InfoCatólica / De libros, padres e hijos / Categoría: Sin categorías

8.12.22

Al este del sol, al oeste de la luna. En tierras de las hadas nórdicas

«Y se fueron a vivir lejos, lejos del castillo que estaba al este del sol y al oeste de la luna». Kay Nielsen (1886-1957).

 

 

 

«Al oeste de la luna, al este del sol/ Hay una colina solitaria/ Sus pies están en el mar verde claro/ Sus torres son blancas y quietas:/ Más allá de Teníquetil/ en Valinor./ Hasta allí no se adentran las estrellas, excepto una/ Que cazaba con la luna».

J. R. R. Tolkien

 

  
«Pues nuestro Castillo está al Este del Sol/ Y nuestro Castillo está al Oeste de la Luna/ Y los laberintos oscuros de los sabios/ Apuntan al Este y al Oeste de la tierra donde reside/ Y un Necio, enceguecido, por la carretera camina/ Y sin dificultad lo encuentra».

G. K. Chesterton

  

«Los cuentos populares noruegos son los mejores que existen… superan a casi cualquiera otros».

Jacob Grimm

 

 

Uno de los cuentos de hadas más queridos para mí, y que con mayor cariño recuerdan mis hijas, es el titulado Al este del sol y al oeste de la luna. Inspirado en una antigua leyenda nórdica, en él una joven acepta la difícil misión de encontrar y redimir a la persona que ama. El comienzo es sorprendente y misterioso: una muchacha es ofrecida en matrimonio por sus padres a un gran oso blanco. Una vez en el castillo donde habita el oso, la doncella descubre que se trata de un príncipe que, por mor de un hechizo, está condenado a adoptar la forma de la bestia. Pero este descubrimiento provoca una catástrofe:

«¿Qué es lo que has hecho? –le preguntó él–, has causado tu infelicidad y la mía. Si tan solo hubieras resistido un año habría sido liberado. Tengo una madrastra que me ha hecho este encantamiento, de modo que soy un oso blanco de día y un hombre de noche. Pero ahora todo ha terminado entre nosotros, y debo irme donde ella está: vive en un castillo que se encuentra al este del sol y al oeste de la luna, y allí esta también una princesa con una nariz que mide tres palmos de largo. Con ella habré de casarme ahora».

La heroína ha de dejarlo marchar, pero no se resigna. Recorre el mundo en su busca, y con la ayuda algunos amigos que encuentra en el camino, especialmente los cuatro vientos, lo rescata liberándolo de su maleficio.

Inspirada, en el Cupido y Psique de Apuleyo, el relato tiene también semejanzas con la historia de La bella y la bestia, aunque, a diferencia de Psique, quien es finalmente salvada por la intercesión de Cupido, aquí es nuestra joven doncella la que logra salvar a su amado príncipe. La narración pertenece al ciclo de cuentos de hadas en los que el protagonista debe aprender a ver más allá de la apariencia de las cosas, y en los que, además, se hace referencia al amor sacrificado y donante, como medio para lograr la redención. O, como dice Chesterton, una historia donde se enseña a los niños que algo debe ser amado antes de que sea amable. Pero también es un cuento cautelar que les alecciona a tratar con cuidado y prudencia a la curiosidad. Un relato que resalta la importancia de la obediencia y la confianza, y los indeseables resultados a los que puede llevar su olvido. Unas nefastas consecuencias solo salvadas al final por la concurrencia providencial de algo que está por encima de uno, en este caso, personificado en los cuatro vientos, especialmente el del Norte, que conducen a la protagonista hasta su enamorado.

Como se desprende de los versos iniciales de Chesterton y Tolkien y de su poético título de Al este del sol y al oeste de la luna, el lugar donde transcurre gran parten de la acción es de ubicación lejana, mágica y cuasi onírica, un reino de otro mundo, misterioso y apartado de la realidad cotidiana (¿no es acaso por el oriente por dónde siempre sale el sol?). Pero, aun así, se trata de un paraje que podríamos imaginar como cercano a las regiones polares, pues allí, o no hay sol, o cuándo este sale, no parece tener oriente u occidente a su vera. Mis hijas, al menos, lo hacían de esta manera, y situaban la acción del cuento en aquellas lejanas tierras. Quizá era debido a los paisajes que dejaban entrever las maravillosas ilustraciones de Kay Nielsen que adornaban el libro (una vieja versión en inglés, que mantenía un cierto esplendor debido a aquellas), quizá porque el relato formaba parte de la magnífica colección de Cuentos populares noruegos compilados por Peter Christen Asbjørnsen y Jørgen Moe, y publicados entre 1841 y 1844; una de las grandes compilaciones de cuentos que se hicieron en Europa en el siglo XIX, junto con la de los germanos Grimm y la del ruso Afanásiev.

Asbjørnsen era un estudiante de ciencias naturales, y Moe, de teología, y aunque se conocían desde niños, no fue hasta que coincidieron en la universidad que, inspirados por la labor de los hermanos Grimm, decidieron recopilar los cuentos populares de su país. Unos relatos con los que habían crecido, al escucharlos de boca de sus padres, tíos y abuelos al calor de la lumbre, en las noches desapacibles de los largos inviernos nórdicos.

Los dos amigos recogieron estos cuentos viajando por Noruega durante sus vacaciones de verano y primavera, a menudo caminando a pie y visitando pueblos para poder escuchar los relatos de viva voz de los propios campesinos. Junto con el que da título a este artículo, la compilación incluye muchos otros cuentos maravillosos como La Doncella Maestra, El castillo de Soria Moria, La princesa en el monte de cristal, Tatterhood, Por qué el mar es salado y Los Doce Patos Salvajes. La obra de Asbjørnsen y Moe fue incluso fuente de inspiración para otros artistas: por ejemplo, el dramaturgo Henrik Ibsen y el músico Edvard Grieg, extrajeron de ella al personaje del joven Peer Gynt para dos de sus más famosas obras.

Todas estas narraciones reflejan el típico folclore noruego y el alma de una nación. El escritor francés Charles Nodier encontró una relación significativamente premonitoria entre el idioma (mejor dicho, su musicalidad), el carácter de los pueblos, y el paisaje en el que se desenvuelve la vida de los mismos. Así, entendió que las lenguas nórdicas, envueltas en brumas y humedales, se manifestaban en «sonidos bruscos y ásperos» que, según él, recordaban «el susurro de los arroyos salvajes, el grito de los abetos doblegados por la tormenta y el estruendo del desplome de los acantilados». Y Noruega es una encarnación de ese Norte, entre sus nebulosas mesetas, cargadas de abetos y abedules, y sus heladas y rugosas montañas, cortadas por afilados glaciares que se derrumban en plácidos y helados fiordos. Unos paisajes iluminados, en noches interminables, por las auroras boreales, onduladas, amarillo verdosas y esquivas, que, como senderos de luz, atraviesan en cielo estrellado. Estos cuentos traducen a palabras esos parajes y sonidos, y conducen a un enigmático lugar que está al este del sol y al oeste de la luna. El resultado es cautivador y mágico.

 

 

En España, estos cuentos noruegos, llenos de trolls, duendes, doncellas y príncipes, han sido publicados en distintos momentos, comenzando con las ediciones de los años 30 de la editorial Araluce, a las que siguieron en los 80 y 90, las de José J. Olañeta, en su colección  Érase una vez… Biblioteca Cuentos Maravillosos, prologado y traducido por Carmen Bravo-Villasante, y la de la colección El Palacio de los cuentos del Círculo de Lectores. Recientemente, se ha publicado el que quizás sea el volumen más completo de estas narraciones, titulado Cuentos Noruegos, y editado por Libros de las Malas Compañías, con ilustraciones de artistas noruegos clásicos. Lamentablemente, todavía nadie ha publicado esta obra en castellano iluminada con las bellas acuarelas de Kay Nielsen.  

29.11.22

¿Para qué educar?

     «La Filosofía en el centro de las siete artes liberales», del «Hortus Deliciarum» de la abadesa Herrada de Landsberg (1125-1195).

 

  

«Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza».

Génesis, I, 26

  

«Y descansó en el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el séptimo día y lo santificó; porque en él descansó Dios de toda su obra que en la creación había realizado».

Génesis, II, 2-3

 

 

Hace ya unos años el filósofo inglés Michael Oakeshott nos hablaba de dos diferentes formas de estar en el mundo: trabajando o jugando. De entrada, muy probablemente, muchos, si no todos, abogaríamos, de entre las dos, por la más seria y responsable del trabajo. El juego, diríamos, es para los niños.

Oakeshott escribió que, como trabajadores, vemos el mundo como material para satisfacer nuestras necesidades, que son infinitas y variables. También vemos a otras personas como empleados o compañeros; los recursos naturales son el medio para nuestros diversos proyectos; incluso la oración se piensa como una forma de conseguir las cosas que deseamos. Somos en ese sentido muy prácticos. Ah, y además, todo debe pagarse, por lo que nada es gratis. Y la única alternativa a este universo del facere es “el descanso”, entendido como una pausa para recuperarse y volver en condiciones al trabajo. O estamos trabajando, o estamos –en mucha menor medida– descansando para poder trabajar mejor.

Y, lo queramos o no, esa es nuestra forma de ver el mundo. Aunque, desde luego, no es la que yo deseo ni para mí ni para mis hijos, al menos, que lo sea en su totalidad. Este deseo se basa en un principio de sabiduría recogido por el Eclesiastés, hoy olvidado:


«Desnudo como salió del seno de su madre, así volverá para ir como vino, sin recibir nada por su trabajo que pueda llevar en su mano. También esto es una desdicha enorme: que precisamente como vino, así se haya de volver. ¿Qué le aprovecha el haber trabajado para el viento?»


Y no es que reniegue del trabajo. No. El trabajo es necesario. Algo intrínseco a nuestra naturaleza, sin el cual el hombre no sería tal. Pero no el trabajo considerado como «la empresa de utilizar los recursos del mundo para satisfacer nuestras necesidades inagotables, o de hacer del mundo algo que corresponda a nuestros deseos», que diría Oakeshott, si no «la procura, activa y la más de las veces esforzada, de aquello útil en verdad para la vida», como diría Josef Pieper. Volvamos al Eclesiastés: «Que el hombre coma y beba y disfrute, en todo su trabajo, de los bienes, por los cuales se afana debajo del sol, durante los días de vida que Dios le conceda; porque tal es su destino (…) esto es un don de Dios». No, no discuto el trabajo. Lo que quiero discutir aquí, hoy, es que el tinte de censura que todos, o casi todos, asociaríamos al enfoque del juego, sea acertado.

Y creo que no lo es.

El filósofo inglés nos habla también del juego, y lo define como «una experiencia de disfrute que no tiene ningún propósito ulterior, ningún otro resultado dirigido, y comienza y termina en sí mismo. No es una lucha por lo que uno no tiene y no es un ataque a la naturaleza para satisfacer una necesidad».

Ya he hablado del juego aquí, y no voy a ahondar en ello. Solo me gustaría reivindicar un mayor equilibrio entre el trabajo y el juego, y perseguir en el primero su ahínco obsesivo y autodestructivo de poder y dinero, su enfermiza e infinita ansia de inventar y tratar de satisfacer cada vez más «necesidades», que ya no son desde hace tiempo necesidades sino deseos sin fin. Santo Tomás nos advirtió sobre los oscuros lugares a los que puede conducirnos esto si no andamos con cuidado:

«Si los ciudadanos dedican su vida a cuestiones de comercio, se abrirá el camino a muchos vicios. Dado que la principal tendencia de los comerciantes es hacer dinero, la codicia se despierta en los corazones de los ciudadanos a través de la búsqueda del comercio. El resultado es que todo en la ciudad se volverá venal; se destruirá la buena fe y se abrirá el camino a toda clase de engaños; cada uno trabajará para su propio provecho, despreciando el bien público; el cultivo de la virtud fracasará ya que el honor, la recompensa de la virtud, será otorgado a los ricos. Así, en tal ciudad, la vida cívica será necesariamente corrompida».

Cuando Oakeshott habla de una actividad típicamente humana que «no es una lucha por lo que uno no tiene y no es un ataque a la naturaleza para satisfacer una necesidad», al igual que cuando el historiador Johan Huizinga, en su obra Homo ludens (1938), discurre sobre eso que él identifica como un, «"ser de otro modo” en la vida corriente» que va acompañado de «un sentimiento de tensión y alegría», o cuando el filósofo alemán Josep Pieper, en su extraordinario El ocio y la vida intelectual (1948), nos habla «de la incapacidad de dejar que suceda meramente algo, la impotencia para recibir sin más y permitir que a uno mismo le ocurra algo», están todos ellos hablándonos de los mismo, de un concepto de juego más amplio que el que de ordinario manejamos. Un concepto que va más allá –aunque incluye– del juego infantil, del juego reglado o de los deportes y competiciones. Es una forma de vida, un modo de vida que puede y debe compatibilizarse con el modo del trabajo. Y que, además, es sagrado. Porque, como dijo el Filósofo, «solo en el ocio somos más humanos». Y es que existe una ociosidad sagrada, como traté aquí, cuyo cultivo está ahora terriblemente descuidado, como advirtió hace ya tiempo George MacDonald.

Y debido a este terrible descuido, se ha adueñado de la totalidad de nuestra vida el mundo del trabajo, omnímodo, insaciable, acaparador y alienante, con una deformada enormidad. Y por ello volvemos una y otra vez a la nostalgia del ocio y a la consideración autentica de este como lugar de descanso y contemplación, como anticipo del locus amoenus al que añoramos llegar. Sin embargo, lo cierto es que nunca llegamos, nunca, ni siquiera a saborearlo fugazmente. Estamos atrapados, esclavizados en una red de la que no parece posible escapar.

¿Y nuestros hijos? ¿Podrán nuestros hijos liberarse de tamaña esclavitud?

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su obra La sociedad del cansancio (2010), nos dice que «la sociedad de trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre. Produce nuevas obligaciones», y no nos conduce a la deseable y deseada situación «en la que todo aquel que sea apto para el ocio es un ser libre». Ni siquiera en mundo desigual como el nuestro el amo goza de tal recompensa. Él es quien más sufre del mal. Byung-Chul Han sigue diciendo que «el amo mismo se ha convertido en esclavo del trabajo. En esta sociedad de obligación, cada cual lleva consigo su campo de trabajos forzados. Y lo particular de este último consiste en que allí se es prisionero y celador, víctima y verdugo, a la vez. Así, uno se explota a sí mismo, haciendo posible la explotación sin dominio». Lo cual no es sino un corolario a lo que nos dijo el Aquinate.

¿Es así? me temo que sí, y si no se aproxima mucho a la realidad que padecemos. Y lo peor es que , si los pensamos bien, veremos que nuestros hijos van camino de un infierno similar. Lo más trágico es que será con nuestra ayuda, gracias a nuestros consejos y a nuestra dedicación.

Pero… ¿Cómo es esto posible? Piensen…, ¿a qué dedicamos nuestros desvelos, nuestra mayor atención y nuestros ahorros? ¿a que nuestros hijos lleguen a ser hombres virtuosos, hombres de bien? más bien no; nuestro deseo ––llevado por las buenas intenciones y el amor––, nos conduce hacia otros lugares, más próximos quizá a las figuras de destacados e infelices directivos de insaciables multinacionales, donde, lejos de nosotros, serán usados y convenientemente desechados. No lo pensamos mucho, pero ese aspecto material lo acapara todo. ¿Pero qué podemos esperar sí solo nos centramos en prepararlos para el facere? No haremos más que preparar esclavos propicios a los nuevos tiranos, olvidándonos de su propia y fundamental humanidad.

Pero, curiosamente, esas estructuras de poder, producción, manipulación y alineación, no han olvidado cómo nosotros olvidamos. No. En su día, ese utilitarismo mercantilista apartó a un lado a las humanidades y con ello a todo lo que posibilita que un hombre pueda ser libre: el arte, la poesía, la religión. Se nos hurtaron los «saberes inútiles» bajo el pretexto de no contribuir a las leyes del mercado, de la producción y del consumo. Nos privaron de las artes liberales para, así, evitar que con ellas pudiéramos liberarnos de la esclavitud del trabajo. Una educación liberal que, como escribió el santo cardenal Newman, debería suponer un «cultivo real de la mente» que permita a una persona «tener una visión o comprensión coherente de las cosas», que le dé el «poder de discriminar entre la verdad y la falsedad», así como la capacidad «de ordenar las cosas según su valor real». Una educación que se manifiesta en «buen sentido, sobriedad de pensamiento, razonabilidad, franqueza, autocontrol y firmeza de visión», de tal manera que de a su destinatario la «facultad de entrar con relativa facilidad en cualquier tema de pensamiento, y de emprender con aptitud cualquier ciencia o profesión».

Pero ahora, aquellos que apartaron del hombre su más preciado tesoro han vuelto sus ávidos ojos al apartado rincón y añoran lo allí olvidado. Pero, no se engañen, no es que hayan caído en su error. No pretenden que seamos mejores hombres, sino más útiles y eficientes esclavos. Así, desde los grandes centros de poder económico y político se han dado cuenta del valor de tal educación, de su capacidad para «captar las cosas tal como son», y ahora demandan pensadores, filósofos, artistas, poetas, literatos; se les quiere usar con provecho productivo, ofreciendo como sacrificio al dios dinero la creatividad, el pensamiento crítico, la visión y sensibilidad de los hombres que todavía son hombres. Lean sino lo que Scott Hartley, (inversor, formado en Stanford y Columbia, con experiencia en compañías como Google y Facebook, analista tecnológico en el programa de Innovación Presidencial de la Casa Blanca y en el Berkman Center for Internet & Society, de la Universidad de Harvard), nos dice en su reciente libro, The Fuzzy and the Teche (2017). O escuchen al multimillonario inversionista, Nicolás Berggruen: «Lo que el mundo necesita ahora es más filosofía». O vean el pronóstico de Mark Cuban (otro multimillonario, dueño de los Dallas Mavericks de la NBA, de Landmark Theatres y Magnolia Pictures y presidente de la red de TV por cable AXS), de que en 2027 los graduados en filosofía y humanidades estarán más valorados que los expertos en programación o los ingenieros.

Michael Oakeshott ya lo advirtió en su día:

«En lugar de considerar el “trabajo” y el “juego” como dos grandes y diversas experiencias del mundo, cada una de las cuales nos ofrece lo que le falta al otro, a menudo se nos anima a considerar todo lo que he llamado “juego", ya sea como unas vacaciones diseñadas para hacernos trabajar mejor cuando terminan, o simplemente como trabajo de otro tipo.

En la primera de estas actitudes se pierden los verdaderos dones del arte y la poesía y de todas las grandes aventuras explicativas. Se convierten en mera “recreación", “relajación” del negocio propio de la vida de trabajo. En la segunda actitud, estos dones están corrompidos: la filosofía, la ciencia, la historia y la poesía son simplemente reconocidos por el conocimiento útil que pueden suministrar y, por lo tanto, se asimilan al llamado gran negocio de las necesidades y deseos humanos que satisfacen la vida humana.

El punto en el que es más probable que aparezca esta corrupción, y donde es más peligrosa cuando aparece, es en la educación».

Y aquí es donde deberíamos entramos nosotros, los padres. Hemos de adelantarnos y, salvando sus almas, frustrar su plan. Así que cojan a sus hijos y edúquenlos en la virtud, que estudien humanidades, que se formen en las artes liberales, pero para ser hombres libres, no para ser esclavos, pues, no lo olviden, fuimos hechos imago Dei. A imagen y semejanza de un Dios que creo el mundo, sí, pero que al séptimo día descansó y que se complació en lo hecho, pues lo hecho era bueno.

Si claudicamos en este rescate del ocio, del juego, será como abandonar el barco del que somos capitanes. Será como huir dejando desvalidos a nuestros corderos, vacilar ante una tremebunda realidad que exige, como tributo, humanidad. Los antaño cruentos sacrificios de infantes a Ishtar, Baal o a Huitzilopochtli, aun hoy se mantienen y se combinan con incruentas ofrendas a Mammón. Los santos Padres nos brindan a los progenitores de hoy palabras severas en admoniciones muy de actualidad.

«Si de por sí ya tenemos una gran responsabilidad cuando se habla de ayudar a los demás, porque se dice “Que cada uno piense no en sí mismo, sino en los demás” (I Corintios, 10, 24), es aún mucho más grande la responsabilidad que tenemos en relación a nuestros hijos. ¿No te los envié - nos pide cuentas Dios - y no los tuviste desde el comienzo? ¿No te nombré guía, protector, maestro y tutor de ellos? ¿No te di poder sobre ellos? ¿No te mandé que los formaras y educaras de la forma debida, desde que eran pequeños? ¿Qué perdón esperas recibir, si los dejaste tomar el camino equivocado y se perdieron? ¿Qué más puedes decir? ¿Que es difícil y algunas veces a penas podías enfrentar la situación?»

Este párrafo acusatorio y duro proviene de la obra De la vanagloria y de la educación de los hijos (393), de san Juan Crisóstomo, donde el santo nos da sabios y variados consejos sobre la educación. Basta esta breve admonición para ponernos en nuestro sitio. Nos abre los ojos de golpe y nos hace ver cuál es nuestra obligación paternal, que va más allá, mucho más allá, no solo de la básica exigencia de proporcionarles alimentación, ropa y techo, sino de aquella que solo piensa en las bonanzas materiales; sigue así diciendo el santo: «Para poder educarles gastas mucho dinero, y para conseguirles un puesto decoroso en el ejército buscas mil recomendaciones. No seas menos cuidadoso para proporcionarles el precio de Dios… Les permites ir con frecuencia a los espectáculos y, en cambio, no los llevas a la iglesia. Pues del mismo modo que los envías a la escuela, debieras llevarlos a esta otra mucho más necesaria… Educadles, pues en la disciplina y en la enseñanza del Señor (Efesios, 6,4), pero dándoles ejemplo e instruyéndoles en las letras sagradas desde su más tierna edad».

Es pues hora de preguntarnos: ¿Es esto lo que hacemos? ¿Son estas nuestras preocupaciones? ¿son nuestras prioridades? ¿No? ¿Qué estamos pues haciendo?

Seamos sinceros y reconozcamos que apenas reparamos en el cuidado de sus almas, en prepararlos para una vida bien vivida, en suma, que poco reparamos en su salvación. Lo que más nos importa, aquello por lo que no ahorramos desvelos, son cuestiones que sí, que en muchas ocasiones pueden ser útiles al verdadero trabajo, como diría Pieper, para «la procura, activa y la más de las veces esforzada, de aquello útil en verdad para la vida», y que por ello tampoco pueden olvidarse, pero que en muchas ocasiones se desvían hacia lo banal y lo superfluo, lo excesivo y lo innecesario. Aunque es cierto que la culpa no es solo nuestra. El mundo de la educación se ha vuelto un lugar de corrupción, como advertía Oakeshott, con su cultivo de especialistas, que poco saben fuera de su limitado campo de utilidad laboral, y que carecerán, en su mayoría, de «una visión coherente de las cosas», que les dé el «poder de discriminar entre la verdad y la falsedad», así como de la capacidad «de ordenar las cosas según su valor real», como diría el cardenal Newman, lo cual puede ser una tragedia en un mundo como el nuestro.

Así que, sí, es verdad que a los padres nadie podrá decirnos nada sobre estas cuestiones de bienestar material y preparatorias de la febril actividad laboral, pero sobre lo otro…, la tragedia estriba en que resulta que será sobre lo otro sobre lo que se nos preguntará, sobre lo que se nos pedirá cuentas. Y ¿sabemos lo que podremos contestar?

21.11.22

Libros y utilidad (II)

                        «Robinson leyendo». Ilustración de N.C. Wyeth (1882-1945).

 

 

«A veces, los cuentos de hadas pueden decir mejor aquello que se debe decir».

C. S. Lewis


«Deberíamos leer para actuar eficazmente. El hombre de lectura debería ser un hombre intensamente vivo. El libro debe ser una esfera de iluminación en la mano de uno».

Ezra Pound

 
 

En la anterior entrada traté, someramente, la gran cuestión de literatura y su provecho. Y en ella me empeñé en la defensa de su utilidad, aunque en un sentido muy alejado del que se estila hoy.

Si recuerdan, argumenté en favor de una utilidad para esa parte de nosotros que no se ve, y a la que incluso algunos niegan existencia; hice apología de una utilidad para el alma.

Y en este punto, y como para apuntalarlo, el asunto me lleva a recordar como la literatura y la acción están entrelazadas, mal que le pese a algunos, y a la forma en que ello es ilustrado por el testimonio de algunas vidas memorables y aparentemente inútiles bajo los estándares del pensamiento moderno.

Por ejemplo, viene a mi memoria la hermandad que puede nacer de una afinidad cultural básica y común ––aquello que llamamos la Cultura Occidental––, incluso entre hombres de acción, y en el más improbable de los escenarios que nos podamos imaginar: en medio de una contienda militar. Me refiero al episodio protagonizado, en la isla de Creta durante la Segunda Guerra Mundial, por el escritor y viajero Patrick Leigh Fermor (entonces Mayor del Cuerpo de Operaciones Especiales británico) y el general alemán Heinrich Kreipe, el comandante alemán de la isla. El comando capitaneado por Fermor secuestró a Kreipe, y, tras múltiples tribulaciones, logró trasladarlo a Egipto. Una mañana, en su huida a través de las montañas cretenses, Kreipe, mientras contemplaba el amanecer en las laderas nevadas del monte Ida, empezó a recitar en latín los primeros versos de la oda Ad Thaliarchum de Horacio («Vides ut alta stet nive candidum Soracte …» («Ves cómo el Soracte se alza blanco de espesa nieve…»). Leigh Fermor le escuchó, entre admirado y sorprendido, y secundó al alemán recitando las siguientes estrofas de la oda. A continuación, y mientras se observaban, ambos hombres continuaron declamando el poema a dúo. Habían descubierto algo entre ellos más fuerte que la guerra y los intereses de sus respectivos países, algo que les hizo sentirse hermanos a pesar de las desfavorables circunstancias, creando un vínculo que, incluso, se mantuvo tras la contienda. Como más tarde escribió Leigh Fermor: «… por un largo momento, la guerra había dejado de existir. Los dos habíamos bebido en las mismas fuentes mucho antes; y las cosas fueron diferentes entre nosotros para el resto de nuestro tiempo juntos».

También viene a mi recuerdo el nombre de un explorador polar, el anglo/irlandés Ernest H. Shackleton, símbolo de la aventura heroica. Shackleton, un puro hombre de acción, amaba el riesgo y la aventura, pero también sentía pasión por la poesía de Robert Browning, el mismo Brownig que escribió los versos que figuran como epitafio de su tumba:

«Sostengo que un hombre debe esforzarse al máximo por el premio de su vida».

El explorador británico buscó ese premio con ahínco y valentía, pero, aún inmerso en sus trepidantes aventuras, nunca se olvidó de la poesía. En la desastrosa Expedición Imperial Transatlántica (1914-1917) a la Antártida, su barco, el Endurance, quedó atrapado en el hielo durante más de dos años. Cuentan las crónicas que, en medio de este desastre antártico, cuando todos los miembros de la expedición tuvieron que deshacerse de cada pieza de equipaje superfluo, Shackleton se negó a abandonar su querida copia de los poemas recopilados de Browning.

Años más tarde, las últimas palabras escritas en su diario, poco antes de fallecer, nos hablan de esa estrecha relación entre poesía y acción. Esa línea no fue una diatriba o alabanza ante sus acciones exitosas o fallidas, un grito áspero y desgarrado de agonía sumida en impotencia, o una exaltación de sus hazañas; no, sus últimas palabras semejan a un Browning, siempre presente para él, en la expresión poética de una contemplación:

«En el oscuro crepúsculo vi a una estrella solitaria, centelleando como una gema sobre la bahía».

Finalmente, tampoco puedo olvidarme de la influencia que las lecturas de los libros de caballerías (Tirante, el blanco, Amadís de Gaula y todos los demás) ejercieron sobre nuestros conquistadores. El hispanista Irving Leonard en Los libros del conquistador (1949), señala que existen «relaciones entre los conquistadores y sus descendientes y las obras de ficción que condicionaron su mentalidad y sus actos». Estos «libros vanos», como se calificaban en la época, «acompañaron al conquistador desde sus primeras aventuras, o le siguieron muy de cerca conforme realizaba sus increíbles gestas; y así inspiraron sus acciones, le dieron solaz cuando descansaba y fueron un bálsamo para sus sueños frustrados».

Como muestra, no me resisto a reproducir lo que cuenta Irving sobre Colón y la posible influencia en sus hazañas de descubrimiento, de la lectura, en este caso la de los clásicos:

«Frecuentemente se ha repetido que la lectura de una tragedia de Séneca, titulada “Medea”, hizo soñar a Cristóbal Colón. En la obra se leía el siguiente pasaje: “Vendrán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar océano aflojará los atamientos de las cosas y se abrirá una grande tierra y un nuevo marinero como aquel que fue guía de Jason que hubo nombre Thypis descubrirá un nuevo mundo y entonces no será la isla Thule la postrera de las tierras”».

Todo ello me reafirma en la creencia de que la lectura de buenos y grandes libros no es una inutilidad, sino que, en ocasiones, puede ser la impulsora, la chispa y el combustible, bien de una acción benefactora y buena, bien de un acto extraordinario y heroico, como creo ilustran estos ejemplos.

Y así, mientras unos, tras la lectura, se sumergen en la contemplación, otros, como vemos, se ven impulsados a la acción, con beneficiosos resultados en ambos casos.

Incluso algunos que un día se opusieron a la fuerza benefactora de la buena lectura, terminaron reconociendo su mérito y valor.

El cardenal Newman, como hijo de su tiempo, inicialmente recelaba de la literatura, porque pensaba que la lectura de novelas podría conducir a una preponderancia del sentimiento moral a expensas de la acción moral. Sin embargo, terminó escribiendo dos novelas, Perder y ganar (1848), parcialmente autobiográfica, y Calixta (1855). Ambas obras tienen la misma temática, la experiencia de una conversión. A través de estos relatos, el religioso inglés trató de hacer algo que no podía lograr con sus sermones, y menos con sus tratados teológicos y filosóficos. Sus novelas tienen el poder de mover a los lectores, independientemente de su fe, a sentir simpatía por unos protagonistas conversos luminosos y positivos, e incluso a identificarse con ellos. Newman esperaba que esta simpatía eliminara los obstáculos emocionales a la conversión potencial del propio lector, que él conocía bien por haberlos sufrido. Según él, «la certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación», y uno de los mejores modos de hacerlo es a través de la literatura, que consideraba esencial para una buena educación.

¿Y qué decir de Cervantes? Aunque él criticó en su novela los libros de caballerías, lo cierto es que lo hizo a través de un libro, y con él nos regaló un personaje inmortal que nos lleva, una y otra vez, a la lectura. Tal es así, que, aun asumiendo la crítica cervantina, lo que seguimos amando tras los años y los siglos es al caballero de la triste figura, al paladín delgado y débil, trastornado por los libros, y no al cuerdo Alonso Quijano en su lecho de muerte.

Así que, la pregunta se impone: ¿por qué sigue existiendo la literatura? ¿Por qué se le sigue prestando atención, amor y devoción? ¿Quizá, porque, en su grandiosa inutilidad es, oh paradoja, necesaria?

Sinceramente, creo que sí. Y es necesaria, porque nos cuenta la verdad sin ambages ni disimulos, sin reparar en las consecuencias. Porque nos presenta, como un regalo, lo más propiamente humano: el nacimiento, la muerte, la fe, la desesperación, la alegría, el sufrimiento y la pena. Y nos lo recuerda y hace presente de una manera singular: a través de palabras trenzadas a modo de historias, trasladándolo al lenguaje, para así, poder decirlo, y, así mismo, para que podamos decírnoslo, unos a otros.

Y es que, la literatura pone en palabras lo que la lógica afirma que no se puede decir, permitiéndonos el acercamiento a esa parte inefable de nosotros mismos, invisible, pero no por ello menos real, que es nuestra alma, y ayudándonos, a un tiempo, aunque sea modestamente, a vislumbrar el camino, como «una esfera de iluminación» en nuestras manos.

12.11.22

Libros y utilidad (I)

           «Anocheciendo en Schlachtensee». Walter Rudolf Leistikow (1865-1908)




 

«Contar una historia es una forma de decir algo que no se puede decir de otra manera».

Flannery O´Connor



«La certeza no se alcanza por medio de la facultad de razonar, sino gracias a la imaginación».

Santo cardenal John Henry Newman



«Recuerda que las cosas más bellas del mundo son las más inútiles; pavos reales y lirios, por ejemplo».

John Ruskin

    

    

  

Hay quienes, ante la insistencia de uno en poner al alcance de los niños buenos libros, y frente a la repetición de la cantinela sobre la importancia de leer y de leer buena literatura, ponen cara de escépticos y dicen: «¿Para qué?, ¿de qué les va a servir?, no les hará mejores…». Otros claman en otra dirección y dicen en tono de censura: «No ves que es una pérdida de tiempo y energías, lo que deben hacer es prepararse lo mejor que puedan para el mundo laboral, ¿no querrás que tus hijos sean unos simples empleados o, incluso, que no tengan un trabajo “digno”?».

No son posturas novedosas, tampoco modas pasajeras, se trata de actitudes tan viejas como el hombre, que se apoyan en una utilidad mercantil y práctica fuera de la cual no hay nada, al menos, nada que se estime valga la pena.

Desde que John Stuart Mill sugirió que la utilidad no solo estaba de moda, sino que era necesaria, el mundo ha pasado a ser un escenario de logros útiles con los hombres como actores principales en un drama de provechos y utilidades.

Pero el caso es que este no es nuestro fin. No es el destino para el que estamos hechos. Fuimos creados a la imagen de un Dios que es Amor, que es Belleza, que es Bondad, que es Verdad. Y, por lo tanto, estamos diseñados para ser principalmente amantes, no trabajadores, para amar, primero a Dios, y luego al prójimo. Esos son los dos principales fines de nuestras vidas. Y, de hecho, amando lo verdadero, lo noble, lo justo, lo puro, lo amable y lo admirable, como nos dice el Apóstol, es como amaremos mejor a Dios y al prójimo.

Pero, no nos engañemos; el mundo en el que vivimos es un mundo dominado por la utilidad. Nada merece nuestro respeto, salvo si nos resulta útil. Entonces hasta lo más inhumano, lo más espantoso y feo, lo más dañino para nuestra alma, se torna necesario. De esta manera, los deseos se convierten en obligaciones, nuestro sentido común se desata de la conciencia, y la conciencia se separa del alma. Todo flota sin sentido, pues la verdad, la bondad y la belleza han sido sometidas a la utilidad.

Y, en aras de conseguir más eficazmente esa utilidad, hemos vuelto nuestra capacidad de aprendizaje mezquina y separada de toda pasión, y hemos troceado nuestra inteligencia en ínfimos retazos deshilachados, que no saben unos de otros.

Todo esto parece exagerado, ¿no? Sinceramente, creo que no. Pero, dejemos eso, y tras este pequeño exordio, volvamos al principio: ¿Es algo inútil leer?

Comencé tratando la cuestión de leer buena literatura, confrontándola con esa utilidad crematística, o meramente práctica, que impera en nuestro mundo. Pero esto sería achicar el campo, reducir el horizonte y autolimitarse. Es como si auscultáramos una pieza de Beethoven o escudriñáramos bajo microscopio un cuadro de Velázquez para agrandar nuestra cartera o mejorar nuestra posición social. O, incluso, como si lo hiciéramos simplemente para afinar nuestro oído o para agudizar nuestra visión. Y es que, el arte es algo más. De hecho, mucho más.

Pero, aun así, incluso si fuéramos más allá de esa utilidad materialista, la cuestión seguiría siendo confusa para algunos.

Tanto es así, que hubo quien buscó una respuesta y solo halló desesperanza.

A mediados del siglo pasado, pensadores como George Steiner se preguntaron, no sobre una utilidad crematística o puramente práctica del arte, sino en relación al supuesto valor humanizador de la cultura, y más concretamente de la literatura, y, por tanto, respecto a su posible inutilidad.

Sus dudas nacieron ante el horror de constatar que las catástrofes asesinas (surgidas del nazismo y comunismo) que habían contemplado (y algunos, sufrido en sus carnes y en su alma), habían sido dirigidas, ejecutadas y secundadas, en su mayoría, por personas cultivadas entre los brazos de Homero, Goethe, Shakespeare o Pushkin, y arrulladas en las melodías de Bach, Tchaikovsky o Schubert. Y, lo que era más grave, que, en medio del horror de tales barbaridades, continuaban en el deleite de esos maestros geniales y sus obras.

¿Cómo esto había sido posible? ¿Es que aquellas almas podridas no eran porosas a la influencia benefactora del arte y la belleza? ¿O es que acaso su influjo no era tan significante y decisivo como hasta entonces se pensaba? ¿De qué sirven los libros, aunque sean grandes y buenos?, se preguntaron.

Tristemente, para algunos (aquellos ajenos a Dios) no hay respuesta, al menos racional, puesto que de haberla la habría también para uno de los grandes interrogantes con los que los que el hombre ha enfrentado siempre: el problema del mal. Se trata de una cuestión ante la cual el silencio de la razón es clamoroso. Solo la Fe, la Esperanza y el Amor pueden darnos una contestación, que es una persona: Cristo. No hay más. Aun así, algunos de los que todavía están lejos de Él no han dejado de intentar una respuesta. El propio Steiner, como ateo, tantea una contestación conscientemente insuficiente: «debemos alimentar la sospecha de que el estudio y la transmisión de la literatura tengan únicamente un significado marginal, sean apenas un lujo apasionado», dice, como admitiéndolo de mala gana. De aquí a la actitud comentada en comienzo de esta entrada, hay un paso.

Pero no todos los que se interrogaron sobre la cuestión obtuvieron la misma respuesta desesperanzada. Por ejemplo, Pável Florenski, el renacentista sacerdote ortodoxo ruso, teólogo, ingeniero, matemático y filósofo. Florenski, no solamente contempló esas tragedias inhumanas, como Steiner, sino que, además, las sufrió en sus propias carnes. Fue recluido en un Gulag siberiano, y allí, solo, sufriente y alejado de los suyos, murió fusilado en 1937. Pero, aun así, no desesperó, ni tampoco abjuró del arte. Las maravillosas y emotivas cartas que dirigió a sus hijos (Cartas de la prisión y de los campos) lo atestiguan. En ellas habla con pasión y deleite sobre la poética y la musicalidad de Pushkin, el oficio de Balzac, la profundidad de Shakespeare o la maestría de Goethe. Este es un fragmento:

«No dejes de leer en voz alta hermosas poesías, en especial de Pushkin y de Tiútchev, y que los demás escuchen, para aprender y reposar. Aquí ha caído en mis manos un volumen de Pushkin de la edición de Polivánov. ¡Qué alegría me ha proporcionado leer en voz alta versos de Pushkin después de la comida, a orillas de río Urium, meditando en la suprema perfección de cada palabra, de cada giro, por no hablar de la construcción del conjunto!».

Lo que no debe sorprendernos es que Steiner terminara suicidándose y que a Florenski tuvieran que arrebatarle la vida. Porque, uno era cristiano y el otro ateo.

Pero, yo no soy un fatalista como lo era Steiner; soy cristiano como Florenski. Y ello me hace confiar. Así que, pienso que la cultura, la buena cultura, aquella a la que se refieren Steiner y Florenski, la que está recogida en los grandes y los buenos libros, sí que es significativa. Como el intelectual ruso, creo que marca una diferencia en las vidas de los hombres, y una buena diferencia, por demás.

Ahora bien, también sé la literatura, la música, la poesía y el arte por si solas no son suficientes; qué solas pueden ser asediadas y derribadas, azotadas por vientos oscuros, como constataron con desolación Steiner y muchos otros. Porque el arte es algo meramente marginal; es un mero auxilio, un apoyo. Y, por sí solo, no puede salvarnos, ya que no es la Belleza que salvará al mundo, sino un pálido reflejo de la misma.

Así que no, no creo que los buenos y grandes libros sean inútiles, al menos en este sentido del que hablo, ajeno a lo mercantil y a lo crematístico o práctico, pues tienen una utilidad, quizá pequeña, pero sin precio y de un incalculable valor: la de ayudarnos, si bien modestamente, a llevar una buena vida, bien vivida, con sentido y trascendencia.

Por todo ello nunca me cansaré de decirlo: por favor, traten de que sus niños lean, y que lean buenos y grandes libros, y no se entristezcan como hizo George Steiner. Manténganse confiados de la mano de una hermosa esperanza, como la que Pável Florenski transmitió a sus hijos.

25.10.22

El principito

 

  

 

  

«Lo que embellece al desierto es que en algún lugar esconde un pozo».

Antoine de Saint-Exupéry

  

 

 

Uno de los libros infantiles más vendidos de todos los tiempos es El principito (1943), de Antoine de Saint-Exupéry.

Sin duda se trata de un relato mágico y subyugante. Una obra breve, pero a un tiempo, intensa y casi inabarcable, que nos habla de lo que es importante y lo que no lo es, de la vida y la muerte, de la felicidad y la tristeza, del amor y el olvido, y sobre casi todo aquello de lo que tratan los grandes libros. Y lo hace de forma poética y fascinante. Una encarnación del famoso ideal horaciano, «docere et delectare», del instruir deleitando.

Aunque, inicialmente concebido como un libro infantil, la obra del escritor francés voló lejos de su control casi de inmediato. Incluso sus orígenes son inusuales. Seis meses después de que Francia cayera ante los alemanes, el piloto y escritor zarpó hacia Nueva York, a donde llegó el último día de 1940. Allí fue recibido como una celebridad. Sus editores norteamericanos pronto le ofrecieron todo aquello que pudiera necesitar para seguir desarrollando su labor de escritor. Sin embargo, lo que ocurría en Europa le mantenía intranquilo.

Leer más... »