No somos cómplices de los que quieren robarnos la fe
El pasaje de los evangelios que escuchamos ayer en Misa cuenta uno de los milagros más contundentes realizados por Cristo en su ministerio público. Su amigo Lázaro había muerto cuatro días antes. El proceso de descomposición provocaba que el cuerpo oliera mal. Y sin embargo, Cristo le ordenó que saliera fuera del sepulcro y el muerto volvió a la vida y salió.
Ahora bien, de todo el pasaje, me interesa ahora las consecuencias del milagro realizado por Cristo: “muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él” (Jn 11,45). De hecho, el mismo evangelio de Juan dice casi al final: “Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,30-31).
Es decir, una de las razones de que el Señor realizara milagros era para provocar la fe en Él. Aunque Cristo mismo le dijo al apóstol Tomás que “dichosos los que no han visto y han creído“, los milagros han acompañado a la Iglesia y a sus santos a lo largo de la historia. Hoy se siguen produciendo, como lo atestiguan los procesos de beatificación y canonización. También tienen lugar en santuarios, siendo el de Lourdes el que quizás más “noticias” da en ese sentido.