Otra vez la naturaleza: Félix Salten, René Guillot y Miguel Martín Fernández de Velasco
«Hacia el cielo». Obra de Julia Sanmartin Sesmero (2006-). |
«Los cielos declaran la gloria de Dios; los cielos proclaman el trabajo de sus manos. Día tras día pronuncian palabras; noche tras noche muestran conocimiento».
Salmo 19, 1-2.
«Quiero que la creación te llene de tanta admiración, de tal manera que en cualquier lugar donde sea que te encuentres, la planta más pequeña pueda traerte el claro recuerdo del Creador».San Basilio
Decía san Agustín que las criaturas individuales, tanto en sí mismas como en cuanto parte del universo (incluidos nosotros, los hombres), están ordenadas a la gloria y alabanza de Dios, como creador del mundo. Este es el principio básico de la concepción cristiana del mundo que llamamos natural, del orden creado que nos es visible.
Y, por voluntad divina, para el cristiano todas las cosas de este mundo natural están sujetas al hombre, como culmen de la creación; pues entregó Dios al hombre el señorío sobre la creación visible, y ello aun cuando, por causa de la caída, este privilegio se haya trocado en duro trabajo. Y así, esta sujeción tiene por causa, como nos dice santo Tomás de Aquino, un servicio a su bienestar, tanto material como espiritual.
Pero, este servicio, según san Agustín, debe medirse por la necesidad humana y no por el capricho humano. Porque, aun cuando el hombre pueda ser el pináculo de la creación, todas las demás criaturas de los reinos vegetal y animal, incluso las rocas y los minerales, tienen una perfección propia y reflejan de alguna forma la infinita sabiduría y bondad de Dios. Por eso el hombre debe servirse de ellas –como es voluntad del Creador–, pero respetando ese orden y conservándolo tal y como fué creado.
Y hoy, sin duda alguna, tenemos muy presente ese servicio en lo que respecta a lo material. Pero, como dice el doctor Angélico, existe otra relación del hombre con lo creado que atiende a lo espiritual; una relación que tiene que ver con el asombro y el agradecimiento, y a través ellos, con la contemplación y con la adoración.
Este asombro agradecido al que me refiero va más allá de una pura consideración estética, como cuando admiramos un hermoso cuadro. Es, más bien, la visión privilegiada de un misterio; un fugaz alumbramiento de lo que podría haber sido ese estado sobrenaturalmente dotado, en el que la relación entre el hombre y el resto de la creación aún no se había fracturado, y de los efectos que esta visión causa en nosotros. Por lo tanto, hablo de algo efímero y deficiente. Es únicamente un destello, pero su intensidad es tal que nos estremece y nos hace enmudecer, deseando más. Y así, nos ayuda a avanzar en el conocimiento de lo que es divino, en la medida en que el hombre «percibe las cosas invisibles de Dios a través de las cosas creadas». Porque, tal y como dice el Aquinate, nuestra percepción de la belleza y el orden de los seres creados está destinada en última instancia a llevarnos a amar y alabar a Dios.
Todo lo que acabo de comentar apunta a una relación entre el hombre y el universo muy diferente de la histeria ecologista, androfóbica y suicida que trata de apoderarse de nuestras mentes, sobre todo las de los más jóvenes.
Un enfoque este que encierra en su interior su propia contradicción. Por un lado, se nos dice que hay que amar a la naturaleza, que hay que proteger al planeta en su condición natural y propia, y que hay que hacer lo que sea para ello, incluso negar nuestro propio bienestar. Pero, a un tiempo, se trabaja para que todos, y en especial los jóvenes, se sumerjan en lo artificial, en esa existencia, antinatural como ninguna, que es lo virtual. Y, más aún: se ataca a la naturaleza en ciertos aspectos, como son el sexual, que se trata de alterar y subvertir.
De esta forma, tenemos por un lado una reacción de repulsa ante lo que es natural (lo que es real), que es odiado, combatido, y que se trata de destruir. Y por otro, se lanzan sollozos y aullidos de angustia y pena sobre un presunto maltrato de lo natural: que si el planeta agoniza, que si la emergencia climática, que si el equilibrio ecológico, etc… En suma, confusión, contradicción y manipulación. Eso es lo que esconde la ecología moderna.
Este encuadre, irreal y absurdo, para colmo, nada nos dice sobre la razón de ese orden creado de la naturaleza: el porqué de los océanos, de las altas cumbres, de los tornados y las suaves lluvias de otoño; el porqué de las estaciones, de los días y las noches y su cadencia imperturbable; y, sobre todo, el porqué de nosotros mismos. Y así, sin el conocimiento de tal propósito, resulta difícil saber por qué tendríamos que tratar bien aquello que nos rodea, más allá de nuestra pura supervivencia, contingente y sin sentido alguno. ¿Por qué habríamos de molestarnos en hacer algo?
Parece, entonces, que lo procedente será averiguar el propósito de tal orden natural, y así, quizá así, no solo descubramos que lo procedente es tratarlo con cuidado y respeto, sino igualmente porqué habremos de tratarlo así.
Hay, por tanto, una alternativa a esa perspectiva moderna de la ecología. Una relación con el orden natural creado más sana y más profunda, y también más significativa: la visión cristiana. Eso, y no otra cosa, es lo que debemos enseñar a nuestros hijos. El poeta romántico alemán, Hölderlin, lo intuyó, aunque confusamente:
«Yo fui educado
Por el murmullo armonioso del bosque,
Y aprendí a querer
Entre las flores».
Ya les hablé de estas cosas y de los libros que pueden ayudar a rescatar esta visión en otras entradas. Hoy sigo en esa senda y les propongo unos cuantos títulos más.
Bambi. Historia de una vida en el bosque, (1923), de Félix Salten.
«El rey del bosque». Obra de Julia Sanmartin Sesmero (2006-).
Relato sobre la vida de un pequeño cervatillo desde su nacimiento hasta que alcanza su mayoría de edad, muy distinto de la tierna y meliflua historia contada por Walt Disney en su animación cinematográfica. El libro es un drama que semeja las novelas de crecimiento, si bien a diferencia de estas, el protagonista es un animal (y así, el autor nos presenta a todos los seres vivos del bosque humanizados). Por su profundidad y delicadeza pocas historias de animales pueden comparársele. Félix Salten describe esta historia de maduración de un joven ciervo en modo poético y, como señala en su prólogo John Galsworthy, «deja entrever que siente profundamente la naturaleza y ama a los animales. Y aunque, por regla general, no me gusta el método que pone palabras humanas en boca de criaturas mudas, el triunfo de este libro está en que, detrás de la conversación, uno siente las sensaciones reales de las criaturas que hablan. Clara e iluminadora, y en algunos lugares muy conmovedora, es una pequeña obra maestra».
Hay dos temas principales en la novela: el ya señalado de una historia de crecimiento que relata el paso de la infancia a la adultez y todo lo que ello supone, y la relación entre el mundo natural, representado por los animales y el bosque, y el hombre. Ello hace que la obra muestre, tanto un tono alegre y esperanzador como, en ocasiones, un tono más sombrío.
Existe una segunda parte de la historia, titulada, Los hijos de Bambi: Historia de una familia del bosque (1939), que narra la niñez de los hijos gemelos de Bambi y Falina y como llegan a la adultez, un libro, según mis hijas, quizá más sueve y menos crudo que el primero.
«Corcel brioso». Obra de Julia Sanmartin Sesmero (2006-).
Guillot es el único escritor francés galardonado con el premio Andersen (1964). Sus numerosos libros sobre animales han ganado prestigio y fama fuera de su país. De hecho, ha sido traducido al castellano en numerosas ocasiones. Por ejemplo, la editorial Molino ha publicado obras como Sirga, la leona, El señor de los elefantes, o El príncipe de la jungla. Todas estas obras rezuman un profundo conocimiento de aquello sobre lo que tratan, el mundo salvaje, no en vano Guillot vivió en África durante más de veinte años. Pero el relato al que voy a referirme hoy se desarrolla lejos de los exóticos paisajes en los que suelen tener lugar sus historias. Se titula Crin Blanca y, como su título deja adivinar, trata sobre un caballo. La historia tiene lugar en el corazón de la comarca francesa de la Camarga, en medio de sus marismas, y sus protagonistas son Folco, un niño de 12 años y Crin Blanca, un joven potro salvaje. Entre ambos se forja una amistad fuerte y profunda. Pero los ladrones de caballos rondan la noche y codician al hermoso potro. Ello lleva a Folco a intervenir a fin de preservar la libertad de su amigo y protegerlo del peligro que representan los cuatreros. Una conmovedora historia sobre la amistad y la confianza y sobre la relación del hombre y los animales, lo que esta última trae consigo y lo que sucede cuando se pierde, e incluso, lo que podría acontecer después.
La breve novela está basada en la película de Albert Lamorisse, del mismo título, Crin-Blanc (1952), un film igualmente recomendable, que ha recibido críticas muy elogiosas y que también encantará a sus hijos.
Peñagrande (1977), de Miguel Martín Fernández de Velasco
«El coloso». Obra de Julia Sanmartin Sesmero (2006-).
El autor ha recibido algunos de los galardones nacionales más significativos dentro del campo de la literatura infantil y juvenil: en 1983 fue Premio Lazarillo por su obra Pabluras, galardón del que fue finalista en 1987 por su continuación, Pabluras y Gris, ambos libros muy estimables que relatan la relación de un joven pastor y un lobo. Como él mismo se autodefinió poéticamente, «soy pescador, cetrero, zahorí,/naturalista, agricultor y ganadero/(de cada cosa, claro, un tanto baladí),/genetista, arqueólogo, montero,/novelista, poeta, alarife, torero,/gerente sin empleo: Soy así». En lo que nos interesa, se trata de un novelista que habla de la naturaleza con conocimiento de causa, porque, como nos dice, fue naturalista, agricultor y ganadero, pescador, cetrero y montero. La novela relata la relación de amistad entre un furtivo bueno y un oso pardo, con el paisaje de fondo de las montañas cántabras; una extraordinaria, dificultosa y enriquecedora amistad.
«Me hice acompañar de la Nela (la perrilla del furtivo) cada día en adelante y, para fines de septiembre, a fuerza de verse y, sobre todo, de comer una junto al otro, (la perrilla y el oso) llegaron a un entendimiento. Si me sentaba en una peña, era de ver cómo cada uno de ellos posaba la cabeza sobre una de mis rodillas y se sentaban tan tranquilos, hocico contra hocico, disimulando lo que pudiera quedar entre ellos de celillos».
La novela, en palabras del maestro Delibes, es «uno de los libros más hermosos escrito en castellano en el último cuarto del siglo XX», tanto es así que, en su carta/prólogo al libro, concluye: «Si quieres a alguien de verdad, regálale Peñagrande».
Sin embargo, a pesar de la bondad de estos y otros libros, como sabemos, la poesía, el arte y la música no pueden sustituir la experiencia directa de las cosas.
La literatura, como todo arte, no es sino una imitación de la vida. Pero, como dijo el poeta Shelley, una imitación que «levanta el velo que cubre la belleza oculta del mundo», y así, nos revela un mundo que proclama la gloria de Dios y que, como nos recuerda el santo cardenal Newman, guarda «el poder y la virtud oculta en las cosas que se ven y que por la voluntad de Dios se manifiestan».
De esta manera, los libros habrán de limitarse a ser puertas y ventanas (incluso, guías o mapas morales y estéticos) que, al acercarnos a tal realidad, quizá puedan ayudarnos a experimentar ese conocimiento.
Pero, es la presencia de las cosas mismas lo que primero despierta en el hombre el poder cognitivo y la emoción apropiada al caso, el asombro. Dado que no somos intelectos puros, sino enraizados en un cuerpo, son los sentidos los que nos proporcionan el primer y fundamental contacto con lo real.
Ese es el verdadero conocimiento poético, por connaturalidad con las cosas reales, también hoy tremendamente socavado por la tecnología.
Dejemos, por tanto, que nuestros chicos, sin dejar de leer esos buenos libros, se relacionen también a la naturaleza, que tengan un contacto directo con ella, y la admiren, y se asombren, y así se acerquen, aun cuando solo sea un poco, al destino que les espera más allá de las estrellas.
¡Alégrate de la vida!
Porque te da la oportunidad
De amar y trabajar,
Y jugar, y mirar a las estrellas.Henry Van Dyke