Citius, Altius, Fortius; mens sana in corpore sano
No me gustan las «Olimpiadas». Sin estridencias. Tampoco el hígado, el pisto y, exceptuando los callos, la casquería en general. Pero si hay que comer, por estar invitado o por dar ejemplo paterno, pues se come.
Aún menos que los Juegos Olímpicos me gusta el ‘olimpismo’; no tanto por el intento de constituirse en una religión universal excluyente, más bien porque es un medio convertido en fin. Reconozco cierto atractivo en su origen romántico, su utopismo fundacional que llegó a contar con el apoyo de católicos de todo el mundo, San Pío X incluido. Un utopismo que como el acné desapareció con la edad.
Es muy probable que la petición de ayuda del Barón Coubertin no fuese totalmente desprendida, tenía especial interés en «unir a la causa» la red de escuelas católicas. Así que no es casual que el lema de los JJ.OO., «Citius, Altius, Fortius» sea de un pedagogo dominico, Henri Didon, O.P.
A estas alturas del discurso, y previendo la deriva de la argumentación, los amigos defensores de las Olimpiadas suelen interrumpirme e intentan hacerme ver las bondades del deporte. No pierdo el tiempo mostrándoles que los JJ.OO. tienen que ver, desde su origen, con la competición, no con el deporte y mucho menos con el ejercicio físico que es a lo que se refieren. Quizá parte de la culpa del desinflamiento de las Olimpiadas consista en que las principales competiciones no están bajo su yugo, gracias a Dios: FIFA, NBA, F1…
No pierdo el tiempo porque tarde o temprano terminan mencionando lo de «mens sana in corpore sano».
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