La Cruz, parada obligatoria
Todos los que hemos recibido el don de sabernos amados por Dios, paso previo a poder amarle, tenemos por delante un camino largo hacia nuestro destino final, que no es otro que la eternidad en compañía de Aquél que nos amó primero. Y en dicho camino, hay una estación inevitable, en la que habremos de parar varias veces: se trata de la cruz.
No hay salvación sin cruz. No hay redención sin sacrificio, sin renuncia, sin pasión. De la cruz de Cristo emana toda la gracia salvífica que Dios pone a nuestra disposición. Nuestra cruz es nada sin la Cruz del Calvario. Pero precisamente es gracias a la Cruz que Cristo llevó sobre sus hombros y en la que fue clavado, que nuestras cruces personales adquieren sentido.
Partimos de un hecho evidente. La cruz no es agradable desde un punto de vista humano. Si Cristo mismo pidió al Padre que pasara de Él ese cáliz, es normal que nosotros no nos sintamos especialmente dispuestos a pasar por nuestro propio Calvario. Pero el “hágase tu voluntad” del Señor debemos hacerlo nuestro siempre que nos encontremos ante circunstancias difíciles que, en ocasiones, parecen sobrepasar nuestra capacidad humana de sobrellevarlas.