Llevamos unas semanas de polémica a cuenta de la propuesta de referéndum sobre la futura ley del aborto en España. Mi postura sobre la cuestión ya la expliqué en un post del pasado doce de enero. El debate fue interesante, intenso e incluso sobrecargado.
Hoy informamos en InfoCatólica de la propuesta que el cardenal primado de México, S.E.R Norberto Rivera, ha realizado en el sentido de que se consulte a la ciudadanía sobre la cuestión del matrimonio entre homosexuales. Aunque obviamente estamos ante un tema de menor gravedad que el aborto, creo que los argumentos a favor o en contra de dicha iniciativa cardenalicia son los mismos.
Vuelvo a decir que no es lo mismo proponer un referéndum, que optar por votar en uno que ha sido propuesto por otros. Si se aceptan las reglas del juego democrático, cuando alguien pide una consulta popular, está reconocimiento de forma explícita la legitimidad del resultado. No tiene el menor sentido pedir que se vote algo y luego, si sale lo que uno no quiere, reclamar que el resultado no tiene validez. Por tanto, aceptar que algo que forma parte de la ley natural esté sujeto a la sentencia de unas urnas, es entrar en un terreno sumamente resbaladizo que nos conducirá, antes o después, hacia la caída.
Por otra parte, no veo cómo encaja una propuesta de esa naturaleza con el magisterio papal. Y no me refiero al Quanta Cura y Syllabus de Pío X, que podría citar para espanto de los que piensan que todo lo que se escribió antes del Vaticano II es papel mojado. Me quedo en un texto papal mucho más reciente: la encíclica Centesimus annus, de Juan Pablo II. La misma dice así:
“La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica”.
Efectivamente, una de las ventajas del sistema democrático es que se puede echar a un mal gobernante por las urnas, sin necesidad de hacer uso de métodos violentos. Pero claro, no todo el monte es orégano:
“Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad. Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia“.
Y no sólo eso. También escribió el Papa:
Después de la caída del totalitarismo comunista y de otros muchos regímenes totalitarios y de «seguridad nacional», asistimos hoy al predominio, no sin contrastes, del ideal democrático junto con una viva atención y preocupación por los derechos humanos. Pero, precisamente por esto, es necesario que los pueblos que están reformando sus ordenamientos den a la democracia un auténtico y sólido fundamento, mediante el reconocimiento explícito de estos derechos. Entre los principales hay que recordar: el derecho a la vida, del que forma parte integrante el derecho del hijo a crecer bajo el corazón de la madre, después de haber sido concebido; el derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad; el derecho a participar en el trabajo para valorar los bienes de la tierra y recabar del mismo el sustento propio y de los seres queridos; el derecho a fundar libremente una familia, a acoger y educar a los hijos, haciendo uso responsable de la propia sexualidad. Fuente y síntesis de estos derechos es, en cierto sentido, la libertad religiosa, entendida como derecho a vivir en la verdad de la propia fe y en conformidad con la dignidad trascendente de la propia persona".
Y:
“También en los países donde están vigentes formas de gobierno democrático no siempre son repetados totalmente estos derechos. Y nos referimos no solamente al escándalo del aborto, sino también a diversos aspectos de una crisis de los sistemas democráticos, que a veces parece que han perdido la capacidad de decidir según el bien común. Los interrogantes que se plantean en la sociedad a menudo no son examinados según criterios de justicia y moralidad, sino más bien de acuerdo con la fuerza electoral o financiera de los grupos que los sostienen“.
Ante la claridad expositiva de Juan Pablo II, que señala los límites del sistema democrático, cruzados los cuales se convierte en un sistema ilegítimo, ¿cómo vamos a caer en la tentación de ser nosotros mismos los que crucemos dichos límites, para someter a la “fuerza” electoral asuntos que que no admiten discusión desde el punto de vista de la justicia y la moral cristianas?
Como católicos, ¿creemos o no creemos que hay temas que no pueden ser sometidos a la voluntad de esa masa damnata de la que hablaba San Agustín y a la que el Papa Pablo VI se refirió de forma magistral al afirmar, en su Credo del Pueblo de Dios, que tiene una “naturaleza humana caída, despojada de la vestidura de la gracia, herida en sus propias fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte“?
Algunos protestantes dicen que la democracia es fruto del concepto protestante sobre la naturaleza caída del hombre. Dicho concepto implica que el hombre redimido se diferencia del caído únicamente en su profesión de fe, que le adjudica la justificación y -ojo- la santificación, independientemente de que siga en su condición pecadora. Al no haber garantía de que un gobernante, aun siendo cristiano, actúe conforme al bien común, y ante el convencimiento de que el poder corrompe, se pone en manos del pueblo la decisión última. Ante lo cual, yo pregunto: ¿qué garantía hay de que ese pueblo actúe igualmente conforme al bien común? ¿de verdad que hay más posibilidades de que una gran masa esté moralmente bien encaminada a que lo esté una sola persona que haya sido educada desde su más tierna infancia en los valores del evangelio? ¿qué hace el protestante cuando su modelo democrático da paso a leyes que chocan de frente contra la ley divina? Y, sobre todo, ¿en qué parte de la Escritura, y más concretamente de su Nuevo Testamento, encuentran base para apoyar semejante sistema? ¿no son, más bien, los profetas al servicio de la propuesta de Coré?
En todo caso, me preocupa poco lo que propongan los protestantes en relación con el sistema democrático y sus posibles límites. El cardenal Norberto Rivera no es protestante sino un príncipe de la Iglesia. Pero por eso mismo cabe reclamar de él una cierta prudencia antes de proponer iniciativas que no está del todo caso claro que casen con el magisterio papal. Quizás llega el momento de que el Vicario de Cristo vuelva a pronunciarse sobre estos temas, de manera que oriente a todos los fieles sobre cómo hemos de comportarnos dentro de un sistema que se ha convertido ya en promotor del aborto y de la legitimación legal de opciones radicalmente contrarias a la ley natural y el bien común. No creo que los abusos de la democracia se corrijan con más democracia, sino con la asunción plena, al menos por parte de los cristianos, de que existen una serie de puntos que no pueden estar sujetos al albur del resultado de las urnas. O sea, debemos asumir, con todas sus consecuencias, que existe una autoridad y soberanía superior a la del pueblo: la de Dios. Y si Dios es soberano, su Iglesia no puede ser un elemento decorativo más a la hora de marcar las pautas que han de llevar a los pueblos por la senda de la verdad y la justicia. No podemos esperar que los no creyentes acepten eso. Pero qué menos que esperarlo de los hijos de dicha Iglesia.
Luis Fernando Pérez
Post en mi otro blog: “Cuando las víctimas hablan”