitigar nuestro entusiasmo por la tecnología, pues este fácilmente podría volverse una forma de idolatría. La tecnología no es parte de un plan divino sino el producto de la creatividad humana, y por lo tanto no deberemos bajar nunca la guardia, pues la amenaza que nace de nuestro orgullo y de nuestra capacidad para el mal, estará ahí, latente o presente, pero estará ahí, incrustada en el uso dado a esa tecnología.

Visto todo ello, algunos de entre ustedes pensarán para sus adentros: «todas las advertencias que nos muestra usted sobre las tecnologías digitales parecen razonables, pero son igualmente aplicables a la tecnología que tanto defiende, pues también en su día sufrimos un cambio revolucionario de mano de la imprenta. ¿Hay acaso alguna diferencia entre una y otra?». La respuesta ante tan buena pregunta es que sin duda existe una diferencia. Una diferencia que radica no solo en la disparidad ontológica que hay entre la imagen y la palabra, centros neurálgicos de una y otra tecnología, sino, a mayores, de la tiranía que la primera –la imagen– ejerce sobre nuestras vidas a través del mal uso que estamos haciendo de las nuevas tecnologías, y del desprecio que estamos dando a los beneficios que la segunda –la palabra–, nos sigue ofreciendo a través de los libros.

De las razones de esta diferencia hablé en esta entrada, a la que les remito:
«De la imagen y la palabra».

De los efectos perniciosos de ese mal uso traté en estas tres entradas, a las que les remito también:
«El mundo digital y nuestros niños».
«El mundo digital y nuestros niños II (la atención perdida)».
«A nuestros adolescentes leer ya no les “mola"».

Finalmente, los beneficios que nos siguen ofreciendo hoy los libros y la necesidad de mantenerlos con nosotros son el tema de estas dos últimas entradas a las que les re-dirijo igualmente:
«De por qué los buenos y grandes libros son hoy tan necesarios».
«¿Podemos realmente prescindir de los libros?».

  

24.12.21

Navidad: libros para los más pequeños

  «La adoración de los reyes». Gennady Spirin (1948), de su libro «Los tres reyes».

  

    

«—Pero, mi querido Sebastian, no es posible que tomes todo eso en serio.
—¿No lo es?
—Me refiero a eso de la navidad, de la estrella, de los tres magos y el buey y el asno.
—¡Oh, sí! En eso, sí creo. Es una idea encantadora.
—Pero no puedes creer algo sólo porque sea encantador.
—Pues yo lo hago. Es mi manera de creer».

Evelyn Waugh. Retorno a Brideshead


«Al día en que la tierra fue santificada como un hogar se le llamó Navidad».

Myles Connolly

   

  

   

Estos días navideños parecen hecho a medida de los más pequeños, lo que no tiene nada de extraño pues, ¿no es la Navidad  la celebración del misterioso nacimiento de un Niño? Y ello, aun cuando sea un Niño extraordinario, uno cuyo amor «sostiene al sol y a las demás estrellas».

Y, puesto que Aquel niño fue obsequiado con varios presentes por unos nobles y sabios Magos, ¿no serán nuestros pequeños –que son los más cerca de Él se encuentran– quienes merezcan recibir, más que ninguno otro, algún regalo en conmemoración de tan inmortal suceso?

Por ello, pensando en estos obsequios navideños para los más pequeños, han venido a mi cabeza tres álbumes ilustrados. Unos breves libros que dan preferencia a la imagen sobre la letra, para contar el inicio de la mayor de las historias, y que estimo son un digno intento de hacer honor a la verdad y la bondad a través de la belleza.

LA HISTORIA DE NAVIDAD (1998), de Gennady Spirin

El primero de estos tres álbumes, La historia de Navidad (1998), contiene las maravillosas y exuberantes ilustraciones del artista ruso Gennady Spirin (1948-). Spirin es un prolífico ilustrador de libros infantiles, desde cuentos de hadas a historias clásicas de Shakespeare, Dickens, Pushkin y Tolstói, e incorpora en su particular estilo, tanto la herencia de artistas de su Rusia natal, como el gran Ivan Bilibin, como la múltiple influencia de los pintores japoneses de la ukiyo-e, de las tablas flamencas de los Brueghel y de los frescos renacentistas de Fra Angelico. Se trata de un hombre de profundas convicciones religiosas que no tiene reparo en mostrarlas a través de su obra, y respecto del cual se publico en su día en The Times lo siguiente:

«Spirin incorpora el rico color de Rafael —dorado profundo, azul y rojo carmesí— junto con el arte de la composición del maestro italiano, en muchas de sus ilustraciones. La precisión microscópica de su superrealismo recuerda al gran flamenco Jan Van Eyck, mientras que su increíble capacidad gráfica semeja la del artista renacentista alemán Alberto Durero. (…). Incluso a primera vista, los espectadores saben intuitivamente que este es uno de los maestros de nuestro tiempo. (…) Spirin es un mago que usa su pincel como una varita mágica».

El libro es una maravilla llena de detalles, color y borbotones de buen gusto, en cuya contemplación sus hijos se sumergirán largo tiempo.



LA HISTORIA DE LA NAVIDAD (2016), de Robert Sabuda

El segundo libro lleva por título La historia de la Navidad y es obra de Robert Sabuda (1965-), un artista que ha elevado la técnica del Pop-up al nivel de un arte, y entre cuyos trabajos destacan, el álbum que nos ocupa y la ilustración de títulos como El maravilloso mago de Oz (2000) y Alicia en el país de las maravillas (2003). El libro está concebido como una sucesión de láminas en tres dimensiones, sin uso del color ni del detalle, pero que lucen adornadas con resplandecientes toques de oro y nácar, y a través de las cuales el artista muestra los principales sucesos de la Navidad en seis escenas deslumbrantes, que van desde la Anunciación a la Natividad. El álbum es una fiesta visual de ventanas emergentes en las que sorprende la pericia de este ingeniero del papel. Un tesoro navideño para compartir con toda la familia.



LA PRIMERA NAVIDAD (1983), de Jan Pienkowski

El tercero y último de los libros se titula La primera Navidad y es autoría de otro autor/ilustrador de solera, Jan Pienkowski (1936-), ganador de dos medallas Kate Greenaway, en los años 1971 y 1979. El artista polaco recrea el relato de la Natividad sin uso del color y con minucioso detalle, y lo hace siguiendo la estela del gran maestro Arthur Rackham, a través de unas maravillosas siluetas en negro que recortan las figuras protagonistas sobre fondos de colores intensos, resaltándose todo el conjunto con el acompañamiento de marcos dorados en cada página. Las ilustraciones son complementadas por fragmentos de los evangelios de Lucas y Mateo.

Si bien la historia es contada con una gran simplicidad, lo esencial de la Navidad está ahí, en los versículos bíblicos que acompañan a las imágenes, y en las imágenes mismas. Y aunque las láminas que ilustran el relato están llenas de anacronismos (El pesebre está en un pinar. Nazaret es una ciudad medieval, y cuando José y María huyen a Egipto, lo hacen en medio de una tormenta desde un castillo gótico), remitiéndonos a la estética e imaginería de un cuento de hadas, ello ha de ser visto como parte del encanto del libro, junto con los adornos de las páginas y la magnífica portada.

A pesar de que el álbum no ha sido traducido al castellano, la belleza de sus ilustraciones hace que valga la pena hacerse con él.

20.12.21

De la Navidad y del libro como regalo navideño

                      Ilustraciones de Marcel Marlier (1930-2011).

   

   

«Niño de los mil cumpleaños, nosotros que somos jóvenes pero viejos,

Encanecidos con los siglos, no encontramos nada mejor que decir,

Nosotros que con sectas y caprichos y guerras hemos malgastado el día de Navidad.

Enciende Tú el incensario ante ti mismo, pues todos nuestros fuegos están apagados,

Estampa tu imagen en nuestra moneda, porque el rostro de César se oscurece,

Y un demonio mudo de orgullo y codicia se ha apoderado de él.

Te ofrendamos la gran cristiandad, iglesias, pueblos y torres,

Y si nuestras manos, oh Dios, se alegran de derramarlas como flores,

No es porque ellas enriquezcan Tus manos,

Sino porque se salvan de las nuestras».

 

G. K. Chesterton. Canción de los regalos para Dios (fragmento).

 

   

   

Chesterton es un pozo sin fondo de sabiduría. Y algo más también. El número de advertencias premonitorias que salieron de su pluma y anunciaron al mundo lo que hoy al mundo asola y tiraniza, son asombrosas. No en vano algunos lo tildan de profeta y otros, con razón aunque con poca fortuna, al menos por ahora, han tratado de alzarlo a los altares.

Y en el tema de Navidad, la actualidad de sus opiniones es, como acostumbra, sorprendente. El mayor consejo de Chesterton en este campo viene, en su particular estilo, de una aparente paradoja, al desafiar a nuestra sociedad moderna en su rechazo a Cristo y al mismo tiempo defender el reconocimiento externo y la pompa de la Navidad. Pero la apariencia de contradicción se disipa apenas atravesamos el umbral de sus argumentos. De esta manera nos dice:

«No hay rastro de la inmensa debilidad de la modernidad que sea más sorprendente que esta disposición general para mantener las viejas formas, pero informal y débilmente. ¿Por qué tomar algo que solo tenía la intención de ser respetuoso y preservarlo irrespetuosamente? ¿Por adoptar como propio algo que fácilmente se podría abolir tachándolo de superstición y en cambio perpetuarlo cuidadosamente como aburrido?».

Y continúa en su artículo titulado El espíritu de la Navidad:

«La complejidad moderna de la sociedad de consumo devora el corazón de algo, dejando al mismo tiempo el cascarón pintado. Me refiero al sistema elaborado en exceso de la dependencia en comprar y vender, y, por tanto, en el “bullebulle", y en consecuencia, el descuido de las cosas nuevas que se podrían hacer según la vieja Navidad».

Esto fue escrito hace unos 100 años, pero es perfectamente aplicable a nuestro mundo de hoy. ¿No es la nuestra una sociedad sin Cristo, sin fe, que trata de perpetuar penosamente la Navidad solo para hacerla finalmente aburrida, vacua e insatisfactoria? ¿No es acaso una cultura que convierte las fiestas navideñas en una excusa más para comprar, consumir, y tratar desesperadamente de distraernos del horror y vacío de nuestras vidas? Se trata de una Navidad hueca, volcada hacia un sentimentalismo y una ceremonia de la compulsión consumista, ruidosa y muda al mismo tiempo.

Ante esto, tan actual, tan dolorosamente actual, Chesterton nos recuerda que volver a la auténtica celebración del Adviento y de la Navidad no solo traerá una alegría verdadera, sino que también hará brillar la luz de Cristo entre nosotros, orientándonos hacia el verdadero sentido de la existencia. Y una de las más expresivas muestras de esa paradoja es santificar la costumbre del regalo y denostar el consumismo que gobierna nuestras vidas.

Pero Chesterton salva para nosotros esa contradicción. Nos dice que huyamos de las generalizaciones y que, por tanto, no abominemos de todo obsequio sino solamente de aquellos irrazonablemente caros, excesivos y hechos principalmente pensando en nosotros mismos y no en sus destinatarios. En suma, nos impulsa a mantenernos, en lo material, entre el despilfarro del Black Friday y la tacañería del señor Scrooge, y en lo espiritual, junto a Cristo mismo.

En esta defensa del obsequio navideño el escritor inglés llega a eleborar incluso una suerte de teología. Sostiene así que la idea de regalar es algo auténticamente cristiano, porque Cristo mismo es el mayor de los regalos, y un regalo material, por demás. Por tanto, ¿qué mejor que obsequiar para conmemorar ese don sin igual?:

«La idea de encarnar la benevolencia –es decir, de ponerla en un cuerpo— es la idea enorme, primordial, de la Encarnación. Un regalo de Dios que se puede verse y tocarse es el punto central del epigrama del credo. Cristo mismo fue un regalo de Navidad. La nota de la Navidad material la dan, incluso antes de su nacimiento, los primeros movimientos de los Reyes Magos y la Estrella. Los Reyes acuden a Belén trayendo oro, incienso y mirra. Si solo hubieran traído la Verdad, la Pureza y el Amor, no habría habido arte cristiano ni civilización cristiana».

Siguiendo con esta apología del obsequio, en 1937, Monseñor Ronald A. Knox escribió una carta sobre el tema de la Navidad en The Tablet en la que destacaba como lo sorprendente e inesperado –tan propio del acto de regalar– siempre ha acompañado a esta celebración, y como a pesar del acoso de la modernidad, este aspecto se mantiene incólume para cualquier observador atento:

«Toda la parafernalia moderna de la Navidad, los regalos, los árboles, las galletas, el pavo y el resto de cosas, se ha vuelto demasiado convencional, lo reconozco, y se han superpuesto sobre ella con afectación grandes negocios y el culto al salón de té Tudor. Pero la Navidad conserva, bajo todos sus adornos, su nota esencial de lo inesperado. Justo cuando esperas que los ladrones merodeen disfrazados por las casas de otras personas y se lleven cosas, se espera que tú, el amo de casa, te disfraces y merodees por tu propia casa, poniendo cosas allí. (…) Justo cuando las ramas deberían estar más desnudas, un árbol logra revertir todo el proceso, “miraturque novas frondes et non sua poma", brotando de él hojas de llama y frutos de vidrio reluciente».

Y hablando especificamente de libros como regalo de Navidad, el humorista británico P. G. Wodehouse, en un artículo de 1915 publicado en Vanity Fair, titulado Just what I wanted, nos dice algo más con su ingenio habitual:

«La primera regla en la compra de regalos de Navidad es elegir algo brillante.

Si el objeto elegido es de cuero, este debe parecer como si acabara de ser bien engrasado; si es de plata, debe brillar con esa luz que, tal cual dice el poeta, nunca estuvo en el mar ni en la tierra. Los libros son muy populares por esa razón. Probablemente, no exista nada que pueda semejar tan brillante como una colección de obras de Longfellow, Tennyson o Wordsworth.

(…)

También pueden utilizarse como espejos.

Mi única objeción a la costumbre de regalar libros en Navidad es quizás la egoísta de que anima y mantiene en el juego a un número de escritores que estarían mucho mejor empleados si abandonaran la pluma y se pusieran a trabajar».

Porque, lo cierto es que hay muchos libros para regalar. Unos pocos los he comentado aquí, en este blog; otros están esperando en los estantes de las librerías. Los hay muy recientes, pero no por ello habrán de dejar de ser apreciados. Y entre estos últimos hay algunos que tratan no solo de la Navidad, sino incluso –qué osadía– de ese sentido sacramental y simbólico que encierra su más profunda esencia, no en vano, como entendía Ian Boyd, biógrafo de Chesterton, ¿qué somos los hombres sino «signo sacramental del Dios encarnado»?

No obstante, es verdad que en Navidad podemos recibir también obsequios y presentes que no sean libros. Es más, el regalo navideño por excelencia es, como decía Chesterton, Cristo mismo, que en estas fechas viene a nuestro encuentro. Uno de esos encuentros obsequiosos, una de esas conversiones fulgurantes e inesperadas, al estilo de la de nuestro García Morente, es la que el día de Navidad aconteció al poeta y dramaturgo francés, Paul Claudel.

Cuando contaba 18 años, el 25 de diciembre de 1886, el joven escritor, agitado por los vientos de la incredulidad y atraído por una curiosidad puramente secular, acudió a los oficios religiosos de la catedral de Notre-Dame de París. Así lo contó él mismo en el artículo publicado en 1913 en el semanario Reveu de la Jeunesse, titulado Ma conversion:

«Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.

Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable».

Pero, volviendo a los libros, aparte de los memorables capítulos iniciales de Mujercitas (1868) de Louisa May Alcott, del famosísimo Cuento de Navidad, también conocido como Canción de Navidad (1843) de Charles Dickens, y en nuestra patria, de los Cuentos de Navidad y Reyes (1902) de Emilia Pardo Bazán, en el mundo literario podemos encontrar algunas otras obras que nos reconducen a la Navidad. Y aunque muchas de ellas no sean puramente católicas, quizá puedan ayudarnos a alejarnos del maremágnum de consumo y secularismo que se ha adueñado de estas fechas, y así podamos acercarnos a un ambiente de misteriosa alegría y llana sacralidad como primer paso para poder volver a la esencia de la verdadera Navidad.

Por ejemplo, Chesterton –otra vez, Chesterton–, resalta un aspecto muy cristiano de estas fiestas navideñas: el que apela a la compasión y en último termino la caridad para con los más desfavorecidos. Así dice:

«La Navidad está construida sobre una paradoja hermosa e intencional: que el nacimiento del que no tuvo casa para nacer sea celebrado en todas las casas. Pero hay otro tipo de paradoja no intencional y ciertamente no es nada hermosa: está muy mal que no podamos desenredar del todo la tragedia de la pobreza. No está bien que el nacimiento del que no tuvo casa para nacer, celebrado en el hogar y en el altar, vaya a veces sincronizado con la muerte de gentes sin hogar en asilos y en barrios pobres».

Este aspecto podemos encontrarlo expuesto en lo literario de la mano de Hans Christian Andersen y su cuento La pequeña vendedora de fósforos (1845), en el que el maestro danes, al relatarnos la historia de una pequeña y pobre vendedora callejera de cerillas en una una gélida víspera de Año Nuevo, nos habla de la muerte, de la pobreza y de que el mayor de los consuelos no está aquí, sino en el Cielo, o en el ya citado, Cuento de Navidad (1843) de Charles Dickens, en el que un viejo avaro se encuentra con un fantasma la noche de Navidad y donde el autor defiende una cierta concepción de los valores familiares y de la idea de la naturaleza expansiva y difusiva de la bondad y de la caridad.

También en la novela Elena (1950), de Evelyn Waugh, hay una hermosa evocación de la Navidad. El libro traza un relato sobre santa Elena y el descubrimiento de los restos de la santa Cruz en Tierra Santa. Su capítulo titulado Epifanía, contiene una oración muy especial de Santa Elena, cuando esta llega a Belén en la Fiesta de los Reyes Magos y se encuentra con una recreación de su venida. En esa oración la santa ruega a los Magos por ella y por su hijo Constantino (que todavía no estaba bautizado), y les pide un regalo navideño muy especial:

«Orad por mí, primos míos, y por mi pobre hijo. ¡Que también él encuentre antes del fin sitio para arrodillarse en la paja! Orad por los grandes, para que no perezcan del todo. Y orad por Lactancio, y Marcias, y los jóvenes poetas de Tréveris, y por las almas de mis salvajes y ciegos antecesores; y por su astuto adversario Ulises, y por el gran Longino… Por Él, que no rechazó vuestros curiosos regalos, orad siempre por los hombres cultos, oblicuos y delicados. ¡Que no se les olvide del todo en el trono de Dios cuando los simples entren en su reino!».

Un pasaje muy íntimo de Waugh, lo que cuadra con la confesión contenida en una carta personal a uno de sus amigos cercanos, de que Elena fue el único de sus libros que alguna vez leyó en voz alta a sus propios hijos.

Y finalizo igual que empecé, con Chesterton, y en este caso con su obra El hombre eterno (1925). El capítulo titulado El Dios en la cueva es uno de los textos más ricos y maravillosos que ilustran el sentido verdadero de la Navidad. Al igual que en el anterior pasaje, Waugh llama la atención sobre los sabios, sobre los que parecen saber más que los demás, Chesterton nos descubre aquí que Cristo no solo vino por esos filósofos y poetas, sino también por los pastores, a quienes identifica como los guardianes de las viejas y nuevas tradiciones:

«Ningún otro nacimiento de un dios o infancia de un sabio es para nosotros Navidad o algo parecido a la Navidad; es demasiado frío o demasiado frívolo, o demasiado formal y clásico, o demasiado simple y salvaje, o demasiado oculto y complicado. (…). La verdad es que hay un carácter bastante peculiar y propio en la dependencia de esta historia sobre la naturaleza humana. No es algo que se refiera a su sustancia psicológica, como ocurre en la leyenda o en la vida de un gran hombre. No es algo que haga volver nuestras mentes hacia la grandeza, hacia esas vulgarizaciones y exageraciones de la humanidad que son transformadas en dioses y héroes, aun en el caso más saludable de culto al héroe. No es algo que nos haga volver la cabeza hacia lo externo, hacia esas maravillas que podrían encontrarse en los confines de la tierra. Es más bien algo que nos sorprende desde atrás, de la parte oculta e íntima de nuestro ser, como lo que algunas veces hace inclinar nuestro sentimiento hacia las cosas pequeñas o hacia los pobres. Es algo así como si un hombre hubiera encontrado una habitación interior en el mismo corazón de su propia casa, un lugar que nunca había sospechado, y hubiera visto salir luz de su interior. (…). Es el discurso quebrado y la palabra perdida que se hacen positivas y se mantienen íntegras mientras los reyes extranjeros desaparecen en la lejanía y las montañas dejan de resonar con las pisadas de los pastores».

Que tengan una feliz y santa Navidad.

13.12.21

Jane Austen y el vicio del sentimentalismo: «Juicio y sentimiento»

       
           «Una espina entre las rosas» (detalle). Obra de James Sant (1820-1916).

  

  

«Como soy un pesado, le mencioné la definición de sentimentalismo de R.H. Blyth: somos sentimentales cuando le damos a una cosa más ternura de la que Dios le da».


J. D. Salinger. Levantad, carpinteros, la viga maestra.

 

«Un sentimental es simplemente alguien que desea tener el lujo de una emoción sin pagar por ella».


Oscar Wilde. De profundis.

  

    

El monje cisterciense Eugene Boylan dio en el clavo cuando en su famosa obra, Tremendo amor (1945), escribió lo siguiente:

«La fuente de todos los males y errores en la vida intelectual de hoy ––la enfermedad que hace de muchos de sus enunciados meros vagabundeos de una imaginación febril–– es la pérdida de la metafísica y de la capacidad para el pensamiento abstracto».

Boylan se estaba refiriendo así al riesgo cierto de que, si uno se descuida, puede terminar pensando con la imaginación en vez de con ideas, y más específicamente, que uno de los males a que esto podría conducir es a pensar, no ya con la imaginación, sino con los sentimientos. Sigue diciéndonos el monje:

«De esta enfermedad de la mente (la pérdida de la metafísica y de la capacidad del pensamiento abstracto) obtenemos el sentimiento como principio en la moral, lo particular por lo general en el argumento, la metáfora en lugar de la realidad, la opinión por la certeza, el prejuicio en lugar del juicio, la cantidad por la calidad, la materia como la realidad última, entrando en circulación todas esas monedas falsas que son corrientes en el comercio intelectual de hoy».

¿Reconocen el paisaje intelectual y moral que describe?

Como una de esas monedas falsas de que habla el padre Boylan, el sentimentalismo es quizá una de las características intelectuales de más presencia en nuestros días, sea en la escuela, sea en la universidad, sea en el hogar, sea en el trabajo.

Este sentimentalismo rampante reúne dos grandes vicios: la primacía del sentimiento sobre la razón, siempre y sin excepción, y el encierro del hombre en sí mismo, en una autocomplacencia emocional, que lo aísla y lo paraliza. Y aunque no es algo esencialmente moderno, también es cierto que hoy campa por sus respetos sin límite aparente.

En su libro, La estética de la música (1997), el filósofo conservador Roger Scruton hace una de las descripciones más certeras de este tipo de comportamiento moral, al decirnos que «el sentimentalismo es ese vicio peculiarmente humano que consiste en dirigir tus emociones hacia sí mismas, para ser el tema exclusivo de una historia contada por ti mismo». Y continua argumentando por qué se trata de un vicio:

«No solo nos coloca a distancia de la realidad; también implica una sobrevaloración de uno mismo a costa de los demás. La otra persona entra en la órbita del sentimentalista como una excusa para la emoción, más que como un objeto de ella. El otro se ve privado de su objetividad como persona y absorbido por la subjetividad del sentimentalista. Se convierte, en un sentido muy real, en un medio para la emoción, más que en un fin en sí mismo».

Un vicio tan suave y pegajoso como reconfortante, pero que, a pesar de su aparente benevolencia, afecta a la percepción de la realidad y al conocimiento de la verdad, ya que excluye por completo a la razón. Y, no solamente eso, sino que, a un tiempo, condiciona el comportamiento humano haciendo del hombre un ser menos social y más egoísta, pues aunque el sentimental pretende preocuparse por el prójimo, realmente solo se preocupa por sí mismo convirtiéndose así el otro en un mero medio para un fin. Pero volvamos a Scruton, quien en una de sus últimas entrevistas vuelve sobre el tema:

«El sentimentalismo pone un velo entre tú y el mundo. Hace que tus propios sentimientos sean más importantes que el objeto al que teóricamente se dirigen y, por lo tanto, los neutraliza. Realmente uno no está respondiendo al mundo tal como es; de ahí que encierre un profundo defecto epistemológico».

Y es que en realidad, el hombre que padece de sentimentalismo falsifica y corrompe el significado real de los sentimientos, que en sí mismos, no solo son algo esencial y propio de nuestra condición humana, sino también algo deseable y bueno. Pero el sentimentalista los desnaturaliza, atribuyéndose algunos ciertamente inexistentes para alardear de ellos y tranquilizar su conciencia sin comprometerse de hecho, vaciando, además, de sus funciones a los que realmente experimenta. D. H. Lawrence lo dice mejor:

«¡Sentimientos falsos! El mundo está lleno de ellos. Son mejores que los sentimientos reales, porque puedes escupirlos cuando te cepillas los dientes; y al día siguiente puedes fingirlos de nuevo».

No obstante esta presencia tan actual se trata de un vicio que no es nuevo y como tal aparece tratado en algunas obras clásicas.

Por ejemplo, la primera novela de Jane Austen, Juicio y sentimiento (1811), trata de esta cuestión –o al menos de una parte del problema–, tal y como evoca su propio título, y por ello su ya perenne presencia de clásico, se ha vuelto más actual que nunca. El filosofo inglés Gilbert Ryle hace al respecto la siguiente observación:

«Varios de los títulos de Austen están compuestos por sustantivos abstractos. «Juicio y Sentimiento» [trata] realmente de las relaciones entre el sentido y la sensibilidad, o […] entre la cabeza y el corazón, el pensamiento y el sentimiento, el juicio y la emoción».

La novela nos da una visión de la vida cotidiana de las mujeres de la clase media alta de la Inglaterra de principios del siglo XIX, en la denominada época de la Regencia, y se centra sobre todo en las relaciones personales de la familia Dashwood, poniendo el acento en las dos hermanas mayores, Elinor y Marianne, y sus relaciones románticas. Elinor, la de más edad, es una imagen del sentido común, y Marianne, la de menor edad, una muestra de la sensibilidad. Pero no se trata de dos personajes dicotómicos y opuestos y, por lo tanto, planos. Elinor representa el sentido, y sin embargo su vida no está ausente de sentimiento, y Marianne es elegida para mostrarnos los efectos de la sensibilidad, pero también evidencia trazas de razón, como puede verse al final de la historia. Porque ambas son muy humanas y la maestría de la autora reside en usarlas como ejemplos extremos de ciertas patologías de conducta, sin que sintamos que se trata de meras creaciones ficticias.

Al igual que sucede hoy día, a comienzos del siglo XIX la pujanza del movimiento romántico puso en boga el peligro de una sensibilidad excesiva, y Austen estaba preocupada por la prevalencia de la actitud sensible que enfatizó la naturaleza emocional y sentimental de las personas en lugar de sus dotes racionales. Fruto de esta preocupación nació esta su primera novela. En su tiempo, ser capaz de mostrar las propias emociones era, por tanto, deseable, y la moderación, de hecho todo lo relacionado con el control racional, se consideraba artificial. Austen intenta desacreditar esta tendencia al sentimentalismo señalando sus peligros en el ejemplo de Marianne y mostrando la superioridad del sentido, con el ejemplo de Elinor.

Una crítica contemporánea (Critical Review, febrero de 1812) explica bien lo que Austen trataba de mostrar:

«La sensibilidad de Marianne no tiene límites. Se siente desdichada, y en su peculiar temperamento, esta miseria es extravagantemente apreciada por ella misma, mientras que Elinor, que tiene sus propias dificultades amorosas que afrontar y su propia sensibilidad que dominar, asume la dolorosa tarea de intentar aliviar el dolor de su hermana, que hace tanta presa en su salud, que pronto se ve cerca de la tumba. La paciencia y la ternura de Elinor durante la larga enfermedad de su hermana, y el hecho de saber que soporta de manera tan ejemplar las decepciones y mortificaciones que ha tenido que sobrellevar, calan hondo en la mente de Marianne. Su reclusión le hace reflexionar y su buen juicio acaba por imponerse a su sensibilidad».

El centro sobre el cual gira la trama y sobre el que recae el juicio moral de la escritora inglesa, es –como en todas sus novelas– la institución matrimonial. Austen nos avisa del peligro de dejarse llevar por los extremos, situando al matrimonio en su debido lugar. Por un lado, nos previene para que nos alejemos de un juicio de la razón corrompido por el propio interés, por el materialismo y por la utilidad mercantil, al que puede guiar una prudencia equívoca, y que suele conducir a relaciones maritales basadas únicamente en el dinero y la posición social. Y, por otro lado, nos advierte de que el matrimonio deberá estar apartado de una sensibilidad corrupta, fagocitada por una libertina actitud de sensualidad, y que suele desembocar en fugas, seducciones, abandonos e hijos fuera de la relación conyugal. Una corrupción de la sensibilidad que si bien no es puro sentimentalismo, tal y como lo hemos estado tratando, linda con él y puede terminar llevándonos a él, sin perjuicio de la propia desviación moral que en sí misma encierra. Porque, como nos muestra Jane Austen, ambos extremos terminan destruyendo el ideal del matrimonio que forma la base de la civilización en sus novelas y, por supuesto, no solo en ellas.

En Juicio y sentimiento, el genio moral de Jane Austen, calificado de aristotélico por el filósofo católico Alasdair MacIntyre, enseñará a sus hijos una verdad moral fundamental de mucha utilidad en estos nuestros días, plagados de emociones, ofensas y sentimentalismo. En la dicotomía conductual de las dos hermanas y el paralelismo dramático de la trama, podrán ver representado lo absurdo e insensato del imperio de los sentimientos, puesto de manifiesto de modo maestro en el contraste de una hermana mayor (Elinor, el sentido, el juicio, la sensatez) que se enfrenta al hecho de que la realidad no puede modelarse según sus deseos, y una hermana menor (Marianne, el sentimiento, la sensibilidad o el sentimentalismo) que aún necesita aprender esta verdad moral básica. Y todo ello con un profundo humor irónico y un sabio equilibrio entre una natural sensibilidad y un no menos natural sentido común, armonía esta básica para de alguna manera acercarse a la esencia de lo que antaño era calificado de vida virtuosa y que hoy se nos revela extraordinariamente necesario.

Así que, pongan en manos de sus hijos de 15 años en adelante este magnífico libro. Sin duda ellos y ustedes sacarán provecho y deleite de su lectura.

23.11.21

El sobrenaturalismo perdido y los buenos y grandes libros

                                 «Misa de la fundación de la Orden Trinitaria»
                                       Juan Carrero de Miranda (1614-1685).

    

  

«Estamos entonces en un mundo de espíritus tanto como en un mundo de sentidos, y mantenemos comunión con él y participamos en él, aunque no somos conscientes de hacerlo».

Cardenal John Henry Newman. Homilía, El mundo invisible.

  

  

  

Hay un sobrenaturalismo intuitivo propio de la naturaleza humana que hoy ha dejado de formar parte del sentir del hombre común. Hace no tanto tiempo, una conciencia de lo sobrenatural era albergada por los corazones de casi todos los hombres, incluidos los de pensadores y filósofos, y pongo mi atención en los platónicos, neo platónicos, aristotélicos y medievales, más que ningún otro. Y es que incluso en el mundo pagano pre-medieval se daba este estado del alma.

Hoy, sin embargo, lo natural ha absorbido a lo sobrenatural. Como dice el filósofo aristotélico-tomista, Edward Feser:

«Los secularistas modernos corren sin duda un peligro espiritual más grave que los antiguos paganos, quienes, a pesar de todos sus defectos, al menos podían ver que la existencia de Dios era demostrable y comprendían las líneas generales de la ley natural.

El secularista moderno, o al menos el secularista moderno educado, necesita ser elevado al nivel del antiguo pagano antes de que sea probable que se tome en serio la revelación cristiana. Necesita una comprensión renovada de la naturaleza sobre la cual actúa la gracia, ya que, además, la fe, la revelación y lo sobrenatural parecen para muchos flotar falsamente en el aire, sin fundamento en la razón o la realidad. Necesita, por tanto, teología natural y ley natural. Una teología natural y ley natural basada en las verdades que incluso los paganos conocían, tal como se articulan y defienden dentro del escolasticismo, dentro del tomismo. Y las necesita ahora más que nunca».

Otro pensador contemporáneo, el doctor Bruce Charlton, incide en esta cuestión, cuando escribe:

«El cristianismo supone un salto mucho mayor desde la modernidad secular que desde el paganismo. El cristianismo parecía una culminación del paganismo: uno o dos pasos más en la misma dirección y construyendo sobre lo que ya estaba allí: las almas y su supervivencia más allá de la muerte, la naturaleza intrínseca del pecado, las actividades de poderes invisibles, etc. Con los modernos no hay nada sobre lo que construir, excepto quizás los recuerdos de la infancia o realidades alternativas vislumbradas a través del arte y la literatura».

Pero esto no es algo nuevo, sino que ha venido fraguándose desde hace mucho. C. S. Lewis lo vio en su día, cuando escribió: «Un pagano (…) es un hombre eminentemente convertible al cristianismo (…). Los cristianos y los paganos tienen mucho más en común entre ellos que con cualquiera de los postcristianos (…). Un postcristiano no es en absoluto un pagano, sería como creer que una mujer recupera su virginidad gracias a que se divorcia. El postcristianismo queda separado del pasado cristiano y, por lo tanto, doblemente separado del pasado pagano». De hecho Lewis sostenía que para que un hombre de eses tipo se interesase por el cristianismo, casi habría que partir por volverlo un pagano.

Lo mismo pensaba Chesterton cuando escribió:

«El paganismo puede compararse con esa luz difusa que brilla en un paisaje cuando el sol está detrás de una nube. Así, cuando el verdadero centro del culto es, por alguna razón, invisible o vago, siempre ha quedado para la humanidad sana una especie de resplandor de gratitud o de maravilla o de temor místico, aunque solo se refleje en los objetos ordinarios o en las fuerzas naturales o en las tradiciones humanas. Era la gloria de los grandes paganos, en los históricos días del paganismo, que las cosas naturales tenían una especie de halo proyectado de lo sobrenatural. Y quien vertía vino sobre el altar, o esparcía polvo sobre la tumba, nunca dudaba de que trataba de algún modo con algo divino».

Y si bien los cristianos de hoy día no somos modernos paganos, inevitablemente estamos contaminados de este mundo postcristiano (y los niños probablemente más), y sufrimos de la misma manera esta enfermedad espiritual. La relajación litúrgica y el menoscabo de lo sagrado, no únicamente en el fondo de lo enseñado y trasmitido, si no igualmente en las formas, es una muestra, y quizá la más hiriente y cruel por su importancia, tan banalizada de un tiempo a esta parte.

Y así, ese sobrenaturalismo intuitivo del que hablo se ha ido, probablemente porque la mayoría de las personas nunca se alejan de un entorno seguro, predecible, próspero y cómodo. Es, por lo tanto, más un problema psicológico que filosófico o teológico. Pero este aspecto anímico arrastra a los otros dos por una pendiente resbaladiza.

Por ello, en esta situación en la que estamos, incluso los mejores argumentos teológicos no servirán de mucho si no resuenan en las entrañas de las personas. De esta forma, dado que la gente no es tan espontáneamente religiosa como antes, es poco probable que de la apologética o de la predicación resulten muchas conversiones. Es necesario alejarnos de este modus vivendi que nos adormece espiritualmente.

Hay aquí dos cuestiones claves en este despertar: primero, el rescate del conocimiento de la ley natural y de aquello que podemos descubrir a través de la razón, y de la trascendencia para el hombre de este conocimiento (los preambula fidei de santo Tomás), y segundo, la renovación de nuestra capacidad natural para apreciar lo sobrenatural, para ser conscientes de nuevo de la existencia de un mundo espiritual, invisible, paralelo al natural que habitamos, y de su trascendencia, más allá de la muerte física, tal como describe, maravillosamente, el cardenal Newman en la homilía con una de cuyas frases se inicia este artículo, y que es de lo que propiamente les hablo hoy.

Y aunque no se trata de que nos volvamos paganos para regresar a la Verdad, como sugería Lewis, seguramente tenemos mucho que aprender de aquellos que, a pesar de no ser cristianos, experimentaron la expectativa o el asombro antiguo de creer en algo –o incluso en alguien– por encima del hombre y su destino. En este sentido, intuyo que los grandes santos de la patrística estarían hoy más de acuerdo que entonces sobre la idea de que algo bueno (en el sentido de ayudar a redescubrir lo sobrenatural) podemos encontrar en los clásicos de la antigüedad.

Todo esto me recuerda una distinción de C. S. Lewis, exquisita, como muchas de la suyas, que aparece esbozada en un ensayo sobre las novelas de su amigo Charles Williams.

Allí señala que hay un tipo de literatura que mezcla lo probable y lo maravilloso, en dos niveles literarios, el realista y el fantástico, y que muchas veces no es ni compartida ni comprendida. Su punto de partida es una mera suposición que, por lo tanto, en modo alguno puede asimilarse a una alegoría, y así nos dice: «Supongamos que encuentro un país habitado por enanos; supongamos que dos hombres pudieran intercambiar sus cuerpos. Nada menos que eso se nos exige, pero tampoco nada más». Pues bien, ante ese tipo de fábula, Lewis reflexiona sobre su posible finalidad, encontrándole cierta utilidad. «Esta suposición», nos dice, «es un experimento ideal: un experimento hecho con ideas porque no puedes hacerlo de otra manera. Y la función de un experimento es enseñarnos más sobre las cosas sobre las que experimentamos. Cuando suponemos que nuestro universo cotidiano está invadido por algo distinto, estamos sometiendo nuestra concepción de ese otro mundo invasor, o de ambos, a una nueva prueba. Los juntamos para ver cómo reaccionan. Si tiene éxito, llegaremos a pensar, a sentir y a imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención, ya sea sobre el mundo que se invade o sobre el que lo invade, o sobre los dos».

Pensemos ahora en lo ya dicho: ¿cómo alguien podría hoy en día tomar conciencia de que a nuestro alrededor existe un mundo paralelo e invisible? ¿Cómo podríamos saber más y mejor sobre él? Novelas del estilo de las de Lewis y Tolkien pueden enseñarnos a nosotros y a nuestros hijos a pensar en su existencia, a hacernos más fácil aceptar la misma y a «imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención» como será ese mundo desconocido, con el que no resulta para nosotros posible contactar o que no podemos, al menos por el momento, experimentar.

En estas obras el poeta nos habla, a través de una conjetura, de la violación de una frontera y de aquello que esta ambos lados de la misma. Pero aunque solo estuviéramos interesados en uno de los lados, aunque fuéramos puros materialistas para quienes «no existe tal cosa (como ese mundo paralelo e invisible), y para quienes eso no puede ser más que una curiosidad», la fábula nos hablaría igualmente, de ese otro mundo en el que no creemos, del otro lado de esa frontera y de la existencia de la misma, y así nos obligaría a reflexionar en la posibilidad de su realidad, aun cuando solo sea inicialmente para negarla. Solamente por ello agradecería su existencia y la del poeta que lo hace posible. Porque de esta manera, pone al alcance de nuestra mano el asombro del que hablaba Chesterton, la sensación de lo sublime sobre la que escribió Edmund Burke, o el sentimiento de lo sagrado, de lo numinoso sobre el que reflexionó Rudolf Otto, y nos prepara para estas experiencias. Y eso es un amanecer de esperanza.

Esto es lo que ocurre en la obra de Tolkien y en la de Lewis, la myatopeia que magistralmente trazan con sus plumas hace posible pensar, no solo en los mundos imaginados por el poeta, en sus personajes y en sus virtudes o defectos, en su vida moral o inmoral, sino en el hecho mismo de una creación.

Y es por ello que en esta labor, quizá los libros, los buenos y grandes libros, puedan contribuir, aunque sea solamente un poco. Puedan ayudar a conmover esas entrañas, a remover las brasas de esas conciencias dormidas. Para que, una vez despiertas, puedan ser iluminadas.

Pero no quisiera terminar sin hacer una aclaración y una advertencia. Sobre esta última, solo recordar que no toda noción sobrenatural nos servirá. Chesterton nos recordaba que debemos eludir lo que él llamaba «las formas bajas de sobrenaturalismo», como los presagios, las maldiciones o los espectros, y buscar un «sobrenaturalismo alto y feliz», porque en caso contrario podríamos acabar como los puritanos, «que negaban los sacramentos, y sin embargo seguían quemando brujas».

Sobre la aclaración, únicamente resaltar que lo que he dicho no aboga por buscar refugio en un idealismo trascendente, olvidándonos de la realidad material. El cristianismo, desde siempre supone un abrazo, no solamente entre fe y razón, sino también entre el mundo físico y el espiritual. No desprecia el conocimiento de la naturaleza acudiendo al evidente sobrenaturalismo de la gracia, sino que nos revela a la gracia como medio para la culminación y perfeccionamiento de esa naturaleza, una naturaleza con un telos que cumplir como paso ineludible para, a través de la recepción de una gracia siempre inmerecida, ascender hacia nuestro destino sobrenatural.

Ocurre que mal se puede ascender a ningún sitio si percibimos la realidad de forma plana y anodina, sin cumbres ni relieve alguno, si uno ve el mundo como una gran e infinita llanura. Por esa razón hace falta rescatar esa trascendencia, ese sobrenaturalismo que aguarda escondido en un rincón, y los buenos y grandes libros pueden ayudar a ello.