InfoCatólica / De libros, padres e hijos / Categoría: Sin categorías

22.11.24

La importancia de la poesía (III): el poeta, la humildad y el asombro

                   «Las cataratas del Niagara». Frederic Edwin Church  (1826–1900).

 



«Los poetas son hombres que han conservado sus ojos de niño».

León Daudet


«Un poema no es algo que se ve, sino la luz que nos permite ver».

Robert Penn Warren


«Sin embargo, la razón por la que el filósofo puede compararse con el poeta es esta: ambos se preocupan de lo maravilloso».

Tomás de Aquino

 
  
 

Sigo con la poesía. No me cansaré de hablar de ella. No desistiré en mi apología del lenguaje y el saber poético, ni en el rescate de esa forma de estar en el mundo. Una forma de estar y conocer que nos ofrece una parte de aquello que nos es dado comprender, por pequeña que sea. Y, sin embargo, una forma de estar y conocer que, extrañamente, muchos ignoran con un gesto displicente, cargado de la estúpida soberbia del necio que nada sabe sobre lo que desprecia. No cesaré de alabar a los poetas, y no cejaré en alentar una educación poética en nuestros niños. No lo haré. Ténganlo por seguro.

Así que, de vez en cuando tendrán que tolerar que les hable de poesía y de poetas, como sucede hoy. Voy a detenerme un momento en la relación de los poetas con el asombro del mundo.

Decía Joyce Kilmer, un poeta católico que pudo ser grande –y que, ciertamente, lo fue, si bien su vida se vio truncada prematuramente–, lo siguiente:

«El poeta ve cosas que permanecen ocultas para los demás hombres, pero solo las percibe en sueños. El poeta es, por el origen mismo de la palabra, un hacedor; sin embargo, es un hacedor de imágenes, no un creador de vida. Este es un libro de reflejos de la Belleza; una Belleza que los ojos mortales solo pueden apreciar de forma indirecta, un libro de sueños de esa Verdad que algún día comprenderemos despiertos. También es un libro de imágenes que contiene representaciones esculpidas por quienes trabajaron con la ayuda de la memoria, la extraña memoria de los hombres que viven en la Fe».

No es la primera vez que les hablo de esa misión sagrada del poeta, que actúa como visionario, e incluso como profeta, la mayor parte de las veces profano. Pero nunca he profundizado en el porqué de esa visión.

La mayoría de nosotros, el resto de los mortales, de entrada, experimentamos el mundo a través de nuestros cinco sentidos. Y al hacerlo, por necesidad, efectuamos una labor de criba sobre la totalidad de las percepciones recibidas. Y así, nuestro intelecto no procesa la mayoría de esos estímulos sensibles. Lo contrario conduciría a un colapso cognitivo y, por extensión, conductual y volitivo. Nos paralizaríamos sin saber qué hacer, abrumados por una miríada de sensaciones, a cada cual, más inconexa y contradictoria con las otras.

Dice el filósofo George Santayana:

«Para abrirnos camino a través del laberinto de objetos que nos asaltan, debemos hacer una cuidadosa selección de nuestra experiencia sensorial. La mitad de lo que vemos y oímos debemos pasarla por alto como insignificante, mientras que hemos de juntar la otra mitad para convertirla en una concepción fija y bien ordenada del mundo».

Pero, a pesar de ello, ese resto –inmenso resto– de lo que apartamos de nuestra conciencia, sigue ahí, almacenado, no se sabe dónde, dormido, replegado en un alféizar polvoriento de, quizá, nuestra memoria. Esperando…

Pero, ¿esperando qué?

Un despertar. Una luz que ilumine ese oscuro rincón. Un hilo, por fino que pueda ser, que trace una unión entre toda esa amalgama de sensaciones, a priori, abstrusas e inconexas. A la espera de una conexión, de una visión unificadora.

Y esto lo puede dar el poeta.

Vuelvo a Santayana:

«El poeta, por naturaleza, retiene la inocencia del ojo o la recupera fácilmente; desintegra las ficciones de la percepción común en sus elementos sensoriales y los reúne de nuevo en grupos aleatorios, a medida que los accidentes de su entorno o las afinidades de su temperamento los pueden unir. Se sumerge en el caos que subyace a la cáscara racional del mundo y trae a relucir alguna imagen superflua, alguna emoción olvidada, la cual vuelve a unir al objeto presente. Restablece las cosas innecesarias, hace hincapié en lo ignorado y pinta de nuevo en el paisaje los matices que el intelecto ha permitido que se desvanezcan de él».

¿Y qué parte de esa experiencia olvidada es la relevante?

Una que es consustancial al niño (que por eso es poeta natal). Me estoy refiriendo a la emoción.

Otra vez Santayana acude en mi ayuda:

«El primer elemento que el intelecto rechaza al formar sus ideas sobre las cosas es la emoción que acompaña a la percepción; y esta emoción es lo primero que el poeta restaura. Se detiene en la imagen, porque se toma su tiempo para disfrutar. Él vaga por los caminos de la asociación, porque estos caminos son encantadores. El amor a la belleza, que le hizo dar medida y cadencia a sus palabras, y el amor a la armonía, que le llevó a rimarlas, reaparecen en su imaginación y le impulsan a seleccionar de allí el material que es hermoso o capaz de asumir formas bellas. El vínculo que une las ideas, a menudo tan separadas, que su ingenio asimila, es con frecuencia el eslabón de la emoción».

Recordemos que, según Aristóteles, en el asombro está el comienzo de toda sabiduría. Y en los niños ese asombro encuentra tierra abonada. Era opinión común en la Grecia clásica que, dado que los niños y jóvenes viven casi totalmente en el nivel de su imaginación y de sus emociones, la educación debería atraerlos hacia lo verdadero y lo bueno a través de la belleza como expresión sensible de lo real, y del asombro que esta puede causar.

Abonando esta idea, el profesor Dennis Quinn, uno de los colegas de John Senior en el famoso programa Pearson de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas, señalaba que el asombro forma parte de nuestro equipamiento estándar como seres humanos. Según él, el asombro constituye la emoción o pasión humana básica que surge cuando tomamos conciencia de nuestra ignorancia. Por eso los niños («los que menos saben», como presumimos los adultos) son los poetas por naturaleza.

Esa conciencia de la maravilla de que les hablo puede ser placentera, pero también tiene una función vital, que nos impulsa a buscar el conocimiento de las cosas en sus causas. De esta manera, opuesto a la mera curiosidad, el asombro está en la base de la poesía, pero también es el principio de la sabiduría y la filosofía. De ahí que Quinn, insista en que el asombro se encuentra originalmente en las cosas, y que el poeta, en particular, «tiene el don y adquiere el arte de imitar o re-presentar los misterios de la naturaleza».

La frase de santo Tomás del comienzo da lugar al siguiente comentario del filósofo Josef Pieper, que, aunque extenso, merece la pena rescatar:

«Existe una notable y poco conocida frase de Santo Tomás de Aquino, en su Comentario a la Metafísica de Aristóteles: “el filósofo tiene en común con el poeta que ambos tienen que habérselas con lo maravilloso “(mirandum”), lo asombroso, lo digno de admiración, o lo que sea que provoca admiración”. Estas palabras, cuya profundidad no es fácil de sondear, tienen tanto más peso cuanto que ambos pensadores son figuras de extraordinaria sobriedad, totalmente opuestas a cualquier confusión romántica. Así pues, por razón de la común orientación hacia lo admirable, el “mirandum” (¡y lo maravilloso no se presenta en el mundo del trabajo!), esa fuerza común de trascender hace que el acto filosófico se asemeje y aproxime al acto poético, acercándose a él y emparentándose con él más que con las ciencias exactas especializadas».

(…).

«Captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito, el “mirandum", es el comienzo del filosofar. Por ello, como dicen Santo Tomás y Aristóteles, el acto filosófico y el poético se emparentan; tanto el filósofo como el poeta deben hacer frente a lo asombroso, a lo que provoca y exige admiración. Por lo que toca al poeta, Goethe, cuando tenía setenta años, concluyó un breve poema ("Parabase") con este verso: “Para asombrarme existo"; y a los ochenta, en una carta a Eckermann, afirma: “Lo más alto a que puede llegar el hombre es al asombro"».

El amor a la verdad, la búsqueda desinteresada del saber, están motivados por ese asombro ante la realidad al que se refieren Aquino y Pieper. Y esa verdad, o esa parte de la verdad que podemos conocer, está en la realidad, una parte de la cual no es evidente y espera tras de la apariencia material de las cosas. Ahí juega un papel la poesía, como parte de ese otro modo de conocimiento que nace de las cosas mismas, de nuestra relación directa con ellas, por con-naturalidad, y que complementa el conocimiento científico positivo que hoy lo abarca todo. El poeta William Blake ya habló en su día de la necesidad de liberarse «de una visión única y del sueño de Newton», apuntando a ese conocimiento poético.

Se trata de una forma de conocer en la que la cabeza consulta al corazón, y donde se aúnan la capacidad de asombro con la inocencia, y el amor con la percepción de la verdadera realidad. Tal y como debieran conocer y expresarse por naturaleza los niños. Y tal y como debemos alentar y cultivar en ellos. Y la poesía nos ayudará a ello.
Por esa razón los poetas son tan necesarios. Por favor, no lo olviden.

Ahora bien, ¿de qué poetas estamos hablando?

Cualquier selección que yo pudiera darles pecaría de subjetividad y por lo tanto sería, con toda razón, tachada de parcial, errando aquí y allá y mostrando los rasgos y rastros de una simple preferencia personal, discutible y siempre incompleta. Por ello, aun no dejando abandonada del todo alguna que otra mención (como hago a lo largo de este blog), y del registro de poemas favoritos que acumulo en mi otro blog, (al que de nuevo paso a invitarles: La memoria poética), me atrevería a darles un consejo general para que, aquel que se halle a tientas pueda dar unos primeros pasos en el mundo poético.

Si acudimos a Tomás de Aquino podemos –como de costumbre– encontrar alguna orientación.

El Aquinate nos pone ante una disyuntiva existencial que va más allá de lo meramente poético, pero que nos ayudará en todo caso: la oposición entre la humildad y el orgullo. Para Tomás, el hombre guarda dentro de sí un compromiso con la realidad. Esto no supone solo un anhelo, es más bien, una necesidad vital y existencial. Cuando el hombre se aleja de lo real, se mustia y se desintegra, tal y como sucede hoy.

Pero este acercamiento a lo real exige una disposición vital que implica todo nuestro existir, y esta disposición no es otra que la humildad, que, como supieron los antiguos, es imprescindible para poder asombrarnos y entreabrir la puerta al comienzo de la sabiduría. Quien tiene humildad, dice Tomás, sentirá un profundo agradecimiento por su propia existencia y por la existencia de todo lo que le rodea. Esta gratitud le permitirá ver con ojos de asombro y le moverá a contemplar la bondad, la belleza y la verdad del mundo. Tal contemplación conduce al mayor fruto de la percepción, que es lo que Tomás llama dilatatio, la dilatación de la mente. Una apertura a las profundidades de la realidad, a lo que hay más allá de la simple percepción a través de nuestros sentidos. Una visión que, de alcanzarse, permitiría a una persona vivir en comunión con la bondad, la verdad y la belleza de lo creado, aunque sea de manera precaria, pues la verdadera contemplación en su plenitud está reservada para la otra vida.

Chesterton, que, como sabemos, hizo de esta humilde disposición al asombro frente al mundo su filosofía personal, nos dice, no obstante, con gran sabiduría:

«Tener la mente simplemente abierta no es nada. El objetivo de abrir la mente, como el de abrir la boca, es volver a cerrarla sobre algo sólido».

Y este bocado sólido de realidad sobre el qué cerrar la mente nos lo puede dar, paradójicamente, la poesía.

Es esa humildad en el mirar, propia de los verdaderos poetas, la que conduce a un estado de gratitud que permite admirar con asombro aquello que nos rodea.

Por el contrario, lejos de la humildad, el orgullo conduce irremediablemente a la ingratitud. Esta ingratitud es incompatible con el asombro y, por tanto, impedirá acercarse, aunque sea un poco, a la deseada contemplación, cerrando la mente en el vacío en lugar de abrirla para captar algo que nos permita comprender, aun de manera torpe e imperfecta, los misterios del mundo.

Gracias a Dios, entre nosotros, han convivido, y siguen y seguirán conviviendo, almas verdaderamente humildes, rebosantes de gratitud y asombro, que se toman el tiempo de detenerse en medio de las tribulaciones y distracciones del día a día, para sentarse, con los ojos abiertos por el asombro, en presencia de la realidad que nos envuelve. Almas que, impulsadas por los dones poéticos recibidos, tratan de desentrañar los misterios que reposan, callados, tras las cosas.

Estos son los poetas a los que hay que atender: los verdaderos, aquellos que nos ofrecen el fruto de la auténtica poesía, como un reflejo, aunque sea borroso, de la bondad, la verdad y la belleza del cosmos. Y esto es así, sean o no conscientes de lo que hacen, ya que algunos ciertamente ni lo han sido ni lo son, y quizá nunca lo sean. Pero eso no importa realmente.

Así que, de la mano de sus hijos, vayan en busca de los verdaderos poetas, los de ojos humildes. Y una vez hallados, abran con ellos sus mentes al asombro del mundo.
Para finalizar, les sugiero comenzar esa exploración con un poema sencillo, del poeta orensano José Ángel Valente; un pequeño poema que nos invita a «captar en lo cotidiano y habitual lo verdaderamente desacostumbrado e insólito», ese “mirandum” del hablaba Aquino. Ahí se lo dejo a ustedes:

  

Octubre

Hay una leve luz caída
entre las hojas de la tarde.
Dame
tu mano y cruza
de puntillas conmigo
para nunca pisarla,
para no arder tan tenue
en sus dormidas brasas
y consumirte lenta
en el perfil del aire.

  

Entradas relacionadas:

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (I): POESÍA Y VERDAD

LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA (II): POESÍA Y CONTEMPLACIÓN

14.11.24

Un buen libro para malos tiempos: «El despertar de la señorita Prim»

                                   «Vistas de Yorkshire». Ronald Lampitt (1906-1988). 

               

                    

               

«Creen que añoran el pasado, pero en realidad
su añoranza tiene que ver con el futuro».

John Henry Newman

 

 

Chesterton, hablando de los materialistas ateos de su tiempo, hizo decir una vez a su famoso padre Brown:

«Todos ustedes juraron que eran materialistas empedernidos y, en realidad, todos se encontraban en el mismo borde de la creencia… de la creencia en casi cualquier cosa. Hay miles de personas que se encuentran en ese mismo borde hoy en día, pero es un borde afilado e incómodo en el que sentarse. No descansarán hasta que crean en algo».

Esta es una gran verdad aplicable a todo hombre: La naturaleza aborrece el vacío. La humanidad simplemente no puede sobrevivir sin un patrón, una dirección, una forma, una estabilidad. Anhelamos vivir dentro de un orden que nos trascienda, de un orden al que atenernos, o nos disgregaremos en pequeños átomos aislados por la soledad y el desarraigo.

Ahora bien, así como el alma es la forma del cuerpo, algo espiritual tiene que ser el principio ordenador de una sociedad. Por eso, una vez asesinado Dios –como diría Nietzsche–, el ateo debe sustituirlo por algo que esté sobre él. Y si bien ese algo debe ser no religioso en sí mismo, no obstante, debe elevarse a un nivel religioso para lograr su fin. Esta es la función de las ideologías.

Pero, si se seduce a los hombres para escapar de un orden (de lo liberador que resultaría no estar sujeto a un orden) con el objetivo de, una vez destruido este, sustituirlo por otro, previamente conviene dejar a los hombres sumergirse en la oscuridad del caos resultante de ese vacío. Asesinado un Dios, antes de crear un nuevo dios que lo sustituya y restablezca las cosas, debe dejarse sentir lo terrible que es vivir en ausencia del orden por Aquel creado. Hay que hacer sentir el peso del vacío y restaurar la natural necesidad de un orden.

Esta visión es el núcleo de cualquier ideología. Y hoy vivimos ya sumergidos en ellas. El liberalismo (y sus adláteres, socialismo/comunismo y fascismo/nazismo) fueron los encargados de demoler el viejo orden y de sumirnos en el caos. Ahora, mientras nos vemos arrastrados por la vorágine resultante, se nos presenta como salvador un Nuevo Orden Mundial (del que la famosa Agenda 2030 es solo una mera introducción). Un nuevo paradigma que es una caricatura de lo cristiano a nivel mundano. Y que, como el cristianismo, y a diferencia del liberalismo, tiene el poder y el atractivo de establecer un sistema ordenado.

Piensen en el liberalismo como un vacío, como una ausencia de orden; un caos donde los hombres se guían por principios subjetivos de conveniencia o utilidad en lugar de por una moralidad objetiva. Una ideología del suicidio, que sirvió para destruir el orden cristiano, no tanto contradiciéndolo como diluyéndolo y confundiéndolo, anulándolo suavemente, al oscurecer la realidad, corromper la voluntad y confundir la acción. El absoluto cristiano no se sustituyó por otro absoluto, sino por una ausencia de absoluto, por un indeterminismo, por una confusa tolerancia que equipara, e incluso invierte, los conceptos de bien y mal, de verdad y mentira, de tal forma que ha terminado por hacerlos desaparecer. El liberalismo utilizó buenas palabras de manera ambigua, de modo que gradualmente fueron vaciadas de sus implicaciones cristianas, a fin de ser recargadas nuevamente con significados antitéticos. Consagró la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero no como medios, sino como fines en sí mismos. Conceptos como la verdad y la bondad fueron vaciados de contenido. Se elevó a los altares la democracia, que es solo una forma de gobierno, y cuyo valor depende –como nos dijo Platón– del carácter de quienes la utilicen. Habló interminablemente sobre la libertad, persuadiendo a la gente de que era la misma libertad cristiana, pero, ¿realmente lo era? Cristo dijo: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». La libertad de la que Él habla es el resultado de conocer la Verdad con mayúsculas, algo que a los liberales les gusta llamar “intolerancia” y “dogmatismo”.

En suma, como dice el filósofo Edward Feser, el liberalismo «destruye el sistema inmunológico que protege el orden social de las fuerzas que trabajan para socavarlo». Y así, el efecto de ese liberalismo económico, filosófico y cultural durante un período ya de siglos, ha sido, como no podía ser de otra manera, destruir todas las normas, todo orden. Y como carece de un código moral propio, solo ha perdurado mientras la moral, las normas y las instituciones cristianas de todo tipo han sobrevivido manteniendo unida a la sociedad. Pero hoy día todo eso se está desmoronando: la transformación destructora e incluso la eliminación de la familia tradicional o natural; el intento forzado de redefinir la sexualidad según el deseo humano con la ayuda de la técnica; la comprensión del crimen y la corrupción únicamente como efecto del orden social; el inane y mesiánico propósito de controlar la naturaleza a costa del propio género humano; y el esfuerzo por imponer el dominio bio/tecnológico/político sobre la vida y la muerte humanas, son solo las consecuencias fatales de llevar a su término los principios liberales.

Como estamos viendo, el fin del liberalismo es catastrófico ya que su misma filosofía carece de columna vertebral, no posee nada con qué construir una vida o una sociedad estable. Y no solo eso, sino que sus mismos principios llevan ínsitos el germen de su propia destrucción. Estamos en las últimas etapas de su reinado y todo a nuestro alrededor comienza a derrumbarse, incluida la propia ideología liberal. La sociedad occidental, de hecho el mundo entero, se está convirtiendo en un gran vacío, en una inmensidad vacía de todo contenido real y positivo.

Y así, el liberalismo, hoy moribundo, ha de dar paso a otra cosa. Porque, y volvemos a lo que nos dijo Chesterton, «los hombres no descansarán hasta que crean en algo». Ocurre que, desprovistos de toda referencia o criterio respecto de lo que sea verdad, bondad y belleza (gracias al eficaz “trabajo” de demolición del liberalismo e ideologías afines), los hombres abrazarán a cualquier cosa que se les proponga, sea lo que sea; incluso aceptarán la esclavitud.

La filosofa Hannah Arendt escribió una vez:

«Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras».

Este ha sido el “trabajo” del liberalismo. Ahora debemos trabajar nosotros sobre sus ruinas, o perecer bajo ellas.

Y es sobre esas ruinas, y con la intención de trabajar para restaurar ese orden perdido, donde se sitúa el escenario y se desarrolla la acción de la novela de que quiero hablarles.

Me refiero a una obra de enorme éxito internacional, traducida a once idiomas y publicada en Italia, Alemania, Francia, EE. UU y Canadá, Reino Unido y Commonwealth, Polonia, República Checa, Lituania, Eslovenia, Croacia, Portugal, Brasil y Turquía: El despertar de la señorita Prim (2013), la ópera prima de Natalia Sanmartin Fenollera, quien por azares del destino resulta ser hermana mía.

  

 

Ello me sitúa ante un embarazoso dilema que me ha hecho permanecer mudo durante mucho tiempo respecto de esta obra: ¿Debo hablar y recomendar una novela escrita por una de mis hermanas?

Un pudor natural me ha forzado a permanecer hasta ahora callado. Pero, lo extraordinario de lo que acontece hoy, su extremada gravedad y trascendencia, me impulsa romper ese silencio. Este es un buen libro, un libro que conviene que lea todo el mundo, especialmente los jóvenes, y cuantos más, mejor. Y yo estoy aquí para recomendar buenos libros. No hacen falta pues mayores argumentos. Pero tampoco son necesarias muchas palabras. Por ello, le dedicaré pocas letras. Lo cierto es que un buen libro no precisa de ellas para hacerse valer, se basta así mismo. Y este es un buen libro.

Un libro que habla del orden cristiano. De ese orden perdido, y por lo tanto de su añoranza, sí, pero también de su bondad, verdad y belleza; y, por ello, de su atractivo intemporal, incluso para los hombres de hoy. Un libro que también nos habla de la posibilidad de que incluso personas que por razones de educación o cultura pudieran ser hostiles a ese orden, podrían resultar atraídas por él y acabar uniéndose a él. Y, por último, un libro que nos señala que una de las maneras, si no la principal, en que ese orden puede llegar a prender en el corazón y en el alma de las personas es a través de la caridad, siendo el amor humano en todas sus formas (no solo entre un hombre y una mujer, sino también el paternal, filial, fraternal y amical) uno de los cauces más propicios para ello.

La naturaleza odia el vacío, como hemos visto. Por ello hemos de traer de vuelta nuestras vidas el orden perdido de Dios; el orden original de las cosas. Solo así nos liberaremos, o, mejor dicho, estaremos en el camino y disposición de que nos liberen, de que nos despierten. ¿Quién? Lean el libro; la vida y tribulaciones de la señorita Prudencia Prim se lo revelará. Estén atentos en su lectura, y disfruten del viaje. Se trata de un libro que les regalará cosas que posiblemente no habrían imaginado, aunque quizá si esperado, aun sin saberlo, ¿o quizá no? Precisamente esto es lo que sugiere la cita del santo cardenal Newman que abre la obra y este artículo.

Y es que, como saben, «de lo alto es todo bien que recibimos», y este libro es bueno, de verdad que lo es, porque nos ayuda, aunque solo sea un poco, acercarnos a lo alto a través del redescubrimiento de la verdad, la bondad y la belleza en las cosas humanas.

7.11.24

Valor, honor y redención a orillas del Nilo: Las cuatro plumas

                      «La batalla de Abu-Klea». William Barnes Wollen (1857-1936).

 

 

  «Tres plumas blancas revolotearon fuera de la caja; balanceándose, se mecieron por un momento en el aire y luego, una tras otra, se posaron suavemente en el suelo. Parecían copos de nieve sobre el oscuro piso de madera pulida».

A. E. W. Mason. Las cuatro plumas (1902).

  

«Con una especie de terrible simplicidad extirpamos el órgano y exigimos la función. Hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean fecundos».

C. S. Lewis. La abolición del hombre (1943).

  

«Un ángel no puede ser valiente, porque no es vulnerable. Ser valiente significa, en efecto, ser capaz de sufrir heridas».

Josef Pieper. Las virtudes fundamentales (1954).

 

 

En 1952, el polígrafo inglés Roger Lancelyn Green escribió la biografía de un tipo peculiar e interesante; un tipo llamado Alfred Edward Woodley Mason. Un sujeto que vivió intensamente y que se hizo famoso con una novela de aventuras, una novela sobre la que voy a hablarles hoy, y por la que siempre será recordado. Sirva como presentación del hombre, lo que Lancelyn nos dice:

«Como en el caso de sus novelas, cuando uno piensa en A. E. W. Mason, piensa primero en una rápida, entrecortada y alegre avalancha de aventuras: Mason como actor; Mason como periodista en apuros que salta de repente a la fama con su segunda novela; Mason, el viajero que explora Sudán, Marruecos y España, haciendo rápidos y ansiosos viajes a Sudamérica, Sudáfrica, India, Birmania, Ceilán y Australia; Mason en su yate, costeando las islas Sorlingas, cruzando bahías, bordeando el Sena hasta Rouen o surcando los canales de Holanda; Mason, el alpinista que pasa sus vacaciones de Pascua viajando desde Oxford a las colinas sobre Wastdale y, más tarde, va año tras año a escalar los Alpes: el Col du Géant, Mont Blanc (dieciséis horas en la cresta de Brenva); Mason, el miembro del Parlamento; Mason, el agente del Servicio Secreto en España y México durante la Primera Guerra Mundial».

La novela, su mejor y más famosa obra, es Las cuatro plumas (1902), uno de los grandes bestsellers de la primera mitad del siglo XX. En sus primeros cuarenta años de publicación, se vendieron cerca de un millón de ejemplares solo en Inglaterra, y la obra ha sido llevada al cine al menos siete veces. La novela, ambientada en Inglaterra, Irlanda, Egipto y el Sudán durante la década de 1880, narra la historia de Harry Feversham, un joven oficial proveniente de una familia de distinguidos militares. Convertido en uno de los más prometedores oficiales del ejército británico, Harry, la víspera de que su regimiento embarque rumbo al Sudán con objeto de sofocar una revuelta indígena, renuncia a unirse a él poniendo como excusa su inminente boda con la bella Ethne Eustace. La realidad es más profunda: Harry se enfrenta también, «no al miedo, sino al miedo al miedo». Pero, como dicen los versos de Ángel González:

«Hay que ser muy valiente para vivir con miedo.
Contra lo que se cree comúnmente,
no es siempre el miedo asunto de cobardes.
Para vivir muerto de miedo,
hace falta, en efecto, muchísimo valor».

Tras esta renuncia, tres de sus mejores amigos y camaradas, los también oficiales Willoughby, Trench y Castleton (no así su mejor amigo y rival en el amor, Durrance), le envían tres plumas blancas como señal de lo que interpretan como un gesto de cobardía. Su prometida, Ethne, al no comprender tampoco la renuncia de Harry, añade una cuarta pluma de su abanico.

A lo largo de la novela, Harry se redime de este supuesto pecado con audaces hazañas en Egipto y el Sudán durante las acciones bélicas dirigidas por Lord Kitchener para sofocar la rebelión de los derviches, iniciada en 1882 y encabezada por Muhammad Ahmad, autoproclamado Mahdi. Lo hace adoptando el disfraz de un músico griego converso al Islam, en imitación de las históricas hazañas de otros europeos no musulmanes, como el italiano Ludovico de Verthema (1470-1517), el español Domingo Badía, Alí-Bey (1767-1818) y el británico Francis Burton (1821-1890), alguno de los cuales, incluso peregrinaron a La Meca disfrazados de árabes sin ser descubiertos.

La novela recrea varios acontecimientos y lugares históricos, como la batalla de Abu-Klea, y la infame prisión de Omdurman, conocida como Umm Hagar, la Casa de Piedra. Unos versos de Sir Henry Newbolt, inmortalizaron la primera:

«La arena del desierto está empapada de rojo,
Roja con los restos de un cuadrado hechos pedazos;
La Gatling atascada y el coronel muerto,
Y el regimiento ciego por el polvo y el humo.
El río de la muerte ha desbordado sus orillas,
E Inglaterra está lejos y el honor es un nombre».

Un fragmento de la novela nos habla de la segunda:

«La habitación tenía unos treinta pies de lado, cuatro de los cuales los ocupaba el sólido pilar que sostenía el techo. No había ventanas en el edificio. Unos cuantos y pequeños tragaluces en lo alto dejaban apenas pasar algo de aire. Y en aquella hedionda y pestilente cueva era donde empaquetaban a los prisioneros, que aullaban y peleaban entre sí, arrastrados por el egoísmo que traen consigo las grandes miserias. Se les cerraba la puerta; desaparecía la luz crepuscular y quedaban envueltos en tinieblas, de manera que ninguno podía distinguir ni el contorno de los que se hallaban prensados contra él».

Sin dejar de ser una apasionante novela de aventuras, la obra aborda tres temas sumamente desprestigiados en la actualidad: el honor, el valor y la amistad. ¿Importa el honor? ¿Tiene relevancia la valentía? ¿Qué significa la amistad?

En el mundo actual, parece que lo único que importa es prosperar económica y socialmente, signifique esto lo que signifique. Más dinero y más poder; ese parece ser el único objetivo de muchas vidas, el anhelo más reconocido y el premio más deseado por aquellos que aspiran a algo. Y si para lograrlo es necesario pasar por encima del honor, evadir responsabilidades, no asumir riesgos por el bien común o el bienestar de otros, o incluso renunciar o traicionar una amistad, se hace. Sin embargo, hubo un tiempo en que el honor –ser fiel a los ideales de una conducta estimada correcta, a unos principios, a una historia, o a una tradición, independientemente del costo personal–, la valentía –tener fortaleza de ánimo para afrontar con denuedo y constancia dificultades, temores o dolores, físicos o espirituales–, y el ser un buen amigo –aquel que, como decía Aquino, está para lo bueno y para lo malo, y cuya presencia en momentos duros o adversos es la más valiosa–, importaban mucho.

De estos tres grandes temas me ocuparé hoy de dos de ellos: el honor y el valor. De la amistad ya les he hablado aquí.

El honor es un término ambiguo, pero, para los fines que nos interesan, podemos decir que nace y se adquiere cuando el bien de una persona es conocido y aprobado por muchos o, incluso, por ella misma. Sin embargo, esto podría llevarnos directamente a una cierta vanidad, que solo sería aceptable si este honor o fama se orienta hacia la gloria de Dios («brille vuestra luz delante de los hombres», Mateo 5,16); hacia la salvación del prójimo, («cada uno busque agradar a su prójimo haciendo el bien», Romanos 15,2); o para el beneficio del propio individuo, siempre que este no caiga en el vicio de la vanagloria.

Se suelen distinguir dos formas de honor: el adscrito y el adquirido. El primero se refiere al honor que se recibe en virtud del nacimiento en una familia determinada o por la pertenencia a un pueblo; en otras palabras, es independiente de cualquier accion personal. Se trata de una herencia, siendo el bien heredado la fama y el reconocimiento atesorados por aquellos a quienes uno sucede. El honor adquirido, por el contrario, es el que una persona recibe en función de los logros que ha alcanzado en un ámbito valorado por la sociedad en la que vive.

Se trata de un concepto que tiene su origen en las antiguas sociedades heroicas y guerreras, que se regían por un código de honor. El incumplimiento de ese código conllevaba la pérdida del honor, lo que, a su vez, implicaba una pérdida de estima pública y, por extensión, del propio valor y del sentido de la vida del propio individuo, como se evidencia en la respuesta de Héctor a Andrómaca cuando ella le ruega que se quede en Troya y luche tras las murallas, en lugar de enfrentarse a Aquiles en combate:

«(…) mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita á ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo».

Y aquí nos encontramos con una sociedad guerrera, que está, además, en trance de entablar batalla. El honor, por lo tanto, es fundamental y está, además, estrechamente relacionado con el valor.

En el comienzo de la novela, parece que Harry traiciona su honor familiar, adquirido por sus antepasados en los campos de batalla, trayendo así vergüenza no solo sobre sí mismo, sino también sobre su familia. El resto de la novela es la lucha y el esfuerzo de Harry por recuperar ese honor perdido, adquiriéndolo por sí mismo, para sí, e igualmente, para su familia.

El otro gran asunto tratado por la novela es el del valor, al que se refiere veladamente su título.

Existe un lugar común, un tópico, que sostiene que el hombre valiente es aquel que no conoce el miedo. Esta idea ha sido tradicionalmente considerada como una medida de la hombría y masculinidad. Si un hombre admite o expresa tener miedo, se le considera automáticamente menos hombre. Nada más lejos de la realidad, como trataré de exponer. Sin embargo, hay en nosotros una resistencia a cuestionar esta idea. Su aceptación es algo tan extendido que no nos parece que requiera de reflexión. No obstante, merece ser analizada, especialmente hoy, cuando muchos defienden una falsa y errónea masculinidad, en la que la ausencia de miedo es uno de sus atributos.

Santo Tomás de Aquino sitúa el valor o coraje dentro de la gran virtud de la fortaleza, la cual describe de la siguiente manera:

«Se entiende por fortaleza la perfección de orden moral de la parte afectiva sensible, que tiene por objeto dominar los temores más grandes o moderar los movimientos más intrépidos de audacia –refiriéndose a los peligros de muerte en el curso de una guerra justa–, a fin de que el hombre, en toda ocasión, jamás se aparte de su deber».

Según Aquino, después de la prudencia y la justicia, la fortaleza es la virtud más alta, porque «el temor a los peligros de muerte tiene el mayor poder para hacer que el hombre se aleje del bien de la razón», más que la destemplanza de las pasiones. La crisis de la pandemia del COVID-19 que hemos vivido recientemente nos ha enseñado mucho al respecto.

De acuerdo con el Aquinate, el hombre valiente es aquel que conoce el miedo, pero lo controla. De acuerdo a esta concepción, existen dos vicios principales opuestos a esta virtud de la fortaleza y, por tanto, opuestos a la valentía: por un lado, el temor de aquel que no tiene suficiente fortaleza ante los peligros mortales; y, por otro lado, la temeridad de quien se lanza al peligro en contra de la prudencia adecuada. Solo aquel que siente miedo y, a partir de este conocimiento, ajusta su acción a la razón y la prudencia, es verdaderamente valeroso. El protagonista de nuestra historia –aunque no solo él– demuestra esta valentía a lo largo de toda la novela: la recuperación de las cartas del General Gordon en Beber, el rescate de su amigo Trench de la fatídica prisión de Ondurman, su infiltración en el campamento sudanés, y muchas otras acciones de valentía y sacrificio.  

Las cuatro plumas es una extraordinaria historia de aventuras, donde la emoción, la redención y el perdón son ingredientes esenciales. A través de esta narrativa, su protagonista, mostrando coraje y valentía mientras enfrenta y supera su miedo, recupera tanto su honor como su amor, restaurando en el camino amistades que parecían perdidas. El libro se convirtió en un clásico de inmediato y ha mantenido ese estatus desde entonces, así que no deben perderse su lectura.

26.10.24

«El campamento de los santos» y «Mí Ántonia»

                        «El día de la partida». Thomas Falcon Marshall (1818-1878).

    

          

          

«La lectura nos convierte a todos en inmigrantes. Nos aleja de nuestro hogar, pero lo que es más importante, nos encuentra un hogar en todas partes».

Jean Rhys

 

 

Como desarrollo e ilustración de la entrada anterior, hoy les hablaré de dos libros: dos obras muy dispares, tanto en enfoque como en desarrollo. Aunque ambos abordan el mismo tema, lo hacen de maneras muy diversas, por lo que su lectura deja un sabor de boca notablemente distinto: amargor y dulzura, respectivamente. Sin embargo, ambas obras son hijas de su tiempo y de las circunstancias vividas por sus autores. El primer libro surge en la vieja Europa, mientras que el segundo proviene de la joven América. Les hablaré de El campamento de los santos (1973) y Mi Ántonia (1918), que procederé a comentar a continuación.

El campamento de los santos, de Jean Raspail (1973)

La primera obra, escrita en 1973 por el francés Jean Raspail, ha sido traducida al castellano como El desembarco y, en una traducción más fiel al original, como El campamento de los santos (Le Camp des Saints, que es una referencia al libro del Apocalipsis, 20, 9)Es un libro cuasi profético, distópico y crudo, tanto en el fondo como en la forma, que nos muestra los efectos devastadores de una inmigración masiva, incondicional e irrestricta, tanto en términos de número como de la condición del inmigrante, y en la cual, la intención del que llega no es en absoluto integrarse en la sociedad que lo recibe, sino más bien instalarse, ocupar y colonizar (y del el que ya he hablado más brevemente aquí). Para algunos, se trata de una de las novelas más inquietantes y políticamente incorrectas de finales del siglo XX.

Raspail nos cuenta cómo, en un determinado momento, Francia es invadida por una inmensa marea de inmigrantes procedentes del subcontinente indio. Grandes barcos llegan a las costas del sur de Francia, cargados de personas en un número tan elevado que resulta imposible rechazarlos simplemente. Raspail deja en claro que esta horda no tiene ningún deseo de asimilarse a la cultura francesa. ¿Qué hacer entonces?

La novela destaca, además de por su trama profética, por sus retratos, perfectamente reconocibles, de algunos perfiles muy en boga hoy: los activistas de izquierda, los religiosos ingenuos y buenistas, y los dirigentes políticos inútiles e ineficaces, todos ellos colaboradores necesarios en el desenlace catastrófico de la historia. Gran parte de la reacción de estos sectores ante la invasión podría explicarse con el término oikofobia, acuñado por Roger Scruton como concepto opuesto al de xenofobia. Así como esta última significa el miedo o el odio a los extraños o extranjeros, la oikofobia (del griego oikos, ‘hogar‘) se referiría al miedo o al odio hacia el hogar o a la propia sociedad o civilización. Un ejemplo de estos retratos, en este caso el del joven activista de izquierda, podría ser el siguiente fragmento:

«—¿Ha visto a los que vienen, los de los barcos?

—Sí.

—¿Y cree parecerse a ellos? Usted tiene la piel blanca. Sin duda está bautizado. Habla francés, con el acento de aquí. ¿Acaso tiene parientes en la región?

—¿Y qué? Mi familia es la que desembarca. Heme aquí con un millón de hermanos, de hermanas, de padres, de madres y de novias. Haré un niño a la primera que se me ofrezca, un niño oscuro, tras lo cual ya no me reconoceré en nadie.

—No existirá siquiera. Estará perdido en esa multitud. Ni siquiera se fijarán en usted.

—Eso quisiera yo. Estoy harto de dar asco a los burgueses o de que mis compatriotas me den asco, si a eso le llama usted existir. Mis padres se fueron esta mañana, con mis dos hermanas que, de repente, han tenido miedo de ser violadas. Hasta se han vestido como todo el mundo, con chismes archiclásicos que no se ponían hace tres años, falda de pensionista, blusita bien limpia y abrochada. Desfiguradas por el miedo. Las cogerán. Todo el mundo será cogido. Por mucho que se vayan, esas gentes están acabadas. ¡Si hubiese usted visto el cuadro! Mi padre amontonando los zapatos de su tienda en su bonita furgoneta, mi madre escogiéndolos lloriqueando, los más baratos que abandonaban, los caros que se llevaban, mis hermanas instaladas ya en el asiento delantero, pegadas una a otra y mirándome con horror, como si fuese yo el primero en violarlas; y yo, por último, riéndome como un loco, sobre todo cuando mi padre ha bajado el cierre metálico y se ha metido la llave en el bolsillo. Le he dicho: «¡Si crees que eso servirá de algo! Tu puerta la abro sin llave, y mañana lo haré. ¡En cuanto a tus zapatos, se mearán dentro o se los comerán, pues andan descalzos!». Entonces me ha mirado y me ha escupido. Le he devuelto un buen escupitajo que ha recibido de lleno en el ojo. Así nos hemos separado».

Es un libro difícil: crudo y cruel en su forma, y no aconsejable para quienes no han adquirido una sólida formación, ni para quienes posean un estómago delicado.

Como escribe Mackubin Thomas Owens, uno de los comentaristas del libro, quizás el gran problema de la novela sea su insistencia en la idea de raza, olvidando enfocar la cuestión en su relación con el bien común:

«Raspail fue denunciado como racista, y su énfasis en la raza blanca puede resultar ciertamente desagradable, pero el tema central de la novela no es la raza, sino la cultura y los principios políticos».

No obstante, el libro aborda un tema de fondo crucial: la pérdida de confianza de Occidente, visto de esta forma por dicho crítico:

«Raspail se adelantó a su tiempo al demostrar que la civilización occidental había perdido su sentido de propósito y de historia, su “excepcionalidad”. Si la pérdida de confianza en sí misma por parte de la sociedad occidental era evidente en 1973, lo es mucho más hoy. Las tonterías piadosas que profieren en la novela los apologistas de la abrumadora embestida contra Francia no hacen más que prefigurar lo que se ha convertido en la corriente dominante hoy».

En todo caso, ahí queda la advertencia sobre la dureza del libro, pues incluso hay quienes lo encuentran insoportable, no solo por la crudeza de sus descripciones y escenas, sino también —sobre todo hoy— por el duro encuentro con una temible realidad que ya no tiene nada de ficticia en algunos países de la vieja Europa. Francia es un ejemplo, y Raspail, si viviese, pocos ajustes tendría que hacerle a su libro. Su profecía parece confirmarse día a día en el país vecino, tal como todos la vemos desarrollarse ante nuestros ojos.

Mi Ántonia, de Willa Cather (1918)

La segunda novela de la que voy a hablarles está escrita por una mujer, Willa Cather, y se titula Mi Ántonia (1918). A diferencia de la obra de Raspail, se trata de un libro hermoso y delicado. No hay nada de brutal en él; abunda en poesía y armonía, tanto en las formas como en el contenido. Sirva como ejemplo este hermoso párrafo:

«Quería seguir caminando por entre la hierba roja y cruzar el borde del mundo, que no podía estar muy lejos. La luz y el aire que me rodeaban me decían que el mundo terminaba aquí: sólo quedaban la tierra, el sol y el cielo, y si uno avanzaba un poco más sólo habría sol y cielo, y uno flotaría en ellos, como los halcones leonados que volaban sobre nuestras cabezas trazando lentas sombras sobre la hierba».

O este otro:

«—¿Sabes, Ántonia? Desde que me fui, pienso en ti más que en ninguna otra persona de esta parte del mundo. Me habría gustado que fueras mi novia, o mi mujer, o mi madre, o mi hermana… cualquier cosa que una mujer pueda ser para un hombre. La idea que tengo de ti forma parte de mi cerebro; influyes en mis simpatías y antipatías, y en mis gustos, cientos de veces, aunque no me dé cuenta. En verdad, eres parte de mí.

Volvió hacia mí sus ojos brillantes y llenos de fe, y las lágrimas afluyeron despacio».

La novela de Cather me servirá para ilustrar otro aspecto importante de la cuestión migratoria, también destacado por la doctrina católica: la debida integración del extranjero en tierra extraña, la disposición amable de quien recibe, el esfuerzo y la voluntad que ha de poner quien llega, y el sacrificio y la dificultad que tales cosas suponen.

En esta historia hay sufrimientos, ingratitudes, obstáculos, pero también encontraremos trazas de bondad, tanto es así que es esta bondad lo que al final se destila de la obra.

La historia comienza con la llegada a las inabarcables praderas de Nebraska de una familia (no un individuo aislado, sino una familia), una familia católica, pobre, pero honrada y humilde. Provienen de la vieja Europa, concretamente de Bohemia, guiados por un padre melancólico y nostálgico, pero decidido. Y en su seno conoceremos a una niña (que veremos convertirse en mujer), Ántonia, luminosa y feliz. Asistiremos al nacimiento de una amistad (y un amor platónico) entre el joven narrador, Jim, y Ántonia. Jim y Ántonia disfrutan de lo bueno de la naturaleza salvaje de Nebraska; juntos lo descubren en caminatas y aventuras, en victorias contra serpientes ancestrales y en sus carreras sobre la cobriza hierba de la pradera bajo el cielo estrellado. Vemos el contraste entre las familias protestantes, ya instaladas en ese suelo joven, y los católicos recién llegados. Y aunque Cather no era católica, hay una delicadeza y simpatía en su trato hacia lo católico que asombra. Por un lado, hay acogimiento, consideración y hospitalidad, y por otro, esfuerzo por integrarse y contribuir al bien común de la comunidad que acoge.

Como escribe Michael Platt:

«Hay tanta bondad en el libro, en su encantadora heroína y en la vida familiar que gira en torno a ella, que uno podría estar tentado de creer que puede haber familias sin países; que es posible el paraíso rural -o lo que el Glaucón de Platón llama “ciudad sembrada"- en el que todos viven de forma sencilla, sana, pacífica y justa, sin tener que ser nunca justos entre sí, o con los enemigos, defendiendo a su país».

Aunque la novela es mucho más que esto. La llegada de la familia bohemia –sin dinero, sin apenas saber el idioma– a un mundo nuevo, supone el marco inicial de una historia sobre la pradera infinita y sus colonos; sobre el contraste entre la bondad del campo, dura, implacable, pero hermosa, y la mezquindad y oscuridades de la más cómoda y complaciente ciudad. La novela trata también sobre una concreta mujer y su encuentro con lo bueno y hermoso a pesar de las dificultades, y sobre la posibilidad –real incluso hoy– de un amor puro, platónico y bello, que no precisa para existir del comercio de la carne. Pero, como he dicho, es también una muestra de una forma de llegar y quedarse, de iniciar una vida nueva de la manera más natural y próspera para todos.

Una novela que recomiendo vivamente a nuestros jóvenes, tanto por la calidad literaria de esta aventajada discípula de Henry James, como por la bondad que se desprende de la obra.

19.10.24

La frontera, la piedad y la prudencia

          «De vuelta a casa». Peder Mørk Mønsted (1859-1941).

  

 

«Cuando la libertad se expande para significar libertad de instinto y destrucción social, entonces la libertad está muerta».

Jean Raspail. El campamento de los santos

   

«¿Puede una puerta proteger un mundo que ha vivido demasiado tiempo?»

Jean Raspail. El campamento de los santos

   

«El domingo por la mañana, Otto Fuchs tenía que llevarnos en el carro a conocer a nuestros nuevos vecinos de Bohemia. Les llevábamos provisiones, pues se iban a instalar en un lugar salvaje donde no había huerto ni gallinero y la tierra de labor era muy poca».

Willa Cather. Mi Ántonia

 

 

Uno de los temas más en boga hoy, objeto de acalorado debate, es el de la inmigración. Según la última encuesta publicada por el CIS (último mes de julio), en estos momentos la inmigración es la principal preocupación para los españoles, superando al paro, la economía y la discusión política. Pero es solo una inquietud local. Todo el mundo occidental se encuentra esa misma tesitura. Se trata de un problema político, jurídico, económico y moral, con implicaciones incluso de pura supervivencia en términos de civilización.

En este asunto sería una ingenuidad imperdonable no percatarse de tres circunstancias:

1º.- Que una inmigración, en gran número y sin limitaciones, de personas pertenecientes a culturas, no solo diferentes, sino también opuestas abiertamente a nuestra forma de vida, terminará afectando a esta y acabará por hacerla desaparecer.

2º.- Que una inmigración de personas sin ningún tipo de control de acceso, tanto sobre las condiciones de estado de salud y prevención y control de enfermedades, como sobre los antecedentes penales y criminales, necesariamente deteriorará nuestra forma de vida y disparará –como ya está haciendo– los niveles de inseguridad e insalubridad.

3º.- Que una nación que permita una inmigración descontrolada, dando acogimiento a un número y condición de inmigrantes que desborden sus necesidades y posibilidades reales, tanto económicas como sociales y laborales, trabaja contra su deber de promover el bien común y el bienestar de la nación.

Ello hace que las preocupaciones de algunos por tales condiciones y circunstancias –que son aquellas en las que se está produciendo una gran parte de esa inmigración– sean legítimas, y nada tengan que ver con el racismo, o con la obligación –resaltada por la Iglesia– de acoger y ayudar al extranjero.

Por tanto, parece procedente acercarse al asunto, recordando en unas breves líneas el enfoque católico a esta cuestión, y trayendo a colación un par de novelas que pueden ayudar a ilustrar el tema.

La doctrina es antigua pero constante. Parte, como base, de la virtud teologal de la caridad y del mandamiento de amor al prójimo, y tiene en cuenta, sujetas a la razón y al discernimiento, las circunstancias anteriormente enumeradas y cualesquiera otras pertinentes.

Así, la Iglesia enseña, no solo que las naciones deben, en cuanto sea posible, acoger a los inmigrantes, sino también que pueden, no obstante ello, regular su acceso con condiciones, y restringir la inmigración cuando esta pueda tener un efecto perjudicial sobre la nación que la acoge y la consecución del bien común de sus ciudadanos. Por último, esta doctrina resalta que las razones para tales medidas pueden incluir consideraciones económicas y culturales.

Un principio clave de la doctrina social católica, el de solidaridad, y una virtud, derivada de la cardinal de la justicia, la piedad, informan esta doctrina y modulan a la virtud imperante en esta materia: la caridad. Y aun tiempo, en su dinámica mutua, se compensan y delimitan.

La enseñanza social católica afirma el principio de solidaridad, según el cual tenemos, por naturaleza, obligaciones unos con otros a las que no hemos dado nuestro consentimiento, pero que nos vinculan y obligan. Esto se aplica tanto a nuestros familiares y amigos, como a nuestros compatriotas, o incluso a los extranjeros. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia rechaza firmemente la tendencia igualitarista de considerar que nuestras obligaciones se extienden a todos los seres humanos por igual. Hay un orden y una jerarquía también en esto. Por lo tanto, nuestras obligaciones con la familia son más fuertes que con la comunidad local. A su vez, nuestras obligaciones con la comunidad local, son más fuertes y más directas que con la nación en su conjunto; y, por último, las obligaciones que mantenemos con la nación y con nuestros compatriotas son más fuertes que las que pudiéramos tener con algún extranjero desconocido, nación extranjera o comunidad de naciones.

La familia es, pues, la unidad social básica, y es con los miembros de nuestra familia con quienes tenemos las obligaciones más fuertes y directas; las obligaciones para con otros, aunque se deriven igualmente de la ley natural y no del consentimiento, se vuelven menos fuertes y menos directas cuanto más se alejan del núcleo familiar.

Tomas de Aquino enseña al respecto:

«Agustín dice…

“Puesto que uno no puede hacer el bien a todos, debemos considerar principalmente a aquellos que por razón de lugar, tiempo o cualquier otra circunstancia, por una especie de casualidad están más estrechamente unidos a nosotros".

(…)

Ahora bien, el orden de la naturaleza es tal que todo agente natural despliega su actividad en primer lugar y sobre todo en las cosas que le son más próximas…. Pero la concesión de beneficios es un acto de caridad hacia los demás. Por lo tanto, debemos ser más benéficos con aquellos que están más estrechamente relacionados con nosotros.

(…).

Porque debe entenderse que, en igualdad de condiciones, se debe socorrer más bien a quienes están más estrechamente relacionados con nosotros».

Y esta doctrina sigue siendo tan pertinente hoy como lo era ayer cuando Aquino, si no más. De hecho, como reconoce el documento la Pontificia Comisión «Iustitia et Pax» de 1988, La Iglesia ante el racismo:

«Corresponde a los poderes públicos, responsables del bien común, determinar el número de refugiados o inmigrantes que su país puede acoger, teniendo en cuenta sus posibilidades de empleo y sus perspectivas de desarrollo, pero también la urgencia de la necesidad de otras personas. El Estado también debe velar por que no se cree un grave desequilibrio social que iría acompañado de fenómenos sociológicos de rechazo como los que pueden producirse cuando una concentración excesiva de personas de otra cultura se percibe como una amenaza directa para la identidad y las costumbres de la comunidad local que las acoge».

Y así se constata en el Catecismo, en el punto 2241:

«Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben.

Las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los emigrantes respecto al país de adopción. El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas».

Esta posición de la Iglesia respecto a la acogida del inmigrante y su relación con el bienestar de la nación y el bien común de aquellos que la conforman, no implica de ninguna manera un apoyo a un nacionalismo excluyente, al racismo o a la xenofobia. Más bien, actúa como un contrapeso a estas ideologías. Representa un equilibrio prudente entre, por un lado, tales errores, y, por otro, el excesivo individualismo y globalismo que buscan deshacer las lealtades nacionales, y el buenismo irresponsable e ingenuo que inconscientemente las promueve.

Esta enseñanza es relevante; extremadamente relevante hoy. Como resalta acertadamente el filósofo Edward Feser:

«Es cierto que nunca debemos permitir que las enseñanzas de la Iglesia sobre el patriotismo y los derechos de una nación a proteger su identidad cultural sirvan de excusa para el racismo y la xenofobia. Pero tampoco debemos permitir que falsas acusaciones de racismo y xenofobia sirvan de excusa para ignorar la enseñanza de la Iglesia sobre el patriotismo y los derechos de una nación a proteger su identidad cultural».

Y continua:

«Pero, ¿enseña la Iglesia que hay que acoger a los inmigrantes? Por supuesto, y en los mismos documentos que acabamos de citar. Pero, ¿enseña que las fronteras deben estar abiertas, que la inmigración no puede limitarse o que es un error adaptar la política de inmigración para preservar la cultura y la estabilidad económica de la nación de acogida? En absoluto».

Por supuesto, esto no significa que los católicos no deban adoptar una actitud generosa hacia los inmigrantes cuando estos lo precisen, como lo harían ante cualquier persona necesitada, ni tampoco que no pueda haber discrepancias entre ellos al respecto de cuáles deberán ser las restricciones, limitaciones o condiciones a la inmigración, ya que se trata de una cuestión de juicio prudencial sobre la que los católicos de buena voluntad pueden estar razonablemente en desacuerdo.

Sin embargo, a pesar de todo ello, en nuestro tiempo numerosos cristianos y gente de buena voluntad de distintas creencias, caen en el error extremo de olvidar esta enseñanza y el uso de la virtud de la prudencia en su aplicación, lo que lleva a muchos a abrazar políticas de fronteras abiertas y flujos migratorios incondicionales, y a tolerar, e incluso fomentar, la inmigración ilegal. La mayoría de estas personas fundamentan su acción o postura en buenas intenciones, pero atrapados en un infantilismo reductor, permiten que sus buenos sentimientos sean manipulados sin reparos por aquellos que buscan su destrucción y la destrucción de aquello en lo que creen.

Para ilustrar esta realidad, que ya está empezando vislumbrarse por algunos por el duro choque con la misma, en la próxima entrada, les hablaré de dos novelas muy distintas, escritas por dos escritores cristianos. Dos novelas que me servirán como ejemplos de dos tipos de inmigración: una desordenada y violenta, una especie de invasión, a modo de ola rompiente que se precipita sobre un castillo de arena construido a orillas del mar; la otra, ordenada, secuenciada y más armónica, a semejanza de las aguas de un río que, al desembocar en la costa, se entremezclan con las del océano.

Hay que dar a este trascendental asunto el enfoque adecuado, prudente y realista, engarzando, como he señalado, el orden de la caridad con la virtud de la piedad y el bien común, antes de que, sobre las ruinas de las tan cacareadas, integración y diversidad, las naciones se encuentren en la tesitura de optar entre dos extremos, ambos nefastos e indebidos: el cierre absoluto de fronteras, y la apertura indiscriminada y sin control de las mismas.

Les emplazo a la próxima entrada.