Se busca un San Juan Bautista para decir cuatro verdades sobre Berlusconi
Corría el año 30 después de Cristo, que diría mi amigo César Vidal, cuando en Israel había un rey llamado Herodes que cometió el pecado de liarse con la mujer de su hermano. La cosa no habría tenido mayor importancia si no fuera porque en aquel entonces vivía el mayor profeta en la historia del pueblo elegido. Se llamaba Juan y le apodaban “el bautista” porque predicaba el arrepentimiento y administraba el bautismo por agua para el perdón de los pecados. El bueno de Juan no tenía pelos en la lengua y acusaba al rey de ser un adúltero de tres al cuarto. Y eso al rey no le hacía ni pizca de gracia. El final de esa historia lo conocemos. El profeta acabó con la cabeza cortada y el rey siguió viviendo en pecado.
No fue el primer rey de Israel que había pecado con mujeres. El mismísimo rey David cayó en adulterio con Betsabé y, aún peor, para tapar las consecuencias de su primer pecado -ella se quedó preñada-, cometió un crimen aun más horrendo al ordenar que pusieran al marido de su amante en primera línea de batalla para que le mataran. Entonces también hubo un profeta, llamado Natán, que fue a acusarle de adúltero y asesino, pero la reacción de David no fue la misma que la de Herodes. El hijo de Isaí se arrepintió de su pecado y Dios le perdonó aunque no dejó sin castigo -esa penitencia que los protestantes niegan- su acción.
Estamos pues, ante un mismo pecado, una misma denuncia profética y dos resultados distintos. En un caso, el profeta muere por ser fiel a la verdad. En el otro, el pecador se salva tras escuchar al profeta. Siendo que hoy existen gobernantes como los reyes Herodes y David, la pregunta es: ¿dónde están los profetas que denuncian sus pecados?