Hace cien años, un 2 de abril, nacía en Londres Alec Guiness, Sir Alec desde 1959. Interpretó muchos personajes, muchas películas: Oliver Twist (1948), Ocho sentencias de muerte(1949), en la que interpretaba… ¡ocho papeles!?, coronel Nicholson en El puente sobre el río Kwai (1957). Pasaje a la India (1984), Un cadáver a los postres (1975), Scrooge (1970), Cromwell (1970), Hotel Paradiso (1966), Doctor Zhivago (1965), La caída del imperio romano (1964), Lawrence de Arabia (1962).
Aunque probablemente sea más reconocido por la generación de mis hijos como de Obi-Wan Kenobi, en la primera parte de la saga de La guerra de las galaxias (las antiguas como me dicen los críos).
Alec Guiness fue bautizado como anglicano, y la historia de su conversión al catolicismo siempre me ha gustado.
Primero porque en ella tiene mucho que ver Chesterton y la imagen de los buenos curas. La caída del prejuicio. Como cuenta en su biografía:
Todo empezó cuando rodamos la película sobre el Padre Brown (1954), dirigida por mi buen amigo Robert Hamer. Estábamos en los exteriores de Borgoña cuando tuve una pequeña experiencia de cuyo recuerdo siempre he disfrutado.
Hacia el anochecer me encontraba aburrido y sin saber qué hacer. Vestido con mi negra sotana, subí por el serpenteante y polvoriento camino hacia el pueblecito. En la plaza, los niños chillaban en medio de infantiles batallas, con palos por espadas y tapas de cubo de basura por escudos.
En un café Peter Finch, Bernard Lee y Robert Hamer disfrutaban del primer Pernod de la velada. Al saber que no me necesitarían hasta cuatro horas más tarde, me volví a mi hotel. Para entonces ya era de noche.
No había caminado mucho cuando escuché unos pasos apresurados y una voz aguda que me llamada «Mon Pere!» [¡Señor Cura!]. Un chico de siete u ocho años me tomó de la mano y la apretó fuertemente, balanceándola mientras mantenía un parloteo incesante.
No me atreví a hablar por miedo a que mi horroroso francés le pudiera asustar. Aunque yo era un absoluto desconocido, el chico me tomó por un cura y, consecuentemente, por alguien digno de la mayor confianza.
De repente con un «Bonsoir, mon Pere!» [«Buenas noches, Padre»] y una deslavazada reverencia, despareció por el agujero de un seto. El chico había disfrutado de un alegre y tranquilizador paseo a casa, y a mí me dejó con un extraño sentimiento de euforia. Mientras seguía caminando, se me antojaba que una Iglesia que podía inspirar tal confianza en un niño, haciendo de sus sacerdotes -incluso cuando eran unos desconocidos- tan sencillamente accesibles, no podía ser una institución tan intrigante y aterradora como solía ser descrita. Aquel día empecé a sacudirme de encima mis anquilosados prejuicios, tan largamente aprendidos. [Alec Guinness, Memorias, Ed Espada Calpe, Madrid, 1987]
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