Magia y milagro en la literatura: una distinción necesaria
«El astrólogo». Obra de N. C. Wyeth (1882-1945). |
«No hay ninguna razón para que la literatura no describa tanto el aspecto demoníaco como el aspecto divino del misterio o del mito».
G. K. Chesterton
Vuelvo a hablar de literatura y magia. Y vuelvo a hacerlo en un contexto similar y, al mismo tiempo, diferente, un contexto que quizá enriquezca, aclare o expanda aquello que comenté en su día aquí. Hablaré de magia y milagros, y para ello me apoyaré en un artículo de Chesterton publicado en la revista The Bookman, en su número de marzo de 1930, titulado Magia y fantasía en la ficción, en el libro que C. S. Lewis dedicó a los milagros, titulado, así, Los milagros (1947), en Romano Guardini, en santo Tomás de Aquino, e incluso, en el gnóstico/hermetista victoriano, James George Frazer.
Ciertamente, magia y milagro son conceptos que nos remiten a algo que para nosotros se sale de lo cotidiano y de las leyes que rigen esa cotidianeidad. Pero, ¿qué es magia y qué es milagro?
Es una obviedad decir que la palabra milagro se ha convertido en nuestros días en un sinónimo de incredulidad. La gente generalmente ve los milagros como cosas que no pueden ocurrir, y ese es el uso vulgar del término, que identifica, rareza con imposibilidad. Consecuentemente, cualquiera que defienda seriamente su existencia es considerado un verdadero idiota o, al menos, un pobre ignorante.
Pese a ello, Lewis, en la citada obra, Los milagros, argumenta que estos solo son imposibles mientras consideremos que la Naturaleza abarca la totalidad de toda la existencia, pero no lo son si, como él cree, existe también un mundo sobrenatural, incluido un creador benévolo que probablemente intervendrá en la realidad después de su creación. Así, frente a la afirmación de David Hume de que los milagros, de existir, serían violaciones de las leyes de la naturaleza (y por esta razón, sostenía el filósofo escocés, no existirían), Lewis afirma que cuando la mano divina de Dios alcanza tocar nuestro mundo a través de un milagro, lo que hace es interrumpir el curso natural de los acontecimientos. Es decir, el milagro interrumpe las leyes de la naturaleza, pero no las quebranta.
El teólogo alemán Romano Guardini introduce en esta distinción un ligero matiz. Para él un milagro no es una mera alteración temporal de las leyes de la naturaleza, sino su superación. Y para explicarlo nos da un sugestivo ejemplo:
«Supongamos que tenemos dos bolitas que están depositadas en el suelo. Ambas están sometidas a la ley de la gravedad que apunta hacia el centro de la tierra. A los pocos días, una de esas bolitas, que es de metal, sigue manteniendo su lugar en el suelo, pero la otra, que es una semilla, empieza a crecer y apunta hacia arriba. No es que la ley de la gravedad no siga operando sobre esa semilla, sino que una ley vital, la de la germinación, supera a la ley de la gravedad. Esta última sigue operando, dado que la disposición del tallo y de las ramas toma la forma que habitualmente tiene, únicamente por la existencia de la gravedad. De la misma manera que la ley biológica supera a la ley de la gravedad, sin anularla, las leyes síquicas superan a las leyes de la vida, y, finalmente, las leyes sobrenaturales superan a las leyes síquicas, biológicas y de la gravedad sin anularlas».
Más allá de Lewis y Guardini, y pasando por sobre ellos, Tomás de Aquino no ve los milagros como interrupciones puntuales de las leyes de la naturaleza, y ni tan siquiera como superaciones de las mismas. Lo que él nos dice es que «los milagros son obras hechas por Dios fuera del orden generalmente observado en las cosas» («miracula […] sunt quae divinitus fiunt praeter ordinem communiter observatum in rebus»). «Fuera del orden generalmente observado en las cosas». Obviamente Tomás se refiere a nosotros como observadores. Las leyes de la naturaleza son, por lo tanto, para el hombre, el resultado de sus observaciones. Son lo que nos parece que rige el orden de las cosas, pero, como sospechamos, no lo que realmente estas son, porque nuestro conocimiento de la naturaleza no es perfecto, sino confuso, como a través de un espejo oscuro.
Por lo tanto, es posible que algunas cosas que nos parecen milagrosas no sean más que visiones relampagueantes causadas por Dios, a través de las cuales Él nos permite atisbar levemente parte de lo que es la verdadera naturaleza del Universo. Quizá sea verdad lo que dice Chesterton en otro lugar (El hombre que fue jueves, 1908) al hablar del secreto del mundo, cuando nos dice:
«¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que solo vemos las espaldas del mundo. Solo lo vemos por detrás, por eso parece brutal».
Bien, ya hemos hablado de los milagros, pero ¿qué hay de la magia?
Como sabemos, para el cristiano la magia es siempre una actividad pecaminosa, al poner el mago –y quien recaba sus servicios– su confianza idolátrica en algo o alguien distinto a Dios. Como dice la Enciclopedia cattolica (1948), «de hecho supone y cultiva la desconfianza en la Divina Providencia como si fuera inadecuada para las necesidades humanas; establece relaciones amistosas con el enemigo irreconciliable de Dios; expone la vida sobrenatural y natural al peligro de graves ilusiones y daños; y, si llega a atribuir al diablo la omnipotencia propia de Dios, constituye la forma más grave de superstición».
Pero, además, la magia es siempre un truco, un engaño, y, a la larga, un fracaso. De esta manera, Chesterton nos dice lo siguiente sobre ella:
«La magia era el abuso de los poderes preternaturales por agentes inferiores, cuyo trabajo era preternatural pero no sobrenatural. Se basaba en la profunda máxima del “diabolus simius Dei”; el diablo es el mono de Dios. La magia era pues el truco de un mono imitando las funciones divinas».
Visto todo lo anterior, lo que sí es cierto, es que la ruptura de la normalidad, que se da en ambos fenómenos, difiere entre ellos de una forma dramática que es importante conocer. Porque, como hemos visto, una y otros conducen a lugares opuestos. Y, porque, además, la confusión entre ellos puede llegar a ser fatal. En este sentido, en el artículo citado, Chesterton nos advierte de un grave peligro que, en rigor, no está en la magia misma, pero que va asociado a ella:
«Pero hablar de los misterios o milagros superiores como formas de la magia, o como procedentes de la magia, es invertir toda la historia. Es como si dijéramos que la misa negra evolucionó gradualmente para convertirse en la Misa. (…). Es como decir que los discípulos que dijeron el Padre Nuestro, lo habían tomado prestado de las brujas que lo decían al revés».
Y es que, como bien sabía el escritor británico, uno de los peligros de la secularización puede venir (y, de hecho, viene) de una trivialización por etapas del hecho religioso a través de su identificación con el hecho mágico: Se comienza con la banalización de la magia, calificándola como algo ridículo y, por supuesto, falso, para, a continuación, asimilar a esa magia, ya depauperada y desprestigiada, cualquier acontecimiento sobrenatural, sobre todo, aquellos que llevó a cabo Cristo personalmente. A continuación, una vez ridiculizada la magia y habiendo asimilado a ella cualquier acto prodigioso asociado con la religión, se asocia la creencia y práctica mágica con la creencia y práctica religiosa, haciendo aparecer a ambas como intentos de sofocar un instinto primitivo de angustia ante la hostilidad indomeñable de la Naturaleza. Esto llevaría a considerar a cualquier religión (y, por ende, al cristianismo) como equivalente a la magia misma. De este modo, la religión provendría de la magia, siendo solo un mero estado evolutivo superior de esta última, de la que solo se diferenciaría en grado, y, por lo tanto, con una naturaleza tan falsa, supersticiosa y ridícula como la de su predecesora.
Frazer en su famosa obra La Rama Dorada (1890), trató de vendernos esta errada teoría:
«El hombre ensayó doblegar la naturaleza a sus deseos por la fuerza de hechizos y encantos, antes de tratar de enternecer a una deidad altiva, caprichosa e irascible por la suave insinuación de la oración y del sacrificio».
Ante todo ello, y dados los peligros comentados y la facilidad de caer en un confusionismo dañino, es obligación de los padres cuidar de que sus hijos eviten estos errores.
Pero, la verdad es que no hay un método infalible para distinguir los milagros de la magia, es más, sabemos que llegarán un día en el que muchos serán seducidos por nefandos prodigios o falsas señales (Apocalipsis, 13, 13-14).
De entrada, si fijamos nuestra atención en sus propósitos finales, quizá podamos encontrar algo de ayuda. Así, los falsos prodigios realizados por magos o hechiceros son simplemente un engaño destinado a seducir a la gente para alejarla de la Verdad, para alejarla de Dios. San Pablo escribe: «Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz» (II Corintios, 11,14).
Frente a ello, los milagros tienen el sello de su Autor impreso en su finalidad, que en último término es acercarnos a la Verdad, es decir, a Dios mismo, y que en particular se materializa en tres propósitos básicos, a saber: 1) glorificarle (Juan, 2,11); 2) acreditar a cierta persona como su portavoz o profeta (Hechos, 2, 22), y 3) proporcionarnos evidencia para creer en Él (Juan, 6, 2,14 y 20, 30-31).
A mayores, Chesterton, en el artículo mentado, nos proporciona varios argumentos más que pueden sernos muy útiles en esa labor de desbroce y distinción, y que podemos resumir de la siguiente forma:
1.- La magia borra la forma de una cosa y la trasforma en otra; el milagro devuelve y rescata la propia forma perdida
Dice en escritor británico: «Recorre toda la tradición la idea de que la magia negra es la que borra, “disfraza” la verdadera forma de una cosa; mientras que la magia blanca, en el buen sentido de lo milagroso, la devuelve a su propia forma, y no a otra. San Nicolás saca a tres niños vivos de una olla cuando ya han sido hervidos en sopa, lo que puede considerarse una afirmación extrema de la forma contra la falta de ella. Pero Medea, siendo una bruja, pone a un anciano en una olla y promete sacar un joven; es decir, otro hombre».
2.- La magia es una maldición destructora; el milagro supone la restauración del orden originario
Dice de nuevo Chesterton en el referido artículo:
«En la vasta literatura no escrita de la humanidad, el encantamiento fue casi siempre considerado como una maldición. En él hay frecuentemente una idea de cautiverio. A veces la víctima afectada queda literalmente inmóvil, como cuando los hombres son convertidos en piedra por la Gorgona o el príncipe del Cuento Árabe es sujetado a la tierra convertido en mármol. Con la misma frecuencia, la víctima del encantamiento vaga por los bosques como una cierva blanca o vuela con aparente libertad como un loro o un cisne salvaje. Pero siempre habla de su misma libertad como una prisión errante. Y la razón es que siempre hay en tal brujería una nota de parodia».
Señalando sobre los milagros lo siguiente:
«En contraste con esto, se observará que los buenos milagros, los actos de los santos y héroes, son siempre actos de restauración. Ellos devuelven a la víctima su personalidad; y se trata de una personalidad normal y no supernormal. El milagro devuelve las piernas al cojo, pero no lo convierte en un gran ciempiés. El milagro devuelve los ojos a los ciegos, pero sólo un número regular y respetable de ojos. Al paralítico se le dice que extienda su mano, que es el gesto de liberación de los grilletes; pero no que se extienda como una especie de pulpo irradiándose en todas direcciones y perdiendo la forma humana».
De esta manera, la brujería, el encantamiento mágico, remite siempre a lo mismo: a una burda imitación y parodia de lo divino y al intento de normalizar lo que no es normal; a tratar de cambiar la naturaleza de las cosas. Por el contrario, el verdadero milagro, –que, no olvidemos, es obra de Dios–, como tal, restaura las cosas a su orden natural.
Así que, aunque no sea fácil, debemos intentar evitar que nuestros hijos caigan en esa perversa confusión. Y, como en otras ocasiones, la buena literatura también puede –complementando estos consejos– ayudar en la tarea, aunque solo sea un poco.
Pero, aquí entramos en otra terra ignota, quizá insuficientemente inexplorada: las regiones de la literatura como fantasía y ficción, como creación o sub-creación secundaria de un mundo imaginario. Tolkien, que de esto sabía mucho, estableció una poderosa y elegante distinción, diciéndonos que el encantamiento fantasioso del literato produce un mundo secundario en el cual pueden entrar y salir libremente, tanto el diseñador/literato como el espectador/lector. Y siendo, en su pureza, un mundo artístico en el deseo y el propósito. La magia, sin embargo, produce, o pretende producir, una alteración en el mundo primario, en nuestro mundo real…. No es, por tanto, un arte sino una técnica; su deseo es el poder dominar este mundo, lograr el dominio de las cosas y de las voluntades.
Visto lo cual, y con estas herramientas entre las manos, vayamos a explorar un poco el mundo literario.
Para acudir a la expresión literaria de los milagros no necesitamos indagar mucho; están ahí, en la Biblia y, especialmente, en el Nuevo Testamento, que es dónde se encuentran aquellos que Dios mismo en su segunda persona, y no a través de simples hombres, llevó a cabo.
Para las representaciones literarias de la magia podría señalarles algunos ejemplos. Y, dado que en el fondo de todo acto mágico y de su intención está una transacción entre quien dispone de facultades sobrenaturales teñidas de maldad (Satán y sus demonios), y quien las procura en la busca de controlar su destino como si fuera Dios, podemos citar algunos casos emblemáticos de este tipo de pactos: Entre los clásicos, encontramos la leyenda de Teófilo recogida por Gonzalo de Berceo en sus Milagros de Nuestra Señora (1246-52); también vemos acuerdos con el diablo en las Cantigas de Santa María (1270-82), en ambos casos, con final feliz; y ya con más trágicos finales tenemos, alguna historia de El Conde Lucanor (1575), de don Juan Manuel, El mágico prodigioso (1637), de Calderón, donde Cipriano vende su alma por conseguir el amor de la bella; y los Faustos: el Doctor Faustus (1592) de Christopher Marlowe y el Fausto de Goethe (1808-32). Más adelante, en algunas obras modernas, vemos temas similares, como en William Wilson (1839), de Edgar Allan Poe, en El retrato de Dorian Gray (1890), de Oscar Wilde, y en las historias de los Mitos de Cthulhu (1921-35), de H. P. Lovecraft, donde aquellos que usan la magia de Mythos tienden a ser extremadamente malvados, y casi siempre, o son locos o terminan siéndolo.
Pero hay otro tipo de obras donde se presenta la magia como algo, si no del todo bueno, al menos inocuo. El ejemplo más paradigmático es la serie de Harry Potter de J. K. Rowling, pero hay otros, como la serie de Las crónicas de Chrestomanci, de Diana Wynne Jones, un conjunto de novelas ambientadas en un mundo fantástico donde un funcionario del gobierno, el «Chrestomanci», trabaja para controlar el mal uso de la magia. Ya les hablé de cómo tratar con estas obras en esta entrada, a la que les remito.
Pero, quizá todos estos consejos estén perdiendo su utilidad; posiblemente, hoy, la magia se esté volviendo innecesaria. Aquel que la ha promovido siempre, quién siempre ha estado tras las bambalinas, en el lugar del apuntador, del autor del libreto y como director de la pieza, quizá ya no tenga necesidad de ella. O posiblemente estemos ya en un tiempo en el que, aquello que conocemos tradicionalmente como magia termine por desaparecer, sustituido por otra clase de prodigios disfrazados de seductores nombres, como ciencia o tecnología.
Porque, cada día que pasa, se acrecienta la certeza de que, tras todo lo que hoy nos rodea, late una antropología abiertamente satánica. Lo que conocemos como postmodernismo ha dejado atrás al iluso humanismo que nació con la Ilustración, aquel que proclamó «el amor a sí mismo, hasta el desprecio de Dios». Este humanismo se rebeló contra Dios, la religión y la sacralidad, y llevó esta rebelión hasta sus límites en la modernidad, con su pretensión de asesinar a Dios. Pero hoy día, su sucesor, el postmodernismo imperante, quiere ir más allá, y exige sacrificios. Pretende la eliminación del hombre y de su inherente racionalidad, y la destrucción final de las instituciones que nacen de su naturaleza social –estados y familias–. Y lo hace a través del rechazo del sexo natural (la ideología de género), la imposición de una solidaridad totalitaria y carente de toda caridad (los «entrometidos morales omnipotentes», que decía C. S. Lewis, o sea, la cultura Woke de hoy), y el paso del Rubicón hacia lo que se denomina transhumanismo (transferir el pensamiento humano a una máquina, creando un hombre sin cuerpo, lo que sería una antítesis de la resurrección). Pero como dice Aquino, cuidado, porque un hombre no puede desear «un grado más alto de naturaleza, el cual no podría alcanzar sin dejar de existir». La clave aquí está en «dejar de existir». Y en eso estamos, en el intento de destruir al hombre.
Se estaría fraguando, por tanto, un sacrificio humano de proporciones gigantescas (pues su pretensión abarcaría a gran parte de la humanidad), un sacrificio que no solo sería una perturbadora ofrenda, si no también, y a un tiempo, el paso de entrada a una sociedad regida por demonios. Una sociedad en la que ya casi nos encontramos inmersos. Quédense con una escalofriante descripción sobre la similitud entre el orden político demoníaco y aquel al que pretenden llevarnos –y que en cierto modo ya casi está aquí–, realizada de forma magistral y estremecedora (con apoyo en santo Tomás) en este artículo titulado, La política del Infierno, con cuya remisión termino (está en inglés, pero vale la pena el esfuerzo).
Mientras tanto, más de la mitad de la humanidad se dirige sonámbula hacia ese mundo o está inmerso en él sin saberlo. Y lo más dramático es que ellos ya no tienen un Dios a Quién acudir (para ellos está muerto, pretendieron asesinarlo, como exclamó Nietzsche, ¿no recuerdan?).
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