No podemos acostumbrarnos a este holocausto continuo
España tendía hoy en sus hogares y en sus calles 113.031 más de críos de menos de un año si no fuera porque sus madres, voluntariamente o forzadas, decidieron poner fin a sus vidas antes de nacer. Para que nos hagamos idea de lo que supone esa cifra, diré que es más o menos el doble de la población total de la capital de provincia en la que vivo: Huesca.
A falta de saber el número total de embarazos que se dieron en este país en el 2010, creo que podemos aventurar que la tasa de embarazo/aborto se habrá incrementado ligeramente. Una de cada seis gestaciones acaba en el cubo de la basura de las clínicas abortistas, que son el negocio más infame que haya conocido la humanidad en toda la historia. Quienes trabajan y/o se lucran matando seres humanos antes de nacer merecen no solo el mayor de los desprecios sociales -no es el caso-, sino el ticket de entrada a la caldera más caliente y ponzoñosa del infierno -sí es el caso-. Para deshacerse de ese ticket es necesaria la conversión, tal y como le ocurrió a Abby Johnson, que pasó de ser directora de una de esas clínicas a defender el derecho a nacer. No me convence lo que Johnson dice sobre la gente que trabaja en esos centros, pero en todo caso hay que agradecerle su labor en favor de la vida.